Taxi

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Viernes » 28. Mensforth Hill

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28

Mensforth Hill

Las primeras luces y la mala posición en el coche lo despiertan. Ha dormido tres, cuatro horas. Intenta volver a agarrarse a alguno de los jirones del duermevela aun cuando sabe que ya es inútil. No llegó a tenderse en la arena de la playa de Gavà porque seguía húmeda y además, de tanto en tanto, la lluvia se resistía a marcharse. Se quedó dentro del taxi, escuchando viejas canciones, recurriendo a antiguos conjuros, aunque le costaba más al genio sacarlos de la lámpara. Todas las canciones, las suyas, las que le habían construido abollado como era, todas ellas habían sido escuchadas y escuchadas hasta quedar degolladas y desangradas en cientos de altares antes de ése sin que acudiera nadie. Anoche casi nada sirvió.

Cuando abría los ojos, cuando el silencio acallaba las canciones —pequeñas, débiles, mentiras de críos— estaban allí las olas con su espuma y sus ganas de tragarse enteros hombres, barcos y Atlántidas, y la tormenta y los recuerdos y aquellos tipos cantando y hasta el más frágil de sus recuerdos eran náufragos. Nombres, chispazos, retales sin ancla. La sensación para Sandino es que su vida ya está exhausta, que sólo le queda fundir en negro y marcharse. Que ya está. Que no hay salida. Sólo girar y girar con los pies cada vez más hundidos en el barro. Y en eso que le vino a la mente el viaje a Francia y decidió que no lo haría Sofía, sino él. Y en ese momento, como un crío fue montando el mecano de sus fantasías y se imaginó abriendo una libreta a primero de curso y todo limpio, vacío, blanco, todo por escribirse con buena letra, aunque el sentido común le fue preguntando de qué iba a vivir, en dónde y por qué, y lo que esperaban de él su madre y su padre, y ese itinerario de nombres que jalonaban la ciudad como un vía crucis de puertas, habitaciones, voces en interfonos, caricias, mentiras, despedidas, cafés, niños de otros, gemidos, amenazas, remordimientos, alcohol, excusas, ternura, intenso egoísmo, fe y mezquindad. Todo eso tan liviano que pesa tanto, los apegos. Se nota caer: no puede más con la cruz. No sabía Sandino anoche, y no lo sabe ahora, que está mirando el futuro como el primer mono que, según Ahmed, Alá eligió para enderezar la espalda «y el mono vio ante sí el horizonte y se puso melancólico y ahí empezó el desastre, amigo Sandino». Pero cuánto bien te hace esta idea de largarse, desaparecer, introducirte en la tormenta precisamente porque no sabes nadar, y la vida te duele hoy porque no has sabido conseguir que tenga forma y sepa a la vez a deseo y desengaño, hambre y hartura, todo al mismo tiempo, todo sin sentido.

Escribe a Ahmed. Lo hará él. La semana que viene. Ya avisará Sandino cuando se organice con lo de las niñas y demás. «Ok», contesta el marroquí, y añade un emoticono idiota.

Quizá pueda aprender francés en tres días y reunir un montón de euros para comprarse una cafetería en el barrio judío de París y resistir cuando los nazis traten de llegar otra vez a la Madeleine y hacer volar todos los puentes y ser un Belmondo con final feliz.

Quizá pueda abandonar a todos y a todo en las próximas cuarenta y ocho horas, por ejemplo.

Se lo dice, pero sabe que no podrá.

Le resultaría más sencillo matar a sus padres, matar a Lola, matar a Hope, matar a Cristina, quemar este taxi como vio quemarse el SAAB o lo soñó o vete saber qué fue aquello.

Es como si resultara más fácil exterminar al mundo que decepcionarlo.

Necesita un café.

Eso sí que es más que evidente.

Un café y una estaca de madera a la altura de la entrepierna.

Le valdrá con un café en el primer sitio que le sirvan en cualquiera de los mil negocios traspasados a chinos pobres que han de pagar el préstamo a chinos ricos que los poderes públicos dicen que no existen porque no son enterrados en territorio Schengen. Quizá regrese al mismo en que ayer le sirvieron la peor hamburguesa con queso del mundo a eso de las tres y media de la madrugada.

Sale del coche y se despereza bostezando frente al mar gris y bravo. Un avión inicia el aterrizaje sobre su cabeza. Camina unos pasos en dirección a uno de los chiringuitos desiertos a la espera del verano. Una larga meada. Oye ruidos. No puede ser nadie, se dice. Sólo fantasmas de surf y doo wop. Se sorprende pavloveando al canturrear «Help me, Rhonda».

