Taxi

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Viernes » 27. Charlie don’t surf

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Charlie don’t surf

Volver al lugar donde no deberías estar siempre es una buena estrategia, concluye un Sandino a quien la droga le presta un pensamiento rápido y luminoso, pero también le hace atolondrarse y, quizá sin darse cuenta, tropezarse con las palabras, por lo que decide no hablar mucho y ensaya dos veces, tres, antes de abrir, vocalizar y decir:

—¿Trabajas en el Medusa?

—Sí, llevo la contabilidad.

Sandino capta el mensaje: te pago para que me lleves, así que me llevas y punto.

De acuerdo.

En cualquier momento de tus últimos años o días ni le hubieras preguntado nada más, pero hoy es hoy. Estás locuaz, tienes miedo, pero es un miedo diferente porque el dolor puede venir desde el exterior, no lo tienes metido dentro como una úlcera.

—¿Era burundanga?

—¿Qué coño dices?

Es probable que la chica piense que quizá sea policía y que debería bajarse de inmediato. Pero afuera está diluviando y no se ven, entre las pantallas de agua torrencial, más luces verdes que las que llevan encima. Exhibe, además de pragmatismo, entre veinticinco y casi treinta años, rubia falsa en su cabellera corta pero conservando las cejas morenas, labios dibujados con pulso firme pero pintados de cualquier manera y un gesto, ese gesto, o quizá no, quizá como otras veces, se lo haya parecido. Va vestida con unos shorts, una camiseta negra y estrecha que reza «70’s Best», sobre la que lleva una cazadorita verde loro, que diría Fina.

—El tipo ese iba drogado, ¿no?

—¿Qué te pasa a ti? Limítate a lo tuyo y ya está. El tipo ese estaba borracho. Nos pidió que le acompañáramos. En realidad, somos como las hermanitas de la caridad. Además, ¿qué mierda pasa? Ese tío acude en busca de carne fresca sin importarle quién ni cómo ni por qué está esa tía que podía ser su hija muerta de ganas de estar con él. Lo que beban y les pase me da igual. Tú atiende a conducir, que antes casi nos atropellas.

Tiene razón, pero de hecho ahora conduce tan despacio que él mismo podría adelantarse y así se alecciona a acelerar, por la Virgen. Lo hace a destiempo. Salva un ámbar. Al siguiente semáforo se detiene correctamente. Pero no puede ni quiere seguir callado.

—El taxi también tiene derecho de admisión, ¿sabes? Quiero decir que te llevo porque quiero.

—Mira tú qué bien.

—Trátame con respeto. Sólo eso. Si yo te he ofendido, lo siento, pero tú trátame con respeto. No soy un patán.

La chica no dice nada.

—Te estoy llevando porque eres tú, porque me recuerdas a alguien.

—Ahora viene cuando me asusto. O cuando me dices que eres Batman, ¿a que sí?

El taxista aprecia su sentido del humor. La tormenta está amainando, al menos la violencia eléctrica y sonora, no tanto la intensidad del agua que cae. Pasan Les Corts, dejando atrás el Camp Nou, Barcelona, y atraviesan en línea recta como un tren lento pero decidido por la mitad L’Hospitalet: Collblanc hacia plaza Española, Torrassa. Sandino decide cambiar de registro.

—Me llamo Sandino. ¿Y tú?

Silencio.

—¿Y tú?

La chica suspira pero contesta:

—Helena.

—¿Con hache o sin hache?

—Como tú quieras.

—Con hache.

—Pues con hache. ¿Se llamaba Helena con hache quién te recuerdo?

—No, Verónica. Con uve.

Sandino sube el volumen de la música. La chica dice algo, pero el taxista no la oye.

—¿Qué dices?

—Aunque no sea de tu incumbencia, no tengo nada que ver con lo de Lili y ese cliente. Llovía y me ha pedido que le acompañara.

