Taxi

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Lunes » 39. FSLN I

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FSLN I

Cuando llegó a la habitación, Sofía no estaba. Algo que era previsible. La llamó y andaba por su casa, tratando de arreglar un poco todo aquello. Hablaron por teléfono. Le preguntó por Jesús. Sandino no le explicó nada, sino que le dijo que se había ido al estudio, a rematar su disco. Estaba seguro de que volvería a dar señales de vida. Pareció convencerla. Todo estaba bien. Todo mejoraría. Seguro.

—Eres un bicho muy terco.

—Nunca pensé que me dejaras en la estacada.

—¿Por qué no?

—Tú no eres así.

Luego Sandino se duchó y se puso ropa limpia. Una camiseta negra con los MC5 en letras rojas, el vaquero negro y la cazadora tejana. Iba a ver a Llámame Nat. Quizá no hablaran apenas, pero quería aprovechar todos y cada uno de los minutos en que coincidieran y causarle buena impresión. Llegó con tiempo. Salió del coche y se puso a esperar. Le tentó un cigarrillo, pero a las crías no les gustaba que oliese a tabaco y podía soportar torturarse un poco. Había pasado por un quiosco y comprado sendos cómics japoneses que no entendía mucho, pero que el tipo le había asegurado que se los pedían siempre los chavales y eran para crías de las edades de Regina y Valeria. Llevaba los cómics en la mano para que las niñas los viesen desde lejos y se dispuso a esperar.

Así está ahora.

Esperando.

A las niñas, a su madre, al futuro, tenga éste el aspecto que tenga.

La próxima vez que la bese en los labios no estará engañando a nadie.

La próxima cita será cuando ella pueda. Se quedará el tiempo que ella pueda disponer. Decidirá ella si mantener el engaño o no.

Y cuando deje de ser Nat será otra. Vivir las cosas, exprimirlas, acabarlas, perderlas, esperar y tener las siguientes. Nada de acumularlas. Nada de evitar el dolor de la intemperie a base de confundirse, de no importar a alguien lo suficiente, importando a muchas lo mínimo imprescindible.

Se comprará un móvil, un nuevo número con un solo teléfono memorizado.

El de Nat.

Bueno, dos.

El de casa de sus padres.

Por si le necesitan. Por si se mueren. Por si enloquecen ya del todo. Definitivamente.

Después de dejar a las niñas en el Cardenal Spínola ha de acercar a su madre al ambulatorio de la calle Tajo.

En unos días estará en París.

Llamará a Nat desde allí.

Le dirá: «Vente. Invéntate cualquier cosa y vente. Unos días y ya está. Si quieres, después desaparezco, pero dame rango de cosa que permanece, que al levantarte sigue ahí a tu lado. Ven a París conmigo aunque sigas en Barcelona el resto de tu vida».

Un cigarro. Uno rápido. Los nervios se lo exigen. Lo coge del paquete, pero no le da tiempo a encenderlo porque ya ve abrirse la puerta de su portería. Guarda el Lucky. Sale con las niñas el portero y las despide. Unos pasos detrás de él viene Nat. Está espectacular. No lleva chaqueta y por la mañana ya anda refrescando. Regina echa a correr y luego lo hace Valeria. La pequeña se le abraza a la altura de las piernas. Sandino no puede evitar reírse ante tanto cariño. Entrega uno de los cómics a la mayor y el otro a la pequeña, que anda triste o quizá, una vez más, enfurruñada. Llega su madre, con una blusa azul marino, vaqueros, una medalla con un caballito de mar colgando del cuello. Sandino levanta la vista. Ella parece retirarla.

—Meteos en el coche, que hace frío —les dice.

—Es verdad. Venga, adentro.

Las crías obedecen.

—Tú y tus tebeos.

—Éstos son japoneses. No los entiendo ni yo. Se empiezan a leer por el final, mira.

Nat sonríe. Sandino la supone avergonzada. Él también anda nervioso. Ha imaginado mil conversaciones, mil ocurrencias divertidas, pero ahora parece que le hayan robado todas las palabras de la boca.

