Taxi

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Jueves » 22. The equaliser

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22

The equaliser

—Pasa y verás el panorama.

Sandino lo hace, echando el cuerpo por delante de Sofía, recién duchada y tuneada facialmente para poder salir a trabajar. Cuando llega Sandino al comedor, es su amiga la que, pasando por detrás de él señala con un ademán a Jesús, sentado a la mesa con la cabeza gacha, mirando y contando una y mil veces los cuadrados del mantel.

—Hace dos horas, como mínimo, que está así. Al menos desde que yo me he despertado.

La negatividad del hombre es magnética y contagia la atmósfera de la habitación. La actitud, el semblante, su posición corporal han hecho sórdida una estancia en la que, apenas unas horas antes, Marta y Sandino habían hecho el amor, en la que había él tratado de conciliar el sueño o ver televisión, posibilidades ahora impracticables. A Sandino se le ocurre decir el reproche obvio pero calla.

—Lo he intentado todo: desde buenas palabras, meterle un par de gritos o intentar echarlo por la fuerza. No ha habido nada que hacer. Es un peso muerto.

Sandino se sienta delante de Jesús y trata de que levante la cabeza. También es inútil.

—Este tío tiene que ir medicado hasta las orejas. Va de bajón, pero a saco. No un bajón normal. Pero eso hasta lo ves tú, ¿no?

Sofía no dice nada. En unos días siente que se ha convertido en el desastre más grande del planeta. Sandino no escatima comentarios, silencios o ademanes para decírselo o recordárselo. Puede entenderlo, pero piensa que podría también él esforzarse por hacer lo propio con ella y su situación.

—Tío, Jesús, venga, haz un esfuerzo. Reacciona. Dinos al menos qué tomas. ¿Has mirado si lleva recetas encima?

Sofía asiente con la cabeza.

—Pero si quieres mirarlo tú…

Eso quiere decir que no lo ha hecho.

Sandino clava la enésima mirada de reproche en Sofía. Luego se levanta para revisarlo él mismo, al tiempo que expone toda la gama imaginable del hartazgo y la prepotencia paterna.

—Estoy acabando de tender una lavadora. Ahora vuelvo.

—Espera. Llena la bañera de agua tibia. Eso funciona a veces.

Sofía obedece. Además, cuando se ducha le gusta poner el tapón y así aprovechar el agua para los pies, y a veces la deja para refrescárselos por la noche. La que haya, piensa que muy fría no debe de estar.

Lo del baño caliente funcionaba con Lola en las épocas más oscuras. Cuando necesitaba a Sandino como si éste fuera sus muletas para andar. El taxista está al lado de Jesús. En los bolsillos no tiene nada. Le susurra que ahora se va a bañar, que será agradable, que se activará. El tipo sigue sin reaccionar. Le pregunta por las medicinas. Por las recetas. Calla. Está en el agujero, en lo negro. Lo mira un momento a los ojos y ve aquello bajo las cejas y preferiría no haberlo visto. La violencia del bicho asustado. El túnel. Reconoce todo eso y también que aún le gustaría estar con aquella Lola que le necesitaba. Uno guarda lo que es como la prenda que queda en el fondo de la ropa sucia, pero no desaparece. En esas ocasiones necesita focalizar el dolor en su cuerpo para que la cabeza pare de girar como agua en un sumidero. Adrenalina y formalizar parte de un chantaje al hacer responsable al otro, a los demás, siempre fue consciente Sandino, una manera de comunicarse con el superhéroe infantil del hombre en cuestión que tenía al lado, del mismo modo en que esas lesiones —en la cara, los brazos, los muslos— sellaban la cripta de lo privado entre ellos dos.

La bañera anda llenándose. Sofía liquida la colada en el balcón interior del domicilio. Sandino le pone la mano en el hombro, más en señal de impotencia que de otra cosa, y Jesús se duele. Es el brazo herido. Cambia el gesto por el hombro que tiene más cerca de él, esta vez en señal de una cierta ternura, algo de lo que sí sabe Sandino. Jesús parece entonces querer gimotear, pero no encuentra los raíles adecuados para encarrilar sonido o llanto. En eso le recuerda a la abuela Lucía, cuando lloraba y luego hacía que lloraba y volvía a llorar y luego ni ella sabía si era un llanto o una estrategia o algo que pudiera controlar ni, por supuesto, cuál era la causa por la que lloraba o tenía que hacerlo. La vio llorar de rabia, de enfado, de miedo, pero nunca de pena. Ahora lo sabe: aquella loca no podía sentir pena. La había agotado toda.

