Taxi

Taxi


Domingo » 36. Career opportunities

Página 50 de 56

36

Career opportunities

—Sandino, Sandino, oye, Sandino.

—¿Qué?

—Este tío es un capullo…

—Cállate.

Quim cuelga después de su segunda llamada. El taxista sospecha que quizá haya telefoneado a Héctor, pero no tiene forma de saberlo porque no ha contactado sino con un contestador. Decirle que ha sido éste quien ha señalado al Stalker y a él como la persona que dirige el tema de la droga, de las de ahora y probablemente de las anteriores hornadas de pastillas, ha sido lo suficiente buena jugada para mantenerlos en aquella habitación unos minutos más. En el fondo, un farol que se vendrá abajo en cuanto hable con Héctor. Sandino sabe que ha de llenar esa habitación, toda esa escena de palabras, de una dramaturgia que le permita protegerse de lo que pueda decir Helena al llegar o Héctor si devuelve esa llamada.

—¿Esperamos a alguien o hablamos?

—Esperamos mejor a la contable. Está buena. De acuerdo. Pero no para incitar a beber a la clientela. Bueno, las chicas del Stalker no son de ésas. Igual cuando pasan al Medusa mutan y se convierten en otra cosa. No sé, tampoco ése es negocio nuestro, ¿verdad, Lito? Nosotros nos limitamos al terreno del ocio. Pagamos nuestros impuestos y tenemos todos los permisos que necesitamos y los que se inventan unos y otros. Los ayuntamientos, la Generalitat, la Virgen Santa.

—Si quieres la esperamos, pero no sé si tú querrás que haya otra persona más que sepa de qué estamos hablando. Igual tú no eres la persona adecuada, pero el tal Héctor te ha señalado. Cuando te explique la situación quizá puedas indicarme con quién he de hablar. Nosotros sólo queremos que esto acabe. La persona, la taxista que se encontró con el marrón en su taxi, está en el hospital…

—Espera, espera, taxista…

—… después de que hayan intentado atracarla. Se le han llevado el taxi. Es de locos. No sabemos cómo parar esto. Necesitamos que alguien lo pare: ¿puedes hacerlo tú?

—Metiéndome en lo que no me importa —empieza a decir Quim, quien se muestra más que complacido en esa situación. Complacido e intrigado—. Parece que hay alguien que quiere recuperar lo que ha perdido, ¿no? Bastaría con devolverlo. ¿No te parece?

—Sí.

—¿Entonces?

Sandino mira a los ojos de aquel tipo. Unos ojos pequeños e intensos, hábiles en descubrir quién miente, quién tiene miedo, quién va a atacarte. No puede fallar ahora. Ha de resultar fiable. Ha de mostrar la única versión sensata de aquella locura. Le preocupa tanto eso como que Jesús lo eche todo por tierra, pero eso es algo que, a priori, no puede evitar. No puede girarse y pedirle que se calle, guiñarle el ojo, retorcerle los dedos si se entromete. Sólo ir rápido y confiar en ser claro para Quim y embrollado para Jesús.

—La persona que subió al coche murió dejando en el taxi una bolsa de deporte. Una bolsa de deporte en la que llevaba pastillas, drogas y dinero. Mi amiga fue a devolverlo a la policía. Supongo que eso lo sabes.

—¿Por qué debería saberlo?

Sandino sigue hablando sin perderle la mirada en ningún momento.

—No lo devolvió todo. Pero fue a la poli, con lo que es de imaginar que todo este asunto esté en trámite de intervención policial. Eso tampoco te afecta. Puede que mi amiga se equivocara. No en acudir a los mossos, sino en querer ser más lista que nadie. Se quedó unas pastillas, pocas, y el dinero. Creyó que era un regalo del cielo.

—Del cielo.

—Le apretaron las tuercas hasta que nos enteramos de que quienes la buscaban era la gente de Héctor, el del bar. Que su taxi paró a quien no debía y que el dinero era en parte de él. Ella acude a mí. Yo la convenzo de que lo devuelva. Hablamos con Héctor. Nos habla de ti. Habla de que el setenta por ciento de ese dinero es tuyo.

—El setenta… ¿El setenta de cuánto?

—Ni lo sé. Ese dinero estaba en una bolsa. Sólo sé la cantidad que me dijeron Héctor y mi amiga.

—¿Te dio mi nombre ese tal Héctor?

—Sí, ya te lo he dicho.

—Me lo repites. No eres el rey de la coherencia, Sabinismo Sabínez, así que tómate como una buena señal que te pida que me repitas las cosas.

