Taxi

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Martes » 1. The magnificent seven

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The magnificent seven

Los motivos que llevaron a Sandino a acabar realizando el mismo trabajo que habían hecho su padre y su hermano podrían resumirse en que nunca tuvo mucho talento para lo que le interesaba y nunca le interesó lo más mínimo aquello para lo que quizá tuviera talento. El mundo de Sandino estuvo siempre hecho de canciones, libros, películas y personas a las que, inconscientemente, integraba en un universo de ficción con papeles importantes o de reparto, argumentos pueriles, divertidos o extremos, pero que siempre acababan bien y sin cicatriz y que, es de suponer, eran su vida real.

La crisis lo arrojó a la intemperie en su anterior trabajo y su hermano le cedió de manera ilegal la licencia, para montar él una empresa de no se sabe muy bien qué en no se sabe muy bien dónde. El hermano de Sandino se llama Víctor y todo el mundo le llama Víctor. No hay mote para Víctor. En el instituto le llamaban maricón y Sandino le defendía a su manera: inventando para el agresor un mote denigrante y que se hacía popular de inmediato, aislándolo, o si era preciso, con los puños, en una de esas peleas con sabor a saliva, arena y pullover.

Pero maricón no es un mote. Sandino, sí. Pecas, ése también es un mote: Jose, Sandino, Pecas.

A Sandino no le gustan especialmente los automóviles, pero no puede dejar de sentir placer cuando, como ahora, circula de madrugada, apretando un poco demasiado el embrague, girando, frenando, acelerando como quien desliza un dedo por un imposible tobogán de miel caliente, consumiendo semáforos en verde, ámbar, rojo, qué más da a esas horas. La máquina híbrida de su Toyota, como un latido en el interior de una garganta eléctrica, es inmune a cualquier catarro y a cualquier avería.

Ese coche es un animal que hará cualquier cosa que le mandes, Sandino.

Ese automóvil moriría por ti, Sandino, si fuera preciso.

Condujo casi en blanco hasta la playa. No pensó en nada ni en nadie. Sólo escenas como puertas a habitaciones con otras puertas y en ninguna hubo nada digno de anclar su atención, pintar el blanco de otro color.

Cierra el taxista los ojos. Ha llegado pero, de momento, no sale del coche.

Lou enciende un cigarrillo, tose, presenta la canción. Con él está Cale al piano. Enero del 72. Luego aparecerá, como un fantasma, Nico. Todos son fantasmas en esa grabación. Es París. París está lleno de fantasmas. Europa, Berlín, Sarajevo, Verónica.

La ciudad es un lienzo en blanco y Alex Chilton está muerto.

Lou Reed cantaba como si se pudieran esculpir las palabras en el aire. Como chasquidos de látigo, miradas al suelo, a la punta de los pies y en medio, allí, preciso, el escupitajo. Lou Reed está muerto.

Nico, vestida de blanco, sobre un caballo, destilerías Dyc, también está muerta.

Esa canción y la otra y la otra, pero Sandino siente que ya no hay canciones esa madrugada porque Lola, su mujer, le va a dejar. Esta vez, sí, definitivamente, y debería estar triste o sentirse liberado y no con ese pánico a encontrarse solo en medio de la inmensidad de una vida que es un espectáculo supuestamente agradable que no consigue hacerle sentir nada en absoluto.

Aunque quizá está exagerando.

¿Es que no ha aprendido nada en todos estos años de atravesar como un espectro los cuerpos, las habitaciones, las vidas de tanta gente?

Nadie conoce el juego de nadie. Ni uno mismo puede adivinar su próxima apuesta, el próximo envite. De repente, llega la carta y descubres juego o pasas. No hay más. Y él, él, él es rápido, es tramposo, es ventajista desde ese lugar donde todo le da igual y por eso siempre puede amañar el juego, cambiar las normas, arreglar cualquier cosa.

«Duérmete», se decía hace unos minutos en su casa, tan lejos —kilómetros— de esta playa: «húndete a través del insomnio, ve a vuestra cama y hazle el amor», le decía el hombre de polvo de alfombra pegado a él, a eso de las tres de la madrugada, cuando andaba amodorrado en el sofá, cambiando canales de tiradoras de cartas, porno miserable, películas malas que no puedes dejar de mirar hasta casi el final.

«Ni se te ocurra llorar ahora —se decía—, has malbaratado el llanto, muchacho. Lola no soporta que lo hagas. Finge que lo admite o valora, pero ambos sabemos que le gustan los hombres que no lloran, los hombres que deciden, los hombres que no miran atrás, los hombres como era su padre, el uruguayo, no los niños lloricas, no los hombres débiles, para nada aquellos que harán cualquier cosa por evitar que los abandonen. Y probablemente, aunque nunca lo admita, no le gustan los hombres a los que su hermano maricón les cede la licencia para poder trabajar de taxista aunque no quieran ser taxistas».

Por lo tanto, los taxistas no lloran.

Las mujeres no mienten.

Los lunes son odiados y los viernes, flores carnívoras.

Los niños negros ríen felices con la cara llena de moscas.

Los árabes son terroristas.

Los meses de verano son asfixiantes.

El invierno ya no existe en Barcelona.

Lux Interior ha muerto.

John Updike, Adán y Eva, Kavafis, todos muertos.

Todo el mundo se muere menos Kirk Douglas.

¿Y si Lola supiera realmente quién es o, mejor aún, y si ya lo sabe y por eso le deja, harta, cansada de saber quién es?

¿Y si de una vez probara a saberlo él, por qué se siente como se siente, como si estuviera bajo la superficie del mar, sepultado por toneladas de agua azul y todo desvaneciéndose a cada vez más y más negro?

