Taxi

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Domingo » 35. Version pardner

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35

Version pardner

La escena está a oscuras. El sonido y la imagen casi al mismo tiempo. La cabeza de una cerilla frota contra la superficie adecuada de su caja. La llama abre un círculo a su alrededor. Esa idea es hermosa, Sandino. La música que suena en aquella emisora también lo es. Jesús ha salido a mear fuera del SAAB. Se ha escondido para hacerlo. Ha empezado a andar. Están dos, cuatro calles por debajo del Stalker. Algo colocados, algo bebidos.

—Sandino… Sandino, oye, Sandino… Sandino.

Todo el rato, de pronto, un estadillo de Sandinos en boca de ese puto tarado hasta que ha salido a mear.

—Te diría una cosa si supieras guardarme el secreto.

—Dímela.

—Me has de guardar el secreto.

—Ok.

—Júramelo.

—Te lo juro.

—No te creo. No te lo digo.

—Pues no me lo digas.

—¿En quién piensas antes de dormir?

—¿Ése era el secreto?

—Eso no es un secreto. Es una pregunta. Una curiositat. Una inquietud.

—Vete a tomar por culo.

—¿En quién piensas antes de dormir?

—Muérete.

—Me voy a mear.

—Voy a entrar solo. No te espero si tardas.

Sin embargo, está tardando y lo está esperando. ¿En quién piensas antes de dormir, taxista? ¿Por qué le habrá preguntado precisamente eso? ¿Por qué? No piensa en nadie. En todas. En fieras feroces y coches en llamas. Pero no consigue retener la cámara, devolver esa pierna a su dueña, ese polvo a su protagonista, ese olor a nadie ni ese pelo, ese ronroneo, ese irse al baño, ese mecerse contra la ventana, ese gritar, esa risa, esas tetas, ese rapado, ese nombre, esos besos, el mordisco en el pecho, las sábanas manchadas, la caricia, el dulce lameteo, el hartazgo, el deseo, la ansiedad, la melancolía, el latido aquel, ¿de quién era?

Acaba la canción y Sandino sale del SAAB. Va a dejarlo allí aparcado. Cierra. Echa a andar. Lleva unos treinta metros y trata de recuperar cuál era el argumento válido para aparcar lejos del Stalker. Sólo va a hablar y decirles que mañana tendrán el dinero. Que mantengan a Héctor lejos de ellos. Que se olviden de Sofía y de él. Que, de saberlo, les digan dónde está el taxi de su amiga. No debería ni haber fumado ni haber bebido tanto. Claudica y regresa al coche. Esperará un poco más e irá con el tarado. Antes de llegar al SAAB ya distingue la silueta de Jesús apoyada contra el coche. «¿Dónde estabas?». Sandino no contesta. Como cuando se enojaba con Lola. Igual. Jesús, su nueva pareja: de mal en peor. Entra en el coche. También el otro.

—¿Cómo vas?

—Bien.

—¿Quieres ir mejor?

Jesús saca una papela. Empieza a deshacer la piedra de cocaína con su tarjeta sanitaria, lo que le parece a Sandino una metáfora de algo que no consigue determinar. No sabe si pegarse el tiro o no. Debería estar despierto. Debería poder hablar con convicción. Pensar rápido. No trastabillarse cuando deba argumentar.

—¿A ti ya te va bien con todo lo que te metes?

—Sí, sí, voy compensando. Además acabo de tomarme la de la tensión. Soy hipertenso. ¿Lo sabías?

—Debe de ser de lo poco que no me has explicado esta tarde.

—¿Quieres, o no?

—Cuando acabe todo esto no quiero volver a verte en mi vida. ¿Lo sabes? En mi vida.

—Prepara tú el rulo.

Sandino obedece. Esnifa primero Jesús y luego él. Pone el coche en marcha: ha decidido acercarlo al Stalker por los mismos motivos por los que había decidido lo contrario unos minutos antes.

—¿Sabes? Yo he tocado en muchos discos pero luego nunca me ponen en los créditos para no tener que pagarme.

—Eso dicen todos los músicos que no se comen un colín. No digo que no te crea, ¿eh? Una pregunta: ¿de qué vives?

—Tengo una pensión. Mi padre murió y también nos dejó dinero a mi madre y a mí. Con el nuevo disco ganaré dinero. Seguro. Mi padre era rico.

—¿Cómo se va a llamar el disco?

—Sandino…

—¿Así vas a llamarlo?

—¿El qué?

