Taj

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Tercera parte » 5

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Esa misma noche fue a ver al perfumero para contarle lo que, tras el desconcierto, la ira y la sensación de indefensión, se revelaba una maravillosa buena nueva. Aisha estaba viva; o, cuando menos, podía estarlo. Confiaba en que Ganesha, la deidad protectora con cabeza de elefante, siguiera llevándola en brazos en los momentos más duros, como cuando la sacó de la cama poco antes del incendio en su habitación del harén.

—Es como la historia que Aisha me contaba cuando éramos niños —comentó, cada vez más emocionado—. El rey engañaba al picapedrero Farhad diciéndole que su amada, la princesa Shirin, había muerto. ¿Cómo pude no darme cuenta? Es como si ella, sin saberlo, me hubiera prevenido de lo que iba a pasar.

—Pero por fortuna tú no te quitaste la vida.

—Eso es porque yo no estaba solo —dijo Balu, recordando lo que Santosh le dijo la noche después de su boda—. Vosotros, mis buenos amigos, me habéis apoyado durante todo este tiempo.

—Ahora solo tienes que ir a buscarla.

—Ni siquiera sé si llegaron a aceptarla en el grupo de baile —admitió, intentando razonar de forma sensata—. Pero lo importante es que puedo seguir su rastro. Partiré al amanecer.

—Te acompaño —resolvió el perfumero, lanzando una mirada a la mano vendada de Balu.

—No es necesario, solo quería compartirlo contigo.

—Iría al agujero más pestilente del mundo si con ello pudiera ayudarte —repuso con cariño—, así que no me prives de conocer la próxima capital del imperio.

A la mañana siguiente se sumaron a la tripulación de una barcaza que remontaba el Yamuna para traer mercancías desde Delhi. Había ratos en los que Balu sentía el impulso de lanzarse al agua y nadar para ir más rápido, pero el perfumero siempre tenía unas palabras que, como una tabla de salvación en mitad del río, lograban sosegarle. Durante ese trayecto lleno de intimidad se confiaron los pocos detalles de sus vidas que habían quedado en el tintero hasta la fecha. Balu incluso le explicó la idea que en su día tuvo para el jardín norte del mausoleo, la cual había mantenido en un cajón cerrado de su mente porque le hacía evocar el ataque que el maestro otomano sufrió en el andamio justo antes de escucharla.

Llegaron con la siguiente luna nueva, sin otra claridad que la de sus corazones encendidos. Pero pronto divisaron las inextinguibles fogatas de las obras de Shahjahanabad.

Mientras los trabajos del Taj Mahal llegaban a su fin, el emperador estaba levantando lo que tenía visos de ser su segundo salvoconducto a la eternidad: una metrópolis entera colindante a la antigua Delhi. No se trataba de remendar la originaria, tantas veces arrasada y reconstruida por rajás y emperadores, sino de ejecutar desde cero un revolucionario modelo urbanístico diseñado para el disfrute y la prosperidad de sus moradores. Sin duda el Sha Jahan tenía en mente la recomendación de su abuelo Akbar, quien solía decir que no había que subestimar el poder del espectáculo, ni tampoco el espectáculo del poder; pero si se embarcó en semejante proyecto fue sobre todo debido a otra motivación personal: pasar el resto de su mandato en un sitio más agradable que la sofocante Agra, cuyas fuertes rachas de viento caliente removían los recuerdos de Mumtaz Mahal y los sacaban a la luz como si fueran parte de un plan macabro para volverle loco.

Para llegar a la ciudad antigua desde el embarcadero tuvieron que caminar buena parte del perímetro de la obra, en la que miles de obreros trabajaban bajo inmensas antorchas ancladas al suelo por cabos dispuestos en estrella. Pasaron junto a tramos de muralla enlazados por colosales torres, a través de cuyas puertas se veían las yuntas avanzando sobre el barro, el humo de los hornos de ladrillo, las montañas de maderos para fabricar poleas, la marabunta de personas y polvo y barritos de elefante y sudor.

—¡Aquí no les dan tregua ni por la noche! —exclamó el perfumero.

