Tango

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ACTO SEGUNDO

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ACTO SEGUNDO

La misma decoración que en el acto primero. Es de noche. Una modesta lámpara de pie. ARTURO está sentado en un sillón. Alguien entra por la derecha.

ARTURO.— ¿Quién está ahí?

EL PERSONAJE.— Soy yo.

ARTURO.— ¿Quién es yo?

EL PERSONAJE.— Tu tío Eugenio.

ARTURO.— ¿Santo?

EL PERSONAJE.— Renovación. ¿Seña?

ARTURO.— Renacimiento (Pausa) Bien, entra.

(EUGENIO se acerca a la luz y se sienta frente a ARTURO)

EUGENIO.— ¡Uf! ¡Estoy agotado!

ARTURO.— ¿Todo listo?

EUGENIO.— He bajado de la buhardilla todo lo que me ha sido posible. La de polillas que hay allí. ¿Crees que saldrá bien?

ARTURO.— Tiene que salir bien.

EUGENIO.— Me temo lo peor. ¡Son tan amorales! Imagínate lo que es estar toda la vida en este burdel…, perdona, quería decir en esta descomposición. Ya ves, hasta yo mismo me he acostumbrado. Perdóname.

ARTURO.— No pasa nada. ¿Qué está haciendo mi padre?

EUGENIO.— Está en su habitación, preparando una nueva puesta en escena. ¿No te da lástima a veces, Arturo? Al fin y al cabo cree en su arte.

ARTURO.— ¿Por qué, entonces, tú no estás de su parte?

EUGENIO.— Por llevarle la contraria. Me gusta hacerle rabiar. Además, y te lo digo con toda sinceridad, a mí sus experimentos, no me convencen. ¿Y tú? ¿Crees en ellos?

ARTURO.— Tengo otras cosas en la cabeza. ¿Y mi madre?

(EUGENIO se levanta, se dirige a la puerta izquierda del fondo y mira por el ojo de la cerradura)

EUGENIO.— No se ve nada. O ha apagado la luz o ha tapado la puerta. Está oscuro.

(Regresa al sitio anterior)

ARTURO.— ¿Y la abuela Eugenia?

EUGENIO.— Seguro que está acicalándose delante del espejo.

ARTURO.— Muy bien. Ahora puedes irte. Voy a tener aquí un encuentro importante.

EUGENIO.— (Se levanta) ¿Alguna nueva orden?

ARTURO.— Estar alerta, callar, tener los ojos abiertos y, sobre todo, andar siempre preparado.

EUGENIO.— ¡A la orden! (Marchándose) ¡Que Dios te proteja, Arturito!… ¡A lo mejor recobramos los viejos y buenos tiempos!

(Se va definitivamente por la derecha. Por la izquierda aparece ALA, lleva aún puesto el camisón de dormir)

ALA.— (Bostezando) ¿Qué querías de mí?

ARTURO.— Habla, más bajo.

ALA.— ¿Por qué?

ARTURO.— Quiero hablar contigo a solas.

ALA.— Ah, ¿crees que a ellos les importamos? Incluso si hiciésemos no sé qué…

(Se sienta, encogiéndose, como sintiendo dolores)

ARTURO.— ¿Qué te pasa?

ALA.— Stomil me ha pellizcado dos veces.

ARTURO.— ¡Qué canalla!

ALA.— ¡Es tu padre!

ARTURO.— (Besándole la mano) ¡Me alegra que me lo hayas reprochado!

ALA.— Es que empleas un lenguaje tan anticuado, cuando te refieres a tu padre. A nadie se le ocurre hoy en día hablar así de su padre.

ARTURO.— ¿Entonces cómo?

ALA.— De ninguna manera. Se le ignora.

ARTURO.— Ya. Me he equivocado, veo.

ALA.— El hecho de que seáis parientes próximos es cosa vuestra. Yo encuentro a Stomil bastante simpático.

ARTURO.— (Con desprecio) ¡Un artista!

ALA.— ¿Qué hay de malo en ello?

ARTURO.— Los artistas son como la peste. Han sido los primeros en contaminar nuestra época.

ALA.— (Aburrida) ¿Y qué? (Bostezando) ¿Para qué querías verme? Aquí hace frío y yo estoy casi desnuda, ¿no lo has notado?

ARTURO.— ¿Has pensado en lo que te he dicho esta mañana? ¿Estás de acuerdo?

ALA.— ¿En casarme contigo? Pero si ya te he dicho que no es necesario.

ARTURO.— O sea, que no estás de acuerdo.

ALA.— ¡De verdad, que no comprendo por qué tanto jaleo con ese asunto! Pero si tanto interés tienes, por mí podemos casarnos mañana mismo. De todas formas, somos primos.