—Quim —continúa el taxista— también fue el nombre que me facilitó la contable, pero ella sólo me lo dio cuando yo le pregunté con quién tenía que hablar del Stalker. El nombre me encajó, por lo que casi seguro que también era el nombre que me había dado Héctor. Él me dijo que gestionabas todo eso desde el Stalker y que era la gente de aquí la que introducía las pastillas, la burundanga, a través de las chicas en el Medusa y otros locales.

—Burundanga… ¿Qué es eso? ¿Tú sabes qué es eso, Lito? Algo como el ballenato o la lambada, parece, ¿no? Quizá sea una posición sexual. De ésas a las que les cambian el nombre y tú la has practicado toda la vida y no sabías que tuviera un nombre tan sofisticado. De cuatro patas y con la lefa chorreando en la cara. Bukkake. Tócate los huevos. Burun… ¿qué? Tienes una historia así como muy buena, Sabinismo Sabínez. ¿Y tú? El amigo. ¿Tú que sabes de todo eso?

Sandino se vuelve hacia Jesús tratando de ser lo más expresivo posible para que Jesús entienda que se ha de mostrar menos loco de lo que está y no agrave la precariedad de todo aquello. En ese preciso momento, llaman con un golpe a la puerta. Sandino lee la duda en la cara de Quim. La duda entre escuchar a Helena y cotejar mentiras y contradicciones, o el placer de tener a ese grupo de cristianos a la espera de que la fiera les salte encima y les devore la cara de un mordisco. Y la duda de conocer antes la versión de Jesús, claro.

—¿Empiezo…?

—Por mí no hay ningún problema en que oiga lo que tengo que decir.

Sandino lee el «¿Y yo sí?» en la cara de Quim, que con la cabeza indica al tipo de seguridad, el tal Lito, que abra la puerta y deje entrar a Helena. Ésta, nada más hacerlo y ver cómo gira la cabeza hacia ella Sandino, entiende todo, suelta un taco y articula una pose de hartazgo y chulería que el taxista traduce como cualquier cosa menos una buena señal.

—¿Qué quieres? Me estaba yendo. Me has pillado de casualidad.

—Sólo será un momento. Os conocéis, ¿no?

—Del otro día. Es taxista. Acompañó a una de las chicas con un cliente borracho. Como llovía, yo fui con ellos.

—Quim. —Sandino se dirige a él de modo directo. Es arriesgado, pero sabe que ha de ser él quien conduzca la narración. Ha de contar con que Helena se adapte a su versión. Contar al menos con eso. La farlopa le envalentona—. Mira, tú eres el tipo duro, y nosotros, no. Nosotros, yo al menos sólo soy un taxista que ha de currar diez, doce horas para llegar a final de mes. No estamos jugando a nada. Es más, esta mierda ni es mía. Es de una colega. Una colega de los dos. Mira con quién vengo. Con un ángel de la guarda que más parece que haya venido con mi madre. No llevo nada. No quiero nada. Sólo que pare esto. Ya acabo con la historia. Hablamos con Héctor Abarca. Un tipo que ha sido poli. Un tipo que sabemos que no sólo sirve cafés en su bar. Y él nos explica la situación. Yo convenzo a mi amiga de que no puede tratar eso como si se hubiera encontrado una bolsa de la compra en el suelo. Y devolvemos el dinero. Todo. Y las pastillas. Y se lo devolvemos a quien conocemos. A quien dice que es el que debía recibir esa bolsa. Que es él quien arreglará la cosa con Quim, con la gente del Stalker. Eso seguro. Ese nombre se te queda. Es «guía» en ruso. Eso lo recuerdo. Por una peli. —Sandino nota que ya está al borde de una locuacidad peligrosa—. Da igual. Si él no nos lo dice, nosotros ni idea. Y le entregamos todo: la droga, el dinero, el que fuera, que yo no quise ni saber cuánto era. De acuerdo, no le pedimos recibo. Nos fuimos de ese bar tranquilos —Sandino se percata de que Helena está al tanto de ese giro y de que Jesús empieza a inquietarse, a llamarlo por el nombre, a hacerle ver que se está equivocando al explicar la historia—, pensando que todo se acababa ahí, pero no fue así. Era más retorcido. No iba a perder la oportunidad…

—Calla un rato, hostia puta. ¿Tú qué sabes de esta aventurita, Helena?

—Poco o nada.

—¿Dijiste tú mi nombre?

—Me preguntó con quién podía hablar del Stalker. Le dije que tú eres el que mandaba aquí. Que no eras el jefe, pero sí el que lo gestionaba todo.

—¿Y de lo demás?

Sandino intenta intervenir, pero Quim le manda callar en lo que parece el latigazo de un domador en el aire.