—El disco. Tu disco.

—No. No te lo digo porque lo irías comentando por ahí.

—Dímelo, joder.

—No.

—No diré nada.

—¿Me lo prometes?

—Sí.

—Si lo oigo por ahí sabré que has sido tú y te mataré.

—Si se llama Pet sounds no vale, ¿eh?

Demasiadas amas de casa.

—¿Se llama así?

—Sí.

—Es genial. Me gusta. Lo compraré.

—¿Cuántos?

—Uno, dos.

—Oh, Sandino…

—¿Qué?

—Sandino.

—¿Qué?

—Tendríamos que tener una pistola y matarlos a todos.

—¿A quiénes?

—A todos. A éstos, a los del bar.

—Decidido. Bájate del coche. No me acompañas.

Sandino detiene el SAAB a escasos metros del Stalker, pero Jesús no se apea. Vuelve a ponerlo en marcha y aparca pasada otra calle más. Por precaución, deja espacio suficiente para poder salir sin maniobrar en exceso. La cocaína puede hacer pensar cosas sensatas como ésa.

—Quédate en el coche. No tardaré. No quiero que vengas conmigo y empieces a decir tonterías.

—No las diré.

—Las dirás. Todas las que se te ocurran.

—Te lo prometo. Quiero ir. Además, si van a hacerte algo, siempre se lo pensarán más al tratar con dos personas en lugar de con una. Y yo tengo más fuerza de la que parece.

Sandino calla unos segundos. Mira a Jesús, que hace ademán de exponer más argumentos de los ya dichos para convencer al taxista. Éste le indica por gestos que no hable. Que si habla no le acompañará.

—Ven, pero una sola mamonada, una broma, alguna cosa de pirado y te parto la cabeza. ¿De acuerdo? —Jesús asiente—. Hablo en serio. Nos lo jugamos todo. Hemos de parecer gente sensata que tiene algo que ofrecer, no dos tontos muy tontos. ¿Lo entiendes?

Jesús no dice nada y se apea. Sandino lo sigue. Cruzan la calle, pagan la entrada y se internan en el Stalker. La música es distinta, quizá el público también, o quizá sólo sean materia aplastada por la resaca el bajón del domingo. Todo impecable, casi demasiado. Se acercan a la barra. Canjean los tickets por sendas colas. Jesús protesta. La Coca-Cola lo altera. Sandino cree que bromea, pero no lo hace. Pregunta por Quim a una de las chicas de la barra.

—Creo que se ha ido ya.

—¿Puedes comprobarlo?

—No. Estoy sola en la barra, ¿no lo ves?

—Perdona.

—Pregunta a los de la entrada.

Sandino se dirige hacia allí. Detrás le sigue Jesús. En la puerta están los de seguridad, el chaval de las entradas y una cuarta persona, charlando, pero con clara intención de marcharse. Sandino, sin saber muy bien por qué, intuye que ése es Quim. Al llegar a su altura, se lo pregunta directamente.

—Depende.

—Hola, me llamo Sandino. Soy taxista.

—Yo soy Jesús. Amigo suyo.

—Muy bien. Un taxista y un amigo. ¿Algo más que debamos saber?

—Rebeca Salgado nos dijo que podríamos hablar con él.

—¿De qué queréis hablar con Quim?

—Es privado.

El tipo calla. Sandino lo examina. No llega a los cincuenta, pero su piel está salpicada de manchas y rojeces. Larguirucho, pero de brazos musculados bajo un polo negro de Lacoste, pelo ralo, pendiente, ojos muy juntos y una línea rosada en donde debería haber estado un labio. El hombre hace un gesto a uno de los de seguridad para que lo acompañe. A continuación, les indica a Sandino y Jesús que también lo hagan. Echan a andar por un pasillo oscuro donde la música del club suena amortiguada, como dentro de un submarino. Suben a un primer piso. Luego a un segundo. Puertas y puertas y nadie en el recinto. Sandino trata de no mirar a Jesús, que va diciendo cosas en voz casi inaudible; es hasta posible que esté rezando. Una última puerta da paso a un despacho amplio y amueblado a ramalazos de mal y peor gusto. El tipo se sienta detrás de la mesa. Sandino hace el ademán de acomodarse en una de las sillas que quedaban en el otro lado, pero antes de que pueda sentarse, le hacen un gesto para que se detenga. El de seguridad habla por primera vez hasta ese momento:

—Móviles.