ARTURO.— Pero es que yo no quiero que te sea indiferente casarte o no casarte conmigo. Quiero que comprendas la importancia de esta cuestión.

ALA.— ¿Y por qué es tan importante? Para mí lo es y no lo es. Y si tengo un niño será contigo y no con el cura. ¿Qué más quieres?

ARTURO.— Bien. Si la cuestión en si no es importante, nosotros podemos hacerla importante.

ALA.— ¿Y para qué?

ARTURO.— Lo que no tiene importancia en sí mismo no tiene ningún valor en general. Así todo se vuelve nulo. Si nosotros mismos no sabemos darles a las cosas algún carácter, o significado nos ahogaremos en esa nulidad. Debemos crear algunos significados en la vida, si no podemos encontrarlos de forma natural.

ALA.— Pero, ¿para qué? ¿Para qué?

ARTURO.— Puesto que lo quieres saber a toda costa, te diré que para nuestro propio provecho, y placer.

ALA.— ¿Qué placer?

ARTURO.— El provecho nos proporciona placer, y el provecho lo encontramos cuando conseguimos algo que valoramos más que otras cosas, bien porque sea más difícil o porque esté fuera de lo corriente, o porque tenga más valor. Como ves, tenemos que crear un sistema de valores.

ALA.— ¿Sabes? Encuentro aburrida la filosofía. Me divierte más Stomil (Saca una pierna de debajo del camisón de manera muy sugerente)

ARTURO.— Eso es lo que a ti te parece. Esconde esa pierna.

ALA.— ¿No te gusta?

ARTURO.— No es parte del problema.

ALA.— (Insistiendo) ¿Te gusta o no?

ARTURO.— (Quitando la mirada de la pierna, no sin gran esfuerzo) Por favor, enseña tu pierna, todo lo que quieras. No te cortes. Precisamente con esa pierna me estás dando la razón.

ALA.— ¿Con mi pierna?

(Observa su pierna con todo interés)

ARTURO.— Sí, justo con tu pierna. La enseñas, porque yo no me abalanzo sobre ti como mi padre, ¡el señor artista!, y como los demás. Y eso te pone nerviosa. Ya, esta mañana cuando estábamos a solas, te extrañó mi actitud. Creías saber lo que yo pretendía de ti.

ALA.— Eso no es cierto.

ARTURO.— ¿Conque no es cierto? ¿Supones que no me di cuenta de tu confusión cuando en vez de llevarte a la cama te propuse matrimonio?

ALA.— Lo que pasa es que tenía dolor de cabeza.

ARTURO.— ¡Ni dolor de cabeza ni nada! Simplemente no sabías a qué atenerte. Y por supuesto te molestó que yo no enloqueciera por tus encantos. ¡Es ahí donde te duele! Te preocupan tus encantos. Estarías feliz si me comportara ahora como mi padre. Eso te tranquilizaría, aunque seguro que huirías, para castigarme.

ALA.— (Se levanta muy digna) Ya me voy.

ARTURO.— (La coge de la mano y la obliga a sentarse otra vez en el sillón) ¡Quieta! No he terminado. Lo único que te preocupa son tus atractivos. ¡Qué primaria! No eres capaz de ver más allá de tus narices. Y no sabes nada.

ALA.— ¿Quieres decir que soy una subnormal?

(Intenta irse de nuevo)

ARTURO.— (Sujetándola) ¡Quieta, he dicho! Estás confirmando mi teoría, ¿comprendes? Me he comportado contigo de una forma atípica y eso llamó tu atención. Lo extraordinario es ya un valor de por sí. ¿Lo ves? Soy yo quien a nuestro encuentro sin sentido le dio precisamente un sentido. Yo.

ALA.— Pues sigue solo con tus ideas si te crees tan listo. Si eres tan superior a mí, ¿para qué me necesitas?

ARTURO.— ¡No te enfades!

ALA.— Ya veremos si lo consigues. Lo mismo que tus secretos con el tío Eugenio.

(Estira el camisón por debajo de la rodilla, se abrocha los botones y se envuelve en una manta. Se coloca también un sombrero negro de forma que le cabrá casi toda la frente)

ARTURO.— (Inseguro) ¡No te enfades conmigo!

ALA.— ¿Por qué no?

(Pausa)

ARTURO.— ¿No tienes demasiado calor… con esa manta?

ALA.— No.

(Pausa)

ARTURO.— El sombrero de tío Eugenio no te sienta nada bien.

ALA.— ¡Mejor!

