Taj

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Tercera parte » 4

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Despertó boca arriba en un suelo de mármol.

La estancia en penumbra.

Las incrustaciones de oro y plata en la madera del techo simulaban los rayos de un gran sol.

Con aquella decoración tenía que ser el Diwan-i-Khas, la exquisita sala de audiencias privadas de la que tanto había oído hablar y que nunca había pisado por estar reservada a invitados ilustres y mandatarios de otros reinos. ¿Qué estaba haciendo allí? Tras el aberrante castigo del elefante, el propio Aurangzeb remató la faena atizándole un golpe en la frente con la vara de oro que utilizaba para gobernar a la bestia. Recordaba haber sido trasladado como un fardo desde el campamento hasta una infecta mazmorra del Fuerte Rojo, donde había pasado dos días sin recibir comida ni bebida alguna. Fue a incorporarse, pero al apoyar la mano derecha le asaltó un dolor inhumano. Superó la aprensión y la miró. Alguien se la había vendado. La cabeza le daba vueltas. Tenía grumos secos en la comisura de los labios. Le habían administrado alguna pócima, a juzgar por los destellos que veía en las sombras.

Azules.

Amarillos.

Verdes.

Se fijó bien. No estaban en su mente. Provenían del centro de la estancia… de la que resultaba ser la pieza de orfebrería más lujosa jamás elaborada por el hombre. ¿Era posible que la tuviera tan cerca? En los bazares de Agra se discutía acerca de si era realidad o leyenda. Se decía que los joyeros habían tardado siete años en confeccionarla, acumulando un coste que había triplicado el presupuesto del Taj Mahal.

Estaba a los pies del trono del pavo real.

Construido con más de mil kilos de oro macizo, tenía la forma de una cama elevada sobre cuatro patas de felino, rodeada de columnas perladas que soportaban un baldaquín decorado con más perlas en forma de lágrima del tamaño de un puño del pequeño Deepak. El nombre se debía a los dos pavos reales que se alzaban en el respaldo, cuyas colas extendidas estaban incrustadas de trescientos kilos de piedras preciosas que simulaban los cambios cromáticos del plumaje. Abundaban los zafiros, rubís y, sobre todo, las esmeraldas. El Sha Jahan apreciaba de tal modo estas gemas de verde intenso, el color del islam, que no dudaba en fletar barcos a Sudamérica para que le trajeran cofres repletos en los cuales podría sumergirse por entero.

A medida que los ojos de Balu iban acostumbrándose a la insólita luminosidad de la estancia, distinguió en el trono a una figura recostada de forma irrespetuosa que sujetaba una copa de cuarzo pálido. Sintió una punzada de alivio al ver que no se trataba del emperador, sino del príncipe Dara.

Sus facciones eran las mismas, pero la expresión afable que dominaba cuando se conocieron se había esfumado. En los últimos años había tenido que dedicarse a la guerra en demérito del crecimiento intelectual que de verdad le llenaba, pero, gracias a sus victorias en el campo de batalla, se granjeó la confianza de los próceres del estamento militar y su padre lo confirmó como heredero bajo el título de Shahzada-e-Buland Iqbal, Príncipe de la Alta Fortuna. Había sido ascendido a comandante de una división de veinte mil soldados y otros tantos caballos, un ejército de élite que lucharía por él hasta la muerte.

—Acércate —le pidió sin moverse.

—Ha pasado mucho tiempo, príncipe.

—Casi el mismo que se invirtió en construir este trono. Está inspirado en el del rey Salomón, pero las palmeras en abanico de aquel se han sustituido por estas aves, guardianas del paraíso. ¿Qué te parece?

—Creo que no es necesario que conteste.

—¿De tan bello que es?

Balu pensó en el día que Aisha, siendo una niña, fue arrojada al serrallo como una joya más para satisfacer aquel ansia de ostentación y acumulación sin límites.

—De tan… desmedido.

—Me congratula comprobar que no has cambiado. Pero ¿te has fijado al menos en el diamante?

