Tango

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ACTO PRIMERO

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ACTO PRIMERO

El escenario representa el interior de una habitación grande y alta. No se ve la pared de la derecha (Se comprende derecha e izquierda, desde el punto de vista del espectador para que así dé la impresión de que la habitación continúa más allá del escenario. La pared de la izquierda no llega hasta el proscenio, sino que forma un ángulo a unos pasos de él. En esta parte entre el ángulo y la parte izquierda del escenario frente al público, está situada la puerta de una segunda habitación. Aquí empieza una especie de corredor. En la pared del fondo —a derecha e izquierda—, dos puertas más. Todas las puertas son iguales. De hojas dobles, altas, pulidas, oscuras y con adornos, propias de casas antiguas, construidas a conciencia. Entre las dos puertas del fondo un catafalco cubierto por un cortinón. Se ven los siguientes objetos: una mesa con ocho sillas, un sillón, en la pared izquierda, un gran espejo, un sofá y pequeñas mesitas. Todo está colocado de una forma arbitraria, como si hubiera tenido lugar, o estuviera a punto de producirse, una mudanza. Enorme caos. Por el suelo, o colgadas, toda suerte de telas extrañas, trapos —algunos semienvueltos— que dan un aspecto muy raro. Todo ello hace que los contornos de la habitación sean imprecisos, dando la sensación de que hay manchas. En una parte del suelo forman un montón que nos hace pensar en que se trata de una cama. Hay un cochecito de niños, muy viejo, negro y pasado de moda, de ruedas altas. Un traje de boda lleno de polvo. Un sombrero redondo. Un mantel negro de terciopelo ya descolorido, cubre la mitad de la mesa. En la parte no cubierta de la mesa tres personas sentadas. Una persona llamada de momento abuela, una señora bastante mayor, pero vivaz y todavía fuerte, aunque a veces sufra ya de falta de memoria. Lleva un vestido de colores chillones, con un estampado de flores. Tiene un gorro de Jockey y zapatillas de gimnasia. Parece muy miope. Un señor también muy mayor de pelo gris, pero muy educado. Lleva unas gafas con montura de oro, anticuadas. Viste con desaliño y da la impresión de que sus ropas están llenas de polvo. Parece intimidado por no sabemos qué. Lleva un frac. Cuello alto y duro, muy sucio. En la corbata un alfiler con perla. Sus pantalones son cortos y de color caqui, calcetines escoceses hasta la rodilla y zapatos rotos. El tercer individuo, vulgar y muy sospechoso, lleva una camisa chillona a cuadros, con el pecho al aire. Pantalones anchos de color claro y arrugados. Va arremangado y no para de rascarse los gruesos muslos. Tiene un pelo largo y grasiento, que se peina de vez en cuando, con un peine que saca del bolsillo de atrás. Bigote pequeño y cuadrado. Sin afeitar. Reloj de pulsera, de oro. Las tres personas juegan a las cartas, olvidándose de sí mismos. Encima del mantel: platos, tazas, flores artificiales, restos de comida y objetos que no tienen ninguna relación: una gran jaula de pájaros, desfondada, un zapato de mujer…, etcétera. La mesa, más aún que el resto de la habitación, nos sugiere la idea de arbitrariedad, absurdo y abandono. Cada plato tiene una forma diferente, cada objeto pertenece también a una época distinta. Por la derecha aparece un joven de unos 25 años, como máximo, de aspecto agradable y gallardo. Traje de confección, limpio y recién planchado, de color oscuro —que le sienta muy bien— camisa blanca, corbata. Bajo el brazo lleva libros y escritos. Se para y observa la escena. Los tres jugadores no se dan cuenta de su presencia. La mesa está situada en la parte izquierda del escenario, alejada de la entrada, por la derecha. La Persona de Momento Llamada Abuela está sentada de espaldas al joven y de lado respecto al público. Frente a ella el señor mayor, tercer personaje de espaldas al público y de lado con respecto al joven que entra.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— (Echando con exageración una carta a la mesa) ¡Cuatro picas trogloditas!

EL ACOMPAÑANTE DEL BIGOTE.— (Echando una carta) ¡Bumba a la tumba! (Echa un trago de la botella de cerveza que tiene al lado de la pata de su silla)

EL ACOMPAÑANTE MAYOR.— (Algo tímido) Por favor. Quiero decir: ¡dale! (Tira una carta)

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— (Después de un rato de silencio) "Dale" y ¿qué más, Eugenio?

EL ACOMPAÑANTE MAYOR, AHORA EUGENIO.— (Tartamudeando) Dale… dale…

EL ACOMPAÑANTE DEL BIGOTE.— ¿Qué? El señor otra vez no está en forma.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— Eugenio, si quieres jugar con nosotros, deberías conocer las reglas del juego y saber cómo comportarte. "Dale" y ¿qué más?

