Taxi

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Sábado » 31. The street parade

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The street parade

Sandino procurará no pensar. Ni en Lola ni en nadie. Apagar ese teléfono y apagar el mundo. Se liberará de todo y de todos. Que Lola tire todas sus cosas. Todo a la pira. Dejar con vida un trozo de Sandino es dejar con vida una célula cancerígena. No sabrá nada de sus padres, de sus enfermedades, de su muerte. De Lola. De la mitad de su propiedad del piso, aquellos maravillosos catorce números de la cuenta de Alí Babá. Sus discos, amuletos, libros, cajones llenos de recuerdos, fotografías. Ningún disco duro de memoria. Amnesia. Eclipse solar. Nada de Sofía. Nada de Hope. Nada de la noche. Nada de Barcelona. Nada de drogas. Nada de nada. Cero.

Llegará a Francia, a París o quizá hasta Penmarch. Alquilará un apartamento en ese pueblecito. Pagará a alguien para que coja el taxi y se lo devuelva a Víctor. Con las monedas que le sobren bajará al bar del puerto y llamará a Nat, Natalia o Llámame Nat, como la llame en ese momento. Ella se reirá. Mentirá diciéndole que no esperaba su llamada, porque lo cierto es que sí la esperaba. Ella ha estado pensando en él. Aquí o allá le asaltaba su recuerdo. Creía que había huido. Las niñas lo añoran. Ella también.

La llamará y le dirá: «Vente a París, vente a Penmarch, esté donde diablos esté Penmarch».

Vente, Nat. Tráete a las niñas. Aprenderán francés.

Oui, monsieur.

Que le follen al escritor.

Seguro que sacará mejores libros si le abandona, si pierde lo que quería, si deja de fantasear con el dolor y lo siente de verdad, en medio del pecho.

Vente, Nat.

Soy un hombre nuevo.

Te juraré lealtad y fidelidad.

Sólo estarás tú en mi vida: no me dejes solo ni un minuto. Estate pegada a mí. No me dejes en paz. No me dejes espacio para moverme. Quiero que veas lo que yo veo y comas lo que yo como. Que duermas a mi lado, aperruñada, que me des tu sexo a todas horas, que pienses en mí, que te dejes proteger sólo por mí.

Quiero olvidar todas las canciones que he escuchado antes y escucharlas de nuevo contigo, ver con tus ojos otra vez todo.

Quiero dejar de ser cien en uno.

Quiero ser uno en dos.

Piensa en todo esto mientras paga un par de noches más en el Avalon. Piensa en todo esto diciéndose que sólo ha sido una noche con Natalia, una noche sin cama. Que no sabe nada de ella ni de él ni de ninguno de ellos dos juntos. Escucha esa voz interior que le previene sobre todo lo que Sandino ya sabe y sobre lo que no necesita que le prevengan. En su pensamiento parece escuchar la lucidez pero, de repente, llegan unos hampones en un coche negro y largo como una pena y agarran esa vocecita interior y sensata y la llevan a un espigón, le meten algodón en la boca hasta que no se le entiende lo que dice y esperan que muera o entre en razón dejando que hable por él el delirio, el entusiasmo, la ceguera, nada ha de salvarse del incendio y que viva el amor. Luego, los hampones lo tiran al mar con los pies metidos en cemento fresco pero es inútil: el entusiasmo flota.

Se desnuda, llena un vaso de agua del grifo y se toma un par de comprimidos, esos que a veces lo derrumban y otras lo desesperan y le hacen salir a la calle otra vez. Luego se tumba en la cama, cierra los ojos y trata de dormir. Durante unas horas, a tramos, lo consigue, porque sueña, y al despertar se acuerda y antes de las ocho ya desiste de mucho más, pero se fuerza a seguir en la cama, tumbado, descansando.

Los sábados por la mañana, el horario del Olimpo es una incógnita. Sandino llega pasadas las diez y media y la persiana está a medio subir. Decide esperar de pie al otro lado de la calle apoyado en una valla de madera de un parterre vecinal. Pasa un perro con su dueño detrás. Pasan un par de morenos. Por la otra acera llega Tatiana, se agacha y se cuela dentro.