Balu pensó que sería un privilegio participar de noche o de día en aquella nueva aventura con mil fachadas que caligrafiar. De hecho, algunos artífices del Taj Mahal también estaban colaborando allí, empezando por el arquitecto ustad Ahmad, que había diseñado los edificios más emblemáticos y de nuevo dirigía los trabajos bajo la supervisión de Makramat Khan, antiguo superintendente de obras públicas y gobernador de la capital en ciernes. Ambos seguían apostando por los mismos criterios estéticos y de materiales que los encumbraron en Agra. Aparte de un sinnúmero de residencias y palacios institucionales revestidos de mármol para destilar pureza y opulencia, estaban levantando dos imponentes estructuras con la arenisca roja que el pueblo asociaba al poderío militar. La primera era una mezquita alzada en una colina que se divisaba desde todos los barrios de Delhi. Cuando estuviera terminada, sería el mayor centro de culto del Indostán, con dos excelsos minaretes desde los que llamar a los veinticinco mil fieles que podían congregarse en el patio. La otra, un fuerte-palacio cuyo tamaño doblaba al de Agra, había sido proyectada como una réplica del Edén descrito en el Corán. Balu se fijó en los textos que empezaban a revestir sus paredes, muchos de los cuales terminaban con la leyenda: «Si existe un paraíso en la Tierra, ¡está aquí, está aquí, está aquí!».

Era bien cierto. A pesar del polvo y el desbarajuste de la obra, allí dónde miraran se vislumbraba magnificencia. En el futuro serrallo, cada cámara tenía su tanque de agua corriente en la puerta, jardines a ambos lados, deliciosos pasajes, riachuelos, fuentes, grutas, retiros que ofrecían protección contra el sol de mediodía, terrazas al fresco de la noche para sumirse en apacibles sueños sobre un diván…

Balu también soñaba, aunque despierto, con abrazar a su amada y besarla sin interrupción durante tantos años como se habían visto obligados a estar separados. No veía el momento de llegar al lugar que había indicado Suvan. Por eso se vino abajo cuando descubrió que allí donde tendría que estar el pequeño teatro de las danzantes de Kerala había un comercio desangelado en el que vendían los productos que fabricaban sobre el antiguo escenario.

Al menos estaba abierto, como tantos en aquella ciudad que nunca dormía, y podían entrar a preguntar. El encargado, un personaje de pómulos marcados y poco pelo, abrumaba a un cliente que se mostraba dubitativo frente a una hilera de frascos.

—Te aseguro que son los mejores preparados para el templo del amor —le decía, refiriéndose al órgano sexual de la amante. Se acercó para hablarle en voz baja, pero no tanto como para que los recién llegados no pudieran oírle y se animaran a comprar—. ¿Dices que tu esposa ha parido demasiados hijos? Pues tengo los mismos remedios que se llevaban los eunucos de la emperatriz para que pudiera mantener bien sujeto al Sha Jahan. Miel de abeja con alcanfor, lotos machacados en leche… Con las proporciones correctas que solo yo conozco, a pesar de sus catorce embarazos aquella cueva seguía contraída como la de una virgen…

—Disculpa, tendero —le interrumpió Balu.

—Si buscas algo para tu cimitarra —arremetió el vendedor mientras su cliente se decidía—, tengo una pomada de jengibre que la mantendrá erguida durante horas.

—Solo quiero saber dónde está la gente que ocupaba este local antes que tú.

—¿Las danzantes?

—¿Las conoces?

Negó con la cabeza.

—Para cuando llegué, ya se habían ido. Una lástima, porque según me han dicho eran una cuadra de bellezas.

—¿Sabes dónde puedo encontrarlas?

—No creo que sea posible —intervino el cliente, que resultó ser un vecino del barrio.

—¿Por qué dices eso?

—El grupo se disolvió y la mayoría de las bailarinas regresaron al sur. El director era un truhán y lo arruinó todo. Se metió en negocios turbios relacionados con unos terrenos junto al río que han sido ocupados por la nueva Shahjahanabad y perdió lo poco que tenían.

