Taxi

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Viernes » 25. Broadway

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25

Broadway

Es buena señal que se haya quedado dormido en el Regàs y ahora en el sofá de su casa. La mala señal es que ha salido a empujones de ambos sueños. Ha dejado su casa porque no quería encontrarse de esa manera con Lola. No podía estar ahí a hurtadillas para quedarse como si todo fuera como siempre. Pero también había otra razón. Quizá no fuera seguro ni para Lola ni para él que estuviera quieto en su casita, en un mismo sitio hasta que Sofía entrara en razón o Héctor supiera que él ya había hecho todo lo que podía hacer. Su intuición le indicaba que debía estar en movimiento. De aquí para allá. Como un puñetero taxi.

Apenas son las dos de la madrugada. Hasta que abra el Olimpo no sabe dónde localizar a Héctor. En el interior del aparcamiento, ha tratado, al menos, de enderezar los retrovisores. El del asiento del copiloto ha sido imposible. El otro ha conseguido enderezarlo aunque por debajo de la línea de visión e inmóvil, más un complemento de un coche de juguete que algo que le vaya a facilitar la conducción, pero menos es nada.

Hoy sabe que si le ofrecieran una raya la aceptaría.

A la mierda las promesas: se meterá una, dos, cien y no dormirá jamás y ya sabrá que no ha de preocuparse por el insomnio.

Localiza a Santi, que anda por Gràcia, yendo al Vinilo, ubicado en una de las callejuelas adyacentes del mercado de la Abacería, muy cerca del Banco Expropiado, donde hubo una batalla campal hace unos meses entre okupas, amigos del desorden y fuerzas de un orden que decidió no seguir pagando el alquiler del local sin calibrar las consecuencias. Sandino ha conseguido aparcar milagrosamente en una de las callejuelas que mueren en Torrent de l’Olla. Pasa al lado del Banco. Hay gente haciendo guardia. Un grupo de una docena de chavales. También gente de más edad. Consignas anarquistas, estelades, pintadas, viejos trozos de canciones libertarias. A Sandino le recuerda tanto un campamento de refugiados como un mero tenderete improvisado y siempre con el aroma a foc de camp salesiano. Su mirada se cruza con la de una mujer y ésta le ofrece café enseñándole la cafetera. ¿Por qué no? Uno de los chavales que por allí andan, gitano, probablemente perteneciente a la comunidad gitana de la plaça del Poble Romaní, empieza a tocar una guitarra española. Le sirven el café. Sin azúcar. Cosas que pasan por la noche. Al rato, ya está en el Vinilo. Santi no ha llegado. Pero tenía el presentimiento de encontrarse a Jesús y así es. Sandino se pide un gin-tonic en la barra y se acerca a él. Tiene mejor aspecto, aunque anda algo esquivo. Sin embargo, le pide un cigarro.

—Pero si tú no fumas.

—Quiero aprender. Es muy difícil porque has de hacer muchas cosas al mismo tiempo.

Jesús le hace reír.

—¿Lo quieres de verdad? —Sandino lo saca del paquete y se lo introduce en la boca—. Ve probando. Sin estar encendido. Uno puede hacer muchas cosas al mismo tiempo si no piensa que las hace.

Jesús parece que ya no recuerda por qué debe estar enojado con Sandino, pero no quiere dejar de aparentar estarlo. Al taxista le tienta preguntar por Sofía, pero prefiere no precipitarse. Lo había dejado en una bañera de agua tibia y ahora está ahí, acodado en una barra de bar, con un cigarrillo por prender. Es evidente que la cosa ha mejorado y mucho.

—Me dijo Santi que eres músico, que tocas la guitarra. ¿Puedes hacerlo con el brazo así?

—Tendré que hacerlo.

—¿Para cuánto tienes?

—No sé. Lo pone en el papel. Pero me curaré antes.

—¿Qué tipo de música haces?

—No sé: la mía.

—¿Ves? Estás hablando con el cigarrillo en la boca. Hay gente que no sabe hacer eso. Tú, sí. Cuando no piensas, salen las cosas.