—¿Cómo estás?

—Bien, bien… Estoy bien. —Levanta la cabeza. Le brillan los ojos. Le gusta verse deseada, tontear con él, supone el taxista.

—No te agobies, ¿vale?

—No, no me agobio.

—No te me has ido de la cabeza ni un momento desde…

—Sandino, he hablado con Carlos. Nos vamos a organizar mejor. A partir de ahora, entre él y yo llevaremos a las crías.

Al hombre se le retira toda la sangre de la cara, de la cabeza, nota desplomarse algo dentro de él, una catedral entera sobre sus cimientos, y no sabe con qué disimular, de qué y con qué armas defenderse.

—Pero… pero…

—He querido que las niñas se despidan hoy de ti. No ha sido fácil. Se han encariñado mucho contigo. Has sido genial con ellas.

—No lo entiendo.

—No hay nada que entender. No hay nada raro, créeme. Carlos estará más por aquí. Sólo es eso.

—Ya.

—Te hemos abonado el mes entero.

El taxista busca la mirada a la mujer, que ha sacado un sobre doblado del bolsillo anterior del pantalón y lo tiene ahora en una mano, sin decidirse a entregarlo. Sus veinte monedas de plata. Por muchos años que lo lleven haciendo, nunca es fácil despedir al servicio. Nunca es fácil decir a una cría que no es tu hija y que ha de volver a vivir con su verdadera madre en el Barrio Chino. Es bastante probable que esa cría enloquezca y diga que la embarazó Geppetto o que esa pelota de tenis se la dio personalmente Manuel Santana. Echar al chófer debería ser, se mire por donde se mire, mucho más sencillo.

—¿Qué estás haciendo?

—Pagarte.

—Pagarme.

Tantas cosas que decir. Tantas cosas con las que herirla. Tantas maneras de tratar de hacer inolvidable ese asesinato moral, político, sentimental. Sandino tiene tantas. Lo sabe. Pero también sabe que no tiene ninguna. Cualquiera de esas maneras las tendrá preparadas Llámame Nat. Las sabrá Llámame Nat. Alguien que no puede permitirse un chófer que sabe demasiado de ella. Que se ha tomado demasiadas libertades. Que le escribe mensajes. Que ha creído que… vete a saber qué demonios debe de haberse creído ese taxista. Ese taxista extraño y atractivo, infantil, mujeriego, nocturno, gatuno. Vete a saber.

Llámame Nat conoce todas esas maneras, cualquier arma que vaya a herirla ella va a saber contrarrestarla.

Casi cualquiera.

Sandino sabe que no ha de decir nada. No ha de insultarla ni reprocharle nada. No ha de mostrarse enfadado. Ni ofendido.

Nada.

Esa nada de las chachas embarazadas saliendo de las casas señoriales al punto del alba, o las cocineras o los jardineros acusados de haber robado dinero o cucharas, relojes o simplemente comida. La misma nada de los que han ido a la guerra a morir por banderas que nunca fueron suyas. Los que han sido acusados de haber matado al hermano bueno, al pastor, al pacífico, al rico, al que piensa en todos y nunca se deja llevar por la ira.

Esa nada de los sin nada, de los Nadie.

Por todo ello, Sandino sabe que no ha de decir nada: ella ya sabe todo lo que pudiera decirle él. Sabe Sandino que ha de girarse y callar. Girarse y despreciarla. Girarse y dejar que siempre recuerde que él tuvo más dignidad que ella. Esas cosas que en las historias siempre quedan bien y en el día a día oscureces y luego olvidas porque no importa.

Él sabe eso.

Sabe lo de Áyax en el infierno.

Sabe lo de la corona de espinas.

Sabe qué ha de hacer: darse la vuelta, no decir nada, entrar en ese coche, ponerlo en marcha y ser engullido por la ciudad.

Lo sabe, pero.

Lo sabe, sí, claro.

Lo sabe, pero.

Sandino se coloca frente a Nat, quien levanta la cabeza y le sostiene la mirada. Ella espera la última frase. El desafío. La venganza del amor.

Frente a frente.

