Taj

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Tercera parte » 8

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La exclamación de horror de quienes presenciaron la caída fue absorbida por el murmullo de las herramientas que seguían golpeando el ladrillo. Solo unos pocos voluntarios detuvieron su labor y se congregaron alrededor del cuerpo. Yacía boca arriba, con la lengua fuera y los ojos abiertos, sobre un charco de sangre que brotaba de la nariz, de los oídos y de una brecha en el cráneo que se adivinaba entre el pelo. El físico acudió sin tardar, pero no pudo hacer nada. El perfumero bajó del andamio como una exhalación. Cuando se dio cuenta de lo cerca que había estado de perder a su amigo, tuvo que orillarse a vomitar. El calígrafo jefe Amanat Khan, que había sido llamado dado que la víctima era un oficial de su gremio, acudió en compañía del superintendente. Se tomaron un tiempo para escuchar la declaración de los peones que estaban bajo la supervisión de Fereshteh en el momento de la discusión y a ambos les quedó claro que el desgraciado accidente se había debido a su propia imprudencia.

—Mejor él que tú —sentenció Amanat Khan sin dar tregua a su frialdad mientras unos peones se llevaban el cuerpo—. ¿Por qué no regresas al haveli para dormir un rato? Me han dicho que mañana por la noche se inaugurará tu jardín.

Balu se percató de que era la primera vez que le hablaba; salvando, claro estaba, el día en el que lo asaltó sobre ese mismo pedestal, cuando solo había un cenotafio en el centro y el calígrafo jefe miraba al cielo visualizando la futura construcción.

—Prefiero quedarme hasta el final —resolvió, pensando que de nada le serviría tumbarse en su jergón y empezar a dar vueltas a lo ocurrido hasta volverse loco—. De hecho, me gustaría que me permitieran reincorporarme a mi puesto.

—Siempre has tenido agallas, chico de los bueyes. —Fue todo lo que dijo Amanat Khan antes de dar media vuelta y sumergirse en el mar de trabajadores con su túnica impecable y sus anillos reluciendo a la luz de las antorchas.

El día siguiente transcurrió en un suspiro. El biombo iba descendiendo y la emoción de los trabajadores se imponía al cansancio. Nada interrumpía los ríos de voluntarios, que seguían entrando en rigurosa fila con sacos vacíos que al poco salían atestados de material. Nobles y villanos, cubiertos de polvo y sudor ennegrecido por la sangre de los rasponazos y las ampollas, experimentaban la desconocida satisfacción de estar trabajando por una causa común.

Bien entrada la segunda madrugada, cuando las últimas piezas del biombo estaban a punto de ser desmanteladas, se reunió con un grupo de maestros en los jardines frontales que Ran Mal había conseguido mantener intactos. De pie entre los cipreses que se antojaban gigantescos guardianes de la tumba, con el arrullo de las fuentes como bálsamo reparador para sus cuerpos exhaustos, observaban en la negrura cómo el pedestal iba vaciándose de trabajadores. Llegó un momento en el que solo quedaron una docena de capataces que dieron una vuelta de reconocimiento con candiles para asegurarse de que no había algún voluntario dormido en un rincón.

—Todo limpio —informaron al superintendente.

Bajaron de forma sucesiva por la escalera lateral.

El último miró hacia atrás para asegurarse una vez más de que no quedaba nadie…

Y amaneció.

El primer rayo acarició el mármol con timidez, como diciendo: «¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?».

Y el mausoleo debió de responderle (tal vez el eco de la cámara central repitió las palabras caligrafiadas en las paredes), porque al instante el sol se entregó por entero a aquella criatura recién nacida, haciéndola brillar desde la parte inferior del pedestal hasta la flor de loto en lo alto de la cúpula.

—La tumba luminosa —susurró el arquitecto ustad Ahmad con una suerte de temblor en la voz.

El emperador asistió al momento mágico desde la ventana de la torre palacio en el Fuerte Rojo. Los ojos se le humedecieron. Sha Jahan le llamaban, Señor del Mundo, regía sobre cien millones de almas, pero en su corazón solo tenía cabida una.

«¡Ay! —sollozó frente a los suyos el día que murió Mumtaz—. En esta inestable vida transitoria, cada rayo de bienestar está envuelto por una nube de truenos; no hay brisa suave que no arrastre el polvo de la angustia…».

