Taxi

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Martes » 5. The leader

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The leader

—Anochecía en Nueva York. Washington Square. Washington Square es una plaza. ¿Ha estado usted en Nueva York? Tiene que ir. Se lo recomiendo. Todo el mundo lo dice, pero a veces hay cosas que todo el mundo dice porque son lisa y llanamente verdad. Recuerdo esa tarde. Todo muy turístico. Sé que eran los ojos de un turista, pero para mí fue lo más parecido a una revelación. Me di cuenta de que mi vida había sido, no sé, ¿puede decirse en vano? Fallida. Una broma. Que había sido una cárcel, un farsante para mí mismo. Me di cuenta, le parecerá a usted una perogrullada, de que no todas las personas somos iguales, ni nos motivan las mismas cosas, ni nos conformamos con lo mismo. Y también fui consciente de que no tenía modo alguno de cambiar mi vida. Ése que miraba era yo y siempre sería yo y llevaría la vida que había elegido. Que lo hubiera hecho por miedo o por decisiones meditadas, por responsabilidad o por estupidez, era indiferente. Yo era un cuadrado y nunca sería un círculo ni un triángulo. Algo así. En Washington Square hay gente que monta su espectáculo. Músicos, actores, saltimbanquis, toda esa patulea. Los turistas, los curiosos, se agolpan ante una actuación u otra, sonríen, aplauden, dejan sus dólares. Es agradable. Te hace sentir niño. Te relaja. Quizá sea el hecho de que es gratuito, que no estás obligado a comprar nada, a pagar por estar ahí. Es como el aire. Lo respiras. Agradeces que te lo permitan respirar y si quieres bendices a Dios y si no, no. No quiero decir que toda la cultura sea gratis. Las librerías en Nueva York o en Londres… ¿Le gusta leer a usted? Pues allí alucinaría. Tienen horario nocturno. Te dan ganas de quedarte a vivir allí, encerrado de por vida… Le sigo explicando. Nosotros, mi mujer y mi hijo y yo, nos quedamos mirando una actuación de unos chicos, negros la mayoría y algún que otro sudamericano. Parecía ser uno de esos espectáculos en los que ponen rap y bailan y hacen acrobacias. De hecho, no recuerdo si había música o no. Supongo que sí. Eran varios, pero había un joven que sobresalía de entre todos ellos. Era negro, unos ventipocos años, un cuerpo musculado pero casi sin querer, sin haber pisado jamás un gimnasio o haber hecho una dieta en toda su vida. Llevaba el torso desnudo. Hablaba un inglés atropellado y metía palabras en italiano, español, francés, lo que fuera. Pero lo más impresionante del chaval era su simpatía. Era tremendamente simpático y muy divertido. Tenía una sonrisa que te hacía sentir mezquino si no la correspondías con la tuya. Generaba alegría. Se le notaba que vivía en la calle. No mal, ni mucho menos. Sino aquí y allá, en un universo de amigos y amantes deseosos de que él les diese algo de esa gracia que ostentaba y derrochaba. No se guardaba nada para él. Y no lo hacía porque lo suyo era carisma, alma, lo que tuviera era inagotable. Sería así siempre. Entiéndame, no soy el típico imbécil que vuelve de África con el discurso de que no tener nada es lo mejor y que aquellos niños pasan hambre, pero sonríen y son vitales. No. Ese tío tendría sus problemas. Debía de ser un desastre para su familia o para quien quisiera atarle a su lado. No sé, todo eso son conjeturas. Quizá no. Pero además de su simpatía y su dominio absoluto de la situación, no del espectáculo, que también, sino de sus gestos, de su hablar, del espacio que iba abriendo a su paso, era alguien que sabía hacerse ver, escuchar, sentir. Nunca había sido indiferente a nadie. Pero lo que me fascinó fue su compromiso con la vida. Pero con la vida viva, no sé si me entiende. Con la vida como algo que se