EUGENIO.— Nada… Simplemente, ¡dale!.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¡Madre mía, otra vez se ha ruborizado!

EUGENIO.— Entonces qué tal: ¡yo dale y ella, vale!

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¡Absurdo! Edek échale una mano.

EL ACOMPAÑANTE DEL BIGOTE, AHORA EDEK.— Con mucho gusto, aunque para "dale" resulta difícil encontrar algo que encaje bien. Ya lo tengo: ¡Dale, dale a ver si se le sale!

EUGENIO.— ¡Fantástico! Pero, con perdón, ¿qué es lo que se le va a salir?

EDEK.— No sé, pero así suena bien.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— Eugenio, no seas tiquismiquis. Edek sabe lo que hace.

EUGENIO.— (Tira otra vez la misma carta) ¡Dale, dale a ver si se le sale!

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¿Ves? Cuando quieres, puedes.

EDEK.— Lo que pasa es que el señor Eugenio es un poco tímido.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— Desde luego Edek querido, no sé lo que haríamos sin ti.

EDEK.— Bueno… tampoco es para tanto (Se percata de la entrada del JOVEN y guarda la botella de cerveza debajo de la mesa). Será mejor que me vaya.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¿Qué? Pero bueno… ¿Cómo se te ocurre? ¿Ahora que estamos en el mejor momento de la partida?

JOVEN.— Buenos días.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— (Se vuelve descontenta) Ah, eres tú.

JOVEN.— Sí, soy yo. ¿Qué está pasando aquí?

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¿Cómo que qué? Estamos jugando a las cartas.

JOVEN.— De eso me doy cuenta. Pero ¿con quién?

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¿Cómo que con quién? ¿No reconoces a tu tío Eugenio?

JOVEN.— No pregunto por el tío Eugenio. Con el tío ya hablaré yo después. ¿Quién es ese individuo? (Señala a EDEK)

EDEK.— (Levantándose) Bueno… Es hora de irse. Beso las manos de la encantadora anfitriona.

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¡Edek, quédate!

JOVEN.— ¡Fuera!

EDEK.— (Dirigiéndose a la ABUELA) Ya le dije yo, querida señora, que no jugáramos hoy.

EUGENIO.— (Señalando a la ABUELA) Es ella, ¡es por su culpa! ¡Yo no quería!

JOVEN.— (Avanzando algo) ¡He dicho fuera!

EDEK.— ¡Caramba!, ya voy, ya voy (Se dirige hacia la salida, cruzándose con el JOVEN. Se detiene al lado de él y le saca de debajo del brazo uno de los libros que este está sujetando. Lo abre y empieza a leer)

JOVEN.— (Dirigiéndose rápidamente a la mesa) Lo he dicho y lo he repetido infinidad de veces… ¡Que no se me vuelva a repetir! (Rodea la mesa persiguiendo a la Abuela)

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¡No! ¡No!

JOVEN.— ¡Sí! ¡Sí! ¡Y de inmediato!

EDEK.— (Hojeando el libro) Interesante, interesante…

PERSONA LLAMADA DE MOMENTO ABUELA.— ¿Pero, qué es lo que quieres de mí?

JOVEN.— (Persiguiéndola) ¡Abuela! Sabes muy bien lo que tengo en mente.

EUGENIO.— Arturo, ten un poco de compasión con tu abuela.

JOVEN, AHORA ARTURO.— Así que el tío también quiere opinar.

EUGENIO.— Yo no opino, yo solo quería decir que si Eugenia se ha olvidado un poco…

ARTURO.— Entonces yo se lo recordaré. ¡Y a ti, también te lo voy a recordar! ¡Compasión! ¿Quién habla aquí de compasión? Acaso vosotros, ¿tenéis compasión de mí? ¿O es que ella no lo entiende? Pero espera, tú también vas a recibir tu parte. ¿Por qué no estás trabajando, eh? ¿Por qué no escribes tus memorias?

EUGENIO.— Estuve escribiendo un poco esta mañana, luego vinieron a mi habitación…

PERSONA LLAMADA ABUELA, AHORA EUGENIA.— ¡Traidor!

EUGENIO.— (Histérico) ¡Dejadme todos en paz!

ARTURO.— A pesar de todo serás castigado también. (Le pone sobre la cabeza una jaula para pájaros sin fondo) ¡Quieto, hasta que yo lo diga!

EUGENIA.— Se lo merece.

ARTURO.— Tú, abuela, tampoco te vas a librar de esta (Destapa un catafalco con unas velas) ¡Al catafalco!

EDEK.— (Hojeando el libro con creciente interés) ¡Cómo mola! (Se sienta en un lugar apartado)

EUGENIA.— ¿Otra vez? ¡No quiero!

ARTURO.— Ni una palabra más.

(EUGENIA se aproxima al catafalco, EUGENIO le tiende la mano)

EUGENIA.— (Fríamente) Gracias, Judas.