El taxista cruza y hace lo mismo. Héctor está sentado en una de las mesas, hojeando un periódico deportivo. Antes de percatarse de la presencia de Sandino ha llegado a la última página y aparta el periódico de un manotazo. Un vaso largo de vidrio humeante de café aparece a la vista de Sandino, que le da santo y seña. El propietario gira la cabeza, sonriendo complacido.

—Hombre, qué sorpresa. ¿Hoy por fin vienes a confesar en tu nombre y en el de ella? Me parece bien.

Sandino se sienta en una de las sillas que rodean la misma mesa de Héctor.

—Ya confesé.

—No me pareciste convincente.

—Las historias de amor nunca son muy convincentes, ¿no te parece?

—Tú sabrás. Que sepas que ella no te delató. En el último momento antes de enterrarla viva, seguía calladita.

—Héctor, eres un capullo. Y la broma no hacía gracia ni la primera vez que la explicaste.

—Vaya, yo creía que sí…

—¿Me invitas a un café?

—No.

Tatiana asoma desde la cocina, avisada por las voces. Viendo la escena, deshace el gesto curioso y los pasos.

—Vamos a detener esta gilipollez, ¿no te parece?

—Sinceramente, no sé de qué hablas.

—Ayer por la tarde me encontré rotos los dos espejos. A Sofía le entraron en casa y se la destrozaron.

—¿En serio? Yo pondría denuncia. Si no sabes, la bollera me parece que eso lo hace muy bien. Pero si quiere cobrar del seguro, tiene que poner todo, absolutamente todo lo que le han robado. Que no se olvide de nada, que eso de olvidarse lo hace también muy bien.

—Héctor, ella no tiene nada. Estás buscando algo que, de existir, tienen otros.

—Por cierto, me han dicho que ayer fue el día mundial del vandalismo. ¿Sabes a quién le arrancaron la puerta de cuajo y casi se lo llevan por delante?

Sandino calla.

—Héctor, podemos estar así toda la mañana. A ver quién de los dos es más ingenioso.

—A ingenioso no puedo jugar contigo. Tú siempre lo serás mucho más. Yo apenas sé mentir ni jugando a cartas. Tú eres otra cosa. Tú eres más listo y yo tengo más huevos. Así fue el reparto. —Héctor se levanta del asiento. Ha dado buena cuenta del café hirviendo. Se despereza. El cuerpo fuerte y achaparrado de Héctor impone algo a Sandino: sus manazas, esa fuerza apenas reprimida—. Pero tienes razón, no vamos a estar toda la mañana pasándonos el chicle. Yo ya te dije todo lo que tenía que decirte. Sabes el problema y sabes la solución.

—¿Cómo quieres que te demuestre lo que no ha pasado?

—Déjalo para tu mujercita o mujercitas: Yo. No. Te. Creo. Nadie te cree. ¿Cuánto te has llevado? Venga, dime.

—Ésa es otra. Encima que no tengo la más puta responsabilidad, vais a por mí.

—Esto es muy interesante. Mucho. Lástima que no tengamos público.

Sandino nota como el tono ha variado, pero no sabe en qué variación Goldberg se encuentra. Desea levantarse también de la silla, pero es obvio que Héctor lo entendería como un movimiento de confrontación. Sandino sabe que tiene las de perder con Héctor. Que están solos, obviando a una Tatiana invisible. En su local. Con la persiana a medio subir. En realidad, ¿qué esperabas, idiota? ¿Convencerle? ¿O salvarte tú y que diera por perdida a Sofía con su tacañería? No lo sabe. No se imaginaba así la escena, la actitud de Héctor. No había preparado nada más que una verborrea que no sirve de nada y una posible amenaza con lo de la visita al Stalker.

—El señor Sandino viene aquí con el único objetivo de salvar el culo. Pedir como aquel otro mierda le pidió a ETA: si quieres matar, mata a españoles, pero no mates a los míos.

—No te equivoques. No he venido por eso. He venido a avisarte.

Es el momento de levantarse. Previamente, el taxista ha echado la silla hacia atrás para evitar estar tan cerca de Héctor, que ante un más que previsible ataque de éste no tendría el mínimo espacio para moverse. Así que lo hace: se levanta.