Señaló hacia arriba con la mano en la que sostenía la copa, derramando parte del contenido sobre su túnica. La pareja de pavos reales sujetaba con sus picos una piedra enorme. Absorbía los escasos rayos del ocaso que atravesaban una celosía y los multiplicaba por ciento cinco, tales eran sus quilates.

—El famoso Koh-i-noor, la montaña de luz.

—Ya veo que sabías de su existencia. La gema más valiosa de la historia… Cuando mi tatarabuelo Humayún la llevó a analizar, ¿sabes lo que dijo el experto? Que con su valor se podría alimentar al mundo entero durante dos días y medio.

—Si destinaseis toda esa comida a los pobres de la ciudad de Agra, podríais atiborrarlos durante todo vuestro futuro mandato.

—Veo que esa esposa tuya te ha transmitido su entusiasmo por los necesitados. Aunque, dices bien, nunca está de más tener el apoyo del pueblo. Has de saber que los nobles de la cuerda radical estaban convenciendo a mi padre para que reinstaurase el impuesto que pagaba la mayoría hindú por adorar a vuestros dioses, pero gracias a mi consejo se ha opuesto.

—Me alegra saber que también vuestros principios siguen igual de firmes, príncipe. —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Cómo está vuestra fiel hermana Jahanara?

—Ruego al Altísimo para que se recupere cuanto antes. El fuego le ha desfigurado medio cuerpo y tiene unos dolores espantosos, pero ella es fuerte. Estoy convencido de que, gracias a este avatar, nos dará una nueva lección. ¿Y tú, cómo vas?

Señaló su mano.

—Puedo soportarlo.

—En cuanto me enteré de que mi hermano te había enviado a la prisión, supe que tenía que actuar. —Dibujó un rictus suspicaz—. Quiero creer que la acusación es falsa.

—Lo que importa es que también lo crea vuestro padre.

—Ya lidiaré con él como sea, de momento eres libre. Te lo debía.

—¿Por qué decís eso?

El príncipe dio un trago de vino y respiró hondo.

—Hace años me pediste que liberase a una mujer del harén.

Balu sintió una punzada en el corazón. Recordaba el momento de recibir la noticia de su muerte como si hubiera sido el día anterior.

—Sé que, de haber podido, lo habríais hecho.

Dara se incorporó, bajó al suelo por la escalerilla de oro adosada al trono y caminó hacia las arcadas del patio. Clavó la mirada en el estanque de lotos y carpas. La bruma que ascendía desde el río al caer la tarde dotaba al palacio de un aspecto fantasmal. El mármol estaba húmedo debido al monzón que se aproximaba. En un par de ocasiones quiso empezar a hablar, pero algo le hacía detenerse. Al final, logró soltar de corrido:

—Si obré así no fue solo porque estaba prendado de ella.

Un estremecimiento.

—No comprendo.

—Más aún que ese sentimiento incontrolable pesó el que tú… tú…

—Me estáis asustando. ¿Qué habéis querido decir con…?

—¡Me ocultaste tus intenciones! ¡Si me lo hubieras confiado desde el principio, no habría tenido que hacerlo!

—¿Hacer qué, príncipe? Aisha murió en un incendio, ¿no es cierto?

Dara arrojó la copa contra una pared, rompiéndola en pedazos. Se llevó las manos a la cara y se sentó en el suelo, apoyando la espalda en una columna labrada.

—Durante estos años de guerras he hecho cosas terribles, querido rajput. He matado a docenas de hombres y he seccionado cabezas de reyes que he enviado a sus viudas. ¿Cómo es posible que ni un solo día haya podido olvidar lo que te hice a ti?

Balu se sentó frente a él, desplomándose contra otra columna. A pesar del aturdimiento y del nerviosismo por saber qué le había ocurrido realmente al amor de su vida, le habló con una serenidad pasmosa:

—Contádmelo todo, príncipe.

Y Dara empezó por fin a hablar de forma fluida bajo un cielo que de pronto se volvió plomizo como la culpa. No ocultó un solo detalle. Ni los más nimios, ni tampoco los más escabrosos.