EUGENIO.— Después de todo no tenías buenas cartas.

EUGENIA.— ¡Payaso!

ARTURO.— Esto te hará reflexionar sobre tu asquerosa frivolidad (Buscando en los bolsillos) Cerillas.. ¿Alguien tiene cerillas?

EUGENIA.— (Tumbándose sobre el catafalco) Arturito, por favor, ahórrame por lo menos las velas.

ARTURO.— Calladita, o te castigo.

EDEK.— (Sin interrumpir la lectura saca una caja de cerillas) Yo tengo.

(ARTURO coge las cerillas y enciende las velas. EUGENIO trae unas flores artificiales y las coloca al lado de EUGENIA, retrocede y contempla el efecto. Después corrige algunos detalles.)

EDEK.— (Riéndose) ¡Qué dibujos más cojonudos!

EUGENIA.— (Levantando la cabeza) ¿Y éste, qué está mirando?

ARTURO.— ¡Quieta!

EUGENIO.— (Se acerca a Edek e intenta ver lo que hay en el libro) Es un libro de anatomía. Edición universitaria.

EUGENIA.— Justo para él.

EDEK.— ¿El señorito Arturo estudia medicina?

EUGENIO.— Hace tres carreras a la vez, incluida la de filosofía.

EDEK.— ¿Y de filosofía también tiene cosas así?

EUGENIO.— Qué va. La filosofía no tiene ilustraciones.

EDEK.— Qué pena. Me entran ganas de verlo todo.

EUGENIA.— (Levantándose) ¡Déjame verlo también!

ARTURO.— ¡Quieta!

EUGENIA.— Y pensar que tú eres el más joven de todos nosotros. ¿Por qué no te metes en un convento?

ARTURO.— Abuela, ¿por qué no intentas comprenderme?

EUGENIO.— Sí, sí, yo también me lo pregunto; ¿porque no intentas comprenderle?

ARTURO.— ¡Yo no quiero vivir en un mundo así!

(Por la puerta que queda enfrente, la de la izquierda entra ELEONOR, una mujer de mediana edad, en el apogeo de su belleza.)

ELEONOR.— ¿A qué mundo te refieres? ¿Pero, qué hacéis aquí?

ARTURO.— Buenos días, mamá.

ELEONOR.— Cómo, ¿la abuela otra vez en el catafalco?

EUGENIA.— Menos mal que ha venido. ¿Ves como me trata?

ARTURO.— Tuve que castigar a la abuela.

EUGENIA.— ¡Me está educando!

ARTURO.— Porque la abuela se está pasando.

ELEONOR.— ¿En qué?

ARTURO.— Pregúntaselo a ella.

ELEONOR.— Pero, ¿por qué la mandas al catafalco?

ARTURO.— Para que piense un poco en la eternidad. Para que esté relajada, medite y saque conclusiones.

ELEONOR.— (Percatándose de EDEK) ¡Ah! Edek.

EDEK.— Hola.

ARTURO.— ¿Os conocéis?

EUGENIO.— (Para sí mismo) La que se va liar….

ELEONOR.— A Edek le conoce todo el mundo. No veo porqué te extraña, Arturo.

ARTURO.— Me voy a volver loco. Vuelvo a casa, me encuentro con unos tipos sospechosos, relajación general, caos, relaciones extrañas y resulta que tú, mamá, también… No, no… ¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Adónde vamos a ir a parar?

ELEONOR.— ¿No te apetece comer algo?

ARTURO.— ¡No quiero comer! ¡Yo quiero dominar la situación!

ELEONOR.— Me acuesto de vez en cuando con Edek ¿Verdad, Edi?

EDEK.— (Distraído) ¿Qué? Ah, sí. Por supuesto (Extiende un desplegable) ¡Es increíble, y a todo color!

ARTURO.— ¿Qué? ¿Qué es lo que has dicho?

ELEONOR.— Ahora te traigo algo para comer (Sale por la misma puerta por la que entró. ARTURO, se sienta abatido)

EUGENIO.— (A sí mismo) La verdad es que lo ha dicho con demasiada crudeza (A ARTURO) ¿Me lo puedo quitar? (Pausa) Arturo, te pregunto: ¿me puedo quitar esto de la cabeza?

ARTURO.— Quítatelo si quieres (A sí mismo) Ahora ya todo me da igual.

EUGENIO.— (Quitándose la jaula) Gracias (Se sienta al lado de ARTURO) ¿Por qué te has puesto tan triste, Arturo?

EUGENIA.— Qué duro está esto.

