Taxi

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Sábado » 32. Version city

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Version city

Le duele tanto todo que no puede dejar de ser consciente de que no está muerto. Menea el cuello, dolorido, y apenas tiene la mínima percepción de sí mismo; prueba a mover brazos, piernas, sentirlas, enderezarse en el asiento del que sí, lo reconoce, es su taxi. Va descalzo. Ni zapatos ni calcetines. Pero uno de sus pies está dentro de una bolsa vacía de Doritos. Sandino supone que debe de tratarse de una rúbrica, pero desconoce cuál de aquellos hijos de puta es su autor.

Consigue sentarse en el asiento posterior al del conductor. Apenas puede abrir un ojo, pero el otro está mucho mejor. La ropa, un desastre. Un costado le quema. La rodilla, joder, la rodilla mucho, también la mano. No tiene ni idea de dónde está. Es un descampado y el sol está alto. Poco a poco cree situarse. Por los edificios de alrededor y el ruido de las Rondas determina que está detrás de las pistas Meiland, en el Vall d’Hebron, en el puñetero sitio donde vive gente en coches abandonados y vienen desgraciados a pincharse. Pero debido a la hora que es no hay apenas movimiento por ahí. Aun con todo, su taxi en medio de aquella nada aporta un toque surrealista al escenario. Abre la puerta empujado por las arcadas que el estómago le envía. Da unos pasos por el suelo de tierra, se dobla, vomita. Echa lo poco que le quedaba dentro, con hilillos de baba, bilis, sangre.

Está vivo, pero perfectamente podría estar muerto.

Se endereza.

Tiene que largarse.

Vuelve al coche. Todo un detalle que las llaves estén en el contacto. No tiene más opción que conducir descalzo, como si volviera de la playa. Cuando el coche busca la salida, la bolsa de Doritos se alza detrás de él, entre una nube de arena, como si se tratara de uno de esos perros o abuelos que algunos abandonan en gasolineras y hospitales.

Trata de establecer prioridades y la primera es acudir a un hospital. El del Vall d’Hebron le queda algo más cerca que el de Sant Pau pero hay demasiadas curvas y subidas y bajadas una vez aparque, y hacerlo directamente en el aparcamiento subterráneo es mucho peor, dado que sus plazas son muy estrechas y con varias rampas. No está para muchas virguerías, así que necesita líneas rectas para aparcar en paralelo. Se deja caer por el túnel de la Rovira, gira hacia ronda del Guinardó, baja por Periodistes y aparca en una zona azul que no piensa pagar. En Urgencias le dan prioridad. Le han atracado. Le han pegado. Es taxista. Saca como puede la cartera del bolsillo y se da cuenta de que uno de sus dedos es un guiñapo. La tarjeta de la Seguridad Social. Lo que no tiene es ni un euro. Se han empezado a cobrar. Han dejado un papel escrito. Un «faltan 25 000 más».

Veinticinco mil, Sofía, joder.

Horas más tarde, consigue llegar por sus propios medios al Avalon. El ayuntamiento no ha pasado por alto su estancia en precario en una de sus zonas. Tiene dos dedos de la mano izquierda rotos, hematomas por todo el cuerpo, puntos en ceja y labios, un buen golpe en la rodilla derecha y dos costillas luxadas. Le han recomendado unas gotas para el ojo inflamado, un collarín que no va a llevar y un montón de antiinflamatorios, antibióticos y demás.

No mencionó que había perdido el conocimiento. Tampoco nada de los golpes recibidos en la cabeza. Si ha sobrevivido a esas horas en el descampado quiere creer que el peligro ya ha desaparecido. Son casi las cuatro de la tarde cuando se ha tomado de todo y se deja caer sobre la cama de la 303.

Cierra los ojos y trata de dormirse.

Un movimiento brusco lo despierta horas más tarde, dejándolo en el umbral de reenganchar el sueño, pero una llamada se lo impide. No descuelga, pero el teléfono vuelve a dispararse. Es un número que no conoce.

