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Lunes » 38. Epic E3X 37037

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EPIC E3X 37037

Su abuela era una cocinera nefasta. No tenía cariño para nadie. No le sobraba ni para espolvorearlo sobre un plato de arroz o de espaguetis. Sus guisos eran ahogados en tomate frito. No sabe muy bien Sandino a qué viene eso mientras se dirige a casa de Hope. Ha llamado. Ella le ha dicho: «Sí». «Es el fin de los tiempos, rizos. Déjame quedarme esta noche». Si tú no te quieres, quién va a quererte. Eso le decía la vieja. Tomate. Tomate sobre la sopa, sobre los huevos fritos. Tomate en la pasta, tomate en el arroz hervido, tomate en las manos, en el delantal, en la comisura de los labios, en la punta de la nariz. Si tú no te quieres. Aférrate a los tuyos, a tus hijos como una maldición. No te vayas de casa aunque quieran que lo hagas. Da igual que no nos queramos, somos familia y ponemos tomate a todo. Quién va a quererte. Sus padres morirán juntos. Su abuela mató a su abuelo antes que separarse de él. Todos los vecinos de su infancia permanecían juntos a pesar de insultarse, criticarse, pegarse, humillarse y engañarse. Pero luego se desayunaba a las ocho, se comía a las dos y se cenaba a las nueve. Si tú no te quieres. Tomate en el café, en las judías verdes con patatas. ¿Quién, dime quién va a quererte? Tomate en los garbanzos, en las lentejas, sobre las peras en almíbar, el melocotón, el yogur. Tomate caliente vertido sobre todos los segundos, todos los minutos de todos los días de una vida en común: eso es una familia, Joselito, recuérdalo siempre.

¿Tanto te quisiste, abuela?

¿Tanto para compensar que no supieras querer a nadie, que nadie pudiera quererte?

Qué importa ahora.

Ya no estás.

Sólo en las taras y en los miedos de los tuyos.

En el gen diabólico de la inmolación, del dolor autoinfligido.

Sólo estás en latas y más latas, miles de ellas, de tomate frito.

Tomate barato.

Tomate y mentir al mundo y del mundo a todas horas.

Sandino saborea con lentitud dejarse caer hacia el centro de la ciudad, no tan lejos del bar de Héctor. Le encantaría pasar por allí, pero sabe que por prudencia no debe acercarse. Casi agujerean el edificio. Dios mío, que las columnas aguanten y que ese hijo de puta no tenga seguro, se oye decir, dios mío, ayúdame un poco más, a mi lado estaba tu Único Hijo, el de la madera en la mesa del comedor, el que no sabe fumar, el que resucitó a Billy Preston.

Ha tenido suerte de poder contactar con Ahmed y circular ya con el Toyota. Hace unos minutos, ha escrito con un cierto desespero a Llámame Nat, necesitado de agarrarse a algo. «Tengo ganas de verte». Ella ha tardado en contestar. Le ha enviado un «Mañana». Le ha enviado minutos más tarde un beso.

Deseabas estar con Hope. Deseabas que fuera ella la que te viese hoy. Ninguna otra. Quedarte a dormir a su lado. Oír su ronroneo. Das una vuelta, dos y aparcas en un chaflán de Wellington. Pulsas el timbre de su casa y, con un chasquido, la puerta se abre. En el rellano de su piso, está entornada la otra puerta. Reconoces el juego. Música suave, arrastrada, pisadas de oso sobre la nieve. Velas en el comedor. Creías que estaba en el dormitorio pero está desnuda, boca abajo sobre la alfombra. Te quitas la cazadora, los zapatos, los calcetines, la camisa, la camiseta, los calzoncillos. Te lo quitas todo y te arrodillas entre sus piernas. Te duele la rodilla y estiras esas piernas. Besas las nalgas de Hope, entre sus muslos, la oyes suspirar hasta que el dolor de la otra rodilla te hace moverte y lamerle la espalda, morderle la nuca: haces que note tu polla caliente sobre su culo. Te quedas quieto sobre ella.

—Lento, suavito, poco a poco.

Sandino tampoco tiene prisa. Vuelve a ponerse de rodillas, mete la cabeza entre sus piernas, besa el coño de Hope. Lo lame, lo acaricia con esos dedos aún agarrotados a pesar del milagro de Jesús. La excita y luego se pone a su lado, boca arriba, mirando el techo.

—Tengo las rodillas hechas polvo, joder.

Hope se ríe. Él la besa por encima de la superficie rugosa de la alfombra, a la luz de las velas. Hay vino allí, sobre la mesa. Y dos copas, pero demasiado lejos para tan poca sed. El beso sabe a Hope. Algún día dejará de besarla. Algún día dejarán de hacer estas cosas porque algún día no las necesitarán. Así de simple. Pero habrán valido la pena las veces en que las necesitaron.

—Tenía ganas de verte. No sabía si tú también.