EUGENIO.— Entiendo que la historia de tu madre te ha impresionado. Sí, lo entiendo. Yo soy un poco anticuado y… Edek no parece mala gente, aunque sea extranjero, tiene buen corazón, pero no parece muy inteligente (Bajando la voz) Entre nosotros, es un imbécil (Más alto) Pero ¿qué quieres, querido?, hay que tomar la vida tal como es (En voz baja) O no (Más alto) Venga, Arturito, ¡levanta la cabeza! Edek tiene sus virtudes, y ¿qué quieres que te diga?… Tu madre ya no es la misma de antes (Más bajo) Tendrías que haberla visto cuando era joven, antes de tu nacimiento por supuesto, y antes de que apareciese Stomil en su vida… (Se vuelve pensativo, se acerca a ARTURO y habla en voz baja) ¿Qué piensas hacer con Edek? Seré sincero contigo: es un personaje despreciable. Con las uñas siempre sucias y, en general, un poco pesado, ¿no? Estoy convencido de que hace trampas en el juego. Sorbe y chasquea la lengua cuando come, y anda como Pedro por su casa. Si no fuese por Eugenia no le daría ni la mano. ¿Sabes lo que hizo ayer? Voy a ver a Eugenia y le digo: "Escucha hermanita, yo entiendo que Edek no se lava los dientes, pero si se le ocurre utilizar a mi cepillo, que lo utilicé por lo menos para lavarse los dientes y no para limpiarse los zapatos." Y él me responde: "Los dientes los tengo sanos. Si muerdo, arranco lo que sea de cuajo, pero los zapatos cogen polvo." Y me echó fuera. Escucha, no quiero sugerirte nada, pero yo en tu lugar haría algo con él. ¿Qué te parece, por ejemplo, tirarle por la escalera?

ARTURO.— El problema no está ahí.

EUGENIO.— Entonces, por lo menos, un buen guantazo…

ARTURO.— Ésa no es la cuestión.

EUGENIO.— Pero un guantazo nunca viene mal. Si quieres le digo que se prepare. (EUGENIA se ha sentado en el catafalco y está escuchando. EUGENIO se da cuenta y alza la voz, apartándose a la vez de ARTURO) Edek es un hombre muy sencillo y educado. En la vida he visto una persona más sencilla.

EUGENIA.— ¿Qué le pasa a éste?

EUGENIO.— No lo sé, pero no reacciona.

EUGENIA.— ¿Y qué es lo que le cuchicheas?

EUGENIO.— Nada. Le hablo del sexo de los ángeles.

ELEONOR.— (Entra con una bandeja con una taza de café y unas galletas) El desayuno está listo.

ARTURO.— (Como despertándose de sus pensamientos. Mecánicamente) Gracias, mamá.

(Se sienta a la mesa. ELEONOR le pone la bandeja, apartando sin ningún cuidado otros objetos. ARTURO remueve el café, pero la bandeja está torcida. Saca debajo de ella un zapato de mujer y lo tira con enfado)

EDEK.— ¿Me lo puede prestar hasta el martes?

ARTURO.— No puedo, el lunes tengo un examen.

EDEK.— ¡Qué pena! Hay partes muy cachondas.

ELEONOR.— ¿Por qué no bajas ya, mamá? Pareces de Edgar Allan Poe.

EUGENIA.— ¿De qué?

ELEONOR.— Como en un catafalco. Todo esto es tan anticuado.

EUGENIA.— (Señalando a ARTURO) ¿Y él?

ELEONOR.— Él ahora no se va a meter.

EUGENIA.— Arturo, ¿puedo bajarme?

ARTURO.— Me da lo mismo (Bebe) ¡Está amargo!

ELEONOR.— No hay azúcar. Se lo comió Eugenio.

EUGENIO.— Oh, perdón. Yo solo me comí la mermelada. El azúcar se lo comió Edek.

(EUGENIA se baja del catafalco.)

ELEONOR.— Y apaga las velas. Hay que ahorrar (Viendo las cartas sobre la mesa) ¿Quién está ganando?

EUGENIA.— Edek.

EUGENIO.— El señor Edek tiene una suerte de caballo.

ELEONOR.— Edek, ¿haces trampas?

EDEK.— ¿Yo? ¿Por qué?

ELEONOR.— Que raro. Me prometiste que hoy perderías. Necesito dinero para la casa.

EDEK.— (Levantando los brazos) Mala suerte.

(Entra STOMIL, el padre de ARTURO, marido de ELEONOR, dormido, en pijama, bostezando y rascándose. Es un hombre grande y corpulento, con el pelo blanco pero largo, recuerda una melena de león)

STOMIL.— He olido el café (Viendo a EDEK) Hola, Edek.

(ARTURO aparta la bandeja y observa la escena con gran interés.)

ELEONOR.— Ibas a dormir hasta el mediodía. Por la tarde la cama estará ocupada.

STOMIL.— No puedo, tengo una nueva idea en la cabeza. ¿Quién está tomando café aquí? Ah, eres tú, Arturo.

(Se acerca a la mesa)

ARTURO.— (Con asco) Papá, podrías por lo menos abrocharte.