mueve, un bicho que se escapa cuando tratas de cogerlo, como el rabo de una lagartija, como un pez, no sé, la vida como algo impredecible, por hacer. Lo mirabas y veías todo eso. Era alguien libre y seguro de su libertad. Alguien que sería amado y abandonaría y, al mismo tiempo, que jamás sería abandonado o dejado de amar. Podía vivir en Nueva York o venirse aquí y ahogarse en un río. Daba igual. Todo era posible y todo estaría bien. Si su vida duraba un siglo o sólo un minuto más, habría valido la pena. Fue algo extraño. El espectáculo de acrobacia tenía un poco de todo eso. Colocaban una fila de turistas y los diferentes chicos del grupo (creo que había un par de chicas, sí, seguro) cogían carrerilla y saltaban sobre uno, apoyándose en los hombros. Luego sobre otro. Luego sobre tres. No sólo era él, había alguno de sus compadres que saltaban más y mejor, pero él era el imán. Al final puso seis o siete turistas, algunos muy altos, y él iba intercalando a unos y a otros. Bromeaba con ellos. Fingía que le tocaban el culo, que les iba a robar la cartera. A una chica, que la iba a besar. Al final, la carrera siempre paraba a un palmo del primer turista. El salto se interrumpía porque alguien se había movido, porque los espectadores no habíamos mantenido el silencio, cualquier cosa. La resolución del número no era el salto. De hecho, era imposible, a todas luces improbable, pero si existía alguna posibilidad, era evidente que él la tenía. Todo acababa con una broma, un gag que no recuerdo. Todo aquello duraba mucho. Veinte minutos quizá. Uno de los chicos pasaba el sombrero y se iban a relajarse hasta el siguiente ensayo. La mirada de él se oscurecía un poco. Ya era algo más taimada, de hombre de negocios, su simpatía no era tan impetuosa, no sé cómo explicarlo. Daba igual. El hecho es que le envidié. Aún le envidio. Quise ser él. No sólo por lo más obvio: tener su edad, sus posibilidades, su seguridad, la chica con la que se acostaría aquella noche, los ojos nuevos con los que veía el mundo, y éste se mostraba como si cada día lo hubieran puesto allí para él. Le envidié sabiendo que con todo lo que él tenía yo no sería así. Me sentí gordo. Me sentí estúpido. Me sentí un farsante, con mi familia convencional, con mi viaje pagado a golpe de Visa, con mi mirada sobre aquella ciudad, sobre aquel espectáculo, con las luces del ocaso, en aquella plaza de Washington Square. Me sentía mal, podrido, de un modo físico, pero especialmente espiritual. Fofo, cansado, reventado por dentro. Nunca corrí como él. Nunca el cuerpo me respondió como a él. Su cuerpo fue siempre un amigo, una expresión máxima, y el mío, el de la mayoría, una prisión, un inconveniente, un lastre. Nunca mi cuerpo fui yo. Ni tampoco ese concepto de la vida. Probablemente ese chaval era un egoísta, un inconsciente, un irresponsable, pero ¿qué era yo? Otro tipo de egoísta que ha querido comprar la vida y no irla a buscar. Un tipo que nunca se ha arriesgado en nada, que no ha perdido mucho de nada, ni de dinero ni de afectos ni de seguridad, que se ha responsabilizado de todo y de todos, sin poder librarse de eso que también es egoísta. Porque lo mejor de él era que lo mandó todo a la mierda, que un día cogió la puerta y se largó de casa o dejó a su novia preñada o su último trabajo o a su mejor amigo en la estacada y nunca tuvo un remordimiento, un arrepentirse, en su carencia absoluta de empatía. No tenía mérito porque no era costoso para él. Qué suerte, ¿no? Pero no todos podemos ser así. Yo lo intenté y nada, sólo más deudas y volví a lo que soy. No hay más. Pero cuando pienso en la felicidad, pienso en él y pienso en mí mirándole, en cierto modo también fui feliz yo, en ese momento. Por aquí ya me va bien.