Le contó lo que sintió cuando vio a Aisha por primera vez en su propia casa, jugando al parchís con Nadira Banu, la concubina y la nodriza. A pesar de su recato de recién llegada, ella parecía la princesa y las otras unas sirvientas a su servicio. Luego vino la conversación en el puesto de fruta. Había otros cuerpos sensuales en el Mina Bazar, exuberantes y delgados, claros y morenos, pero ninguno acompañado de aquella mirada profunda en la que necesitaba sumergirse. Le contó cómo la poseyó contra el portón del zenana, a un paso de las guerreras tártaras que lo custodiaban por fuera; y cómo, a partir de entonces, acudió en varias ocasiones a su estancia. No había pasión, ni tan siquiera miedo. Era como yacer con una muerta. Quería creer que algún día cambiarían las cosas, pero su esposa, siguiendo el consejo de su cuñada Jahanara, se encargó de terminar de raíz con el escarceo.

Según le explicó, retrocediendo en el tiempo, Mumtaz Mahal tenía una norma que cumplía a rajatabla: si el emperador escogía una esclava para saciar su apetito sexual en más de una ocasión, mostrando cualquier signo de haberse encaprichado, se encargaba de que fuera expulsada del harén. Así evitaba que se diera lugar a una relación más profunda y los intereses de la dinastía familiar se vieran perturbados. Jahanara, nueva emperatriz en la sombra, siguió con la costumbre e instó a Nadira Banu a que hiciera lo mismo con las amantes de Dara, en parte para proteger al esposo y, sobre todo, al futuro mandatario. Lo peor de todo fue que Nadira no entregó a Aisha la pensión vitalicia que su suegra y cuñada acostumbraban a conceder a las elegidas, por lo que la joven bailarina del desierto se encontró en las puertas del Fuerte Rojo sin una sola rupia y sin comida ni agua con las que pasar siquiera el primer día.

Apenas terminó el relato, empezó a llover como si se fuera a acabar el mundo. Los dos antiguos amigos se encontraban bajo la arcada exterior del Diwan-i-Khas, pero las cortinas de agua se desplazaban horizontales por el patio y les calaban hasta los huesos. Ninguno de los dos se movió de su sitio. Estaban exhaustos, uno por el esfuerzo de extirpar aquel secreto y el otro por el de oírlo. Balu dejó caer la cabeza entre sus rodillas y habló mirando el agua que escurría de su pelo.

—En la época que os conocí —murmuró— os preguntabais: ¿para qué tener un solo Dios, cuando puedo tener millones? Y ya imagino lo que vino después: ¿para qué tener una sola mujer, cuando puedo tener millones?

—Millones, millones… —repitió una voz por detrás.

Era el sharak del príncipe, un pájaro negro de antifaz rojo como lava ardiente capaz de imitar cualquier sonido o palabra. Los cortesanos se cuidaban mucho de decir nada inapropiado en su proximidad, ya que era capaz de reproducir frases enteras. Balu observó cómo se acercaba a saltitos para beber del charco y aleteaba de nuevo hacia el interior de la sala.

—Tal vez aún pueda hacer algo —se excusó el príncipe, exhibiendo sin reparos su pesar.

—¿Estáis pensando en mandar a vuestros veinte mil jinetes a buscarla por el Indostán? ¿A buscar… su cadáver sin incinerar, carcomido por los buitres en un camino? A saber lo que habrá sido de ella, después de tanto tiempo. ¿Y si intentó regresar a nuestra aldea para buscarme? —Se incorporó, incapaz de estar quieto por la creciente ansiedad—. Al fin y al cabo, ella nunca supo que vine a buscarla… Pero ¿qué digo? —se desesperó—. ¿Por qué habría siquiera de acordarse de mi existencia? ¡Lo último que supo de mí es que hui de casa de Chudasama por una ventana!

—Lo lamento de veras, rajput. Jamás me lo perdonaré.

Balu, que se había contenido hasta entonces, dejó escapar una lágrima compuesta por una mitad de rabia y la otra de dolor por el sufrimiento de su amada.