Ella, orgullosa, espera lo que va a decirle o pedirle.

Quizá un beso.

No sabe si lo aceptará con las niñas dentro del coche, probablemente mirándolos.

Frente a frente.

¿Qué tal algo tan tierra baldía como «nunca me olvidarás»?

Pero Sandino no hace eso.

No dice nada ni pide nada.

Se limita a escupir. A la cara. Sólo eso.

Un escupitajo.

Ella cierra los ojos.

Le escupe en la puta cara ese hijo de perra.

Se queda inmóvil cuando ve cómo ese cabrón de mierda se mete sin apenas correr en su taxi y se lleva a sus dos hijas a una velocidad que no es la apropiada ni la adecuada ni la usual.

¿Qué hacer ahora?

Esperar.

Limpiarse con el dorso de la mano y esperar.

Subir al piso y esperar.

¿Hablar con Carlos, o esperar?

Esperar.

—Dame tu móvil, cariño.

—¿Mi móvil?

—Sí, tu móvil. Dámelo, Valeria. He de llamar a mi madre para llevarla al hospital y el mío se ha quedado sin batería. ¿O quieres llamarla tú mientras yo conduzco?

La niña duda.

—Valeria, joder, llama tú. Va… 9…3…4…

—Espera, espera… —La cría se ha decidido a sacar su móvil infantil, convencida por las explicaciones del taxista.

—Señor Sandino, ¿le ha dicho mamá que, a partir de mañana, ya no nos llevará?

—Sí, sí, no pasa nada, bicho. Ya os iré a ver de vez en cuando.

A Regina se le resbalan un par de lágrimas por las mejillas.

—No llores, cariño, por favor.

—Ya está —dice Valeria.

Sandino da los números del teléfono de su casa. La niña los teclea. Se pone el teléfono en la oreja hasta que oye la voz de una mujer. Hace el ademán de pasarle el aparato a Sandino, pero éste lo rehúye. Le dice lo que tiene que decir y ella lo hace.

—Hola, me llamo Valeria. Llamo de parte del señor Sandino… de Jose, sí, que ahora irá a buscarla para llevarla al médico. Que no se ponga nerviosa. Que lo espere.

Luego cuelga. En un semáforo se detienen y Sandino se vuelve hacia las menores. Su expresión es distinta a la de cualquier otro día.

—Toma, te doy mi móvil. Tú, dame el tuyo. ¿Vale? Por si llama alguien, ¿vale? Nunca te has fiado de mí, ¿eh, Valeria? Es sólo un favor. Por si he de llamar. Luego los intercambiamos otra vez.

La niña no entiende, pero obedece. El móvil de Sandino tiene la pantalla encendida aunque el taxista lo ha puesto en modo avión. El de la niña es silenciado por él en cuanto lo tiene en su poder. Se lo guarda en el bolsillo de la cazadora.

Trata de ocultar su furia. Trata de dejar de decirse que ha sido un estúpido por ni tan siquiera haber previsto ese desenlace. Ese clásico y rutinario eliminar al testigo. Liquidar al que sabe algo a la primera ocasión.

Qué sumamente idiota fui.

Llámame Nat.

Era una de las chicas que estaban alrededor de la piscina de globos: ¿cómo no darse cuenta?

Llámame Nat era «Don’t you (forget about me)», era «Miss you», era cualquier ever get the feeling you’ve been cheated? Good night.

Llega a la calle de casa de sus padres y hace sonar el claxon. Su madre baja y se sube al coche. Da un beso a Sandino. Lo nota tenso, distinto. Se ponen en marcha.

—¿A qué vas al médico?

—A buscar recetas y pedir hora para el papa. ¿Sabes que igual ya tenemos comprador de la casa? Un señor alemán a través de la inmobiliaria, muy majo. Tiene dos hijos pequeños.

—Hola.

—¡Hola! Pero ¿qué tenemos por aquí? ¿Quiénes son estas nenas tan monas…?

—Yo soy Regina y ésta es mi hermana Valeria.

—¿Las llevamos al cole ahora?

—No.

—¿Y eso?

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