ARTURO.— Como quieras. ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí, sobre el sistema de valores! (Se acerca con la silla a ALA) Bien. En términos muy generales, la creación de un sistema de valores es imprescindible para el debido funcionamiento, tanto del individuo como de la sociedad (Coge una mano de ALA) Sin las correspondientes normas no conseguiremos jamás crear una cantidad armónica ni equilibrar los elementos, que conocemos y distinguimos como el bien y el mal, naturalmente en un sentido lato y no sólo moral. Por consiguiente, lo que hay que hacer es: primero, devolver a estos conceptos su significado práctico; segundo, establecer reglas de conducta, que…

(Se tira al cuello de ALA e intenta besarla. ALA se libera de él empleando todas sus fuerzas. Entra EDEK con la toalla al cuello y con una redecilla de pelo a la cabeza)

EDEK.— (Con una pronunciación muy afectada, propia de los que quieren aparentar más de lo que son) ¡Pido perdón!

ARTURO.— (Deja a ALA y disimula. ALA se coloca el sombrero. Se rasca ostensiblemente el hombro) ¿Qué hace Edek aquí?

EDEK.— Iba a la cocina a beber agua. Perdone, no sabía que los señores tuviesen aquí una conversación.

ARTURO.— ¿Agua? ¿Qué agua? ¿Para qué necesita el agua?

EDEK.— (Con dignidad) Tengo sed, señor.

ARTURO.— ¿Ahora?, ¿en plena noche?

EDEK.— (Ofendido) Puedo dejarlo si a usted le molesta.

ARTURO.— (Furioso) ¡Beba y lárguese!

EDEK.— Como usted quiera.

(Se retira majestuoso hacia la puerta de la izquierda del foro)

ARTURO.— ¡Un momento!

EDEK.— ¿Qué desea?

ARTURO.— ¡La cocina está a la derecha!

EDEK.— No me diga…

ARTURO.— Recuerdo saber dónde está la cocina en mi propia casa.

EDEK.— En estos tiempos nada es seguro.

(Cambia de dirección y se dirige hacia la puerta de la cocina)

ARTURO.— ¡Imbécil! Tengo que terminar con él.

ALA.— (Fría) ¿Y conmigo has terminado ya?

ARTURO.— Él es el culpable de todo.

ALA.— ¿Es culpa suya también que hayas querido retorcerme el brazo?

ARTURO.— ¿Te duele mucho?

ALA.— ¿Y a ti qué te importa?

(Fingiendo dolor, lanza un grito. ARTURO, preocupado, quiere examinarle el hombro)

ARTURO.— ¿Dónde te duele?

(Le acaricia el hombro, pero no con la intención de antes)

ALA.— (Descubriendo el hombro) ¡Aquí!

ARTURO.— No sabes cómo lo siento.

ALA.— (Descubriendo la espalda) ¡Y aquí!

ARTURO.— (Preocupado) Perdona, ha sido sin querer.

ALA.— (Estirando la pierna) ¡Y aquí!

ARTURO.— No sé cómo disculparme…

ALA.— (Señalando con el dedo una costilla. Y la espalda desnuda) ¡Y aquí, y aquí!

ARTURO.— Perdóname, de verdad, no quería …

ALA.— ¿Perdonarte? Un bruto sin modales. Sí, sí, eso es lo que eres. Primero, muchas palabritas y, después, lo de siempre (Se desploma en ademán "trágico" sobre el sillón) ¡Ah, pobres mujeres! ¿Es culpa nuestra tener este cuerpo? Si al menos pudiésemos dejarlo en custodia en alguna parte, como en un guardarropa. Así estaríamos a salvo de las agresiones de los primos. Sinceramente, no esperaba esto de ti; tú, tan intelectual…

ARTURO.— (Confuso) Pero es que yo…

ALA.— No te hagas el bobo. ¿Crees acaso que yo no tengo necesidad de mantener conversaciones más profundas? Aunque con tranquilidad, sin temor a que algún filósofo te retuerza la pierna. Pero dejémoslo ya. ¿De qué hablábamos? Cortaste en lo más interesante (Detrás de la puerta, por donde desapareció EDEK, se oye el chorro de un grifo y, después, a alguien que hace gárgaras)

ARTURO.— ¡Tiene gracia! ¿Crees de veras que yo intentaba violarte?

ALA.— (Intranquila) ¿Ah, no?

ARTURO.— Nada de eso. Sólo quería darte una lección.

ALA.— Gracias, esa lección ya me la sé.

ARTURO.— Sólo tienes una cosa en la cabeza. Ahora dime: ¿por qué te has defendido?

ALA.— ¡Eres un indecente!

ARTURO.— ¡La ciencia no conoce vergüenza! ¿Por qué?

ALA.— ¿Y por qué te abalanzaste sobre mí?