STOMIL.— ¿Por qué?

ARTURO.— ¿Cómo que "por qué"? ¿Qué quiere decir: "por qué"?

STOMIL.— Exactamente: ¿por qué? Una simple pregunta y no sabes qué responder.

ARTURO.— Es que… es que… no procede.

STOMIL.— (Bebiendo el café de ARTURO) ¿Ves? Tu contestación no significa nada, no resiste un análisis intelectual. Es la típica contestación convencional.

ARTURO.— ¿Y eso no es suficiente?

STOMIL.— Para mí, no. Yo soy un hombre que va al fondo de las cosas. Si quieres discutir conmigo, tenemos que tener en cuenta los imponderables.

ARTURO.— ¡Por Dios, papá! ¿No puedes primero abrocharte el pijama y después hablamos?

STOMIL.— Eso sería invertir el proceso mental. El resultado precedería a la causa. El ser humano no debe vivir sin pensar, como movido por impulsos mecánicos.

ARTURO.— Así que ¿no te vas a abrochar?

STOMIL.— No. Además no me es posible, hijo mío: faltan botones.

(Se toma otro trago de café. Luego deja la taza de nuevo en la mesa. EDEK se coloca detrás de ARTURO.)

ARTURO.— Claro. Tendría que haberlo imaginado.

STOMIL.— Estás equivocado, la materia surge del espíritu, por lo menos en este caso.

(EDEK alarga el brazo y sin que ARTURO se dé cuenta bebe un sorbo de café)

ARTURO.— Es justo de lo que quería hablar contigo.

STOMIL.— Después, después (Toma otro trago de la taza de café, que esta vez ha sido dejada por EDEK y mira al catafalco) A ver si por fin alguien quita ese cajón de ahí.

ELEONOR.— ¿Y por qué?

STOMIL.— Desde un punto de vista formal, no tengo nada en contra. Diría incluso que enriquece la realidad, inspira la imaginación. Pero este sitio me vendría bien para mis experimentos.

ELEONOR.— Tienes suficiente sitio en cualquier otro lugar.

EUGENIA.— Yo también soy partidaria de sacarlo de aquí, así Arturo no podrá martirizarme más con él.

ARTURO.— (Golpeando la mesa con el puño) ¡Eso es!… ¡En esta casa reina el inmovilismo, la indisciplina y la anarquía! ¿Cuánto tiempo hace que murió el abuelo? Diez años. Y en todo ese tiempo a nadie se le ha ocurrido quitar de ahí el catafalco. Es inaudito. ¡Menos mal que por lo menos os habéis llevado al abuelo!

EUGENIO.— Es que no podíamos conservarlo por más tiempo.

ARTURO.— No me interesan los detalles. Yo hablo de principios.

STOMIL.— (Sorbiendo el café, aburrido) ¿De veras?

ARTURO.— Para qué hablar del abuelo. Hace 25 años que nací, y hasta hoy mi cochecito sigue aquí (Golpea el cochecito) ¿Por qué no está en el trastero? ¿Y esto, qué es? El vestido de novia de mi tía (Saca de entre un montón de trapos el velo de novia lleno de polvo) ¿Por qué no está en el armario? Y los pantalones de montar del tío Eugenio. ¿Por qué siguen aquí, si el último caballo en el que montó el tío murió sin descendencia hace más de cuarenta años? Ningún orden, ninguna relación con el tiempo presente. Ninguna humildad ni iniciativa. ¡Aquí no se puede ni respirar, ni andar, ni vivir!

ELEONOR.— (Aparte, a EDEK) Me encanta cómo bebes, Edi.

STOMIL.— Querido mío, la tradición me importa un rábano, tu protesta es ridícula. Tú mismo puedes ver que todos esos monumentos del pasado, y esa acumulación de esa cultura familiar tan nuestra no nos importa nada. Aquí todo está a su aire. Nosotros vivimos en libertad (Mirando la taza) ¿Dónde está mi café?

ARTURO.— Ah, papá, tu no me comprendes en absoluto. La cuestión no es ésa.

STOMIL.— ¡Pues explícate con más claridad, querido! (A ELEONOR) ¿No queda más café?

ELEONOR.— Hasta pasado mañana, no.

STOMIL.— ¿Y por qué hasta pasado mañana?

ELEONOR.— ¿Y cómo quieres que yo lo sepa?

STOMIL.— Bueno, que sea así.

ARTURO.— Escuchadme. La tradición es lo que menos me preocupa. Aquí ya no existe ninguna tradición, ni hay ningún sistema. Solo quedan restos, cenizas. Objetos inmóviles e inertes. Lo habéis destruido todo y lo seguís destruyendo, y ya no sabéis siquiera cómo empezó todo esto.

