Taxi

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Viernes » 26. Lose this skin

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Lose this skin

El Tip Top, el Stalker y el Medusa son clubes enclavados entre Barcelona y L’Hospitalet de Llobregat, en un polígono donde hace ochenta años hubo manufacturas de textil e impresión. Entre los dos primeros clubes hay cincuenta metros de distancia, mientras que el Medusa está a media docena de calles, casi avenidas por su amplitud, pues tenían que servir para transporte de mercancías. En línea recta, iluminada, se llega a la ciudad de L’Hospitalet.

Clubes o discotecas. Sandino no sabría decir muy bien qué son. El Tip Top parece un cadáver de local tejano, el Stalker un búnker que guardase el corazón batiente de una ballena y el Medusa se dibuja a lo lejos como un inmenso pastel de bodas donde merengue, bachata y personal latino entran y salen armando bulla, ya en plena zona industrial, rodeados de descampados los tres, en el que la música, las peleas, los gritos, las botellas rotas, los polvos contra el muro y las amenazas de amor eterno o de muerte no molestan a unos vecinos que nunca existieron.

Sandino no sabe del todo qué hace allí. El dealer de Santi le ha dicho a éste que ésa es la zona fuerte de ese tipo de pastillas. No la única, pero sí de las más fuertes. Sandino enlazó eso con algo de información sobre por dónde se mueven el Bólido, Pelopo y todos aquéllos. Sabe que frecuentan esa zona y, casi con toda seguridad, esos locales, porque todos los viernes van a cenar a un gallego que hay detrás del Centro Comercial y Cultural La Farga y luego juegan a cartas, se ponen hasta el culo de rayas y se van de putas, dejándose caer hasta la zona de las universidades y las inmediaciones del Camp Nou si quieren burlarse de los nabos escondidos de los travestis. Si han decidido meterla en caliente, esa zona sigue siendo ideal, como han fanfarroneado más de una vez. Hay locales para entrar a tipas que parecen putas, que se mueven como putas y cobran como putas, gestionando puta y cliente el protocolo de que ni una es puta ni el otro putero. El Medusa igual es uno de esos locales. En las calles adyacentes, avenidas desiertas en el lado oscuro entre las dos ciudades, hay algunos vehículos aparcados y dos, tres, cuatro taxis. Ninguno es de quien Sandino esperaba.

Sandino duda.

¿Qué esperas conseguir?

Está esperando la estrella de Belén para saber a qué portal entrar, a quién preguntar no sabe muy bien qué.

Perdone, señor, ¿es usted quien trafica con esto? Pues resulta que quisiéramos arreglar todo este lío así, sin intermediarios, porque me acostaba con la mujer del intermediario y eso, si repasamos la Historia de la Humanidad, nunca facilitó las cosas. Según el Código Penal o el Código Civil, si te encuentras algo tienes derecho a un tanto por ciento. Aquí, mi amigo abogado, Jesús de Nazaret, se lo explicará mejor.

Plas, plas, plas.

Vete a casa, taxista. Es probable que lo que lo haya llevado hasta ese lugar hayan sido las tres clenchas que se ha metido entre el piso de Santi y otro local al que fueron después del Vinilo. Todo bien. Todo divertido. Poco a poco fue notando, detrás de sus párpados, cómo se levantaban todas y cada una de las empalizadas con las que se sostenían las carpas del circo de tres pistas. Ha hablado y escuchado. Ha frotado aquí y allá en sus encías el mismo amargor que ahora gotea dentro de su garganta.

Cuánto le apetecían esas clenchas.

Cuánto creía no necesitarlas y las necesitaba.

Cuánto duele haber incumplido una promesa.

No por Lola, sino por sí mismo, por ser débil, por volver al principio.

Una promesa cumplida es uno de esos sitios que te hacen distinto y no una urna transparente desde la que te pueden ver los demás, noche y día, desde cualquier lugar de la Tierra. El resto del mundo quiere que incumplas las promesas, que te parezcas a todos los demás. No cesan una y otra vez de intentarlo y conseguirlo.