Sale del coche y se interna en la arena en dirección al mar, orientado por los gritos roncos, los penachos blancos de espuma.

¿Quién eres? ¿Quién es Lola?

¿Qué os ataba el uno al otro que ya no os ata?

Cuéntate una historia, Sandino, hazte mito para distraerte. Coge el traje, estira, rasga la tela, la destrucción de los otros y luego la tuya.

Salida en falso: empecemos otra vez.

Túmbate. Cierra los ojos. No, no los abras: mantenlos cerrados. Dime qué ves.

Un SAAB ardiendo desde los neumáticos frente al río Llobregat. El sol reventando flores y pústulas de mendigos mientras en Nueva York hay noche de champaña y disco, anuncios de Calvin Klein. Todo el coraje de los Kennedy necesitaría ahora Sandino para volar en medio de esta tempestad. Todo el coraje: hasta la última gota, pero soy cobarde y siempre ando cansado.

Ni un solo Kennedy por las inmediaciones de tu vida. Todos los Kennedy muertos, sí, ahora sí. Siempre aparece algún Kennedy vivo, pero esta vez parece que, definitivamente, ya no nos quedan Kennedys.

Nico, entre el viento, por los altavoces.

Nico siempre le expulsa de todas las canciones que canta.

Sigue la visión del SAAB, quién sabe si se trata de un recuerdo o un presagio.

Un coche en llamas mola.

Ahora piensa en leones y tigres a su alrededor. Desde niño sueña con fieras feroces. A veces las amansa, a veces le devoran. El crujido de las mandíbulas en su fémur le despierta.

Deberías rezar para que el insomnio convierta tu vida en algo que sea verosímil.

Hacer que suceda algo en ella.

Elige a una mujer y quédate a su lado.

Elige a Lola.

Elige a cualquier otra sin importar quién, porque tú eres Nadie.

Rewind. Stop. Play.

Llamar a ese teléfono. Pulsar ese timbre. Levantarse.

No dejes que ella te abandone.

No es por ella, sólo es porque no soportas ser el niño al que se olvidaron de ir a buscar a la guardería ni que se te coma el misterio, tomar la decisión equivocada. ¿Es eso lo que te atenaza?

Eres un buen tipo, joder, y no hay ningún saab en llamas y sí un Prius pintado de negro y amarillo en un garaje tres pisos por debajo de la plaza Guinardó, que has sacado en medio de esta madrugada en la que no puedes dormir para acercarte, como haces a menudo, hasta la playa de El Prat y tumbarte en la arena bajo los aviones, luces de aviones que parten o llegan de cualquier lugar del mundo.

Eres un buen tipo y tu vida seguro que es un buen espectáculo, aunque no sientas nada. Sólo eso. Y ese buen tipo resulta que es triste, melancólico, mujeriego, y al final y por todo eso tiene un buen puñado de camas desperdigadas por la ciudad y no sabe escapar de la noria del hámster.

El tigre que imagina o sueña en duermevela no muerde a Sandino. Le acerca el morro húmedo, sin clavarle las fauces. El tigre soñado lo quiere con vida y nunca sabe por qué.

La muerte dijo «ábrete, Sésamo», y Sésamo se abrió y se tragó a Lou y a Nico, al concierto de reunión de la Velvet en el 72, uno de los discos malos favoritos de Sandino. Todos muertos, todos esos fantasmas sonando en sus oídos desde su coche en la playa de El Prat, sobre la arena húmeda bajo una noche cerrada, sin apenas estrellas ni aviones.

También ha muerto Sancho Gracia.

Y todos los Ramones.

Uno a uno.

Hasta las cejas de Tranxilium, diazepam, benzodiacepinas, todos sentados a la misma comida familiar de Sandino y su insomnio. Dormirás cuando a tu cuerpo le dé la gana que duermas.

John Cale sigue vivo: ésa debe de ser una señal, ¿no?

Volviendo a Barcelona. Circular así, en la metrópoli desierta de las seis de la mañana, es como patinar con cuchillas. Su abuela Lucía le decía que de noche Dios nos da la espalda. Mira a otros, ilumina a otros cuando no pensamos en Él. De noche nos ha olvidado, quién sabe si para siempre. Así que sólo nos queda rezar mucho y muy seguido, implorarle en susurros, gritándole para que, a pesar de ser de noche, Él nos oiga y vuelva su cara hacia nosotros antes del amanecer. Eso decía la abuela loca a la que dentro de unas horas incineran.

A Lola no le gusta que duerma en el sofá.

A Lola no le gusta su insomnio.

A Lola no le gusta que desaparezca en la ciudad de madrugada.

Lola, más joven que Sandino, ronda la cuarentena. Menuda, con formas, cara angulosa, masculina, y pelo negro, para algunos guapa, para otros invisible. Sandino es atractivo, idéntico color de pelo que ella, alto, en un tris de estar fondón, ojos negros pero a ratos sin vida en una cara que cambia como si perteneciera a distintas personas según esté distraído o atento, de buen o mal humor. Pero lo más característico de Sandino, por herencia materna, son sus pecas negras y diminutas, esparcidas por su pecho, brazos y cara como si alguien hubiera soplado un bote de pimienta sobre él cuando nació.

Jose, Sandino, Pecas.

Apenas un par de horas más tarde, Sandino deja la taza de café en el fregadero y se apresura a salir de casa para evitar lo inminente. Lola sigue sentada a la mesa de la cocina, esperando que su té se enfríe.

—Jose: tenemos que hablar.

—Esta noche. —El taxista coge las llaves, la cartera—. Esta noche cuando vuelva, hablamos.

Dispararon a Jackie y dieron a Jack.

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