Se baja esa voz y ese pasajero, y Sandino se queda mirando nada, pensando nada, con el crepitar del intermitente, superado por todos los vehículos. Pon en marcha el coche o apárcalo o quédate ahí, en segunda fila de Entença arriba, casi tocando Josep Tarradellas, pasada la prisión Modelo.

¿Qué imagen tiene él de la felicidad, de un momento parecido al que le ha referido ese hombre?

Juguemos.

La felicidad como una piscina llena de globos. Globos flotando sobre agua y cloro. Noches de globos en piscinas. Cloro, césped, agujas de pinos que crepitaban bajo tus pies como si pisaras cucarachas. Dinero de papá y diecisiete años y un vaso de plástico con algún brebaje enloquecedor y un amigo junto a ti y alguna chica de la que estás lejanamente enamorado que se mueve como un espíritu en el otro extremo de la piscina, bordeando el seto verde, un alambre invisible entre tú y ella que sólo notáis vosotros dos. A lo lejos, entre las distintas casas de la urbanización, ese momento del día y la noche en que parece imposible no creer en Dios. Hay música.

¿Cuál, Sandino, cuál? «Don’t you (forget about me)».

Menuda mierda, Jim.

«Miss you».

¿En qué coño estabas pensando, puto Keith Richards?

Una piscina llena de globos. Una fiesta en la casa de una niña bien. Las chicas ricas siempre sabían bien. Chicas Llámame Nat. Olían distinto a las del barrio y al irte después de una dosis de pastel de dedo, siempre esa sensación de que nunca las habías tenido del todo. Daba igual su entrega, su lengua, su estela dorada, su entrepierna abriéndose húmeda. Daban igual sus palabras, toda su aplastante sinceridad. Todos —él, ellas y también sus padres— sabían que acabarían con los hijos de sus vecinos, y no con él, mozo de cuadras, trozo de lumpen proletario sólo equiparado con ellas por la bondad becada del Estado del bienestar. Sabían bien, prometían verano, piscinas, dedos húmedos y salados de patatas Matutano, aparatos de alta fidelidad, besos, motos y jerséis de marca. El deslumbramiento de aquel particular Hiroshima era total: Sandino y sus amigos sabían que no debían mirar hacia allí, pero miraban y al hacerlo se abrasaban los ojos, les reventaba la cabeza, desaparecía de inmediato quienes eran. De eso eran conscientes cuando, de vuelta al barrio, todo era ya distinto. Bochorno, duchas gota a gota por falta de potencia, patatas fritas caseras cegadas en la cocina por la abuela con un cuchillo diestro y efectivo, sin mango, aparatos monovolumen Cosmos cuya tapa era altavoz y, claro, también tapa, besos de chicas, hermanas, rasgos de miseria: narices, bocas, orejas, madres enanas, motos robadas y jerséis heredados del primo menos pobre.

Està lliure?

Cap a on va?

Noches casi por estrenar en aquel verano de piscinas llenas de globos. De jardines con sillas de plástico reblandecido por la tortura de horas de sol, mesas de mármol, bebidas de colores, Bono rezando a su dios, flores y árboles a ambos lados de un camino de trozos de pizarra que uno esperaría que se iluminaran al pisarlos. Risas y miradas de reojo entre machos. Los unos, la violencia inmediata, física, desesperada, justiciera, no volver derrotados al barrio. Los otros, la del dominio, muchachos con apodos, que sólo utilizaban dos tipos de violencia, la educada y contenida de su superioridad social, o la colérica de tarados de generaciones follando entre hermanos, todos ellos enfundados en polos Lacoste y remeras azules y náuticas sin calcetines, casi como estar descalzo sobre el césped húmedo mientras les llegaba a ráfagas el olor a comida o a napalm desde las montañas. Entonces sonaba «Brand New Cadillac» o «The American» o «Bodies» y tú eras quien sabía el secreto y su mundo, todo él, era una pantomima. La rabia cambiaba de lado y verlos tratar de seguir la música, el ritmo, los hacía ridículos, aunque siempre llegaba Huey Lewis, Queen o alguna llufa en forma de helicóptero para rescatarlos. Ellas jugaban a ser distintas, pero no eran sino sirenas que al besarte se transformaban en monstruos marinos. Ambos bandos eran mitos heredados de las historias de los mayores. Ejércitos absurdos luchando en distintas lomas, pero que se estremecían al escuchar los gritos de unos y otros en idiomas, en esencia, muy parecidos.