ARTURO.— ¡Para sacrificarme!

ALA.— ¡No me digas!…

ARTURO.— Sí, me he sacrificado. Lo que yo quería con ello era hacerte ver de manera más clara ciertas cosas. Para mí era un simulacro en el ámbito de la pragmática sexual.

ALA.— Cerdo. ¡Y además, científico! ¿Qué decías de la pragmática? No había oído nada así antes. ¿No será alguna nueva desviación sexual?

ARTURO.— Me lo imagino. Estoy seguro de que seremos amigos. Las mujeres me seguirán.

ALA.— ¿Qué mujeres?

ARTURO.— Todas. Todas las mujeres del mundo serán mis aliadas. Primero hay que convencerlas e instruirlas, y cuando por fin tomen conciencia, los hombres ya no tendrán nada que hacer.

ALA.— ¿Qué mujeres? ¿Las conozco? ¡En fin!, Puedes hacer con ellas lo que quieras, a mí me da igual.

ARTURO.— Escucha. La historia del mundo es la historia de la total opresión de las mujeres, los niños y los artistas por el hombre.

ALA.— ¡Pero si tú odias a los artistas!

ARTURO.— Eso no tiene nada que ver con esto. A los hombres no les gustan los artistas, porque los artistas no son hombres. Lo que desgraciadamente les hizo estar más cerca de las mujeres. Viven ajenos a los conceptos de honor, lógica, progreso, es decir, a todo lo que han ideado los hombres. Hasta muy tarde el mundo viril no se dio cuenta de que existen también la ambigüedad, la relatividad, el olvido. La intermitencia del mundo. Precisamente lo contrario de lo que el hombre, con su cráneo atlético, se había imaginado en un principio y de lo que había estampado en sus banderas, imponiéndolo por la fuerza durante siglos a mujeres, niños y artistas: la unidad, la crueldad y la congruencia. Ha inventado el mundo a su imagen y semejanza. En la cueva, en la granja, en el despacho ha inventado la lógica. Creyéndose el amo del universo, en su soberbia, no pudo admitir ni en el pensamiento que su ideología pudiera fracasar. Siendo como es de naturaleza agresiva ha proclamado sus ideas como únicas, populares y obligatorias, imponiéndoselas a la fuerza a los más débiles. Y cuando se evidenció que las mujeres piensan de manera distinta, se ofendió y las llamó tontas o ilógicas, lo que en la nomenclatura masculina significa lo mismo.

ALA.— Y tú…, ¿no eres un hombre?

ARTURO.— Yo estoy por encima de mí mismo. Soy objetivo. Únicamente de esa manera puedo realizar mi plan.

ALA.— ¿Puedo confiar en ti?

ARTURO.—. .. para contrarrestar su falta de imaginación los hombres inventaron el concepto del honor, para crearse así una ideología. Y a eso le añadieron el concepto de "afeminamiento". Esos dos conceptos les sirven hoy en forma de seguro contra las deserciones, para mantener la solidaridad viril unida, y para ejercer presión sobre todo aquel hombre al que le pudiera surgir alguna duda. No tiene nada de extraño que en el bando contrario naciese la unión de mujeres, niños y artistas, como reacción natural de autodefensa. En general los hombres no educan a sus hijos. En el mejor de los casos destinan a ese fin una cantidad mensual de dinero. No me extraña que la masacre resulte después placentera y en definitiva muy útil. Perdona un momento (Se sigue oyendo hacer gárgaras en la cocina. ARTURO va a la puerta de la cocina) ¿Qué estará haciendo ese tipo ahí tanto tiempo?

ALA.— ¡Quizás esté lavándose!

ARTURO.— ¿Él? ¡Imposible! (Vuelve a su sitio) Continuemos con nuestro tema.

ALA.— Yo no te creo. Ya sé por dónde vas. A mí no me vas a engañar.

ARTURO.— Sólo quisiera que comprendieses tu valía como mujer. Quiero abrirte los ojos.

ALA.— Lo que significa, que me desnude ahora mismo.

ARTURO.— ¡No digas tonterías! Cuando comprendas que nuestros intereses coinciden, serás mi colaboradora. ¿Con qué sueñan los hombres? Con la ausencia total de convenciones en el aspecto erótico. Para no tener que cortejar, recorrer caminos intermedios entre el deseo y la posesión. Todo lo que se interpone en su camino les irrita.

ALA.— Eso sí que es cierto. Se abalanzan sobre una como animales. Hace un momento, he tenido uno de los mejores ejemplos.

ARTURO.— No puedo negar que, como individuo, me dejo llevar por instintos naturales. Pero mi meta es más elevada. Aprovechándose de la crisis general de las normas, los hombres han hecho todo lo posible para abolir las últimas normas en el erotismo.