Se los entregan. El tipo es diestro en sacar las baterías. Sandino no protesta. Jesús tampoco. Sólo se ríe un poco. Quizá por nervios o porque tiene la impresión de que está dentro de una escena de ficción, una película donde todo el mundo —hasta él— sabe lo que va a pasar, muertos incluidos. Luego, el mismo tipo les revisa, levantándoles la camisa, quitándoles la chaqueta. Una vez comprobado que no llevan nada que pueda grabar lo que van a hablar, el hombre que Sandino ya sabe que es Quim los invita a sentarse.

—Rebeca, Rebequita Salgado. La recuerdo. Hizo un reportaje cuando mataron a aquel chaval. Podrías haber buscado mejor padrina, porque la verdad es que no nos dejó especialmente bien.

—Es amiga mía. Le dije que quería verte. Doy por supuesto que eres Quim.

—Para lo que vayas a decirme, digamos que sí. Sabino, ¿no?

—Sandino.

—Sandino.

—Y Jesús.

—Sólo un portavoz, por favor. Y tienes dos minutos.

—Alguien se dejó algo en el taxi de una amiga mía.

—¿Un paraguas?

—Sí, un paraguas.

—¿Qué dices, Sandino…? Eran drogas, dinero.

—Calla. Por favor, Jesús.

—No me gusta eso. Nosotros no nos hemos dejado nada de esas cosas. Id a la policía. Creo que no tenemos nada que ver con eso ni con vosotros.

—Espera.

—¿Y Rebeca os dijo que nosotros teníamos algo que ver con esa mierda? Que se vaya con cuidado con lo que quiere publicar.

—Escúchame. Rebeca no nos dijo eso.

—¿Quién fue?

—Prefiero no decirlo.

—Largaos de este local. De inmediato.

El de seguridad da un paso en dirección a Sandino y Jesús.

—Me lo dijo una de las chicas del Medusa. Me dijo que vosotros sois los que introducís parte de lo que se dejaron en el taxi de mi amiga.

—Pues os informaron mal. No hacemos cosas ilegales.

—Queríamos arreglarlo. Parar esto.

—Por curiosidad: ¿cómo se llama esa chica?

—Helena.

—¿Helena? Ninguna de las chicas que están en el Medusa se llama Helena. Y las conocemos a todas. ¿Te suena alguna Helena, Lito?

A Lito no le suena ninguna Helena.

—Te engañaron. Te engañaron en todo.

—Puede.

—Aire, entonces.

—Se llama Helena. Entramos en el Medusa y en la barra la llamaron Helena.

—No. Sus chicas trabajan también aquí. Cuando acaban contrato aquí van allí. Tenemos la misma asesoría y sigue sin haber ninguna Helena. Acompáñalos, Lito.

Jesús y Sandino se levantan. El cerebro del primero trata de colarse por alguna rendija. No ha funcionado lo de la periodista ni lo de la tal Helena, aunque…

—Espera, espera. Yo supuse que era una de las chicas. No sé, por las circunstancias en que se subieron al taxi, pero ella me dijo que llevaba la contabilidad del Medusa. No la creí, pero quizá puede ser.

Quim se queda en silencio.

—¿Me estás diciendo que la contable del Medusa te dijo que nosotros metíamos historias raras en su club?

—No, me has entendido mal o me he explicado yo mal. Ella me dijo que el encargado, el responsable absoluto, eras tú. Quien me dijo que la gente del Stalker metía droga en el Medusa a través de las chicas fue otra persona. Un tal Héctor, Héctor Abarca. Lleva un bar que se llama Olimpo, cerca de Arco de Triunfo, en Barcelona.

—No te has explicado mal. Me has cambiado la versión. Ahora mismo, ante mis ojos, en plan trilero. ¿En qué versión está la bolita de la verdad? Eres muy malo. En serio. Un chapuzas.

—Fue el tío del bar. He intentado colarte lo de la chica por miedo. Ese Abarca es peligroso. No quería más problemas con él. Ella sólo me dijo que cualquier cosa que pasara en el Stalker la sabrías tú. Que el jefe confiaba en ti a ciegas. Tu nombre me sonó porque Abarca ya me lo había mencionado. Estoy casi seguro de eso. Por eso supe que estaba en el camino correcto para hablar con quien podía decidir y entender.

Quim, adulado, trastea con su móvil. Marca un número. Se coloca el teléfono en la oreja.

—¿Helena? Soy yo. ¿Estás por el Medusa? ¿Sí? Genial. ¿Puedes pasarte por aquí? Sí, es importante.

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