—Si era por preguntar. Tengo una amiga metida en líos por culpa de esa mierda. ¿Así que contable?

—Sí.

—Yo voy a módulos: soy autónomo.

Por primera vez la chica ríe.

—¿Que me lo dices, para probarme? No, no soy puta. Lamento tu decepción, pero no soy la puta yonqui enamorada del macarra que trabaja en su discoteca. ¿Lo pillas? Tampoco soy la que espera que llegue el casado, lo ceba a copas y se hace el bisnes mientras él le asegura que su mujer está loca, que se está divorciando de ella. Esta noche es la noche de los no clichés.

Ahora el que calla es Sandino, hasta que alguien dentro de él, pero al mismo tiempo alejado de sí mismo, le abre la boca:

—En nada llegamos. Perdona. Te he dado la brasa. Hoy estoy un poco así, ya sabes. Quería hablar.

—No pasa nada. Todos tenemos días así. Pero que conste que tú sí que eres un cliché: taxista solitario y algo raro.

—No soy un solitario. Tengo casa y mujer, pero no puedo volver. Y estoy aquí dando vueltas, buscándome problemas para no pensar.

—Vete a casa. Los tíos siempre acabáis por encontrar las llaves y las excusas.

Sandino pasa dos calles por encima de donde está el Tip Top y el Stalker para bajar por una de las perpendiculares.

—¿Sabes que stalker es «guía» en ruso?

—No, no lo sabía. —Hace rato que Helena ha decidido dejarse llevar por su afán de aventura ante un desconocido.

—Una vez vi una película. Se llamaba así. Por eso lo sé.

—¿Estaba bien la película?

—A mí me gustó mucho en su momento. Si la viera ahora, no sé… Te dejaré en la puerta: aún llueve.

—Bien. ¿Cuánto te debo?

—Nada. He cobrado siendo un bocazas.

—No seas tonto: cóbrame. No pago yo.

—Te hago un ticket, pero no te cobro.

—Entonces, te invito a una copa.

—¿Con burundanga?

—Por supuesto.

Sandino acepta. Quiere seguir hablando con Helena pero sobre todo no quiere quedarse solo y empezar a enfrentarse a cualquiera de las ideas que se le irían ocurriendo. La chica baja del coche y se pone a cubierto, bajo un toldo en donde lo esperará. El taxi circula unos metros, baja por la siguiente calle y aparca unos cincuenta metros más allá del cruce. Sandino echa a correr hacia la entrada del club. No quiere hacerla esperar. No quiere tentar a la posibilidad de que se haya repensado la invitación. El portero les cede el paso por un lateral de la entrada principal. El pasillo está flanqueado por imágenes de la cabeza sesgada de la Medusa de Caravaggio. Cada una en una posición distinta. Al final del pasillo, una sala grande y más convencional: dos barras y una pista para bailar en medio de la cual hay una cabeza enorme con el pelo encrespado de serpientes. Música caribeña. La mayoría de los clientes son latinos en esa parte del local. Al fondo, entre cortinas de terciopelo verde, queda una pequeña tarima a modo de escenario para karaoke. Sandino sigue a Helena hasta una zona más tranquila, más de club y menos de disco, en la que es más elevada la media de edad y suena algo que en pastilla podía ser un Valium, piensa el taxista. Tipos trajeados, productos del país con señoritas eslavas y sudamericanas más jóvenes, locuaces e igual de mentirosas que ellos. El putiferio.

Sandino no deja de mirar el trasero respingón de Helena. Tiene un tatuaje en la parte posterior de una pierna, una frase en chino. Como si la chica hubiera notado que la observa, se quita la prenda verde que no llega ni a ser cazadora y exhibe un brazo completamente tatuado con colores vivos, recién hechos: una virgen, una montaña nevada, unos dados. El taxista cree que se lo está mostrando para decirle que es una tipa dura. Te pago una copa. No soy una puta. A veces cobro. Follo a quien quiero y, ok, a veces quizá cobro, ¿y qué? Ése, intuye Sandino, puede ser su discurso. Tampoco está seguro. No es su mundo. Nunca lo ha sido y la chica le desconcierta. Llegan a una tercera barra. La tipa que sirve las copas la saluda: «¿Qué tal, Helenita?». ¿Qué van a tomar? Otro gin-tonic. ¿Bulldog? Bulldog. Que se joda Johnny 99.

