Taxi

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Domingo » 33. Living in fame

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Living in fame

Ni uno ni otro hablan en el viaje de regreso a casa. Sofía mira por su ventanilla y Sandino está pendiente del tráfico. La mujer lleva en sus manos el sobre con los resultados de las pruebas. Lleva vendado con un apósito el cuello, otro aparatoso en la mejilla y el cabello por detrás cortado a dentelladas. Sólo fue un cuchillo o unas tijeras. La taxista no lo pudo ver muy bien. Volvía con un cliente del aeropuerto. Cuando lo dejó en su hotel, un pasajero que se bajaba de un vehículo plateado, quizá un Focus, se subió a su taxi. Era su último viaje. Estaba cansada. Llevaba demasiadas horas trabajando. Pero no sospechó del tipo aquel que se puso literalmente detrás de ella, que vestía de modo informal pero discreto, del que no podía recordar nada que le llamara la atención, quizá un algo en su entonación que lo hacía extranjero, pero sin determinar con seguridad ni tan siquiera el continente de procedencia. Estuvo a punto de no cogerlo, pero, en lo que Sofía interpretó como buena suerte, aquel hombre iba en dirección a su barrio. Cuando estaban llegando al final quiso cambiar de ruta, se desviaron hacia la Trinitat, hacia la zona del instituto Sant Josep Oriol. Entonces sucedió. La navaja o las tijeras. El dinero. El aviso. El corte en la mejilla. El trapo en la boca. El roce del metal en el cuello. El meterle la mano por dentro de la camisa hasta colarse por debajo del sujetador. El pellizco. El brazo alrededor de su cuello mientras el filo de las tijeras, juraría que eran unas tijeras afiladísimas aunque no recuerda dos piezas de metal sino sólo una, lo que fuera, alrededor de uno de sus pezones, la herida, el querer gritar. El pelo, cortarle el pelo, eso fue lo peor por lo aterrador. Sangre cayendo desde la mejilla. El tipo emitiendo el mismo mensaje, entre amenazas, quería más, quería todo, quería el resto. ¿Dijo eso? No lo sabe, no lo recuerda. Cree que sí, pero no está segura. Un golpe duro en la cara, otro en la cabeza. Miedo. Bloqueada. El tiempo justo para que el tipo aquel saliera del coche y la sacara. Y notó que le había cortado en el cuello y no recordaba en qué momento. Se llevó el taxi, la dejó en las inmediaciones desiertas del Sant Josep Oriol y ella, tapándose el cuello, sangrando, de rodillas viendo y queriendo que se marchara, y luego, tambaleante, hacia los edificios de casas como enjambres donde alguien la vio llegar y llamó a una ambulancia: luces azules, rojas, voces amables, eficaces.

La pregunta está entre ellos pero ninguno de los dos se decide a expresarla. A ratos, cree que las casualidades no existen y a ratos, que por supuesto existen. En el mismo laberinto se encuentra Sandino, pero habiendo llegado desde la certeza de que nada de aquello puede ser casual. Conduce absorto, como en estado de trance. Se fuerza a romperlo. Pregunta cómo está.

—¿Tengo peor o mejor aspecto que tú?

Ninguno de los dos tiene ganas de bromear, o las pierden en cuanto alzan un poco el vuelo. «Obstinarse en lo imposible no es heroico sino estúpido», recuerda haber leído Sandino. Y todo por un dinero que tampoco es tanto. Pero ellos son la excusa para una demostración de fuerza, de autoridad, que el azar hizo girar de signo cuando a aquel tipo se le reventaron las varices en el coche de Sofía. Sandino no olvida que todo aquello lo ha empeorado el avispero Verónica. ¿Por qué ha estallado ahora y no antes? ¿Por qué? Lo desconoce, pero cree estar seguro de que Héctor puede permitirse no conformarse con la devolución del dinero y la paliza dada a quien fuera el amante de su mujer. Una sospecha que ya no es tal. Quizá su cólera sea destruirle, sacarlo de la ciudad, enterrarlo bajo el Vela. Se le ocurre algo, embrionaria pero luminosamente.

—¿Podrías andar? ¿Te ves con corazón de andar un poco?

—Sí, supongo que sí. ¿Por qué?

—Igual vamos a tu casa en bus o metro, no sé.

