Taxi

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Lunes » 40. Every little bit hurts

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Every little bit hurts

—¿Qué hacemos aquí, Jose?

—Estamos en la playa.

—Eso ya lo sé. Pero estas niñas ¿no deberían estar en el colegio?

—Y tú en el médico y yo trabajando.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué te pasa?

—Nada. Luego volvemos.

La mar está picada. Gris como el cielo, coronado por el blanco de las olas. Las crías, más allá de las reticencias y los lloros durante el viaje, que la presencia de Fina ha conseguido mantener en una intensidad discreta, están ahora bien, jugando en la orilla. Es obvio que tener a la vieja ha hecho que las niñas no se asustaran más de lo que deben de estar por la actitud del hombre en quien confiaban, por no ir al colegio, por no tener el móvil encima. Un móvil de la cría mayor que si Sandino pusiera en marcha —como el suyo, claro— vomitaría un montón de llamadas desesperadas de Nat que, nada más enterarse de que las niñas no han entrado a su hora en el Cardenal Spínola, se habrá puesto histérica. Habrá llamado a la policía. Cualquier cosa de esas que se hacen de un modo lógico y normal cuando el chófer no entrega el paquete en destino si ese paquete son dos hijas.

Las niñas parecen haberse olvidado del incidente y andan ahora jugando a orillas del mar. Hay un par de barcas de pescadores trajinando con las redes. Regina va corriendo hacia ellos. Sandino y Fina están sentados en la arena. La mujer sobre una toalla que su hijo guarda siempre en el maletero.

—¿Nos podemos mojar los pies?

—Quitaos los calcetines y los zapatos. Y sólo hasta las rodillas.

—¿Habéis hecho la digestión?

—Mama, joder… Regina, ven, rápido, ven.

La niña obedece. Sandino se tira de espaldas. La arena está fría, húmeda. Coge a la cría y se la pone encima, la espalda de Regina contra el pecho de Sandino: los dos mirando los cielos. El taxista siente los latidos del cuerpo de Regina contra el suyo como si alguien estuviera golpeando la pared de al lado. La panza de un avión cruza el cielo por encima de ellos. El estruendo del mar es engullido por el de los reactores de la máquina.

—¡Qué chulo!

—¿Te gusta?

—Sí.

—Piensa que es como si lanzáramos un edificio entero y alguien lo recogiera con suavidad a miles de kilómetros. Un edificio lleno de personas, de ropa, de objetos. Y nadie se hace daño. Nadie.

—A veces, los aviones se caen y se muere la gente.

—Eso son tonterías. Cosas inventadas. No tengas miedo de ir en avión, ¿vale? ¿Me lo prometes? No tengas nunca miedo de nada porque nunca pasa nada realmente malo. Ve a muchos sitios. Conoce a gente muy distinta. Olvida. No te encariñes con nadie.

La niña asiente. Se endereza. Sandino nota la mirada reprobadora de su madre al lado. Está preocupada por Valeria, que está entretenida con los pescadores. Regina echa a correr hacia allá. Se detiene al llegar. Luego, se mete en el agua, ya sin los calcetines y zapatos que ha dejado al lado de Sandino y su madre. No la pierden de vista hasta que se coloca detrás de unas barcas.

—Deberíamos volver. Su madre estará preocupada.

—Que la jodan a su madre.

—¿Qué te ha hecho esa mujer? Siempre estás igual, hijo. Siempre estás así.

—¿Cómo?

—Enfadado con todo y con todos.

—No es verdad.

—Tienes todo lo que puedes necesitar. Tienes una familia. Tienes una mujer que te quiere. Unos padres que te viven y te adoran. Trabajo. Dinero para tus cosas. Tienes a tu hermano. Tienes amigos. Salud.

—Sí, tengo todo, mama. No te preocupes. Todo es genial. Todo es de puta madre. Tú también, ¿no? Tú también lo tienes todo.

—Yo no me quejo.

—Lo tengo todo y no quiero nada más. Pero no siento nada. ¿Sabes de lo que hablo?

—No, no lo sé. No todo es divertirse. Estar siempre bien.

—Sólo quiero marcharme, escaparme.

—¿Escaparte de quién?

—De todo. De las cosas que he hecho bien y de las que he hecho mal. De lo que he comprado, de todo lo que me han vendido.

—No te entiendo mucho. Soy una vieja con artrosis en las rodillas. Uno es lo bueno que deja. La gente que cuando te mueras estará a tu lado.

—No quiero eso. No quiero muerte. Quiero vida. Quiero ahora.

—¿Ves a las niñas?

—Están con los pescadores.

Fina se levanta.

—Veo a la alta, pero a la canija no.

—Está allí —dice Sandino, aunque lo cierto es que no lo sabe, pero le molesta el estado de alerta perpetuo, el ponerse siempre en lo peor, la llamada eterna a la tragedia de su madre y que él ha heredado y contra la que lucha para siempre perder en la contienda.

Es por eso que se levanta. Cree distinguirla en la orilla. No hay mucha gente a esa hora en la playa de Gavà. Sólo puede ser ella.

—A veces, por la noche, o de madrugada, vengo solo aquí y me tumbo y veo cómo pasan los aviones.

—¿Y no coges frío?

—No.

—¿Y qué te dice Lola?

—Lola no dice nada. No le gusta, pero no hago nada malo. Además, ahora ya no estamos juntos, Lola y yo.