Pero yo no creo que a las mujeres les guste esto sin reservas. Y sobre esa tesis defino mi plan de acción.

ALA.— A mí me gusta.

ARTURO.— Mientes, eso no es posible.

ALA.— Sí, a mí me gusta. Así puedo hacer lo que me da la gana, Si yo, por ejemplo, me desnudo ahora, ¿qué puedes hacer tú?

(Se quita la manta y el sombrero)

ARTURO.— ¡No sigas! Esto es una conversación seria.

ALA.— (Deshace los lazos del camisón) ¿Por qué no? ¿Quién me lo puede impedir? ¿Quizás tú? ¿O mi madre? ¿Dios? ¿Quién, dilo?

(Se desnuda parcialmente)

ARTURO.— Vuelve a vestirte enseguida. ¡Ponte el camisón!

(Intenta mirar desesperadamente a otro sitio)

ALA.— Ni hablar. Éste es mi camisón y hago con él… (La cabeza de EDEK aparece por la puerta de la cocina) ¡Ah!, el señor Edek, acérquese, por favor.

ARTURO.— (Empujando a EDEK hacia el lugar del que ha salido) ¡Fuera!… ¡Fuera o te mato! ¡Desnudarte ante un perfecto idiota! ¡No tienes ni el menor sentido del pudor!

ALA.— Puede que Edek no sea muy culto, pero tiene unos ojos muy bonitos.

ARTURO.— ¡Ojos de cerdo!

ALA.— Pues a mí me gustan.

ARTURO.— Lo mato.

ALA.— (Con dulzura) ¿Estás celoso?

ARTURO.— ¡En absoluto!

ALA.— Primero un bruto; luego, celoso… Bueno, bueno.

ARTURO.— (Furioso, de pie, frente a ALA) ¿Y qué? ¿Por qué no sigues desnudándote? Yo no te lo impido.

ALA.— Se me han quitado las ganas.

ARTURO.— Por favor. No te cortes.

ALA.— (Retrocediendo) He cambiado de idea.

ARTURO.— (Siguiéndola) Ahora, ¿no quieres? Entonces, di ¿por qué no quieres ahora? Y explícame porque antes tampoco querías.

ALA.— ¡Dios mío, eres un maníaco!

ARTURO.— (La coge del brazo) ¿Por qué?

ALA.— No lo sé.

ARTURO.— Habla.

ALA.— ¿Y qué quieres que te diga? No lo sé y sanseacabó. ¡Suéltame ya!

ARTURO.— (Soltándola) Lo sabes y muy bien. Porque lo único que estás haciendo es aparentar que te gustan esa inmoralidad, esa falta de normas, ese desenfreno.

ALA.— ¿Que yo actúo?

ARTURO.— ¡Naturalmente! No te gusta, porque no te conviene. La inmoralidad actual te está quitando tu poder de elección y está limitando tus posibilidades. Sólo puedes desnudarte y vestirte, y nada más.

ALA.— Eso no es cierto.

ARTURO.— Entonces ¿por qué esa resistencia?

(Pausa)

ALA.— Hablas con lógica, aunque antes decías que la lógica es una tontería. ¿Eh?

ARTURO.— ¿He dicho eso?

ALA.— Claro que lo has dicho, hace un momento. Lo he oído claramente.

ARTURO.— (Descontento) Te habrás equivocado.

ALA.— Nada de eso. Lo he oído con claridad.

ARTURO.— ¡No importa! De todas formas no te creo. Lo que ocurre es que no te gusta esa convención de falta de convenciones. Tú no la has escogido.

ALA.— Entonces, ¿quién?

ARTURO.— Nosotros. Los hombres. Tú solo finges que te gusta. No tienes otro remedio. A nadie le agrada reconocer que se deja llevar por alguien.

ALA.— ¿Y por qué tendría que estar de acuerdo con algo que no me gusta?

ARTURO.— Por temor a no gustar de otra forma. Eso siempre ocurre con la moda. Es mejor que lo reconozcas.

ALA.— No.

ARTURO.— ¿Que no? Con eso ya reconoces que tienes algo que reconocer. Escucha, ¿para qué tantas mentiras? Aquí se trata de algo más importante. No puedo creer que quieras ir a la cama con todos los hombres del mundo. A lo mejor podrías elegir a los cien mejores, o doscientos, diez mil, un millón, pero ¿con todos? Seguro que no. Que quieras gustar a todos, eso sí, y justamente para poder elegir. ¿Pero cómo puede una mujer preseleccionar si no existen convenciones? ¡Eh!, ¿dime?