¿Te la vas a tirar?

No, no voy a hacerlo. No voy ni a intentarlo.

¿Por qué?

Hay algo muy erótico en ella y algo que le atrae que no se quiere conceder, no quiere ser ese tipo de tío que paga ni el que se escuda tras una coartada, en el fondo, moralista y romántica. Demasiadas cosas, demasiado juntas. Demasiado sueño y, ahora, demasiada droga, y, de repente, hambre, un hambre voraz, doliente de no sabe muy bien qué.

¿Cómo has llegado hasta aquí, Sandino?

La noche y sus túneles.

Helena se ausenta. Él aprovecha para echar un vistazo a ese apartado tan igual a otros sitios, tan idéntico a tantos vistos en representaciones que se suponen de la realidad. Artificio, representación. Cuando aún quería ser escritor siempre trató de buscar que lo escrito bebiera de la realidad y no de la representación de ésta, pero ahora se halla buscando el hilo de la ficción en ese laberinto porque ¿qué será lo siguiente? ¿Pedirle que se tiña el pelo? ¿Qué suban a un campanario o se pierdan en limusina por Mulholland Drive?

De todos modos, es agradable todo en ese momento: la chica le gusta y las luces son rojas y cambian a morado, verde, naranja y la música son los Nouvelle Vague de los aviones y las bebidas se alargan en vasos de tubo de azul eléctrico. Chicas van y vienen. No parecen ser algo barato, pero sí que son algo que, si lo pagas, puedes tener.

Helena vuelve. Sonríe. Él le devuelve la sonrisa. No hablan.

—Tan locuaz antes y ahora…

—Estoy asustado. Las mujeres me dais miedo.

—Vaya…

—No cambia nada. Soy muy competitivo. Siempre quiero ganarlas antes de que me ganen a mí.

—¿Eso es tuyo o sale en la peli rusa?

Sandino se ríe, bebe, le clava los ojos: ella no los baja. Al final, es el taxista quien retira la mirada.

—¿A quién me parezco?

—¿Por qué dices eso?

—Por lo de antes. Te llevo porque me recuerdas a alguien —imita burlonamente a Sandino—. Prefiero pensar que me parezco a alguien de quien te enamoraste perdidamente, y no a alguien que te deba dinero.

—No, me he prometido, mientras estabas empolvándote la nariz, que no iba a ser un cliché de novela negra. Espera, seré otro cliché. No soy poli, pero quiero información.

—Vete a la mierda.

—¿Si quisiera acostarme contigo tendría que pagar?

—No me voy a ir a la cama contigo.

—¿Y eso?

—Porque no quiero, no me gustas y no necesito dinero. ¿Ésa es la información que buscabas?

—Lo acepto, pero entonces debo soltarte el rollo de detective.

—Tampoco es necesario.

—¿Tu jefe se encarga de meter la mierda esa de antes?

En ese momento, Sandino repara en que está tomando una bebida en ese mismo local donde circula aquella mierda, con esa mujer en la que confía por motivos absurdos. Recuerda las imágenes de la camarera sirviéndole la consumición y lo chequea todo. Nada sospechoso y él no se siente peor que cuando entró. Helena parece leerle la mente, pero se divierte con ese temor y sonríe un segundo para borrar la presunción de que anda coqueteando con Sandino.

—El jefe es un honorable anciano socio del Espanyol, que regenta locales y cien pisos. Un señor de familia decente. Igual hasta va a misa.