A media mañana, el trabajo le lleva de aquí para allá como percutido por un taco de billar hasta que una pareja de ancianos lo cogen para ir a una revisión en el hospital de Sant Pau, con esa pinta de hermosa tarta modernista, y luego deja que el coche encuentre una zona azul casi en la puerta del hotel Avalon y, sí, tienen una habitación libre y sube Sandino con la bolsa de la ropa y entra en la 303 y cierra tras de sí, pone a cargar el móvil, suelta los intestinos, se ducha y se tira sobre la cama como hacen los falsos culpables fugitivos en las películas que veía con Lola cuando ambos eran jóvenes y el mundo disimulaba lo de ser viejo. Se queda dormido y es la propia Lola quien lo despierta.

Es su teléfono. Su voz. Esa manera suya de arrastrar las palabras.

—¿Puedes hablar? —Sandino pone el altavoz apoyado en la almohada y asiente—. Se te oye mal. ¿Dónde estás?

—Me has despertado. He dormido un poco por fin. Estoy en un hotel.

—¿Por qué no te quedaste?

Sandino piensa la respuesta. Si la supo, ya no la recuerda.

—No lo sé. Me agobié. —Se da la vuelta: su voz sale más potente, se estrella contra el techo de aquella habitación impersonal—. No estabas y no sabía si ibas a volver o si quería que volvieras. No visualizaba la escena.

—Ya.

—Tuve un accidente.

El hombre reconoce el automatismo. Lo sabe seguro, ganador. Ella pregunta qué se hizo. Cervicales. Brazo. Pecho contra el volante. Penitencia y absolución. Pero se fuerza a recordar que ya es innecesario. Ahora sólo tiene que aprender francés. Ser Benjamin Biolay. Sólo eso. No quiere seguir mintiendo el resto de su vida.

—No, yo estoy bien. Me rompieron expresamente los retrovisores, pero yo no estaba dentro. ¿Sabes? Esta mañana recogí a una tipa…

—Jose…

—… que la habían dado por desahuciada de un cáncer y al final acabó ella matando el cáncer. Me recuerda lo tuyo. De otra manera.

—Jose, para. Por favor. Ya está.

Pasan los segundos dentro de un silencio que ninguno de los dos sabe cómo ni para qué romper.

—¿Hay otro? Dime eso. ¿Me dejas porque te has enamorado? Supongo que quiero escuchar eso, entenderlo, morderlo, tragarlo.

—No voy a contestarte eso por teléfono. No voy a hacerte el juego de toda la vida.

—Esta noche hablamos. Te lo prometo. Sólo quiero saber. Di: ¿hay otro?

—Me debes algo mejor, ¿no crees?

Sandino no contesta. Lola lo conoce lo suficiente como para saber que no ha de dejarle palabras a las que agarrarse. Con el silencio, el taxista piensa, se desmonta, se vuelve a montar y se vuelve a pensar.

—Me paso.

—Hoy salgo tarde. Llego a eso de las once.

—Ya estaré allí. Descanso un poco en el hotel, que lo tengo pagado y voy para allá, ¿vale?

—Sí.

—¿Voy para arreglarlo, Lola? ¿Me oyes?

Las rayas del tigre pasan silenciosas al lado de Sandino. Lo reconoce. Lo sabe. ¿Por qué mierda acaba de decir lo que ya ha dicho? ¿Por qué persiste en gritar al barco para que repare en él, lo alce y rescate: mantas y café caliente, mama?

—¿Lola? Vamos a intentarlo, ¿verdad?

—Los dos estamos agotados de intentarlo. Es tiempo de otra cosa. Quédate con cualquiera de tus otras historias. No quiero saber nada. Ya no. No te he estado espiando. Lo pensé pero era humillante. Lo único que necesito es saber que cuando llegue, estarás y nos miraremos y nos hablaremos a la cara. Esto ya no va de si hay otro o no. ¿Estarás?

—Estaré.

Cuelga. Pone el televisor de la habitación del hotel, dispuesto a ver cualquier cosa.

Las otras historias: ¿qué otras historias?

Sí, claro, tienes otras historias, pero ¿cuáles? Ni él lo sabe.

Ya está aquí: el final, el principio, todo.

La derrota sin segundos fuera, sin explicaciones, sin resurrección.

Aún es un buen espectáculo, pero sigues sin sentir nada, ¿no es así? No, ya no es así. Son instantes de pánico, de vértigo, de salir corriendo hacia cualquier cama.

Son las cuatro de la tarde.

Tranquilízate, imbécil.