ALA.— Soy totalmente independiente y sé muy bien lo que quiero.

ARTURO.— Pero eres débil por naturaleza. ¿Qué posibilidades tienes a solas con un desconocido, más fuerte que tú si no te protege una convención? Podrías no querer, pero si no entrase aquí Edek nada te protegería de mí. Yo soy más fuerte.

ALA.— Aprenderé judo.

ARTURO.— ¡Pero si te estoy hablando de una manera metafórica! ¿Es que vosotras, mujeres, no podéis razonar algo objetivamente?

ALA.— Ahora muchas mujeres van a los gimnasios para aprender judo. ¡Cómo me gustaría que me pidieras piedad!

ARTURO.— Muy bien. Dentro de poco vas a reconocerlo todo. Pero ¿para qué recurrir al judo? Es suficiente con unas convenciones bien pensadas. Yo estaría aquí, de rodillas y con un ramo de flores en la mano pidiéndote tu piedad, suplicándote un rayo de esperanza. Y tú podrías gozar de tu poder detrás de la muralla de la convención, sin ningún esfuerzo. ¿No sería eso mejor que el judo?

ALA.— ¿Te pondrías de rodillas de verdad?

ARTURO.— Sin ninguna duda.

ALA.— Pues, entonces, hazlo.

ARTURO.— ¿Y eso?

ALA.— ¡De rodillas!

ARTURO.— No puede ser.

ALA.— (Decepcionada) ¿Por qué no?

ARTURO.— Porque ya no existen esas convenciones de las que te hablo. Ahora puedes ver, por ti misma, en qué situación estás.

ALA.— ¿Y no se puede hacer nada?

ARTURO.— Sí.

ALA.— ¿El qué?

ARTURO.— Hay que crear nuevas convenciones o restablecer las viejas. Eso es precisamente lo que voy a hacer si me ayudas. Ya lo tengo todo preparado, sólo necesito de tu ayuda.

ALA.— ¡Estupendo! ¿Y entonces te arrodillarás?

ARTURO.— Seguro.

ALA.— ¿Qué tengo que hacer?

ARTURO.— ¡Casarte conmigo! Ése será el inicio. Nada de relaciones ilegales, nada de desenfrenos. Necesito la boda. Y no una boda de registro civil entre desayuno y sopa, sino una boda como Dios manda. Con todo el ceremonial, con órgano y con doncellas de honor. Sí, hay que conseguir un auténtico cortejo de bodas. Eso les desconcertará. No hay que darles tiempo a que organicen la resistencia y puedan ejercer su nefasta influencia. Un disparo certero. Si nosotros les atacamos por sorpresa, si caen en las formas, después no podrán evadirse de ellas. Los llevo hasta la boda, y la boda será de esas que no les quedará más remedio que participar en ella según mis reglas del juego. Les convertiré en el cortejo de mi boda y mi padre tendrá que abrocharse, por fin, los botones. ¿Qué te parece?

ALA.— ¿Y yo llevaré un vestido blanco de boda?

ARTURO.— Blanco como la nieve. Todo según la tradición. Y fíjate: con ello ayudarás a todas las mujeres del mundo. El renacimiento de las normas les devolverá la libertad. Hoy no pueden elegir. Sin una palabra, diciendo como mucho algo entre dientes, el hombre la lleva a la cama directamente. ¿Y cuál es la primera norma de cada encuentro? La conversación. Un tipo no podía evadirse con sonidos inarticulados, tenía que hablar. Y mientras él hablaba tú callabas modestamente e ibas analizando a tu adversario. Cuanto más le obligabas a hablar más se destapaba. Tú le escuchabas tranquila e impasible, proyectabas tu plan. Ibas descubriendo sus verdaderas intenciones y elegías las reglas del juego más adecuadas. Podías dominar la situación y, maniobrar. Tenías tiempo para tomar una decisión bien meditada. No te era difícil prolongar cualquier situación, sin temor a que él te pegase, aunque por dentro te maldijese y rechinara los dientes. Estabas siempre en condiciones de crearte un mundo favorable con la ayuda del misterio, la demora y la inseguridad. Podías, bajo cualquier pretexto, adaptar el papel que a tu pretendiente más le apasionase y con ello hacerle perder la cabeza, o bien retirarte sin riesgo alguno, sumiéndole en la melancolía o en la locura. Hasta el último momento podías sentirte victoriosa, segura y libre. Ni siquiera la misma petición de mano significaba algo para ti definido, aunque te aseguraba todo. Tanto más la conversación. ¡La conversación, qué decir de la conversación! Hoy día, un hombre no necesita ni siquiera presentársete; y lo mínimo que tendrías que saber de él es quién es y a qué se dedica.