—Me lo imaginaba. Deberíais haber tenido un hijo. Lo acabaréis arreglando.

—No, esta vez, no. Tú vendes la casa y yo dejo a Lola. Está bien. Al menos los dos hacemos algo de una vez.

—Deberíamos volver.

La mujer se dirige hacia donde está Valeria con los pescadores. Sandino recoge los zapatos y los calcetines de Regina, la toalla y va detrás de la mujer. Fina anda deprisa porque está preocupada por la pequeña. No se ha fiado de Sandino cuando ha dicho que la tenía localizada. Hace bien porque Sandino se ha equivocado. Esa mancha de color no es Regina.

El viento se encrespa de repente. Fina coge de la mano a Valeria y le pregunta por Regina. Ella no sabe dónde está. Los pescadores tampoco. A mano derecha queda el chiringuito desierto, y a mano izquierda, toda una explanada. Sandino decide bordear la orilla en esa dirección. No hay rastro de Regina dentro del agua, pero tampoco en la orilla, por la arena. Fina y Valeria empiezan a gritar su nombre, pero el bramar de las olas rompiendo apenas permite que se las oiga. El taxista empieza a perder la calma, a maldecir esa idea ahora tan estúpida de herir a Nat y, de paso, despedirse a su manera de las crías.

¿Dónde estás, Regina? ¿Dónde, joder, dónde?

Los pies se le hunden en la arena y mientras corre empieza a musitar trozos de una oración, pidiéndole a quien sea que no pague sus pecados, sus faltas, en la cabeza de una cría que no ha hecho más que quererle y hacer sus deberes y portarse bien en su coche y abrazarse a sus piernas y llorar porque mañana Sandino ya no estará en la puerta de su casa o de su colegio con un cuento de princesas o dragones o superhéroes japoneses. De vez en cuando mira hacia atrás por si su madre hubiera dado con ella, pero no es así. Levanta el brazo hacia Fina, se gira y cae porque la arena se ha abierto en dos, ya que hay un hilo de agua residual que llega desde el interior de las instalaciones que quedan al otro lado de la carretera hasta el agua del mar. Cae rodando. Pierde uno de los zapatitos de Regina. Vuelve por él. Atraviesa el riachuelo y cuando está a punto de encaramarse a la nueva duna cree ver una sombra, una figura en las instalaciones de otro de los chiringuitos que están cerrados a esas alturas del mes de octubre. Una figura menuda, quizá un niño. A su lado está un perro, un perro blanco y un hombre que lo acompaña. Un hombre vestido con chaqueta, traje y corbata. O eso cree Sandino, que echa a correr notando el corazón reventándole en el pecho. A medida que se acerca, la figura menuda se parece y no se parece a Regina. El taxista dice su nombre, pero el ruido del mar no deja que ni el hombre ni la niña le oigan.

Trastabilla, cae, se endereza.

La niña le mira.

No es Regina.

No, no lo es pero ha de serlo, ha de ser Regina.

Diez, veinte, treinta pasos y Sandino ve que el hombre y la niña se vuelven hacia él y le dicen algo, pero no los oye, no puede hacerlo. La cría le sonríe. Quizá le ha reconocido. El perro echa a correr en su dirección como si también le hubiera reconocido.

Sandino se deja caer. El perro, al llegar a su altura, le lame las manos. La niña va hacia él. El señor, sin apenas parecer acercarse, va llegando hasta el taxista.

Estuvo entreteniéndola.

Regina se equivocó de dirección. Suele pasar. Se distraen, se desorientan al salir del agua.

Fina y los pescadores estuvieron a punto de llamar a la policía.

No lo hicieron.

Vuelve, vuelven ya.

La madre de Sandino está sentada con las crías en el asiento trasero. Tiene los pies descalzos de la pequeña entre las manos, dándoles calor. Nadie dice nada. Sandino ha tenido la tentación de abrir el móvil y tranquilizar a Nat, pero no lo ha hecho. Se siente bloqueado. Se siente el mayor imbécil de la tierra. Pone música. Le parece ridícula. Ésa y cualquier otra. La apaga.

Entran en Barcelona por las Rondas. Lesseps. En nada, plaza Castilla.

—Jose, déjanos por aquí. Igual no es buena idea que nos lleves hasta la puerta. Ya las llevo yo y me invento cualquier cosa. Que me has tenido que llevar antes a urgencias o cualquier cosa. Me ayudáis vosotras, ¿no? Nada de decir lo de la playa. ¿Vale? ¿De acuerdo? Hemos estado en el hospital. ¿Os acordaréis?

—Sí —contesta Regina.

—Sí —dice Valeria.

Sin una razón lógica, Sandino confía en que ni una ni otra dirán qué ha pasado, pero sabe que sólo quiere creerlo.

—Mama… Lo siento.

—No pasa nada. Tú querías hacer algo divertido con las crías y ha salido mal. Pero estamos todos bien, ¿no? No te preocupes, yo lo arreglo.

—Gracias.

—¿Cuándo vendrás a comer?

—Pronto.

Sandino ve perderse a las tres entre los semáforos que rodean la rotonda mientras él sabe que estaría bien permanecer ilocalizable hasta que salga para Francia.

Coge el móvil para escribir a Ahmed cuando se percata de que el móvil que lleva encima es el de una cría de nueve años y que el suyo se lo dio a esa misma cría, que, eso sí, ha dejado en el asiento trasero su tebeo japonés y el de su hermana.

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