—¡Taxista! Soy yo, Maika, la periodista. Cuento contigo, ¿no? Hemos quedado en quince minutos. Lo tienes claro, ¿eh? ¿Oye?

—Sí, perdona pero…

Quiere decirle que se busque otro taxi. Él no está en condiciones, pero ella parece estar llevando tres conversaciones a la vez.

—Hemos quedado con Constança a y media. Nos dará tiempo, ¿verdad? No es una cita en un bar. Es allá, donde están ellas. Hemos de llegar puntuales, porque además tengo malas sensaciones. Bueno, chorradas, pero dime si no puedes estar a la hora para escribirle. Es su saturday night fever, ya me entiendes. No me falles.

El taxista vuelve a intentar hacerse oír, pero la periodista da por hecho el servicio porque ni queriendo podría escuchar algo —hay demasiado ruido a su alrededor— y está viendo en la pantalla que el taxista está al otro lado, que no es un contestador. Cuelga ella al mismo tiempo que él, que ha decidido bloquear ese número. Si insiste lo hará luego. Dos, tres minutos y no consigue quedarse dormido. Se levanta, va hasta el baño, se echa agua en la cara y se mira en el espejo. Mal, muy mal aspecto. No le iría mal un baño, pero si se lo da ocasionaría un retraso aún más grande para la periodista de sucesos de La Vanguardia. Pero se lo dará. Si reacciona, irá. Si no, no. Reconoce perfectamente el sentimiento de culpabilidad para con una desconocida. ¿Cómo consiguen atar su lealtad a las primeras de cambio? No poder decepcionar nunca ni a gente que no le importa. A gente como aquella periodista, como esa puta portuguesa.

Escribe un SMS a la periodista diciéndole que no acudirá.

Hay más taxis en el mundo, en Barcelona al menos.

Barcelona está llena de ellos, amarillos y negros, como abejorros.

Si no lee el SMS, ante la tardanza, la periodista levantará la mano y detendrá a otro taxista y nunca más se acordará de él.

No me falles, le había dicho.

Vete a tomar por culo, no me falles.

Va llenando la bañera de agua caliente. Coge todos los sobres de jabón y gel y los pone bajo el chorro a máxima potencia. Cierra la puerta del baño. Se tumba en el sofá y enciende el televisor. La periodista sigue llamando. La primera de las llamadas no ha sido atendida por Sandino. La segunda ya sí y lo hace colgando. Bloquea el número. Fin. Déjame en paz, ésa no es mi guerra. En el televisor no hay nada que consiga interesarle. Es como si su cerebro no le permitiera engañarse, confundirse con cosas ajenas a él mismo. El cuerpo magullado. Le duele cada respiración y de nuevo se le enciende la rabia. No es justo. No es justo nada de todo eso. Le jode no haber conseguido plantar cara a ese hijo de puta. Dejarse hacer todo esto. Que le hayan hecho caer cuando corría huyendo. ¿Cómo ha podido ser tan idiota? Se mira en los ojos de Pelopo y los demás, en sus conversaciones ahora, con Sebas de héroe, y se siente un mierda, un trozo de nada. Sólo es un hombre huyendo con una bolsa de Doritos cubriendo un pie descalzo.

Ha de hacer algo, pensar alguna cosa, quitarse esa sensación de haber perdido más que una pelea, más que de haber sido apalizado. Está cansado de rehuir el impacto, de ser el maestro de la finta, de llegar siempre puntual a la cita, pero no acudir nunca a ningún lado.

¿Qué ha conseguido hasta ahora?

Nada.

Ir de mal en peor.

Todo se le desmorona. De hecho, ésa es la buena noticia. Que el mundo se va cayendo a trozos a su alrededor. Que nadie va a salir vivo de ese edificio. Al menos, él no.