ELEONOR.— Es verdad, Stomil ¿Te acuerdas de cómo destruíamos nosotros la tradición? Me poseíste, en señal de protesta, ante los ojos de papá y mamá, en la primera fila de butacas durante el estreno de Tannhäuser. ¡Vaya escándalo! ¿Qué fue de aquellos tiempos en los que algunas cosas causaban impresión todavía? Entonces ibas a pedir mi mano.

STOMIL.— Y creo que fue en el Museo Nacional, en la primera exposición de los Modernos. Tuvimos unas críticas fabulosas.

ELEONOR.— ¡No, te digo que fue en la Opera! En la exposición tú no estabas…, ¿o era yo la que no estaba? Has liado todo.

STOMIL.— Es posible (Excitándose) ¡El tiempo de la rebelión y del gran salto hacia la modernidad! La liberación de las cadenas del arte viejo y de la vida anticuada. El hombre destrona a los viejos dioses y se pone así mismo en el pedestal. ¡Revolución y expansión! ¡Ésa era nuestra consigna! ¡Destruir las formas consagradas, fuera con los convencionalismos! ¡Viva la dinámica! La vida como un proceso creador, hasta más allá de todas las fronteras. ¡El movimiento y el afán de ir más allá de la forma, más allá!

ELEONOR.— Stomil, cómo has rejuvenecido. No te reconozco.

STOMIL.— Sí, éramos jóvenes.

ELEONOR.— ¿Qué estás diciendo, Stomil? Pero si no hemos envejecido. Nunca hemos traicionado nuestros ideales de entonces. Hasta hoy, siempre… ¡Adelante, adelante!

STOMIL.— (Sin entusiasmo) Sí, sí, en efecto.

ELEONOR.— ¿Acaso nos pueden los prejuicios?, ¿las convenciones que encorsetan a la humanidad? ¿No seguimos luchando contra la vieja época? ¿No somos libres?

STOMIL.— ¿Contra qué vieja?

ELEONOR.— Pues, contra aquélla. ¿No te acuerdas? ¿Te has olvidado de lo que hablábamos hace un instante? ¿Todas esas ataduras, esas oxidadas cadenas de la religión, la moral, la sociedad, el arte? ¡Sobre todo el arte, Stomil, el arte!

STOMIL.— Ya, claro, ¿pero cuándo ocurrió eso?

ELEONOR.— Un momento, un momento, que eche la cuenta. Espera… Nosotros nos casamos en mil novecientos…, un momento, no me atosigues… Arturo nació en mil novecientos treinta…, no, espera…, en mil novecientos cuarenta…

STOMIL.— ¡Ah, bueno, entonces!

(Se coloca delante del espejo y se pasa la mano por la cara)

ELEONOR.— No me interrumpas, me he hecho un lío.. (Calculando a media voz) Mil novecientos catorce…, mil novecientos dieciocho…, mil novecientos veintidós…

STOMIL.— (Ante el espejo) ¡Somos jóvenes, eternamente jóvenes!

ARTURO.— Papá tiene razón.

STOMIL.— ¿En qué?

ARTURO.— Todo eso ya no existe.

(ELEONOR camina de un lado para otro y sin sacar nada en claro de sus cálculos)

STOMIL.— ¿El qué?

ARTURO.— ¡Esos moldes, ligaduras, cadenas y etc.! … Desgraciadamente ya no existen.

STOMIL.— ¿Desgraciadamente? ¡No sabes lo que estás diciendo! Si hubieses vivido en aquellos tiempos, comprenderías lo que hemos hecho por ti. No tienes idea de cómo estaba la vida entonces. ¿Puedes comprender el valor que se necesitaba para bailar el tango? ¿Sabes, por ejemplo, que las mujeres no eran tan fáciles como hoy? ¿Que a la gente les entusiasmaba la pintura naturalista? ¿Y el teatro burgués? ¡No hay nada más repugnante que el teatro burgués! Y en las comidas no se podían poner los codos sobre la mesa. Recuerdo las protestas de la juventud. Y en mil novecientos y algo llegaron los primeros atrevidos decididos a no levantarse de los asientos ante la presencia de los viejos. Conseguimos nuestros derechos tras una lucha implacable y despiadada, y si hoy puedes hacer lo que te dé la gana con la abuela, es gracias a nosotros. Tú ni siquiera te imaginas cuánto nos debes. Y pensar que hemos luchado tanto por tu futuro y por tu plena libertad, para que tú lo desprecies ahora.

ARTURO.— ¿Y qué es lo que habéis creado? Este burdel, en donde nada funciona porque todos hacen lo que les da la gana y donde, no hay reglas ni delitos.

STOMIL.— Yo sólo conozco una ley: no te cortes y haz lo que te apetezca. Cada cual tiene derecho a su propia felicidad.

ELEONOR.— Stomil ya lo tengo, que lo tengo. Lo he calculado. Fue en mil novecientos veintiocho.

STOMIL.— ¿El qué?