Mientras contemplaba su obra a lo lejos, se prometió a sí mismo que jamás volvería a lamentarse. Había dado a Mumtaz lo que le había pedido: un paraíso terrenal. Era el momento de pasear por sus jardines y reencontrarse con los recuerdos más bellos, no para morir de melancolía, sino para vivirlos de nuevo. Como cuando cazaban tigres en las selvas de Madhya Pradesh y la abrazaba sobre el elefante, escondidos entre húmeda vegetación y ruinas de civilizaciones antiguas. Como cuando ella se bañaba en leche y él recitaba a Ferdousí, su poeta favorito: «Estoy agradecido al gran palacio del verso, porque no puede ser vencido ni por el viento ni por la lluvia. Yo no partiré cuando concluya mi vida, permaneceré en la semilla de la lengua persa…».

—Tú tampoco has partido, esposa mía —dijo en voz alta en la soledad de su estancia—. Permanecerás por siempre en esos muros, en esos minaretes, en esa cúpula blanca como tu alma. Esa tumba no es la culminación de la belleza, como todos creen. Es la culminación de nuestro amor. Y el amor es inmortal.

Inmortal…

Inmortal… repitió el eco en la cámara del cenotafio.

Balu cerró los ojos y respiró el silencio que se había apoderado del complejo. De haberse tratado del fin de obra de cualquier otro monumento, una legión de músicos tocarían melodías de fiesta bajo fuegos artificiales chinos. Pero en el Taj Mahal la música la ponían las líneas de su trazado, la mano del cantero retirando el grano del último pulido, las taraceas de flores que lo llenaban de vida. Pensó que el emperador había sido hábil al despreciar los fríos dibujos geométricos en beneficio de los lirios y los tulipanes que, aun incrustados en la fachada, se inclinaban con la brisa.

—El día que colocamos la primera caligrafía me preguntasteis qué opinaba del proyecto —comentó al arquitecto ustad Ahmad que estaba a su lado, sin apartar los ojos del mausoleo.

—Recuerdo lo que dijiste —repuso aquel, también mirando al frente—: Tiene que haber algo más, aparte de la mera belleza, algún secreto oculto… —Sonrió—. Si ya has dado con él, te ruego que me lo cuentes.

Balu se quedó pensativo.

—El secreto es el amor.

—¿Te refieres al que el emperador sentía por Mumtaz?

Negó con la cabeza.

—Me refiero a la fusión, pura e incondicional… de dos civilizaciones.

Islam e hinduismo.

Hinduismo e islam.

Ustad Ahmad sintió un estremecimiento. Aquel comentario del joven calígrafo era su mejor recompensa, porque no podía ser más acertado. Por una vez, la experiencia constructiva de los persas y la tradición del Indostán no habían sido fusionadas con el fin de conquistar al pueblo, como rezaba el libro de arquitectura de la biblioteca del serrallo. No se trataba de alternar mármol blanco y arenisca roja de forma que esa combinación cromática, como cualquier otra artimaña que pergeñasen emperadores y arquitectos, generase una respuesta u otra en la mente de los súbditos. Las dos escuelas milenarias se habían fundido de forma natural con el único objetivo de alcanzar juntas la perfección. Era lo mismo que el príncipe Dara intentaba lograr con su tratado espiritual, La unión de dos océanos. No se trataba de promover la mera tolerancia, ni una pacífica convivencia. El fin último era la fusión total en una fe única.

Mientras se levantaba el mausoleo, nadie se planteó cuánta cantidad de una y cuánta de otra debía llevar la receta. A nadie le importó mezclar una cúpula persa con cuatro chatris, los kioscos hindúes que la rodeaban, porque unos se completaban gracias a los otros. Así funcionaban las verdaderas relaciones de amor: la aceptación plena del otro y la entrega total al otro para completarse mutuamente.

Toda creación había necesitado siempre la dualidad y los opuestos. Hombre y mujer, día y noche… Nunca hubo derecha sin izquierda, ni arriba sin abajo. En el Taj Mahal, su sobrecogedora simetría transmitía esa integración total de uno en el otro. Era armonía universal. Todo funcionaba a la perfección, fluía como los planetas y las estrellas de una galaxia. De ahí la música que desprendía. No había roces, solo caricias mutuas de dos tradiciones milenarias que habían depositado entre sus muros toda su luz.

Islam e hinduismo.

Hinduismo e islam.

Aisha y Balu.

Balu y Aisha.

¿Dos?

En sus corazones, como en el Taj Mahal, solo eran uno.

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