Taxi

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Sábado » 30. Kingston advice

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30

Kingston advice

Las paredes del Jamboree están empapadas de una humedad caliente. Sandino abre los ojos y ve a un par de metros de él a Natalia bailando mientras el saxofonista pelirrojo y los Mambo Jambo hacen que el local parezca a punto de venirse abajo.

Es ella. Ella le salvará.

Si no es para caer, si no es para saber que no deberías, si no es para ninguna de esas cosas que te enseñaron que debías evitar romper o perder. Si el precio es no saber, no prever, pensar que igual mañana no es otro día. Si uno no puede, llegado el caso, ser inmortal. Si uno no puede retar a la mala suerte, a la costumbre, a las leyes de los hombres. Si no es para eso. Si no sirviera para hacer nada más. Si alguien, un duende travieso, no hubiera escondido las llaves vete a saber dónde. Si no hubieras sido objeto de la venganza de un dios enfurecido. Si las cosas fueran distintas y tú, otro, y todos te dejaran tranquilo y pudieras jugar y, en la oscuridad, antes de las primeras luces del amanecer, te dejaran devolver todos los objetos a su sitio como si de noche nunca pasara nada trascendental: sólo tú cambiando por dentro, haciéndote daño, yendo a ningún lado.

Alguien tiene un número en un billete de lotería y ese número es el afortunado.

Alguien tiene cuarenta años y se le revienta un bucle dentro de la cabeza y se le anega el cráneo y muere.

Alguien se enamora y es correspondido. A la primera mirada, al segundo vaso y al segundo beso, como reza el poema.

Alguien cruza en verde y lo atropella un coche.

Alguien se apoda Ringo, es mal batería y es un Beatle.

Alguien anda sobre las aguas y no se ahoga.

Alguien juega con el tambor de la ruleta rusa y tampoco es Al Pacino, Sofía.

Qué locura.

Qué estruendoso es estar vivo.

Qué hermoso dejar atrás los barcos en llamas y regresar a Cleopatra.

La una de la madrugada: todo perdido, taxista.

La una de la madrugada: todo roto, Sandino.

La una de la madrugada: todo por hacerse a partir de ahora.

Esta noche, te has matado en Lola: no valdrán ni mentiras ni excusas. Tampoco las quieres esgrimir ya.

Se separa el taxista de la pared. Recoge la bebida del estante metálico adosado a esa misma pared y se la lleva a los labios. Se acerca a la mujer y la coge por detrás. Ella, instintivamente, hace un barrido con la mirada por si hubiera alguien conocido, algún testigo que viera lo que no debe y tuvieran que balearlo y esconderlo en el maletero del taxi para enterrarlo más tarde en cal viva. No, no hay nadie. Así que se deja abrazar. Tampoco es que ella sepa muy bien qué está haciendo. Es una situación absolutamente demencial. Estar ahí con el chófer que lleva a sus hijas al colegio, a su marido al aeropuerto. Salir esta noche con el objetivo establecido de una bigamia encallecida y acabar en un garito de la plaça Reial con un tipo al que ahora, alcohol mediante, reconoce que se sentía atraída de una manera indolente y fantasiosa. ¿Qué puede hacer? ¿Arreglaría algo irse a casa? ¿Quiere parar esto, lo que sea esto? ¿O quizá debería no dejarse abrazar como ahora la abraza? Es embriagador sentirse viva otra vez. Quedarse ciega, saberlo y que no te importe.

Es el último tema. Acaban las copas. Ella dice que deberían volver. Él insiste en una última, en alargar algo más aquel momento. Salen del Jamboree y en la misma plaza se sientan al lado de una estufa en la terraza del Glaciar. Comparten un gin-tonic. Sandino sopesa cómo decirle que vayan a su habitación en el Avalon, cómo convencerla de que va a follarse a dos amantes esta misma noche. Natalia lo sospecha, le mira y sonríe y, al hacerlo, contrae la cara con el mismo gesto que al sonreír hace Valeria. El taxista se lo dice. Ella le responde que ya se lo dicen, la cría tiene gestos suyos. Luego, un silencio no esperado. El primero de la noche, un tanto incómodo. Sandino no puede permitir que vaya más allá esa tensión muda.

—Esto es lo que me engancha de la vida. Nada sucede y, de repente, sucede todo.

—También hemos visto muchas películas.

—¿En las que yo soy el chófer negro, y tú, la señora blanca?

Pretende ser una broma, pero suena bronco, cualquier cosa menos amable o graciosa.

—No sé, creo que no has estado muy acertado.

—No, no lo he estado. Olvídalo, por favor. En realidad, no pienso lo que acabo de decir.

—¿Seguro? Siempre he creído que la gente que, por lo que sea, goza de una posición mejor que otra, tiene mayor capacidad de entender a ésta que al revés.

—Quizá la cuestión sea ese «por lo que sea».

—Vengo de donde vengo. No puedo obviarlo. Tampoco tengo que pedir disculpas. No tengo héroes ni canciones ni películas que me digan lo épico y maravilloso que es no tener nada, ser honrado y triunfar.

—Nat, igual tendríamos que estar hablando de otra cosa.

—Tendríamos que estar cada uno en su casa. Creo que debería irme ya.

La mujer hace ademán de levantarse de la silla, pero Sandino la coge por el brazo y le muestra la copa, aún por beber: Nat se siente mareada y vuelve a sentarse. «Estoy bebida», se sincera con ella misma.