Quizá coma antes. O trabaje un poco para no pensar, para que no se le hagan largas todas esas horas encerrado en una vivienda que ya es una despedida. De hecho, aún está decidiendo qué hacer. No abandona la habitación, sino que sale del hotel prevenido por si ha de volver, si lo de Lola duele demasiado como para no poder compartir techo esta noche. Se acerca a un bar de comida rápida, pero cuando está sentado se arrepiente de la elección. Pide una tapa de ensaladilla rusa, una Coca-Cola y algo recién cocinado. Un bistec con patatas que, ha de reconocer, no está mal. Al salir lo conducen a la Verneda —«¿Sabe usted dónde está el Bingo Verneda? A esa altura de la avenida Guipúzcoa»—, luego lleva a unos turistas al centro cultural de la ciudad: el museo del Barça. Deambula aquí y allá, alerta para no encontrarse a los que seguro que lo estarán buscando. Se le ocurre que lo mejor sería salirse de la circulación. Es peligroso circular. Pero un nihilismo infantil le dice que ojalá lo encuentren. Ojalá la violencia le permita salir de su cabeza, tomar decisiones, hablar con Lola. En eso que entra una llamada. Entre balbuceos, Sandino consigue saber que es Jesús, que está en casa de Sofía y que hay problemas. El taxista quita la señal de libre y se encamina hacia Via Júlia.

El ascensor está ocupado. Sube por las escaleras y desde el primer piso ya oye los gritos de rabia de Sofía. Cuando entra, la mujer se extraña de verlo. Luego la expresión es de disgusto, pero no dice nada. Sandino se mete en el piso y ajusta la puerta detrás de él. El destrozo es total. Buscaban lo que no encontraron. Eso y la voluntad de romper y asustar. Todo está ahí. También Jesús, inmóvil, con las manos en la cabeza como una ánfora clavada en el mar.

Sandino pregunta si han llamado a los mossos y Sofía dice que aún no. Al rato, ambos coinciden en que igual no sería una buena idea hacerlo. Podrían llegar a conclusiones equivocadas. Sofía, de repente, da la conversación por terminada; la mujer coge la cartera y se dirige a la puerta.

—¿Adónde voy? ¿Adónde crees que voy? A trabajar. ¿Sabes cuánto me va a costar arreglar todo esto? ¿Volver a comprar las cuatro cosas que tenía?

No espera respuesta. Sandino renuncia a iniciar otra discusión que, de hecho, sería la misma. Con un portazo, saben que Sofía se ha marchado. Jesús rebusca en la bolsa de plástico en la que lleva las medicinas. Le habla, pero él no contesta: se limita a dirigir el mentón hacia él y mirarle. Está muy asustado. No puede quedarse ahí. Sandino no está seguro de que ese pobre tipo sepa volver a casa. Se lo pregunta. Las veces necesarias para que Jesús le conteste afirmativamente. Da más o menos su dirección. Vive en Arenys de Mar. Torre Arenys. Encima de la discoteca 1800. Sandino le acompaña en el taxi hasta el apeadero de passeig de Gràcia. Paga su billete y le oye decir antes de desaparecer tras el torno:

—Podía intentar resucitarme a mí mismo. ¿Te resucito también a ti?

Horas más tarde, el taxista no aparca en su plaza sino, por pura paranoia, algunas calles más allá de su domicilio. Busca las llaves en el coche y no las encuentra. Vuelve al hotel y en la bolsa tampoco están. Cuando salió la otra noche de su casa las debió de dejar dentro de su domicilio, o quizá en casa de Sofía. Quién sabe. Decide llegar después de Lola así que, hasta ese momento, irá perdiendo el tiempo. Son cerca de las siete de la tarde. Puede ir al cine. Puede quedarse en la habitación del hotel. Puede seguir trabajando. Puede seguir siendo invisible para todos aquellos que le piden que les lleve a cualquier lado y hacen como si no existiera, como si aquello que manipula el volante no fuera sino un miembro cosificado del propio vehículo.

Ha escuchado cómo follaban a su espalda. Cómo la mamaban. Cómo se corrían. Cómo se cambiaban de ropa, de nombre y de vida. Cómo mentían, cómo traicionaban, lloraban o gritaban, cómo despedían a alguien, cómo ejecutaban una orden de desahucio, cómo atemorizaban y amenazaban, cómo suplicaban, cómo pedían perdón o perdonaban, cómo insultaban o, simplemente, estaban callados mirando por la ventanilla. Cientos de representaciones detrás de él. Eso no ha servido más que para hacerle inmune a su propia representación.

Le viene a la memoria Helena, la puta que se hizo pasar por contable, y piensa que ahora pagaría para follársela. Que en este momento follar por deseo, amor, venganza o hastío le parece inmensamente más humillante que pagar a alguien para metérsela, para que finja que le gusta o que no le importa o que ahora ella es el taxista y su cuerpo el taxi que te recoge en un sitio y te lleva a otro, y luego pagas y te olvidas de taxi y de taxista.

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