—Algo sé. No de lo que me haya podido decir éste. No dijo nada de dinero ni de drogas. En ese caso, yo no te hubiera mencionado. En un momento determinado dijo cosas que me interesaron y presté atención. Sólo eso.

—¿Qué cosas?

—Quim, a ver si nos entendemos. A mí no puedes encerrarme aquí y someterme a un careo con estos tipos. He venido por educación y por atención al cliente, que se dice. Me preguntaron quién organizaba todo en el Stalker y les dije que tú. El nombre no les sorprendió. O al menos no me lo pareció a mí. Punto. Que luego haya habido cosas en lo que explicó que me interesaran más o menos ya es algo privado.

—Perdona.

—¿Puedo irme?

—Espera un momento, Helena. Por favor.

Es Sandino quien se lo pide. La chica obedece, pero sabe que lo que sea ha de ser breve y que puede estropearlo todo, absolutamente todo.

—Hemos venido para aclarar las cosas. Lo que dice Helena es tal como fue. No salió a relucir nada más que mi pregunta y esa respuesta. El problema fue que, a pesar de que lo devolvimos todo, ellos siguieron y siguieron.

—Eso ya lo has dicho, joder. ¿Cuántas rayas llevas?

—Una —contesta Jesús—, pero generosa.

Sandino opta por seguir como si no hubiera existido ninguna interrupción.

—Me atacaron a mí. Atacaron a mi amiga. También le entraron en casa, pero eso lo entiendo porque aún no habíamos devuelto el dinero. Eso la convenció más que mis buenas palabras. —Sandino sabe lo que necesita una mentira de algunas verdades, de una parte de asunción de culpa—. Pero lo otro no. Le han robado el taxi. Ellos actúan como si aún tuviéramos el dinero. Saben que nadie nos creerá. Que no podemos ir a la policía ni explicárselo a nadie. Machacándonos convencerán a la gente del Stalker, a quien sea si no sois vosotros, de que ese dinero ellos aún no lo han recuperado. Pero no es así. Héctor lo tiene. Te juro que lo tiene.

Sandino oye musitar detrás de él a Jesús.

Reza o lo que quieras, pero no intervengas, por favor, sigue así: calladito.

—Si yo fuera al que se le debe ese dinero, cosa que no soy, pero, vamos, ya que me estás haciendo perder tiempo, al menos un poco de mind games, ¿no? Si yo fuera ése, ¿por qué debería creerte? Tendría al tal Héctor, que quieras o no es alguien de los tuyos, en quien confiar, que dice que aún tenéis lo que os llevasteis. Y vosotros, que lo habéis devuelto y que no lo tenéis. ¿Por qué debería creeros a vosotros…?

—Porque nosotros no somos gente de acción. No nos dedicamos a jugarnos la cárcel ni la piel. Somos gente normal. Somos nadie.

—Él se llama Nadie. A mí me lo dijo.

—…

—¿Tú crees que arriesgaríamos la vida por una bolsa con dinero? ¿No es más sencillo que Héctor aproveche la coyuntura para quedárselo todo…? Más aún cuando Héctor y yo tenemos un contencioso de cuernos desde hace tiempo. Para él ha sido matar dos pájaros de un tiro. Quedarse con el dinero y joderme la cara a palos.

—Es una suerte no ser ese tú. Pero si fuera quien no soy me parece que no te creería.

—¿Por qué?

—Porque quien no soy seguro que ha trabajado con ese tal Héctor antes. Por ejemplo, de cuando era poli. Fabulo, ¿eh? Y nunca le ha hecho una pirula.

—O eso cree.

—Y nunca le ha hecho una pirula. Repito. Que se han visto en ocasiones en las cuales podría haberle jodido más y más dinero y no lo ha hecho. ¿Por qué ahora?

En ese momento, la voz de Helena suena potente, casi metalizada, consciente de su importancia. A Sandino se le ocurre que la chica podría estar saboreando incluso el momento. No sabe si lo tenía pensado de antemano o ha sido su narración, la voluntad de eximirla y dejarla fuera. O quizá haya algo más.

—Algo muy básico, Quim. Porque este tío, el taxista, se acostaba con su mujer. Porque la dejó preñada. Porque su mujer se largó. Y de pronto, el otro vio claramente eso. Lo que venía sospechando era cierto. Igual hasta se lo dijo ella en una llamada telefónica, por ejemplo, cuando la localizó y la amenazó una vez más. Y el tal Héctor tuvo el dinero y también la venganza.

—¿Y tú cómo sabes eso, niña?

—Conozco a Héctor de oídas. No lo he visto en mi vida. Miento. Una vez lo vi, de lejos. También a éste. Lo que explica de los cuernos es cierto.

—Te repito la pregunta: ¿cómo…?