—Venga, empecemos por el principio. ¿Quién eres tú?

—Eso es el final.

—Joder, Nat, me gustas mucho. Me gustas desde el primer momento en que te vi.

La mujer da un sorbo al combinado. Sin dejar de mirar a Sandino, saca un cigarrillo del paquete que éste ha dejado sobre la mesa. Lo enciende. A lo lejos, alguien grita. Pelea de borrachos. Dentro del Glaciar, un tipo enorme con voz cristalina hace versiones de canciones de Stevie Wonder. El escote de Llámame Nat es sugerente, lo ha sido toda la noche, pero ahora parece imantar la mirada de Sandino.

—No digas nada si no quieres.

—No sé qué decir. Me halaga, claro.

—Más que suficiente.

—Pero nos lo acabamos y nos vamos, ¿vale? Ha estado genial. En serio. Si hubiera redactado yo el argumento, al menos habría controlado algo el vodevil previo, pero ha sido una noche maravillosa y lo ha sido gracias a ti.

—¿Es serio aquello?

—No has podido evitar preguntarlo, ¿eh?

—Ni sé si me importa.

—¿Para qué quieres saber? ¿Que si es serio? Lo fue. Ya está. No hay más. Somos animalillos. Tratamos de ser felices como podemos. Hoy he visto que no tenía sentido. Su novia está embarazada y no me importó, pero fue todo sucio, no sé, ¿por qué preguntas nada?

Nat da un buen trago al gin-tonic. Se levanta del asiento. Él la sigue. Al poco, toman Ferrán hacia plaza Sant Jaume. En ese momento, Natalia desliza su mano entre la de Sandino, que se gira y le sonríe. Es como si hubiera decidido no pensar en nada, sino hacer lo que le apetece, sin más. Andar, de noche, por esas callejuelas, con un hombre que le gusta, al que no le ata más que el querer estar ahí y ahora.

—No sé si la conoces, pero hay una canción de los Smiths que habla de este momento.

To die by your side is such a heavenly way to die… —canturrea.

—¡Eh!

—¿Qué te crees tú?

—Me gustaría besarte ahora mismo antes de que nos arrolle el camión de dos toneladas.

Él no espera que ella le conteste. Alarga el beso. Llámame Nat se da cuenta y se ríe. Se abrazan. Sandino anda unos pasos sin dejar su abrazo, gira la esquina y la empuja contra una de las paredes del callejón que lleva a la pequeña sinagoga.

—No quiero dejarte marchar.

Pasa sus manos por debajo de la blusa de color imposible de la mujer, recorre su piel con los dedos, pero se detiene porque ella no quiere seguir. Lo evidencia un cambio en la disposición en la que su cuerpo halla cobijo debajo del cuerpo del taxista. Pero él sigue besándola. A eso sí que se muestra receptiva. Se separan del muro. Ella le vuelve a coger de la mano y se dirigen hacia la plaza en cuyo sótano está aparcado el taxi.

—Besos cortos que quieren parecer largos.

—Quédate conmigo.

—No puedo. Ya es tarde. La canguro es la hija de una amiga mía y me sabe mal. Además, entiéndeme, estoy hecha un lío.

—De acuerdo.

Apenas hablan a partir de ese momento, pero siguen cogidos de la mano. Ambos sienten que la noche ha sido especial, una suerte de regalo que Sandino quiere que continúe otras veces, de más maneras posibles. La mujer es un enigma para él y también está seguro de que lo es para sí misma. Está convencido de que le ha gustado estar con él. Besarlo. Desearlo. Y le ha gustado sobremanera que haya entendido el final de esa noche. Sandino lo sabe.

En el coche, Natalia sube el volumen de lo que está escuchando.

La mujer presta atención mirando el reproductor. Luego, mira por la ventana. Sandino conduce. En un momento dado, Llámame Nat deja una mano sobre el muslo del taxista. Éste pone encima la suya. Siente el calor. Ojalá la muerte congelara el tiempo. La ciudad se convierte en un río que, pese a los intentos del taxista de ralentizar su cauce, les lleva a la casa de la mujer. BCN-Johannesburgo de noche parece menos contemporizador, como si el barrio zombi se hubiera cansado de disimular mientras dura la luz del sol y ahora emergiera cruel y despiadado para todos los que no tienen llave para entrar en sus domicilios.

—No sé, sé que es una locura, pero quiero volver a verte. Piénsalo. Los dos somos mayorcitos y hemos estado en muchas guerras. En el fondo, cuando pasa, se sabe, ¿no?

—Y ha pasado. Esta noche ha pasado, ¿verdad? Tú ya lo sabes. Tú ya estás completamente seguro.

—No es justo que te pongas cínica. ¿Acaso tú no lo piensas?

—Pienso que no quiero escucharte. No voy a besarte aquí. Ni corto ni largo.

Él le besa la mano. Ella le sonríe. Abre la puerta para bajarse.

—Dime una cosa. Si no estuviera él. Si hubieras salido esta noche y hubieras encontrado a un tipo y hubieras estado como hemos estado tú y yo, ¿qué pensarías?

—Pensaría que era mi noche de suerte.

—¿Te quedarías conmigo?

—Me quedaría contigo. Te iría a buscar mañana al trabajo. Saldríamos mañana y pasado y el otro. Pensaría que se ha abierto algo, pero…

—Sin peros.

—Sin peros, entonces. Buenas noches, Beso Corto.

—Hasta el lunes, Beso Largo.

—Exacto: hasta el lunes.

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