—Y él, ¿también se marchó? —preguntó, temiendo una respuesta afirmativa.

—La última vez que lo vi trabajaba en la obra, como todo el mundo.

Balu notó que el perfumero soltaba de golpe una bocanada de aire en señal de alivio. Su fiel amigo estaba igual de tenso que él.

—¿A qué se dedica?

—Supongo que a lo que va saliendo… como todo el mundo.

Pasaron el resto de la noche y buena parte del día siguiente preguntando de forma aleatoria a través de aquel limbo de seres cubiertos de polvo. Estaba a punto de caer la tarde cuando alguien señaló un sector del fuerte que estaban acondicionando para jardín. Al igual que en el Taj Mahal, las zonas verdes eran tan importantes como los edificios, por lo que había gran cantidad de obreros removiendo tierras y construyendo canales que pronto se llenarían de peces ornamentales y pájaros que bajarían a beber de los cipreses y frutales, símbolos del amor y de la vida.

Cruzaron sobre un enorme damero de hierba y mármol que parecía destinado a utilizarse como tablero de ajedrez. Akbar solía jugar con esclavas vestidas de caballos, torres y peones, por lo que no sería extraño que su nieto y admirador hiciese suya esa excentricidad. Enseguida vieron a alguien que respondía a la descripción que les había indicado el cliente del droguero: bigote en punta redondeada hacia arriba y cuerpo en forma de pera. Estaba agachado, colocando una hilera de ladrillos para delimitar la cuadrícula.

—¿Eres el director del grupo de danza de Kerala? —le preguntó Balu mientras se aproximaban a él.

—¿Qué queréis? —saltó aquel, dando un respingo.

—Estoy buscando a una bailarina musulmana que vino del zenana de Agra.

—Aisha —dijo sin dudar.

—¿La conoces? ¿Es cierto que acudió a ti para pedir trabajo?

—¿Quién eres?

—Un antiguo amigo.

El encargado se relajó al ver que no venían a pedirle cuentas por algún asunto pendiente. Echó la vista atrás y, sin cambiar de postura, comenzó a hablar con aquel tono propio de quien degusta momentáneamente un pasado añorado.

—Aisha, Aisha… No había ninguna como ella. En un primer momento, el que fuera musulmana me pareció un inconveniente serio. ¿Qué iba a pensar el público? Desde que Bharata Muni escribiera hace dos milenios su tratado de dramaturgia, las bailarinas mohiniyattam han sido consideradas la representación terrenal de las apsaras, las ninfas acuáticas celestiales. ¿Te imaginas una escultura de un templo hinduista con rostro persa? Pero entonces la vi probarse uno de nuestros saris blancos y dorados y comenzó a mover las caderas y el torso con la suavidad de las hojas de los árboles y el agua de los ríos de mi tierra… Así que pensé: ¡qué demonios! Al fin y al cabo, nuestros principales clientes eran los cortesanos mogoles y el propio Sha Jahan, quien solo con sus esporádicas visitas a Delhi ya nos aseguraba el que pudiéramos comer todo el año; y a él le resultaría placentero descubrir rasgos parecidos a los suyos sobre la tarima.

—Entonces, la contrataste.

—Estuvo aprendiendo durante unos cuantos meses. Sobre todo tuvo que trabajar el movimiento de los ojos, que en esta danza es fundamental para hechizar al espectador. —Él mismo los hizo girar, al tiempo que mostraba las palmas de las manos en una de las cuarenta posiciones básicas—. Cuando la consideré preparada, le di un papel de Vishnú disfrazado de Mohini para alejar a los demonios del néctar de la inmortalidad. Y lo hacía realmente bien…

—¿Pero? —preguntó Balu, intuyendo que había algo más.

—Las demás chicas no la aceptaron.

—¿Por qué?

—Porque era diferente.

—Maldita virtud y condena. —Se le escapó a Balu.

—No sé cómo explicarlo, parecía una noble disfrazada de bailarina. Pero no era exactamente envidia por su cultura y su elegancia lo que sentían por ella; más bien las intimidaba.