—Dudo que el arrepentimiento sea una buena virtud para un emperador —sentenció, dando media vuelta.

—¿Adónde vas?

—No os preocupéis, ni siquiera yo lo sé.

—Espera…

El heredero entornó los ojos, queriendo aferrarse a un pensamiento que se le había pasado por la cabeza.

—Aquel eunuco…

El joven calígrafo se detuvo, comprendiendo al instante. ¿De verdad había un hilo del cual podía tirar?

—¿Cómo se llamaba? —preguntó con firmeza.

—Suvan. Un buen servidor. Fue él quien me avisó de que Aisha pretendía huir por la puerta de la torre palacio la tarde del Mina Bazar. Pero no lo hizo para traicionarla, sino para salvarle la vida. Tenían una relación muy estrecha.

—¿Aún sigue trabajando para vos?

Dara se ausentó sin pararse a contestar.

Un suave resplandor se apoderó del fuerte. En esta ocasión no provenía del trono. Eran las miles de lámparas de aceite de mostaza, antorchas y velas que un ejército de sirvientes prendían cada tarde a la misma hora, con más o menos intensidad dependiendo de las fases de la luna. «¿De verdad está ocurriendo? —pensó Balu—. ¿Se está encendiendo una nueva luz en mi camino, después de tanto tiempo?».

Al poco rato, Dara regresó con el africano. Sus proporciones hercúleas se habían redondeado, haciendo que pareciese una montaña andante. El sudor fruto de la humedad extrema brillaba en su frente.

—Cuéntale lo que sepas sobre ella —le ordenó el príncipe.

Suvan titubeó. Algunas de las cosas que iba a decir podían sonar inapropiadas al heredero, pero era él quien se lo pedía. Además, el gesto de súplica del otro joven dejaba patente que sentía algo verdadero por Aisha, por lo que tragó saliva y se dispuso a hablar a riesgo de que más tarde la tomaran con él. Todavía recordaba la charla con su querida amiga mientras amaestraban la paloma: «En el harén disfrutamos de todos los placeres conocidos menos del único por el que cambiaríamos todo lo demás —dijo ella aquel día—. ¡Convirtámonos en pordioseros con amor!».

—Alguna vez habíamos hablado de que podía ser desterrada —comenzó—. Aisha lo veía como una liberación, no quería estar aquí. Pero también le inquietaba lo que pudiera encontrar fuera. No tenía adónde ir. Tampoco podía regresar a su aldea.

—¿Por qué? —preguntó Balu.

—Porque se consideraba… —Agachó la cabeza.

—No guardes nada para ti —le exigió Dara.

—Porque se consideraba deshonrada —completó el eunuco—. No le importaba que vos, adorado señor, fuerais el mismísimo Príncipe de la Alta Fortuna. Dijo que, después de lo ocurrido, jamás podría volver a mirar a su amado a la cara.

—Oh, no… —se lamentó Balu, llevándose las manos a la cabeza.

Para entonces, Suvan ya había adivinado que era él.

—Se preguntaba cómo podía ganarse la vida sin tener que prostituirse —continuó— y yo le hablé de un grupo de danzantes de Delhi donde podría encajar. No eran esclavas ni meretrices de bazar, sino verdaderas artistas de Kerala que representaban teatro Mohiniyattam. Desde que el emperador empezó a construir allí la nueva capital del imperio e incrementó la frecuencia de sus viajes, cada vez que iba organizaba una sesión exclusiva en su tienda. Yo mismo asistí a dos, en sendas ocasiones en las que me llevó con él. Aquellas mujeres se movían con la lentitud y la seguridad del sol y la luna.

—¿Has vuelto a saber algo de ella desde entonces? —preguntó Balu.

El eunuco negó con la cabeza y dejó caer la mirada. Él también la echaba mucho de menos.

Un oficial imperial entró en la sala con un candelabro de velas de alcanfor. Las colas de los pavos reales volvieron a destellar.

—Dile dónde encontrar exactamente a ese grupo —ordenó el príncipe, poniendo fin a una charla que empezaba a hacer mella en su orgullo.

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