Piensa en la periodista. Igual hubiera sido una buena idea acudir a la cita. Al fin y al cabo, era de sucesos. Igual conocía al encargado del Stalker o podría orientarle con la policía. Consulta el móvil. Demasiado tarde ya. Entonces, repara en Rebeca. También es periodista. Hace tiempo que no la ve. Busca en el móvil su número. Contestador. Deja mensaje. Cuando consigue levantarse para ir al baño, suena el teléfono. Es ella. Empieza metiéndose con él, con su eterno «mañana te llamo y pasan tres meses». Sandino le sigue la broma. No le explica mucho. Lo de la pelea. Que está en el Avalon. En la 303. Ella, en media hora, se pasa. ¿Le trae algo de la farmacia? No, no hace falta.

—Dejaré la puerta entornada. Me voy a dar un baño.

Deja el móvil al lado de los grifos, se desviste y se mete en el agua que, a pesar de estar a demasiada temperatura aún, sabe que le hará bien. El cuerpo se le enrojece, el corazón genera espasmos, pero ya está dentro. Toma precauciones para que no se caiga el teléfono, aunque no hay nada que le apeteciera más que verlo hundirse en el agua para siempre.

¿Por qué no lo hace?

¿Por qué, si todas las malas noticias se cuelan por ese agujero?

No lo hace por ella.

Por si llama.

Porque está seguro de que Nat, Natalia, Llámame Nat, llamará.

Como un adolescente. Enamorado del misterio, de lo que no se dice. De una sola noche que resulta ser más que suficiente. Del desespero de saltar sin paracaídas mientras recrea todas las palabras dichas, los movimientos de aquel baile en las tripas negras de Barcelona.

«Tú eres de volar con piedras atadas a los tobillos y yo soy de abismo, de dejarme caer, de quedarme allí, de que me dejen en paz. ¿Dónde nos vamos a encontrar, Sandino?».

En la piel o en ningún sitio.

Un polvo, una aventura o una navaja que te abre en canal.

No hay palabras, idiota, ¿es que no lo ves? No hay palabras para nada.

El cuerpo de Sandino ya se ha adaptado a la temperatura del agua. Es agradable. Se relaja. Cierra los ojos. No llega a dormirse, pero se queda traspuesto. Un ruido lo devuelve a la conciencia. Alguien ha entrado en la habitación. Por un momento tiene miedo. ¿Cómo ha podido ser tan confiado dejando esa puerta sin cerrar? ¿Cómo pudo…? La voz de Rebeca le tranquiliza. Ahí la tiene. Su cabeza, al menos. Ese pelo negro cayendo a ambos lados de su cara alargada, esa risa, ese chute eléctrico que contagia al resto de su cuerpo, manos y piernas rápidas y resueltas tanto a correr como a abrazar.

—¿Qué te ha pasado, muchacho? Tienes una pinta fatal.

—Sólo estás viendo los brazos y la cabeza.

—¿Y esos dedos? ¿Los tienes dislocados?

—No quieras ni saberlo. ¿Te importa si hablamos así? Aún está calentito.

—No, pero espera…

Rebeca corre la cortina de la bañera.

—Llevo todo el día y ya no podía más.

El ruido contra la loza funciona a modo de paréntesis.

—Qué sonido más romántico.

—Podría no hacer ruido. Sé las dos modalidades. Pero no me da la gana de ir de fina contigo, porque eres un capullo, ¿lo sabes?

Rebeca se sube el pantalón negro y descorre la cortina. Se sienta con la tapa ya bajada en el inodoro.

—No me digas que soy la única persona de la ciudad que puede venir a curarte las heridas.

—No o sí. Da igual. Es por otra cosa. Estoy metido en un lío que no era mi lío. Ahora es obvio que ya lo es. Y he pensado en que podrías ayudarme. ¿Sigues trabajando en sucesos en El Periódico?

—Más o menos. Hago tribunales y tertulias por la radio.

Sandino le explica por encima la situación. Qué es lo que quiere de ella. Sus ojos se posan, como siempre que la ve, en una palabra tatuada en un brazo: redbones. Todas las veces que le ha preguntado por el significado ella ha rehusado contestarle.