—Pero aquí…

—Aquí nada. Se alquilan habitaciones. A algunas chicas, no a todas. Yo tengo mi casa. ¿En serio que me ves puta? ¿Voy vestida de puta? ¿En serio? —La chica da un giro sobre sí misma.

—Por favor: no hagas eso. —Helena se detiene. Pega un sorbo. Escucha—. Te explico. Tengo una amiga. La amiga tiene un problema. Fue a la poli con el problema, pero los malos no la creen. O no del todo. O sea que tu jefe o quien gestione este local social en su nombre, gente decente y lista, debería saber que no es muy buena idea que haya burundanga por aquí, porque es cuestión de días que salgáis en el telediario.

Helena se queda pensativa.

—La gente chunga es la del Stalker. Quien lo mete aquí es porque se lo dan allí. No son los camareros. Algunas chicas la meten. Lili, por ejemplo, por mucho que lo niegue. Algunas, no todas, ¿eh? Las que deben estar hartas de que las pongan a cuatro patas o porque tienen críos a su cargo en casa y les va bien un plus. También habrá algún camata, no te digo que no, pero eso no lo he visto yo.

—¿Cómo se llama el que lleva el Stalker?

—¿Sabes? Creo que no me creo que no seas poli y ya he hablado de más.

—No lo soy, pero si no me lo dices, cap problema. A medida que se me pasa el globo me doy cuenta de que esto es absurdo. Y además no es mi problema.

—Es el de tu amiga.

—Sí.

—Para no ser tu problema sabes demasiadas cosas.

—Lo sé porque me las dijo un tipo que tiene un bar. Él también está metido. Se lleva un porcentaje. Un hijo de la gran puta. Un exmosso.

—Bueno, creo que ya he pagado la carrera bajo la lluvia, ¿no?

—De cada cien personas a las que engaño, a una le digo la verdad. Te ha tocado a ti. No sé por qué, pero para mí es importante que tú me creas.

—Te creo. De verdad. No eres poli. Sólo un buen amigo de tu amiga. Es eso, ¿no?

—Avisa a tu jefe. Ponte una medalla de No Trabajadora del Mes.

A Helena la imagen le hace gracia.

—Vale. Dame datos. ¿Quién te dijo eso, el tipo del bar, el hijo de puta?

—Se llama Héctor. El bar es el Olimpo, cerca del Arco de Triunfo. Me acostaba con su mujer y ella nos dejó a los dos. Me odia por ambas cosas, supongo.

—Suena a culebrón… —contesta la chica, con el piloto automático.

—Es igual, te estoy rayando.

—La pobre Blancanieves y los dos enanitos. Ahora creo que eres un psicópata. Te calé desde el principio. Un psicópata romántico de esos que te siguen toda tu vida por todo el mundo porque en el instituto le dijiste que no.

—Casi la clavas. Debería marcharme.

Besos. Una última mirada. Sandino alarga el brazo y le acaricia una mejilla con el dorso de la mano. Helena se lo permite. Él va a decir algo, pero lo reprime.

—No sé quién trajina con esa mierda en el Stalker y se la presta a algunas de las chicas, pero quien controla allí es Quim. El soldadito especial. Pero si vas con esta mierda creerán que eres policía y si dices que he sido yo, me tocarán las narices. Piensa en todo eso. Y no vayas hoy, que sólo viene los domingos. Por cierto, por si eres un desagradecido y te vas de la lengua, no te conozco y hasta duda que mi nombre sea Helena. No doy ni mi nombre ni mi teléfono a los extraños.

—Okey, okey, okey.

Sandino se va con todo eso en la cabeza. Todos motes, nombres secretos, mentiras y misterios. El plan que no existe y la idea de que está otra vez del lado de Sofía. Y es que, sea por el motivo que sea, eso está pasando. Igual no es amistad, pero el resultado acaba siendo el mismo: está bailando por ella aunque ella no lo sepa.

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