—¿Y eso?

—Ir en nuestros taxis es ir con un cartel que pone «dame de hostias cuando quieras». Vamos a ponérselo algo más difícil.

—Igual ha sido casualidad. Lo del atraco es algo muy rebuscado. ¿Cómo podían saber dónde estaba? El dinero, de acuerdo, pero ¿llevarse el taxi?

—Ese coche puede haber estado siguiéndote a la espera de su oportunidad. Además, ¿el tipo no te ha dicho que quería el resto?

—Ya no estoy segura de nada. Creo que sí, pero no lo sé. Igual se refería a otra cosa, no sé.

Sandino ha cambiado de ruta. Dejan atrás plaza España y están ya en la autovía de Castelldefels. Le pregunta si le molesta que ponga música y ella dice que prefiere que no. Pero las noticias sí que le gusta escucharlas. Busca Sofía una emisora. Detiene el dial en una cualquiera.

Un banco se vende, otro se compra.

Se hunden pateras.

Hay fútbol esta noche.

Ha desaparecido otra prostituta.

Sandino apaga la emisora.

No, eso ya no. No.

—¿Cómo pudo enterarse el senyor Adrià?

—Por la emisora o la policía, no sé. Los taxistas nos movilizamos mucho en este tipo de historias. Una noche vi una persecución en jauría a unos niñatos que habían pegado a uno.

—¿Han venido los mossos?

—No, pero no tardarán en tocarme las narices. Supongo que el hospital ha de abrir un protocolo y dar parte. En realidad, ya da igual, ¿no?

—Sí.

Un mutismo algo fatalista, aparentemente el mismo, se instala en el ánimo de los dos. Sofía parece derrotada y él, furioso en su humillación, asaeteado por un sentimiento aún difuso de justicia y venganza.

—Tengo miedo, Sandino. Por primera vez en mi vida tengo realmente miedo. Mi casa, mi coche, mi vida.

—Es lógico: yo estaría acojonado.

—Devolveré el dinero. Pondré lo que falta de la hipoteca de mi hermana y que me dejen en paz.

—¿Estás segura?

—Sí, joder. Esa gente va en serio. Mañana voy al banco y se lo damos a Héctor.

—A Héctor le vamos a dar una mierda. Si lo devolvemos, se lo damos a sus verdaderos propietarios.

—Haz lo que quieras.

—¿Lo que quiera? Yo no quiero devolverlo. Ahora ya no.

—No me vengas ahora con eso. Lo devolvemos.

—De acuerdo. ¿Lo tienes todo en el banco? —Ella asiente con la cabeza—. ¿Puedes marcar un número en mi móvil? Ahmed. Llámale.

El marroquí no pone ningún problema en que dejen el taxi en uno de los garajes de Mercabarna. Su jefe ni se enterará. Les da indicaciones para encontrarse. Sandino se pierde en un par de calles, pero finalmente la silueta de Ahmed se recorta al fondo de un callejón. A su lado, está Emad. Le está echando una mano estos últimos días.

Ahmed los ve bajar del coche y sólo entonces Sandino se percata del aspecto lamentable de ambos. El marroquí cree que ha sido en un mismo accidente y ni Sofía ni Sandino tienen ganas de ir con demasiadas explicaciones. Dejan el Toyota al lado de una furgoneta en un aparcamiento cubierto. Dos plazas desiertas y otra furgoneta más grande que la anterior, todas con la publicidad de la empresa de congelados para la que trabaja Ahmed. Emad se muestra simpático. Recuerda al chaval que era, más allá de que su indumentaria no es la americanizada que llevaba en la adolescencia, sino la tradicional. Sofía se baja del vehículo antes de entrar en el aparcamiento y Emad se pone a hablar con ella. Ahmed ocupa el asiento de la mujer en el taxi.

—Un par de días para que me recupere. No te preocupes. Podré conducir. Sólo son golpes. Es por seguridad. Nada más. ¿Salimos el martes a primera hora? Dejo a las niñas y nos vamos. Las llevaré con el SAAB de Sofía. No creo que a ella le importe. El martes a eso de las nueve y media salimos desde aquí, ¿te parece?

—¿Seguro? No hay prisa. Ya lo has visto: hasta parece el de antes.