ELEONOR.— (Confusa) Lo he olvidado.

ARTURO.— Con vuestra libertad habéis envenenado a dos generaciones, a la anterior y a la posterior a la vuestra. ¡Fíjate en la abuela! ¡Qué barullo tiene en su pobre cabeza! ¿Acaso eso no os dice nada?

EUGENIA.— Sabía que a mí tampoco me iba dejar en paz.

STOMIL.— Mamá está completamente bien. ¿Qué pretendes con eso?

ARTURO.— Naturalmente. A vosotros no os choca una abuela macarra. Pero ella antes era una abuela venerable, preocupada por su dignidad. ¿Y ahora? Ahora juega al póker con Edek.

EDEK.— Oh, perdone, de vez en cuando jugamos también al bridge.

ARTURO.— Contigo no hablo, plebeyo.

STOMIL.— Todo el mundo tiene derecho a elegir; qué quiere y con quién. Los viejos también.

ARTURO.— Eso no es un derecho, sino una coacción moral hacia la inmoralidad.

STOMIL.— Francamente me sorprende que tengas unos principios tan rancios. A nosotros a tu edad nos habría dado vergüenza cualquier tipo de conformismo. ¡La rebelión! Sólo la rebelión tenía un valor.

ARTURO.— ¿Qué valor?

STOMIL.— Un valor dinámico, es decir, positivo, aunque de manera negativa. ¿A lo mejor piensas que éramos ciegos anarquistas? Éramos un movimiento hacia el futuro, en un proceso histórico, constructivo. La rebelión significa el progreso en su fase potencial.

ARTURO.— En ese caso…, ¿para qué todos esos malentendidos? Si tú, papá, también estás a favor de lo constructivo, ¿no sería mejor estar juntos?

STOMIL.— Ni hablar. Nosotros, desde el principio, elegimos nuestro propio camino. Pero a través de la negación del pasado, seguimos trazando un camino hacia el futuro.

ARTURO.— ¿Hacia qué futuro?

STOMIL.— Ah, eso ya no me incumbe. Mi papel es superar la forma.

ARTURO.— Eso quiere decir que seguimos siendo enemigos.

STOMIL.— ¿Por qué te lo tomas de manera tan trágica? Es suficiente que dejes de preocuparte por los principios.

ELEONOR.— A mí también me extraña que precisamente tú, el más joven de todos nosotros, quieras tener irremisiblemente unos principios. Siempre ha ocurrido lo contrario.

ARTURO.— Porque inicio una vida. Pero ¿qué vida? Primero tendré que crearla, para poder iniciar algo.

STOMIL.— ¿No quieres ser un tío moderno y "progre"? ¿A tu edad?

ARTURO.— ¡Eso!, ¡lo moderno, el progreso! Hasta la abuela ha envejecido en este mundo progresista sin normas. ¡En vuestra modernidad la abuela ha envejecido! ¡Todos vosotros estáis envejeciendo en esta modernidad progresista!

EUGENIO.— Con perdón, me gustaría hacer hincapié en ciertas conquistas sociales…, por ejemplo, el derecho a llevar pantalones cortos…, esta brisa agradable…

ARTURO.— Harías mejor en callarte, tío. ¿No te das cuenta de que ahora nada es posible ya, precisamente porque todo es posible? ¡Estamos ante un vacío!

STOMIL.— ¿Qué es realmente lo que quieres? ¿La tradición?

ARTURO.— ¡Un orden mundial!

STOMIL.— ¿Nada más?

ARTURO.— Y el derecho a rebelarse.

STOMIL.— ¡Vaya un problema! Te lo vengo diciendo todo el tiempo. ¡Rebélate!

ARTURO.— ¿No comprendes que me habéis privado de todas las posibilidades? Habéis sido durante tanto tiempo inconformistas que hasta la última norma, contra la que uno podría sublevarse, ha perdido su vigencia. ¡No me habéis dejado nada, nada! La ausencia de toda norma ha constituido vuestra norma. Y yo solamente me puedo rebelar contra vosotros, quiero decir contra vuestro libertinaje.

STOMIL.— ¡Pero, por favor! ¿Es que acaso te lo prohíbo?

EUGENIO.— Adelante, Arturo ¡dales una lección!

ELEONOR.— ¡Quizá eso te calmaría! ¡Te has vuelto últimamente muy nervioso!…

(EUGENIA hace señas a EDEK. Se juntan a espaldas de Arturo y se disponen a jugar a las cartas)

ARTURO.— (Cae resignado sobre la butaca) ¡Imposible!

ELEONOR.— ¿Pero por qué?

EUGENIO.— Todos te animamos.

ARTURO.— ¿Sublevarme contra vosotros? Después de todo, ¿qué sois? Una masa informe, un ente amorfo, un mundo atomizado, una muchedumbre sin forma ni estructura. Ya no se puede hacer estallar vuestro mundo, porque se fue a pique él solo.