—Dar vida a los muertos no es más difícil que fumar. Hay gente a la que entierran antes de tiempo. Parecen muertos y los encierran en esos nichos horribles, pero en realidad es entonces cuando se mueren. Despiertan, se asfixian y se mueren. Hay muchos vivos que han sido muertos o lo son y no lo saben. Los médicos, las enfermeras, los políticos lo saben, pero callan porque sobra gente en el mundo.

—Creía que no querías hablar de lo del cementerio.

—Ya, pero me lo pasas desde tu cabeza a la mía y eso que sé que no es bueno estar siempre pensando en lo mismo.

—Distraigámonos de nuestras obsesiones. Ésa es la primera lección.

Lesson one.

Sandino saca el mechero y finge que le da lumbre. Jesús sigue la chanza, que hace que se le dispare la alarma a uno de los camareros. Luego, después de percatarse de la tomadura de pelo, sigue a lo suyo, con el portátil, la lista de spotify y todas esas copas pendientes que no le apetece servir.

—Sofía me ha traído hasta aquí. Quiere que me quede unos días más. No sé si podré. Tengo cosas que hacer.

—Me parece una buena idea que te quedes. Así me la cuidas.

Santi entra por la puerta.

—Vaya, vaya: ha vuelto el Hombre. Y dispuesto a matar el ansia.

Los tres salen. Santi enciende los tres cigarros. Jesús tose. Entrega el suyo a Sandino, que se ve, por un momento, con uno entre los labios y el otro tijeretado entre los dedos. Jesús entra en el bar. Al rato, sale. Entra. Sale. Vuelve a entrar. De repente, se muestra abiertamente incómodo. Sandino supone que es la presencia de un nuevo elemento. No para quieto, apoyándose en una y otra pierna. Santi le habla, pero él no contesta. Sandino se pregunta si no habrá combinado la medicación con otras sustancias. El tipo trata de hacer todo como lo haría si no estuviera loco —salgo, fumo, me relaciono, entro, vuelvo a salir—, pero lo está, piensa el taxista, y a ratos lo ve y no lo ve. Es una máquina con algo desajustado y por ese algo todo el resto tiembla al menor cambio de rasante o al primer vaivén.

A Sandino, hablar con Jesús de Sofía le ha hecho replantearse que igual ha sido demasiado duro y ofensivo con ella. Reconoce ese rasgo de intransigencia y crueldad en él hacia las personas débiles, las que nunca aciertan con la cerradura ni al primer ni al segundo intento. Ahora piensa que querría ayudarla. Buscar alguna alternativa con o sin Héctor. Saber de quién es el dinero, pactar algo a la baja. Todo eso se le va ocurriendo a borbotones, como le suele pasar, pensamientos lúcidos pisándoles los talones a tonterías, deseos heroicos oscureciéndose en cosas factibles.

Keep calm, Sandino, keep calm.

—Santi, igual tu amiguito lo sabe. Eso de la burundanga. ¿Quién la mueve y por dónde?

—¿Y ese interés?

—¿Sabes la chica que me acompañaba la otra noche? Dejaron una bolsa con esa mierda en su taxi y ella lo llevó a la policía. Se ve que hay una mafia que utiliza taxis para hacer el intercambio. Coges un taxi, te lleva, te dejas la bolsa y el taxi sabe adónde ha de ir o igual tiene el siguiente cliente fijado, eso no lo sé. —En realidad, Sandino está dando muchas cosas por supuestas, pero todas posibles, de tal modo que ya las afirma, apostaría sobre ellas, ¿qué importa eso si afianza la narración, exescritor?—. Sí, flipante. Ella no era el taxi correcto. Fue un error y ahora tiene un buen cristo.

—No sabía que eran taxis. Jordi, mi dealer, me dijo que había como un servicio de coches de lujo llevando esas pastillas, pero me pareció demasiado peli de sudacas a lo «Montana, el mundo es tuyo, bang bang bang». Lo de los taxis es genial, ¿no? Lo de las limusinas no me encajaba porque la burundanga no es algo que mole, a menos que te la tomes como un juego de orgía. Yo creo, y esto es una opinión muy personal —a Sandino siempre le divierte cuando Santi se pone serio, es como mirarle por un agujero, en su otra vida de conductor de Ambulancias Pacheco—, que la burundanga tiene los días contados porque está unida a la comisión de delitos. También me dijo que la mayoría de conductores eran paquistaníes que apenas sabían hablar español. Un taxi, mil paquis conduciéndolos, you know. Eso mola. Los pobres igual ni saben lo que llevan. Ruta Talibán, tío.