—Conozco a ese Quim. Lo he entrevistado. Hubo una muerte en la puerta de la discoteca hará un par de años y hablamos pero se acordará. Podría contactar con él, pero ¿crees que es lo mejor? Si él sabe que hay una periodista de sucesos sobre el tema de la burundanga y los taxis y toda esa mierda, no le molará estar por ahí en medio.

—Debe de saberlo ya. Mi amiga, Sofía, entregó la droga a los mossos.

—Estará sobre aviso. Mucho peor. Es que no te pillo: ¿para qué quieres hablar con él?

—El tipo del bar y los hijos de puta de los taxistas que te he comentado. Los que destrozaron la casa de mi colega y esto —se exhibe, girando a un lado y otro la cara ante la periodista— nos presionan y presionan.

—Lógico. ¿Y por qué no les devolvéis la pasta?

—No hay pasta. No la hubo nunca. Piensa eso, ¿vale? Sea o no verdad, ésa es la carta que tengo para ir por el siete y medio. Si consiguiera convencer a la gente del Stalker de que ese dinero suyo no lo tenemos. Que lo tiene la policía, por ejemplo, y se lo han quedado. Es bastante probable, ¿no? Si pudiera convencerles de eso y de que pararan el acoso de los perros de presa…

—No lo veo, Sandino. No me lo creo ni yo.

—Te he dicho que es la verdad. No has de verlo. Piénsalo como que es la verdad. He de probarlo. Si falla, iré a la poli o lo puedes sacar tú a la luz y nos jodemos todos a la vez.

—Necesitaría pruebas. Esto es periodismo, no Twitter. ¿Por qué dejaste de escribir con lo bien que se te dan los argumentos absurdos?

Sandino no le sigue la broma. En realidad, a medida que él ha ido verbalizando su idea, ésta le parecía cada vez menos consistente. Sin embargo, hay algo en todo ello, un tiro sobre la bocina, que lo persuade instintivamente para intentarlo. Hace el gesto de levantarse. Rebeca se incorpora. Está completamente enjabonado. Le devuelve a la posición de sentado. Ella coge el teléfono de la ducha y le moja el pelo. Luego busca el sobre de champú y se lo extiende por el cuero cabelludo. Ambos guardan silencio. Nunca han sido amantes. Los dos se preguntan ahora por qué. Nunca hubo tiempo. Siempre aquí, allá, nunca al final. Sandino se dice que casi prefiere esto, ahora. Esta ternura. Esta situación de camaradas en hospital de guerra. Pero ninguno de los dos está acostumbrado a esa intimidad. Es agradable sentir el agua tibia corriendo por su cabeza, cayéndole por la cara, los dedos de la mujer entre sus cabellos, las heridas escondidas, escociendo. Sandino se deja hacer. Rebeca huele bien. Los ojos de él siguen cerrados mientras la mujer le aclara el pelo. Dentro de la cabeza del hombre, ese placer que la prisa ha destruido, la judía en la fuente del oasis, el descanso después del agotamiento, la piel, la compasiva mano que limpia y sana al acabar el día. Rebeca cierra el grifo. El taxista se endereza. Descubre que le avergüenza que lo vea desnudo. Sale de la bañera, apoyándose en la periodista. Se ciñe a la cintura una toalla. Se desplazan hacia el dormitorio.

—No sé, haz lo que quieras. Ve a hablar con él. En apariencia, el tipo no es un energúmeno. Conmigo no lo fue, al menos. Hay gente que te diría todo lo contrario. Yo lo que tampoco veo es que si accede a hablar contigo, te ayude que me menciones. Y no sé si es de convencerse o no. Todo es una incógnita porque básicamente ese tipo es una incógnita.

Sandino no contesta.

Lola decía algo parecido de él.

Lola, Lola, Lola.

Parece que haga siglos de todo.

La paliza podría ser una excusa perfecta para conseguir engañar a su mujer de por qué no acudió a casa a la hora que habían dicho.

Ella le escucharía, le vería, le cuidaría en su casa.

Con sus cosas.

Añora su hogar, su patria, el sitio donde se siente seguro, protegido de los demás y de sí mismo cuando se da demasiado a los demás.