Deja a la abuela Lucía y concéntrate en la acción.

En un lugar del comedor, en el suelo, está la chaqueta que llevaba Jesús. En un bolsillo interior está todo lo que le dieron en el hospital relativo al brazo, pero en el papel de las recetas también salen las que ha de tomar de modo regular, cronificado. Sofía llega en ese momento. Sandino sale del piso. A dos porterías del domicilio de su amiga hay una farmacia. Le sirven lo que pide y en nada están dándoselo a Jesús.

—¿Intentamos llevarle ya a la bañera? ¿La has llenado bien?

Sofía dice que sí. A duras penas llegan al baño. Jesús casi no ayuda. La bañera está medio llena, así que Sandino abre de un golpe, enojado, el grifo al máximo. Desnudan a Jesús colocándole los pies bajo el grifo y la ducha. El cuerpo flácido, los genitales caídos, el pene ladeado y escondido consigue la primera broma de Sofía desde anoche: «Estoy por hacer una foto y enseñársela a cada uno que me pregunta por qué no me va el sexo». Sandino no reacciona, pese a saber que debería hacerlo aunque sea por mera estrategia. Necesita la mejor disposición de la taxista y sus mejores dotes de persuasión y sentido común para que entienda rápido y bien que el tema de Héctor podrá resolverse sólo si devuelve todo, absolutamente todo, a sus propietarios. Jesús lleva tatuadas un par de pequeñas alas horribles en la espalda que le nacen en la columna. Una cara de mujer simulando tocarse el peinado en el omóplato, que bien pudiera ser su madre dibujada por alguien con poco talento, y en el antebrazo que no tiene vendado «Just for one day». Sandino teme que el tatuaje de la mujer no sea sino Bowie a tinta negra pergeñado por el tatuador más barato de la ciudad. Le meten en la bañera con dificultades. Jesús parece reaccionar. Tampoco le va a ir mal ese baño. Tiene restos de sangre y mierda aquí y allá y huele a mueble viejo, a hombre en derribo.

—Veamos si reacciona y puedes sacarlo de tu casa y licenciarlo a la suya.

—Te has llevado el papel de la comisaría tú, ¿no? —Sandino asiente—. ¿Has hablado con ellos?

—No —le miente por despecho casi conyugal.

—¿No?

—Me cago en la Virgen, ¿qué coño vas a hacer en toda esta gilipollez en la que te has metido solita? ¿Me das una pista?

La mujer calla y con su silencio parece disculparse.

—Hablemos en otro sitio, que yo no sé qué oye éste y qué no. Además, con el agua que le has puesto, ahogarse no se va a ahogar.

—Se irá llenando.

Salen al comedor. Sandino le pide a Sofía que se siente. Saca del bolsillo el original de la entrega en comisaría y se lo da a la taxista. Ésta, nerviosa, le ofrece un café. Sandino prefiere agua. Un vaso de agua será perfecto. Sofía se la lleva y vuelve a sentarse.

—¿Tienes aquí el dinero? —La mujer niega—. ¿Dónde está? Es igual, no quiero saberlo. Es tu puto problema.

—Sí, es mi puto problema. Ya lo sé. Sólo te pedí que me echaras una mano, nada más. Gracias por hacerlo o no hacerlo, por toda tu poca paciencia.

—¿A qué viene esto ahora?

—Sandino, yo también tengo algo de amor propio. No soy un puñetero reposapiés. Llevas dos días haciéndome sentir la farfollas más grande de la tierra y derramando compasión aquí y allá. Ya te expliqué cómo fue. Devuelvo las pastillas; el dinero, no.

—Sofía, el tema es algo, un pelín más complicado. Da igual lo que haya apuntado el mosso de Aiguablava. Ellos saben que había dinero y saben que lo tienes tú.