STOMIL.— ¿Insinúas que no servimos ya para nada?

ARTURO.— ¡Para nada!

ELEONOR.— ¿A pesar de todo, por qué no lo intentas?

ARTURO.— No hay nada que intentar. Es un caso desesperado. Sois monstruosamente tolerantes.

STOMIL.— Vaya… Esto sí que es penoso. Pero yo no quiero que te sientas tan solo, tan desvalido.

ELEONOR.— (Se coloca detrás de ARTURO y le acaricia los cabellos) Pobre Arturito, no pienses, por favor, que el corazón de una madre es de piedra.

EUGENIO.— Todos nosotros te queremos, Arturito. Quisiéramos hacer algo por ti.

EUGENIA.— (A EDEK) ¡Paso!

ARTURO.— No hay nada que hacer. Me querías convertir al inconformismo, que se transforma de inmediato en conformismo. Por otra parte, yo no puedo ser eternamente conformista. Tengo ya mis años. Mis compañeros se ríen de mí.

STOMIL.— ¿Y el arte, Arturo, el arte?

ELEONOR.— Exacto, eso mismo quería yo decir en este momento.

ARTURO.— ¿Qué arte?

STOMIL.— El arte en general. Toda mi vida la he consagrado al arte. El arte es la eterna revolución. ¿Por qué no pruebas de una vez?

EDEK.— ¡Dale ahora mi señora!

EUGENIA.— ¡Yo salgo porque lo valgo!

ARTURO.— ¡No me hagas reír, papá! Yo seré médico.

ELEONOR.— ¡Qué vergüenza para la familia! ¡Y yo que siempre había soñado que sería un artista! Cuando le llevaba en mi vientre corría completamente desnuda por el bosque cantando a Bach. ¿Todo para nada?

ARTURO.— Será que desafinaste lo suyo.

STOMIL.— Yo te aconsejo que no pierdas la esperanza. Desprecias el arte injustamente. Yo acabo de tener una nueva idea para un experimento. Ahora lo verás.

ELEONOR.— (Palmoteando) Eugenia, Edek, a Stomil se le ha ocurrido algo nuevo.

EUGENIA.— ¿Otra vez?

STOMIL.— Sí, se me ocurrió esta mañana de golpe. Algo completamente original.

ELEONOR.— Stomil, nos lo vas a mostrar enseguida. ¿Verdad?

STOMIL.— Estoy preparado.

EUGENIO.— ¡Lo que faltaba!

ELEONOR.— Eugenio, aparta la mesa, haz sitio.

(EUGENIO quita la mesa, haciendo un ruido enorme. EUGENIA y EDEK cogen las cartas, se las guardan y se retiran a un lado. Bajo el montón de ropa, que recuerda a una cama, algo empieza a moverse. Aparece la cabeza de la sobrina ALA)

ALA.— (Una joven de unos dieciocho años, con buena figura, cabellos lisos y largos, cegada por la luz, bosteza) ¿Dónde estoy? Primero un griterío y ahora una mudanza…, ¿qué hora es?

ARTURO.— ¡Ala!!

ELEONOR.— He olvidado deciros que Ala está aquí desde las seis de la mañana.

STOMIL.— ¡Estupendo! Te invito a la representación, Ala (A EUGENIO) Es suficiente. Ahora el catafalco.

ARTURO.— ¿Por qué no me habéis dicho nada? Si lo hubiese sabido, hubiera impedido este jaleo (Se da cuenta de que EDEK se acerca a ALA, interesándose por ella) Edek, de cara a la pared (EDEK regresa obediente y se coloca frente a la pared) ¿Has dormido bien?

ALA.— Así, así.

ARTURO.— ¿Te quedarás mucho tiempo con nosotros?

ALA.— No sé. A mamá le dije que a lo mejor no volvía más a casa.

ARTURO.— ¿Y ella qué dijo?

ALA.— Nada, ella no estaba en ese momento en casa.

ARTURO.— Entonces, ¿cómo se lo pudiste decir?

ALA.— Bueno, puede que no se lo haya dicho. No me acuerdo exactamente.

ARTURO.— ¿Lo has olvidado?

ALA.— ¡Hace ya tanto tiempo!

ARTURO.— ¿Quieres desayunar? Ah, ahora que me acuerdo: ya no queda café en casa. ¿Puedo sentarme a tu lado?

ALA.— ¡Claro!

(ARTURO coge una silla y se sienta junto al lecho)

ARTURO.— ¡Estás muy guapa! (ALA se ríe estrepitosamente) ¿De qué te ríes?

ALA.— (Dejando de reír y poniéndose seria súbitamente) ¿Yo? Eso es pura imaginación tuya.

ARTURO.— ¡Pero tú te has reído!

ALA.— ¿Buscas pelea?

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