—¿Y qué hiciste?

—Tuve que echarla.

—¿Así, sin más? —se indignó el joven calígrafo, viendo que su amada se le escapaba como el agua entre los dedos.

—Igual hubiera dado, porque al poco me vi obligado a cerrar el teatro. Si me preguntas si sentí lástima por ella, no puedo decir que no. Esa joven arrastraba algún peso a la espalda, a saber dónde podrá encontrar la paz. Si te soy sincero, no creo que haya sobrevivido.

—¿Por qué dices eso ahora? —se alarmó Balu, sintiendo un escalofrío por la espalda.

—Demasiado bella para caminar sola por ahí. Pero el mundo es así, y la verdad es que siento aún más lástima por mí mismo. El bastardo de Makramat Khan me lo quitó todo cuando fue nombrado gobernador y ahora tengo que trabajar para él.

Asestó un golpe demasiado fuerte con la maza al ladrillo, haciéndolo descascarillar.

—¿Puedes darme algún otro dato? ¿Te dijo algo antes de irse?

—Solo sé que abandonó la ciudad, al igual que luego hicieron las demás sin darme la oportunidad de reponerme y volver a empezar. ¡Malditas desagradecidas! —rugió mientras se levantaba a por material.

Balu miró a su alrededor, intentando aguantar el tipo. Los palacetes en construcción, aún carentes de cortinajes y finas sedas, le parecieron tan desolados como él.

—¿Qué puedo hacer ahora? Lo único que sé, por lo que dijo el eunuco, es que jamás regresará a la aldea.

—Ya se nos ocurrirá algo —le consoló el perfumero sin mucha convicción.

—Recorreré todo Oriente si es necesario para encontrarla, viva o…

Tras una pausa, su amigo añadió:

—No entiendas mal lo que voy a decirte, pero eso podría llevarte mucho tiempo. Toda una vida.

—¿Y?

—Aún tienes otro asunto que resolver.

—¿Qué hay más importante?

—No es más importante, sino más urgente. No puedes dejar a Khush Nawis en manos de Fereshteh. Después de lo que ese canalla trató de hacer contigo, a saber de lo que sería capaz para quedarse definitivamente al mando del taller. ¿Quién está administrando a tu maestro la medicación que prescribió el físico francés? ¿Estás seguro de que la toma cuando tú no estás? Eres el único que puede frenarle.

Imaginó al maestro otomano en su cama, junto al altar mudo de las Madres Luminosas. Le partía el alma admitirlo, pero el perfumero tenía razón. Tras el burdo golpe de estado de Fereshteh aprovechando su enfermedad y la callada del resto, él era todo lo que le quedaba. Solo podían fiarse del sensible Ciro, pero carecía del coraje necesario para enfrentarse a los demás.

—Hablaré directamente con Amanat Khan para pedirle que le expulse de la obra —resolvió, recuperando su ímpetu habitual.

—¿Crees que dará credibilidad a tu versión de la historia?

—No querrá enfrentarse al príncipe Dara, una vez que este ha salido en mi defensa.

—Piensa que Fereshteh también tiene a un príncipe de su parte…

Aurangzeb y Dara, Dara y Aurangzeb. Siempre presente aquella lucha entre los dos hermanos, por asuntos trascendentales como la religión y la cantidad de recursos que se dedicaban al mausoleo de su madre en demérito de las campañas guerreras, o incluso por cosas tan nimias como aquella disputa sobre si un asistente de calígrafo se había apropiado de un puñado de monedas del tesoro imperial, un litigio insignificante pero del que Aurangzeb pensaba sacar provecho para recuperar la confianza de su padre y seguir optando a ganar la batalla más importante de todas: la futura sucesión al trono.

El perfumero entornó los ojos, mirando a lo lejos.

—¿Aquel de allí no es…?

—¿A quién has visto?

Señaló a un grupo que discutía junto a unos parterres en construcción.

—Lo recuerdo del día que fuimos a la obra con los niños…

—Ran Mal —confirmó Balu.