El nombre de Héctor sale a relucir. El negocio por el que Pelopo y los demás estaban tan preocupados por solucionar lo antes posible es una figura del compás que maneja el exmosso.

—Tal y como lo veo yo, no hay partida. Dan por perdido lo que llevaste a la poli y, si devuelves el resto, supongo que lo olvidan. Siempre y cuando cuenten con nuestro silencio al respecto, obviamente. Aunque si los mossos son un poco listos, estarán tirando del hilo.

—Ya.

—Lo has comprendido todo, ¿no? No te me pongas susceptible. Yo también ando jodido, con el agravante de llevar demasiados días sin dormir, joder. Vamos, si quieres te acompaño a donde Héctor y…

—Sandino, me da igual si lo entiendes o no lo entiendes, pero no voy a devolver el dinero. Te podría dar muchas razones, pero te daré sólo dos. Una es que parte de ese dinero ya no lo tengo. Te expliqué cómo están mi hermana y los suyos. He conseguido parar el desahucio. No lo he liquidado todo, sólo los meses que debían y las costas judiciales. Ahora han de espabilarse ellos como puedan, pero si he de volver a echarles una mano, lo haré. Es un préstamo y ellos lo saben, pero al menos su hermana no es un banco.

—¿Cuánto era?

—Da igual eso. Falta la segunda razón y ésa es la importante. La segunda razón es que no quiero devolverlo. Te podría llenar la habitación de penas y humillaciones, de penurias y soledades, pero no me apetece. Tú no lo entenderías. Te aprecio, pero no lo entenderías. No te ofendas, no dejas de ser un chaval malcriado. Un niño mimado con sus grandes problemas de todas me quieren y yo no quiero a nadie. Pobre niño rico. ¿Te has parado a pensar que hay gente a la que nunca han querido de verdad? Ni bien ni mal. Nunca. ¿Que no pueden pensar si lo que tienen es amor o necesidad o miedo porque no tienen nada y nunca tendrán nada…?

Sandino se sorprende de la virulencia del ataque de Sofía. Si tuviera un momento, si quisiera otorgárselo a sí mismo podría entenderla, pero no quiere: también él está agobiado por todos lados, con todo derrumbándose, y no anda muy sobrado de nada. Sólo hay una solución y los dos supieron siempre cuál era. Lo que no se esperaba es todo aquel arsenal macerado dentro de ella y que ahora está estallando.

—Mira, tía. No me vengas con eso. No voy a comerme tu psicoanálisis.

—Pues no te lo comas. Puedo seguir con esto sola.

—No sabes con quién estás jugando.

—Que me da igual, Sandino. Todo lo que tengo me lo he sudado y ganado yo. Nunca me han regalado nada. Me he tomado esto como una señal de Dios, como diría el sonao de la bañera. Nadie ha querido estar conmigo y yo ya no quiero estar con nadie, pero no quiero acabar siendo la vieja de los gatos, sin nada, en la puta calle…

—Voy a coger esa puerta y me voy a ir y no quiero saber absolutamente nunca más nada de ti ni de toda tu mierda, pero, no sé, por una especie de justicia narrativa vas a escucharme. Estás loca, totalmente loca…

—Últimamente, sólo ves locos.

—Escúchame. Que yo sepa, sólo que yo sepa, tienes en propiedad dos coches y, con éste, cuatro pisos de los que, sin contar éste, cobras un alquiler.

—¿Y? La vida da muchas vueltas y…

—Nada, Sofía, voy a meter la polla en algún sitio y a ver si se me quitan los, según tú, problemas de identidad que llevo encima, así que vete a tomar por culo tú y tu dinero y toda esta historia, pero que sepas que te estás jugando más que la visita del cobrador del frac.

—¿Qué me van a hacer? ¿Pegarme? ¿Matarme?

Sandino ya no dice nada más. Emprende el camino hacia la salida. Reprime lo que podría decirle, la furia que siente, porque sabe que no sería más que una pérdida de tiempo. Ambos han tomado una decisión. Ese tema se finiquita aquí y ahora. Para Sandino, Sofía queda enterrada en el comedor de su domicilio.

Puerta. Calle. Fin.

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