Taxi

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El taxi no podía moverse del atasco que había en la calle Abbas El Aqqad, en Madinat Naser. Eran las nueve de la noche y los escaparates de las tiendas resplandecían por las luces de neón, hasta el punto de tener que cerrar los ojos por el cegador brillo. La voz de Kazem Al Sahir cantando a su amada entraba en el taxi proveniente de una de las cafeterías o de las tiendas.

Chasqueó los labios y dijo suspirando:

—¡Pobre Iraq, tengo el corazón destrozado por ti!

—¿Has ido a Iraq?

—Allí he pasado los años más bonitos de mi vida. Los iraquíes son de lo mejorcito que hay. Todavía soy incapaz de entender lo que ocurre en Iraq. Esto no es en absoluto lo que me había imaginado. ¡Pobre Iraq! —se quejó amargamente el conductor.

—¿Y qué era lo que habías imaginado?

—Para ser sincero, daba por hecho que Sadam vencería a los americanos. Incluso cuando vi con mis propios ojos los tanques americanos entrando en Iraq, pensé que se trataba de un plan de Sadam para hacerles entrar en Bagdad, acorralarlos y después acabar con ellos. Aún no puedo creerlo. Pero incluso así se comportan como verdaderos hombres: no pasa un solo día sin que maten a varios americanos. Ojalá se los carguen a todos, uno a uno.

—Dios te oiga. Pero, ¿no crees que Sadam tiene la culpa de todo?

—La verdad es que Sadam me gusta. Se portaba muy bien con los egipcios. No se olvide de que estudió en El Cairo. En los ochenta, cuando estuve en Iraq, hubo algunos roces con los egipcios, pero Sadam pronunció un discurso en el que dijo que cualquier iraquí que se pasara de la raya con un egipcio se tiraría seis meses en prisión. Así, a la cárcel del tirón. Un gesto inolvidable, sinceramente. Después de eso, andábamos con la cabeza bien alta. Lo que pasó en Iraq fue una ocupación en toda regla, que no tenía relación ni con Sadam ni con nada. Dijeron que tenía armas peligrosas y ya ve, no han encontrado nada. Quieren su petróleo. No son más que unos ladrones que se juntaron con unos sinvergüenzas, hicieron lo que les dio la gana y destrozaron el pobre Iraq.

Y retomó el relato personal:

—Pero como le iba diciendo, pasé diez años con ellos y los conozco perfectamente. Son un pueblo de hombres, y se las van a hacer pasar canutas a los americanos. En unos meses los hijos de puta saldrán huyendo con el rabo entre las piernas; querrán salvar el pellejo antes de que les pase lo que les ocurrió en Vietnam. Ya verá cómo Iraq acaba siendo peor.

—¿Y cuándo te diste cuenta de que no era una jugada de Sadam y que Bagdad, efectivamente, había caído?

—Tenía esperanzas hasta que detuvieron a Sadam. Ese día lloré como una magdalena y me daba la impresión de que nos aplastaban como a insectos. Me sentí como una hormiga a la que cualquiera puede pisotear. Me sentí humillado y pensé en todos mis amigos de allí, en si habrían muerto o si seguirían vivos. Pero quédese con esto que le voy a decir: es Iraq el que va a vencer al final y quien ríe el último ríe mejor.

Una ola de optimismo recorrió mi interior.

Me bajé del taxi debajo de mi casa y vi a cuatro chavales fumando Marlboro y bebiendo Coca-Cola. Uno de ellos calzaba unas zapatillas Nike y otro vestía una camiseta con la bandera de Estados Unidos en la manga derecha. Se esfumó la ola de optimismo y subí a casa cabizbajo.

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