—No, el martes está bien. Arreglo cuatro cosas y nos vamos.

—Se lo diré a mi hermana.

Cuando salen al exterior, Sandino se dirige hacia Emad y se saludan encajándose las manos del modo que hacían antes —aunque Sandino se queje aparatosamente—, casi bromeando. En árabe, Ahmed le indica cuándo y desde dónde saldrán hacia París. Emad asiente con la cabeza y sonríe. Ahmed hace un aparte con Sandino.

—Hay una cosa de la que me enteré el otro día. Escuché una conversación por el móvil de Héctor. Hablaban de Verónica. Como si la hubieran localizado. Algo así. Al menos ya sabemos que no está muerta.

—No podía estarlo. ¿Sabes? Últimamente la estaba viendo por todas partes. El puto insomnio te hace ver lo que quieres ver.

—Si quieres no me lo expliques, pero ¿qué os ha pasado? ¿Ha sido la gente del Olimpo?

—No, no, pero, Ahmed, ya hablamos otro día.

Sandino pregunta dónde queda un medio de transporte con el que dirigirse a Barcelona. Cualquiera menos un taxi, por supuesto, se oye decir. Hay autobús y metro, pero si se esperan un cuarto de hora, un compañero acaba turno y les dejará donde le digan. Así lo hacen. Para sorpresa de Sofía, no se dirigen a casa de ésta sino al Avalon.

—Te dejo y voy yo a tu casa. Cojo lo que necesites. Pero es más seguro el hotel. Así descansas tranquila. Yo puedo ir a casa de mis padres o de Lola. Sigue siendo mi casa. Lo que necesitaré para desplazarme es el SAAB. ¿Dónde tienes las llaves?

—En el recibidor. Hay un cuenco con todas las llaves.

Deja a Sofía en la habitación, y busca la parada de Hospital de Sant Pau para enlazar con la línea 4 en Maragall y acercarse al barrio de Sofía. Bajar las escaleras y desplazarse de forma subterránea le concede a Sandino una sensación de seguridad desconocida desde hace días. Se siente protegido en ese otro orden de circulación reglado, que no depende de él ni del resultado de factores ajenos y aleatorios. Enseguida llega el metro. Monta en uno de los vagones. Decide no sentarse. Se agarra a una barra, cierra los ojos y apoya la frente contra su superficie fría. Le encantaría pararlo todo. Disfruta del anonimato que siente ahora, en ese vagón, rodeado por desconocidos, gente que ni lo ve. Un tipo que vende mecheros y pañuelos para no robar se tambalea a su alrededor. Aquí y allá, gente mirando su teléfono, leyendo o callada. Una mujer rebusca en el bolso y da unas monedas. Es la única.

Saca también él su teléfono del bolsillo. Mensajes, llamadas, correos.

Sin noticias de Lola.

Sin noticias de Llámame Nat.

Busca una canción en Youtube.

Una de sus favoritas. Jeff Buckley: «Everybody here wants you». La chica asiática espera en un aeropuerto a Jeff, que no llega. No lo hará porque se ahogó en el Misisipi, se perdió en sus aguas, muchacha. Bañarse vestido, bañarse con botas, aunque sea sobrio. La chica no lo sabe. Nosotros sí. Ella cree verlo en cualquiera. La espera es dolorosa. El mundo es obsceno y cruel cuando uno está metido en una burbuja y no queda oxígeno y nadie te avisa.

Le envía la canción a Llámame Nat.

Le envía la canción a Lola.

Le envía la canción a Rebeca.

Le envía a Hope otra distinta, la que canta ella con los hermanos Reid.

Luego, bloquea todas esas conversaciones. Las desbloquea. Pone modo avión. Apaga. Enciende. Desactiva el modo avión. Vuelve a conectarlo cuando se baja en el andén de Maragall. Todo como poner una bala y sacarla y volver a ponerla en el tambor de una pistola con la que jugar a la ruleta rusa los próximos minutos de aburrimiento. Cualquier cosa con tal de seguir siendo muchos y ninguno a la vez.

Transborda. Plaza Llucmajor. La portería de la casa de Sofía. Parece que haga siglos que salió de allí y sólo han sido horas. Sube al ascensor y al salir ve una silueta sentada en las escaleras.

—¿Qué haces aquí?

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