—¿Avisarme? ¿De qué mierda has de avisarme tú a mí?

Héctor agarra de la camisa al taxista y lo atrae hacia sí, con violencia. Sandino intenta empujarle, pero no lo consigue. En cambio, es Héctor el que lo hace, tirando en el empuje la silla que tenía detrás Sandino y haciéndole caer al suelo. Trata de levantarse pero antes de que lo consiga tiene al dueño del bar encima de él.

—¿De qué has de avisarme? Ya te salvé el culo una vez. No lo haré otra. Creí que la puta esa estaba contigo, pero me dije que no podías ser tan retorcido. Seguiste viniendo al bar. Eso era demasiado rebuscado para mí, pero ya veo que no para ti. Perfectamente el hijo de perra que se la follaba podías ser tú. Mírate, qué asco me das. Al menos la bollera asume lo que hace. ¿A qué vienes? ¿A pedirnos que te dejemos fuera? A que hagamos el mongolo y olvidemos lo que sabemos. ¿Vienes a avisarme? ¿De qué? ¿De qué coño has de avisarme tú?

Tatiana aparece por la cocina y grita. Héctor se vuelve y Sandino aprovecha para empujarle con el objetivo de lanzarlo al suelo y poderse levantar él. No llega a caerse Héctor, pero sí a soltarle, y Sandino ya está de pie. Tatiana entra en la cocina llamando a alguien. El taxista echa a correr hacia la puerta. Héctor lo zancadillea y lo devuelve al suelo. Le asesta una patada en el costado y cierra de golpe la persiana. Otra patada y otra y otra en las partes que Sandino va dejando desprotegidas. Trata de esconderse tras las mesas, pero ambos saben que Héctor podrá darle alcance cuando y donde quiera. No tiene más opción que hacerle más daño del que ha podido hacerle hasta ahora. Y eso es una opción que no hará sino enfurecer aún más a la bestia.

Debería gritar, pero no le sale el grito. Chillar, armar mucho ruido para alertar a vecinos, transeúntes, a quien sea que llame a la policía. Sandino asume los golpes, el dolor, pero si nadie lo para, Héctor puede matarle. Acabar bajo el Vela. De repente, la mentira ya no lo es tanto. Ese tío que busca agarrarlo de una pierna, evitar que siga huyendo por el suelo, entre las mesas, ha sido policía, ha sido entrenado, sabe dar y cómo hacerlo. Sí, debería gritar, pero abre la boca y lo que sale es nada. El ruido ha de llegar desde otro sitio. Quizá no pueda gritar, pero sí romper, destrozar. Con todo, debería levantarse lo antes posible del suelo. Sandino tiene una sensación extraña, como de verse desde fuera.

Pero está dentro. Dentro de la cueva de un hombre fuera de sí. Dentro de una cueva con la puerta metálica cerrada, sin otra salida, a menos que la cocina tenga la suya propia por la parte trasera del establecimiento. Es sólo una posibilidad. Sólo eso. Quizá no exista esa puerta o esté cerrada o tapiada o dé a un callejón ciego.

Sandino se endereza con una silla cogida por una de sus patas. No grita. No pregunta. Sólo la agita en el aire hasta que consigue impactarla contra el costado de su oponente que, a pesar de esperarlo, no ha podido esquivar el golpe. El taxista aprovecha el momento y se lanza con la cabeza baja hacia Héctor, impactando en la cara de éste, que queda mal sintonizado el tiempo suficiente como para que Sandino pueda llegar hasta la entrada y trate de levantar la persiana. Lo empieza a hacer, pero una patada en medio de la espalda le aplasta contra aquélla. La ira de Héctor le golpea con los puños en la cara, una cara que Sandino trata de proteger con las manos, mientras grita o cree que grita o alguien grita pero el exmosso sabe que nadie le oirá, que nadie llegará a tiempo, pero ni él sabe qué quiere hacer, cuándo debe pararse, hasta dónde ha de llegar.

No, no me matará. Es un problema para él matarme. Sólo quiere hacerme daño. Noquearme. Dejarme sin sentido.