Lo que nadie podrá echarle en cara es que, merced a la cocaína, en la siguiente hora no tratara de arreglar la escena musical, mandara a tomar por saco a España, a Guardiola y a Bobby Fischer, que tirara al suelo una y otra vez su consumición, fumando tanto que hubo que comprar otro paquete, y entrara a una chica acompañada, una cantante grande, guapa, rubia y norteamericana que se llamaba Tori o Sparks o ambas cosas. También hizo cosas meritorias como bailar o grabar en el móvil de Jesús su número por si pasaba algo con Sofía en un intento de quedar bien, o es posible que su narcisismo hiciera que hasta la opinión de un tarado como ése le importara. Qué más da, ¿no? Luego fue frenando. Dijo que no a la cuarta y a la quinta y quizá a la sexta y decidió largarse a ver los aviones tumbado en la arena de la playa de El Prat. Intentó convencer a Tori o Sparks o ambas cosas a la vez y su novio lo empujó y «eh, que no pasa nada, que mi amigo está bebido» y no era verdad, no del todo, porque la chica le gustaba y era simpática y en el Vinilo pusieron «Madison Avenue» y Jesús la llegó a cantar y le enseñó el tatuaje de Bowie —sí, era Bowie la mujer tatuada— y al final me voy, no te vayas, me voy, no te vayas y trató de escribir algo a Hope, porque quería que ella lo acogiera entre sus brazos como si fuera la Virgen María en una iglesia, y a Inés para que le dijera que lo amaba, y a Cris para que se la comiera como sólo hacía ella, pero no atinó en nada o no quiso enfrentarse a que nadie estuviera detrás de esos números en el móvil. Y también pensó pero ya no vio a Verónica y fantaseó con vivir solo y follárselo todo o enamorarse y vivir al lado de Frankie, cepillándose los dientes, y ser Johnny en ese domingo en el alféizar de la ventana, y al final se largó solo, siempre lo hacía antes, desaparecía sin despedirse, como si la noche se lo tragara, y llegó al coche y consiguió coger Escorial y el campo del Europa y enlazar con las Rondas e iba hacia la playa, a tirarse en la arena húmeda y ver pasar los aviones con gente en la tripa que se va de Barcelona para siempre y no como él, que está atado a esta puta ciudad, pero de repente vio la salida de L’Hospitalet y decidió ir a ver esos locales donde se vende la droga que encontró Sofía, decidió verse como un detective dentro de una película, como Travis husmeando alrededor de Harvey Keitel. Sandino se llevaba bien con la vida si se dejaba narrar, pero eso les pasa a muchos, Santi, ¿no? Ya de crío estabas loco, chaval, nunca hubo ni la más pajolera posibilidad, ni en diez mil veces que escuches Sandinista!, será mejor que London calling. Espera y verás, Santi: aún el tiempo me dará la razón.

Se decide por el Tip Top porque no tiene portero. Hay negocio: gente que estaría encantada de tener un taxi libre ahora o dentro de unas horas. Por mucho que lo ha intentado, al final se da cuenta de que es casi imposible no acabar siendo lo que haces, y tú ya piensas y actúas como un chófer, te guste o no. En el Tip Top suena lo que en el canal de vídeos televisivo les da la gana programar. Está decorado por alguien que recordaba haber estado en un bar vaquero que le pareció muy divertido. Ese alguien debía de estar borracho y al día siguiente recordaba retazos de lo que vio: el dibujo de los baños, las luces detrás de la barra y poco más. Del resto se encargaron los que suministraban las cervezas, la ginebra y el bourbon. Era amplio, pero había poca gente. Fuera había más, fumando, riéndose las gracias.

Se dirige a la barra. La gente que hay en esa misma barra mira al espejo para verle. Es el típico local donde los que ya están no piensan ofrecerte ni una conversación estúpida o banal. Se sienten fuertes e imponentes sólo porque llegaron antes. Hay más gente sola que en parejas o grupos. Sandino tiene la sensación de que allí sólo hay cuerpos, que las almas deben de estar fuera, fumando.

No están los taxistas que le gustaría ver, ni distingue a ninguno del ramo. Hay uno que tanto podría ser poli como taxista, pero no le suena lo suficiente como para entrarle.

¿Qué haces ahí?

Vete a casa, vete a ver los aviones, vete a ningún sitio.

No.

Estar ahí igual le hace sentir algo.

Igual alguien le rompe un hueso o le clava una navaja o prende fuego al local y él no se moverá para salir.

No hay remordimiento ni rabia. Tampoco arrepentimiento: sólo cansancio. Dejarse morir para no tener que decidir nada.

Nada, Nadie, Nada de Nadie, Nada de Nada.

Estar aquí para sentirse un cuerpo, el casco hueco de un transatlántico.

En toda su vida no ha hecho nada que no supiera que podía hacer. Nunca corrió ningún riesgo. Nunca se entregó por completo a nada ni a nadie. Siempre con un ojo en el interruptor que le permitiera apagar la luz y escapar. Siempre una mentira que hiciera más dulce la verdad. Todas las carreras amañadas. Todos los saltos con red. Todas las mujeres a la vez. Todos los amigos, los mejores amigos. Todo a la vez. Todo eterno, todo sin muerte, o sea sin vida.