Podría hacerlo. Una mentira más, ¿qué más da?

Pero lo cierto es que no quiere jugar esa mentira ganadora. Ha cerrado una puerta, ¿no? Aunque quizá no la correcta, lo importante es haberla cerrado. Ahora debe atreverse a tirar al mar la llave. Debe creer más en huir que en regresar. Quizá por vez primera. Llegar a otro sitio, ha ido pensando de camino a la cama, en la que se tumba entre dolores. Le pide a Rebeca que se ponga a su lado. Ella se descalza y obedece. Sandino se endereza colocándose detrás la almohada. La periodista hace lo mismo con la suya.

—Lo peor es la rodilla, hostia puta.

—¿Qué? ¿Miramos la Sexta?

—No, hablemos.

—Hablemos.

—No sabemos casi nada el uno del otro.

—Entonces, ¿de qué podemos hablar? Va, háblame de música. Me encantaba cuando me hablabas de música, las cintas que grababas a mi hermana en el instituto.

—Como quieras. A ver… vale, te… Mira. Te hablo de uno de mis discos favoritos. De mis cien favoritos. Es de Paul Simon. El primero que grabó en solitario. Había sacado uno con Garfunkel y no habían tenido éxito. El tío estuvo tocando en Inglaterra y grabó una serie de canciones. Con un solo micro. Guitarra y voz. Hay canciones preciosas. Luego las buscamos. En la portada…

—¿Cómo se llama el disco? —lo corta Rebeca, echando mano de su iPhone.

—No busques nada. Aún no. Déjame explicártelo antes. Please. Bueno, el disco tiene versiones de canciones que luego grabará con Garfunkel, pero aquí todo es sencillo. Guitarra, voz. Ya sabes. Pero en la portada, la portada es, no sé, personifica un tipo de amor infantil, ingenuo, ese que andas buscando luego. Y que cada cosa que coges la manchas con tus manos llenas de mierda, de experiencia, de sabelotodo. Es inevitable, supongo. Simon tenía una novia, Kathy. La de la canción. Le dedicó varias. En la portada salen los dos. Están el uno frente al otro. Sentados sobre adoquines. Al lado de un lago, parece. Es de noche. Ella no está maquillada. Es invierno. Es guapa. Guapa normal. Igual ni era guapa, no sé. Lleva un jersey de cuello alto. No, en forma de pico. Bueno, eso también da igual. No se miran a la cara. Los dos tienen en las manos unos muñequitos tipo Disney. No hay más. Es eso. Es todo. Es ese momento. Cuando estás. Cuando lo tienes todo. Cuando no piensas que puede haber nada mejor que estar allí y con esa otra persona. Ese momento en que eres niño, ellos lo son, poco más que niños. Él le regala canciones. Ella le regala la sangre de esas canciones.

—Sé lo que quieres decir —contesta Rebeca mirando a la pared de enfrente—. Es una locura. No eres tú y eres más tú que nunca, ¿verdad? Los romanos recomendaban reposo y prostitución al enamorarse, para el primer amor especialmente. Pero me noto ya el borderío: es momento de ponerse cínica. ¿Sabes qué pienso cuando me lamento de que ese tío no es lo que esperaba o me hacen daño o soy yo la que se aburre? Pienso en toda la gente a la que en toda su vida no dirán jamás que la aman. Por favor, ayúdame, necesito cinismo ya mismo. Urgente. La mayoría de gente no tiene la suerte de que el amor les joda la vida ni una sola vez.

—No tengo ganas de cinismo, Rebeca, estoy muy jodido.

—Ya veo. Creo que me he recuperado un poco. Es necesario. ¿Preparado para el napalm?

Sandino asiente con la cabeza mientras en el baño suena el móvil. Nadie va a buscarlo. Enmudece. Vuelve a sonar. Sandino le dice a Rebeca que no lo vaya a buscar, pero ella no le hace caso: «deformación profesional». Ya de vuelta pregunta:

Senyor Adrià. ¿Descuelgo?

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