—Ya. Todo el día andaba contigo en la cabeza. Has llamado. ¿Para qué torturarse? Vienes y te vas. Ya lo sé. Además, Cepillo de Dientes se fue.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Me han pasado muchas cosas, Hope. Ya te las explicaré, pero esta vez voy a seguir adelante. A donde sea.

—Escríbeme al llegar.

—No pienso dejarte atrás. A ti, no.

Se besan. Él se reincorpora para apoyar su espalda contra el reposapiés del sofá. Se clava a los ojos de la mujer entre los rizos. La luz de las velas le ilumina la cara. La mira y parece que nunca antes la había mirado. Sus ojos, en los que se refleja la llama, sus rasgos infantiles, su nariz y su boca. Hope se sienta encima de él. Follar queda pendiente. Para después o para nunca.

—Olvídate de mí cuando llegues a donde sea. Prométemelo.

Otro beso. Ella alarga el brazo hasta donde ha colocado los preservativos. Rasga uno con los dientes, se echa hacia atrás y se lo coloca a Sandino. Luego se sube sobre él. Empiezan a moverse. Sandino le chupa y muerde los pezones. Le acaricia la espalda. Ella le muerde el hombro. Él le dice que esta vez no se detenga y no lo hace. Muerde y muerde hasta que Sandino se retuerce de dolor. Ninguno de los dos se ha corrido, pero quedan abrazados. Se mecen el uno contra el otro. Él esconde la cara en un lugar de su cuerpo entre el hombro y el pecho. Pasan los segundos hasta convertirse en minutos.

—Déjate querer, erizo.

Siguen en esa posición hasta que se vuelven a mirar como nunca antes. Como si nunca hubieran dispuesto del tiempo suficiente como para mirarse, verse, distinguirse del resto. La polla de Sandino está flácida y va abandonando el preservativo dentro de Hope. Cambian de posición. No dicen nada. Ambos mirando el techo. Mazzy Star. Sandino introduce los dedos en Hope. Está húmeda. Dentro, los dobla y se agarra en una repisa ósea que sólo tiene ella. Hope respira, gime, grita, se va. Luego, coge el miembro de Sandino y empieza a tocarlo, a subir y bajar su piel, a acariciar el glande.

—Siempre me han dicho que soy muy escandalosa. Tú nunca me lo has dicho.

—Te han dicho.

—Sí.

—Tus otros novios.

—Sí.

—¿Qué otros novios?

Sandino grita ronco. Se deja ir eyaculando en la mano de Hope. Una buena despedida, piensa. Recuerda a Verónica de repente, meterse en ella, volver a un lugar del que lo desterraron, aquella ventana de hotel, abierta, su cabeza fuera y él sosteniéndola mientras hacían el amor. Piensa en Lola, anticipa a Nat y se ve despertando a su lado. Pero de pronto, la mente se le va a otro sitio, a un lugar distinto. Hope lo nota.

—¿Dónde estás? ¿Qué piensas?

—Es una idea muy loca.

—Dila. ¿Quieres vino?

Hope, sin esperar que Sandino conteste, se levanta y va hacia donde están las copas y el vino, y regresa con aquéllas. Le alcanza una a Sandino.

—Cuando he aparcado el coche me ha entrado una prostituta negra. Una chica joven. No era muy guapa.

—Sí, la conozco. Siempre está en esa esquina.

—Se me ha ocurrido una estupidez.

—¿Subirla…?

—Sí, no sé…

Hope se ríe entre trago y trago de vino. Es aventurera y Sandino lo sabe.

—Hacer un trío con alguien que te importa es especial. La tía fliparía.

—No lo pensamos mucho: ¿sí o no?

—No sé…

—Va, ¿sí o no? Y no lo hablamos más.

—Vale, pero te la llevas tú cuando te vayas.

—De acuerdo.

Sandino se viste deprisa y corriendo. Coge la chaqueta y antes de salir echa la vista atrás para ver qué actitud tiene Hope. Ésta, desnuda sobre la alfombra, con las piernas cruzadas, mirada divertida y algo irresponsable que la hace tan especial. El taxista sale del piso y baja las escaleras hasta la calle. Va hacia donde aparcó el taxi. No sabe cómo va a plantearlo. No sabe qué le dirá. No la harán sentir mal. La invitarán a una copa. A lo que sea. En la esquina de Wellington no está. Da una vuelta al chaflán. Mira a través de las verjas el parque de la estación del Norte. Decide esperar apoyado en el taxi. Saca un cigarrillo y lo prende.

«Ya llego a casa», le había dicho hacía nada. Como si ésa fuera su casa. No pensó qué decía, por eso no fue una mentira. Había hecho el amor con Hope, en terreno amigo, en el hogar que no se sostiene con muros ni cimientos. Cuando vea a la negra le dirá: «¿Quieres subir conmigo a casa? ¿Quieres subir a estar conmigo y con mi mujer?».

Pasan los minutos. La puta no llega. La idea ya no parece tan buena. Puede visualizar el vino caliente en la botella, la música en el estéreo y Hope apagando las velas y yéndose a la cama, con la certeza de que Sandino no volverá a subir. Quizá nunca más.

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