Sandino decide dejarse caer inconsciente de un momento a otro. Si creyera que tiene la más mínima posibilidad de salir de allí, de poder reventar la cabeza a ese hijo de puta. Si pudiera sacárselo de encima lo imprescindible para ir hasta la cocina y comprobar si existe otra salida por allí. Pero todo parece inalcanzable.

Está abrazado a Héctor para que los golpes de éste en el hígado y el pecho tengan el mínimo recorrido, que no tomen impulso. Le quema la cara, el plexo y una pierna, la rodilla especialmente, una pierna que siente de madera. Empuja hacia atrás al propietario del Olimpo, cierra el puño y lo estampa contra su cara con más intención que fuerza y corre hacia detrás de la barra en dirección a la cocina. En ese momento topa de forma sorpresiva con Tatiana. La coge Sandino, le pasa el brazo por el cuello y trata de localizar un cuchillo, algo cortante. No lo encuentra. Agarra una botella de vodka y la esgrime ante la cara de la rusa.

—¡Vale ya, hijo de puta! ¿Lo entiendes…? ¡Para ya o le rajo la cara a tu amiga! Me vas a dejar salir, ¿vale? Así que mantente a distancia.

Sandino oye que alguien está golpeando la puerta metálica. Preguntan por Héctor. Eso no es para nada una buena noticia. Anda hacia atrás con el cuerpo de la mujer, temblando, pegado a él. Están ya en la cocina. Ve que hay una puerta al fondo de aquel agujero y que la puerta está abierta. No va a hacer de supervillano y meter el discurso de media hora sobre el arma nuclear que destruirá la Tierra si aprieta el botón rojo. Se va a largar cagando leches y punto.

—Has visto muchas pelis, idiota.

Héctor está a apenas un metro de él. Parado. Sonriendo. Tiene una herida en la ceja y la ropa rasgada. Él no tiene ni idea de cómo está. Sólo nota que le quema el labio, un lado de la cara, la rodilla. Que le flaquean las piernas y por eso no sabe si le responderán si echa a correr.

—¿Qué vas a hacer tú a Tatiana? ¿Qué vas a hacerle?

La única que no sabe que Sandino no podría dañar a Tatiana es ella. Pero tenerla es algo. Un escudo, al menos. Sigue la marcha atrás y Héctor, tranquilo, tras ellos. Sandino sabe que un par de pasos más y ha de empujar a la cocinera contra su jefe y echar a correr hacia la puerta trasera, salir al exterior y rezar para que haya pista libre hacia donde tiene aparcado el Prius. Ha de ser ahora. Ha de ser ya. Pero Sandino apura un último paso atrás y otro, uno más.

—¿Qué le vas a hacer a esta pobre chica, cobarde…? ¿Acaso vas a hacerle esto…?

Héctor despliega su brazo contra la cara de Tatiana. No es un puñetazo duro, pero sí lo suficiente como para que la mujer quede conmocionada, se le conviertan las piernas en gelatina y Sandino no pueda evitar que se le escurra hasta el suelo. En ese momento, las piernas sí que le responden a él. Alcanza la puerta, sale y a un lado ve un pasaje estrecho que supone llegará hasta la calle principal. Hay una furgoneta sin chófer parada en la entrada. Mueve sus piernas hacia allí cuando Sebas, que aparece de la nada, le asesta una patada en un tobillo, haciéndole caer. Llega Héctor y ambos empiezan a golpear a un Sandino que trata de protegerse todas y cada una de las partes de su cuerpo.

Teme quedar paralítico, quedar deformado, ciego, muerto.

Debería fingirse inconsciente para que pararan.

Es difícil fingirlo y que el cuerpo no trate de protegerse de forma instintiva.

Es difícil fingir ser un saco de arena que absorbe los golpes.

Sólo tiene esa posibilidad, pero no puede activarla.

Los golpes caen, su resistencia mengua, la fuerza se le va.

Morirse como una manera de pactar un fin, de dejar de sufrir.

Ya se cansarán. Ya me moriré.

No pueden matarme porque entonces no tendrán el dinero.

Pueden matarte porque tú no tienes el dinero, porque eso acojonaría a Sofía. Así que pueden hacerlo. Pueden matarte.

Lola. Lola. Lola.

Nat.

Valeria y Beatriz.

Vero.

Mama.

Lola.

Vero.

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