(EDEK se desliza silenciosamente desde la puerta de la cocina hacia la puerta de la izquierda. En el último momento, cuando EDEK está entrando por la puerta, ARTURO lo ve y va detrás de él)

ALA.— ¿Alguien ha entrado aquí?

ARTURO.— (Volviéndose) No.

ALA.— Me había parecido.

ARTURO.— Terminemos esta conversación. ¿Estás de acuerdo conmigo?

ALA.— No lo sé.

ARTURO.— ¿Por qué? ¿No te he convencido todavía?

ALA.— Sí.

ARTURO.— ¿Sí? ¿Quieres decir que estás de acuerdo?

ALA.— No…

ARTURO.— ¿Sí o no?

ALA.— Tengo que pensarlo.

ARTURO.— ¡No hay nada que pensar! ¡Está más claro que el agua! Tengo que reconstruir un mundo nuevo, y necesito para ello una boda. Es bien sencillo, ¿no? ¿Qué es lo que no comprendes?

ALA.— Desgraciadamente, todo.

ARTURO.— ¿Entonces?

ALA.— Espera un poco….

ARTURO.— Escucha. No puedo esperar más. Lo único que hacemos es perder el tiempo. Bien, déjame solo ahora y vete a pensarlo. Después vuelves y me das la contestación. Seguro que estarás de acuerdo. Si te lo he explicado todo.

ALA.— ¿Y no tienes nada más que decirme?

ARTURO.— Anda, márchate ya, nos veremos después.

ALA.— ¿Me echas?

ARTURO.— No, es que tengo que resolver algo personal.

ALA.— ¿Yo no puedo estar presente?

ARTURO.— ¡No! Es una cuestión familiar.

ALA.— ¡Ah, como quieras! Pero yo también tendré mis secretos. Prepárate.

ARTURO.— (Impaciente) Bien, bien, pero vete. Y no olvides que, después, volveremos a vernos en el mismo lugar.

(ALA se va por la derecha. ARTURO escucha junto a la puerta izquierda del fondo y se dirige luego a la puerta del pasillo. Llama suavemente)

VOZ DE STOMIL.— ¿Quién es?

ARTURO.— (Muy bajo) Soy yo, Arturo.

STOMIL.— ¿Qué quieres?

ARTURO.— Tengo que hablar contigo, papá.

STOMIL.— ¿A estas horas? Estoy ocupado. Ven mañana.

ARTURO.— Es urgente.

(Pausa)

STOMIL.— Te he dicho que ahora no tengo tiempo. Mañana podemos hablar (ARTURO levanta el picaporte y ve que está cerrado con llave. Empuja la puerta con los hombros. Abre STOMIL. Está, como de costumbre, en pijama) ¿Te has vuelto loco? ¿Qué quiere decir esto?

ARTURO.— (Susurra significativamente) No hables tan alto, papá.

STOMIL.— (Baja la voz involuntariamente) ¿Por qué no estás en la cama?

ARTURO.— No puedo dormir. Además, ha llegado el momento de actuar.

STOMIL.— Pues ¡buenas noches!

(Quiere regresar a su habitación, pero ARTURO se le interpone)

ARTURO.— Quería preguntarte… Si no te resulta desagradable.

STOMIL.— ¿El qué?

ARTURO.— Lo de Edek.

STOMIL.— ¿Edek? Es verdad, aquí hay alguien con ese nombre.

ARTURO.— ¿Qué opinas de él?

STOMIL.— Es un tipo gracioso.

ARTURO.— ¿Gracioso? Es un energúmeno repugnante.

STOMIL.— Exageras una vez más. Edek es un fenómeno interesante. En cierto sentido es excepcionalmente moderno. Precisamente por su autenticidad.

ARTURO.— ¿Eso es todo?

STOMIL.— Seguimos maniatados por una excesiva dosis de conciencia. Llevamos el estigma de la maldita herencia de una cultura milenaria. Hemos hecho bastante para librarnos de esta carga, pero estamos aún muy lejos de llegar a la verdadera naturalidad. Edek es un hombre afortunado que desde su nacimiento es lo que todos nosotros mismos deberíamos ser. Lo que en él es puro don de la naturaleza, los demás, lo logramos con duras fatigas y mucho arte. Por eso, como artista, siento interés por ese fenómeno. Le estimo como un pintor puede apreciar un paisaje.

ARTURO.— Un paisaje peculiar.

STOMIL.— La estética y la moral han tenido ya su revolución. Siempre me obligas a recordar la obviedad. Si Edek nos irrita de vez en cuando, es porque estamos contaminados. A veces me hace sentirme culpable. Pero voy a superar ese sentimiento. Debemos librarnos de nuestros prejuicios.