Fin de la conversación seria: vamos a ocio y publicidad.

Bromas, chistes crueles, anuncios y noticias sobre discos, libros, drogas, series, conciertos, noticias, más drogas y andanzas de amigos comunes que consumen o no las drogas ya publicitadas. Sandino escucha. A veces interviene para no alarmar a su interlocutor. La melancolía acaba encontrándole siempre, a intervalos cada vez más breves, cinco, diez, quince minutos, pero es mucho mejor disimular, mantenerlo en secreto. Santi habla y habla. El taxista se da tiempo para encontrar un sitio en el que acomodarse y quedarse quieto. Verse desde fuera y tratar de alcanzar algo de solemnidad en esa representación de dos hombres fumando a las puertas del bar, esperando a quien les traerá los tiros que se dispararán entre ceja y ceja. El mismo Santi recibe un mensaje en el móvil y aprovecha la información obtenida para regresar a la programación adulta:

—Viene ya mismito el Jordi. No sé si alegrarme, tío. Por un lado sí, hace tiempo que no te veo alegre, joder, alegre de alegría. Pero por otro, eso de la promesa molaba. No sé, eras un poco como un caballero de los del rey Arturo.

—Perfectamente puedes prometer tonterías.

Jesús reaparece por la puerta del Vinilo. El taxista decide cambiar de rumbo y opta con bromear con el recién llegado:

—¿Y tú qué tal? ¿Cómo llevamos lo de resucitar a John y George?

Jesús no entiende la broma ni recuerda de dónde viene este retal de conversación. Tiene la sensación de que se burla de él, de que aquellos tipos pueden leer todo lo que piensa y decirlo, exponerlo ante todos antes de que él decida si quiere que se sepa o no. Como si te arrancaran la toalla al salir del baño una y otra y otra vez. Sandino se percata del azoramiento de Jesús.

—Oye, que es broma, ¿eh? No te me enfades también tú.

—El problema es que no hay educación.

—Es verdad —sentencia con sorna Santi.

—Es verdad, es verdad, es verdad… Todo es verdad todo el rato. No puede ser verdad y verdad y verdad todo el rato. Tú, Sandino, siempre das la razón a todo el mundo menos a quien la tiene. A ése se la quitas. No tendrías que haberle roto los espejos ni haberle rayado el coche. Eso no es de caballero; es de cobarde, pura maldad.

—Para, para, para. ¿De quién hablas? ¿Eso le ha pasado a Sofía?

Santi recibe un mensaje. Al parecer hay escuchas y ha habido detenciones. Le esperan en un coche. Darán una vuelta por la manzana. El dealer no se arriesga a bajar y pasarlo en la calle.

—Ahora vuelvo.

Sandino se queda solo y no vuelve dentro detrás de Jesús con la excusa de rematar el pitillo. Apoyado contra la pared de enfrente del local, una pequeña puerta amparada por una cristalera forrada con publicidad de conciertos, programaciones, performances, fiestas gays y demás eventos imprescindibles de la noche barcelonesa.

Cero casualidad ya lo de los destrozos en ambos taxis. Juegan fuerte esos hijos de puta. No pararán hasta que les devuelvan lo suyo.

¿Cómo ha acabado metido en esto?

No lo sabe.

Trata de pensar qué hacer, en qué lugar detener sus pensamientos y edificar algo, pero no lo consigue. Nada, nada, absolutamente nada fuera y dentro.

Nada, absoluta nada.

La misma nada que siente cuando piensa en sus amantes chupándosela a sus respectivos novios y maridos, repitiendo las mismas palabras de fidelidad y amor que le dicen a él.

Nada, absolutamente nada.

Me llamo Nadie y siento Nada.

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