Pensó que no era extraño encontrar al diseñador de jardines en Shahjahanabad. Habría ido a revisar los vergeles del fuerte y, tal vez, a encargar bulbos a los floristas cachemires que abundaban en el bazar de la antigua Delhi.

—Vayámonos —resolvió—. Si hemos de regresar a Agra, mejor hacerlo cuanto antes.

El perfumero le retuvo.

—¿Por qué no le cuentas lo que se te ocurrió para el jardín norte?

Balu se arrepintió al momento de haberle hablado de ello en el barco.

—Fue una idea absurda.

—Sabes bien que no es así…

—No conozco personalmente a Ran Mal —le cortó—. El plan era que Khush Nawis me hubiese preparado el terreno. Y, además, eso ya no importa, ahora tengo otras cosas en las que pensar —resolvió, tajante—. Toda mi vida se está viniendo abajo.

El perfumero le agarró de ambos brazos y le habló con firmeza, pero también con un profundo cariño.

—Hace años estuve a punto de abandonarlo todo, pero ahí estabas tú, para darme ánimos, no solo con tus palabras, sino con tu ejemplo. Te emparejaste con Santosh cuando ella lo necesitaba, y después, gracias a su tío miniaturista, yo conseguí el trabajo en la tienda de esencias que me permite perpetuar la tradición familiar. Así funciona el karma, la cadena de las buenas acciones. Todo está enlazado, todo tiene sentido cuando se actúa con amor.

—¿Por qué me dices ahora todo esto?

—¡Ni siquiera yo lo sé! —exclamó riendo, dejándose llevar por el agotamiento después de las horas de rastreo y de las malas noticias sobre Aisha. Pero al poco se recuperó y continuó muy serio—: Supongo que es porque tus creaciones también son actos de amor. No tienes derecho a encerrarlas en un cajón.

Balu se quedó pensativo. Todo está enlazado, todo tiene sentido cuando se actúa con amor…

—Maldito perfumero… Y ¿qué pretendes? ¿Que me acerque sin más y comience a hablarle?

—No es necesario, porque voy a hacerlo yo.

Echó a andar hacia el lugar en el que el diseñador de jardines continuaba discutiendo con sus colaboradores.

—¡Espera! —Salió tras él—. ¿Qué vas a decirle?

Ya no había forma de detenerlo.

Ran Mal tenía la piel del rostro áspera como un cactus, fruto de los años trabajando al sol. Su voz, sin embargo, era acariciante como el jugo del aloe. Cuando se presentó como ayudante de Khush Nawis de Bagdad, se mostró muy cordial con él y preocupado por el estado del calígrafo. Balu pintó un retrato de la situación tan realista como desconsolador, pero aprovechó para prometer —públicamente, más que dirigiéndose en exclusiva al paisajista— que se enfrentaría al cielo y la tierra para que su adorado maestro saliera adelante.

Cuando le explicó su idea, Ran Mal pasó un buen rato meditabundo.

—Eso que propones es transgresor —murmuró por fin.

Balu lanzó una mirada de reproche al perfumero antes de excusarse.

—No os preocupéis, señor. Disculpad mi atrevimiento por…

—Pero también es bellísimo.

—¿Estáis diciendo que os gusta?

—Llevo años buscando algo realmente nuevo para el jardín norte, reuniéndome con el Sha Jahan una mañana sí y la otra también porque nada de lo que le presentaba le parecía suficientemente bueno para la tumba de su esposa. Todos los bocetos terminaban en el fuego, no había forma de encontrar el broche ideal. Y de repente apareces tú en mitad del polvo y con cuatro frases de viva voz me pones los pelos de punta, al igual que se le van a poner a él… Has dicho que eras ¿del Rajastán? Maldita sea, ¡si lo más parecido que tenéis allí a un jardín son un par de oasis resecos!

—Pero tienen otras cosas que le han inspirado —intervino, orgulloso, el perfumero.

—Esta noche partiréis hacia Agra como pretendíais, pero lo haréis en mi barco. —Dispuso Ran Mal—. Así tendremos tiempo de discutir bien todos los detalles y preparar unos dibujos para el emperador.

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