—La mujer es mi hermana. Pero no me hagas más preguntas sobre eso, Quim.

Sandino se vuelve hacia Helena buscando una mirada que ella evita. Ahora entiende el parecido, la actitud, todo un poco. También la intervención. El comportamiento de Héctor, el soplo de Ahmed.

—Joder con el culebrón.

—Me encaja con Héctor. Totalmente.

—Pero tú ahora eres parte.

—¿Yo? No te equivoques. Llamé a mi hermana y pregunté. El taxista no me dijo nada. Héctor no es un santo al que reza mi hermana cada noche. Huyó de él. También de éste. No de sus palizas. Éste no pega. Pero también escapó de éste. Cada uno a su manera, la estaban ahogando. Me importa una mierda lo que le pase a uno o a otro. Pero si me preguntas mi opinión: creo que harías bien en alejarte de Héctor. Es un hijo de puta. Era un corrupto siendo poli. Esa gente no cambia. Un cobarde que pega a una mujer es lo que es. Y si la poli sabe lo de la mierda esa de la burundanga, no es buena compañía. Pero déjame al margen, Quim, por favor. ¿Me lo prometes? Sé que eres hombre de palabra. Prométemelo. Ni una palabra de esto a nadie. Mi hermana me mataría.

—Te lo prometo.

—No sé nada de cómo ha ido la historia del taxista y su amiga y todo eso. No tengo ni idea. Me tomé una copa con él porque no sabíamos nada del hijo de puta de Héctor y eso era algo que podría explicar a mi hermana. Durante el trayecto en taxi le llamaron. Aparecía el apellido ese, Abarca. Luego, ya en el Medusa, él llamó a alguien. No sé si a quien le había llamado. Sólo sé que discutieron y éste sólo hacía que decir que qué más querían, que ya lo habían devuelto todo. Puede que no fuera de este tema, pero por aquella noche yo ya había cerrado el cupo de casualidades. No me cabían más.

—La has llamado tú, no yo —puntualiza Sandino.

Quim lo sabe. Claro que lo sabe. Abre uno de los cajones mientras Sandino reprime preguntas para Helena. Preguntas que quiere hacerle en cuanto salgan de allí. Quim ha sacado un folio en blanco. Hace cuatro trozos y deja dos en el lado contrario de la mesa. Luego saca un bolígrafo.

—Date la vuelta —le dice a Sandino, que obedece—. Helena, ven aquí y escríbeme el nombre de tu hermana.

Helena escribe el nombre de Verónica, igual que hace Sandino cuando le toca el turno. Los comprueba. No parece querer decir nada más.

—Sólo queremos que nos dejen en paz. Poder trabajar y que todo sea como antes. Y saber dónde está el taxi de mi amiga.

—No tengo ni idea de qué me hablas, Sabinismo Sabínez, pero a veces la gente deja aparcado el coche en un sitio, luego se despista, no lo encuentra y resulta que el coche no se ha movido del sitio donde solía aparcarlo.

Todos saben que es el momento de irse. Les devuelven los móviles con la batería desgajada del aparato. Ya en el pasillo, Sandino trata de llamar la atención de la hermana de Verónica, pero ella no lo estima oportuno. Lito los deja fuera. El grupo se reúne. Jesús trastea con su teléfono, alza la cabeza cada cierto tiempo y sonríe, pero tampoco entiende mucho lo que acaba de suceder allí dentro aunque sabe que ha ido bien. Sandino la coge del brazo y Helena se gira. Está temblando. Sandino le ofrece un cigarro. Ella lo acepta.

—Gracias. —Asiente con la cabeza.

Sandino da lumbre a los dos cigarros.

—¿Te acerco al Medusa?

—Mejor voy andando. No me pidas el teléfono porque no te lo voy a dar.

—¿Está bien?

—Está bien. La siguió buscando, la encontró y ella estaba asustada, sin saber qué hacer. Eso ha acabado siendo tu buena suerte a la vez.

Caladas. Dos, tres. Sandino las alargaría horas, pero Helena las cierra ya.

—A ver qué pasa ahora. Espero no haberme metido en un lío, joder. Héctor le arreaba. ¿Tú ya lo sabías? ¿Y no hiciste nada? No, no me lo digas. Cuanto menos sepa, mejor. Espero que los del Stalker le toquen lo suficiente la cara y los cojones. Quim es rencoroso y tiene código.

—Oye, ¿le podrías decir que…?

—Taxista, no le diré nada, ¿vale? Uno se va para no mirar atrás. Si no, no tiene sentido irse.

Son los últimos segundos. Nunca más volverán a verse. Ambos lo saben.

—¿Fue niña?

—Fue niña y tiene tus putas pecas.

Ir a la siguiente página

Report Page