ARTURO.— ¿Es todo cuanto tienes que decirme?

STOMIL.— He sido sincero contigo.

ARTURO.— Entonces empezaré yo por el principio. ¿Por qué le toleras en tu casa?

STOMIL.— ¿Y por qué no? Enriquece nuestro "medioambiente", aporta color, la brisa fresca de lo auténtico. Incluso me inspira, alimenta la imaginación. ¿Sabes? Nosotros, los artistas, necesitamos exotismo de vez en cuando.

ARTURO.— O sea, que no sospechas nada…

STOMIL.— No, no sospecho nada.

ARTURO.— No es cierto. Lo sabes y muy bien.

STOMIL.— Te repito una vez más que no sospecho nada y que no quiero saber nada.

ARTURO.— Se acuesta con mamá (STOMIL va de un lado para otro) ¿Qué dices a eso?

STOMIL.— ¡Querido! Supongamos… que fuese verdad lo que dices. No podemos olvidar que la libertad sexual es la premisa fundamental para la libertad del hombre. ¿Tienes algo que objetar?

ARTURO.— ¡Pero si es verdad: ella realmente se acuesta con él!

STOMIL.— He dicho, vamos a suponerlo. Admitamos por un momento ese hecho. Resulta que incluso haciendo ese tipo de hipótesis no hay conclusiones concretas.

ARTURO.— O sea, que te empeñas en que eso es solamente una hipótesis abstracta, un juego de palabras, el resultado de una imaginación intelectual.

STOMIL.— ¿Y por qué no? No soy un anticuado y reconozco que, en un plano intelectual, puedo admitir cualquier suposición, incluso la más drástica. De otro modo el progreso del pensamiento de la humanidad no sería posible. Así que, por favor, no te cortes. Podemos discutir sin ningún prejuicio. Así que ¿cuál es tu opinión respecto a ese asunto?

ARTURO.— ¿Mi opinión? Yo no tengo ninguna opinión y no quiero discutir nada. Respecto a "ese" asunto, no es una suposición, es la verdad. ¿No lo comprendes, papá? Es la vida misma. Te han puesto los cuernos, papá. Unos cuernos que llegan hasta el techo. Y no trates de cambiar de tema otra vez.

STOMIL.— ¡Cuernos, cuernos! ¡Es una comparación banal, carente de todo sentido para el análisis! (Nervioso) ¡No nos pongamos por debajo de nuestro nivel!

ARTURO.— ¡Que eres un cornudo, papá!

STOMIL.— ¡Cállate! Te prohíbo que me hables de esa forma.

ARTURO.— Pues pienso seguir. Eres un cornudo.

STOMIL.— ¡No te creo!

ARTURO.— ¡Era justo lo que estaba esperando ! ¿Quieres que te lo demuestre? Muy bien. No tienes más que abrir esa puerta.

(Muestra la puerta izquierda del fondo)

STOMIL.— ¡No!

ARTURO.— ¿Tienes miedo? Naturalmente, los experimentos teóricos son mucho más fáciles: en experimentos eres un gigante y, en la vida, un papi asustado.

STOMIL.— Un papi, ¿yo?

ARTURO.— Un viejo calzonazos. ¡Un raquítico Agamenón!

STOMIL.— Ahora verás quién soy yo. ¿Están ahí dentro?

ARTURO.— Compruébalo tú mismo.

STOMIL.— Se lo voy a demostrar a ellos, te lo voy a demostrar a ti, os lo voy a demostrar a todos (Corre a la puerta. Se para) ¿Sabes? Mañana arreglo el asunto.

(Se vuelve)

ARTURO.— (Se interpone) No, vas a entrar ahí, ahora.

STOMIL.— Mañana. O mejor todavía lo arreglo por carta. ¿Qué te parece?

ARTURO.— ¡Eres un maridito cornudito!

STOMIL.— ¿Qué has dicho? (ARTURO se coloca dos dedos como cuernos en la cabeza, y ríe descaradamente) Ahora mismo entro.

ARTURO.— Un momento, por favor.

(Le sujeta)

STOMIL.— (Marcial) Suéltame, que yo les enseñaré….

ARTURO.— Es mejor que lleves esto.

(Coge el revólver que está sobre el catafalco y que STOMIL dejó allí en el primer acto. Se lo da al padre)

STOMIL.— ¿Qué es esto?

ARTURO.— No puedes entrar con las manos vacías.

(Pausa)

STOMIL.— (Tranquilo) Te he pillado.

ARTURO.— (Le empuja hacia la puerta) Date prisa. No hay tiempo que perder.

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