Pero ahora ya no tiene a Lola y le han roto los dos retrovisores, y Sofía corre peligro y un loco hace música y Sandino cree ser un cobarde, y Héctor no espera que se atreva a ir más por el bar y un amigo moro le pide que salve a su hermano y ha releído tantas veces el cuento del nadador, Burt Lancaster, y la historia de la gitana y el trapero de papel, hace un rato otra vez, y su abuela se ha muerto y está enamorado de una mujer que hoy no le ha saludado y Hope es maravillosa, y Vero, ahora lo ve claro, se fue con un hijo suyo dentro y lo sabía y no fue tras ella y ahora todo depende de él, de aprenderse quizá una oración y enfrentarse al miedo.

El miedo con rayas de tigre.

Ése.

Quiere ganar o perder algo.

Si no están en el Tip Top, estarán en el Stalker y si no en el Medusa, se dice Sandino, convencido de que es un arma letal, una supernova imprevisible, Harper, investigador privado. Se dirige hacia el Stalker, pero el portero le indica que el aforo está completo. Deberá esperar que vaya saliendo gente. Queda el Medusa y empieza a llover.

En unos instantes la tormenta es de suficiente entidad como para que corra hacia el Toyota y aun así llegue empapado.

Da al contacto, pero no puede salir porque hay un taxi recién detenido a su izquierda. No hay problema: en breve se pondrá en marcha: no pasa nada, pero la estrella de Belén le ilumina para que reconozca el perfil del taxista, el número de licencia, la matrícula.

Pelopo se detiene cinco vehículos delante del Prius de Sandino. Éste sale de su aparcamiento.

Pelopo hace las maniobras necesarias para aparcar correctamente y lo hace de vídeo de autoescuela. Luego detiene el vehículo, pone el freno de mano, abre la portezuela y no sabrá nunca si el objetivo de Sandino era matarle o sólo arrancar la portezuela de cuajo. De preguntárselo a Sandino, su respuesta quizá no le satisfaría. Sólo quería darle un susto de muerte. Pasar deprisa a su lado, quizá una rayada en la carrocería. Lo que no se esperaba Sandino es que la portezuela se abriera en el preciso momento en que el Toyota pasa a demasiada velocidad. Que dicha portezuela saliera disparada por el asfalto, saltando como un balón y esperando que —«porfavorporfavorporfavor»— no impactara contra nadie.

Por fortuna, eso no ha sucedido.

Frena. Da marcha atrás violentamente. Pelopo echa a correr y se refugia entre los coches aparcados. Sandino para el vehículo: una vez hecho, aunque fuera involuntariamente, quiere que sepa que ha sido él. Que no haya la más mínima duda. Quiere toda la venganza tanto como todo el castigo, el riesgo, el dolor. Luego, da gas y supera los siguientes semáforos en ámbar y el último en rojo. Cuando va a hacer lo mismo con el siguiente, bajo una lluvia ya torrencial, gira en el último momento a la derecha y frena de una manera tan violenta para no atropellar a unos peatones que el automóvil salta sobre dos ruedas y casi hace un trompo.

Se trata de dos mujeres y un hombre muy borracho, casi inconsciente. Dan por bueno el susto y se suben al vehículo. Sandino, temblando, no acierta a decirles que no coge pasajeros. Le indican la dirección, en Barcelona, Hospital Militar, dice una de las chicas mirando el DNI en la cartera del hombre que llevan casi a rastras, balbuceando.

—De todos modos, cuando encuentre un cajero de la Caixa pare. Si no, no podremos pagarle —dice una de las mujeres, guapa y maqueada, enmascarada de mujer fatal—. Si es que el número es el del móvil. No te duermas, chingón.

El tipo balbucea, sonríe.

Sandino circula con premura. Es obvio que irán tras él. Trata de buscar calles de ciudad y, bajo la lluvia, las luces rojas, azules, verdes, se le vienen encima como ramas encantadas de un bosque de neón, un escenario totalmente irreal. Diez minutos después se detiene en un semáforo y se toca la cara para certificar que no está dentro de un sueño líquido de adrenalina y farlopa.

—¿Qué le ha pasado con los espejos? No puede circular así. Parece un perro con las orejas gachas —dice la chica que hasta ahora estaba callada—. Además, delante tiene un golpazo, ¿lo sabe?

Sandino va a contestar, pero antes la busca por el espejo retrovisor y ya no le responde. Vero otra vez.

—¿Pasa algo? —dice la chica al notar la mirada insistente del taxista.

—No, nada.

—Mira, Lili, allá, un cajero.

El taxista avanza unos metros y se detiene en el cajero. La tal Lili se baja del auto y va hacia el cajero. Al parecer hay suerte. Es obvio que están desplumando al cliente. Que le sacarán lo máximo de los cajeros y luego subirán a su casa y harán lo mismo. El putero está más que borracho. Lo buscabas y lo has encontrado, Sandino. ¿Y ahora qué?

—Cuando lleguemos al domicilio, no bajes bandera. Se quedan ellos, pero a mí me devuelves al Medusa, ¿de acuerdo?

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