Al carrer Trafalgar.

Pugi.

El nuevo pasajero le saca del ensimismamiento. Un semáforo verde que pasa y uno rojo en el que se detiene. Mismas calles, mismos coches. Podría conducir con los ojos tapados. Lo ve todo sin ser consciente, como dormido en un sueño sin detalles, como un lienzo enorme, total, en que su mente está concentrada íntegramente en no colisionar, en tramar tiempos y maniobras, clasificar toda esa información y prever ese peatón que echará a correr, esas bicicletas, ese vehículo que girará sin intermitente. Turistas, turistas y más turistas con libros, chanclas, insolaciones y mapas. Gente rebuscando los últimos fideos chinos en sus boles de cartón, móviles, carros de la compra, la vida confusa y derramada por la casualidad. En una ocasión, Sandino subió a una de las azoteas cercanas adonde ahora se dirige y se sorprendió de todo lo que no veía de aquellas calles que creía conocer tan bien. Gárgolas, palomas, ropa tendida y ahorcada por pinzas de madera como pentagramas de una música indescifrable, nubes, cables, guano, gente tomando el sol, bailando a la muerte, a la soledad, paletas arreglando tejados, perros ladrando: cualquier cosa como monstruos quemados por el ácido radioactivo que conspiran día tras día contra Gotham.

Puc pagar amb Visa?

La mujer —joven o no tan joven: Sandino ha hecho el viaje sólo con una voz— deja al irse un agradable olor a perfume y, supone Sandino, a cloro de piscina, a globos sobre el agua de una piscina. No tarda en aparcar. Hope no queda muy lejos de allí. Un par de vueltas y se topa con una de esas paradas de taxis en las que no hay ningún vehículo. Aparca en los últimos metros de la hilera. Dirige sus pasos hacia el piso de la mujer. No recuerda si es un tercero o un segundo. Tampoco la puerta. Revisa en su móvil, en los últimos WhatsApp, y lo encuentra. Ante la puerta mira a un lado y a otro, pulsa el timbre y Hope abre sin preguntar. Se adentra en la portería. Edificio antiguo. Buzones de tejado negro, metálico, paredes a dos colores separados por una franja negra y, al fondo, una escalera de escalones gastados que ya casi nadie usa desde que hace apenas un año instalaron el ascensor. Sin motivo aparente, Sandino decide subir por la escalera en esta ocasión. Quiere llegar cansado, que le cueste un esfuerzo, que los tres pisos más un principal le alteren el pulso. Sube los primeros escalones y suena el móvil. Es Lola. Duda entre cogerlo o no. Finalmente, acepta la llamada.

—Hola, ¿qué tal?

—Me has llamado.

—Sí.

—¿Qué querías?

—Nada. Escucharte. No sé.

—¿Dónde estás? Se te oye cómo en una cueva. ¿Pasa algo?

—Un cliente me ha hecho una pregunta que me ha dejado un poco tocado. Te la hago yo a ti. Tienes que contestarme lo primero que se te ocurra. ¿De acuerdo?

Silencio.

—¿Lola?

—Sí, estoy aquí, Jose, pero no estoy para juegos.

—Tu momento de felicidad.

—…

—¿Qué ves? ¿Cuál es? ¿Qué te ha venido a la cabeza cuando te lo he dicho?

—Nada. No veo nada.

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