Taj

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Primera parte » 1

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Desierto del Rajastán

Año 1632

A medianoche, la aldea parecía una nube de libélulas. Las velas ardían en la entrada de las casas, en los santuarios, al pie de los árboles junto al río. Una leve brisa acariciaba las llamas. ¡A la Señora Gran-Fortuna le hago reverencias!, gritaban las mujeres. ¡La luz vence la oscuridad, el bien al mal, se iluminan los hogares y nuestros corazones!, vitoreaban mientras terminaban de preparar los altares de incienso y flores.

La luna marcaba el inicio del diwali, la fiesta de año nuevo. El cuidado de los animales, el drenado de los pozos y las reparaciones caseras tenían que esperar. Era el momento de divertirse, dar gracias por la cosecha y compartir ratos con los vecinos para limar asperezas.

La tarde anterior habían llevado a cabo la limpieza de primavera. Quitaron el polvo con mimo de orfebre y prendieron las lámparas de aceite que iluminarían las calles durante cuatro jornadas. Con este rito ancestral conmemoraban el victorioso regreso del príncipe Rama a su ciudad, cuyas murallas estaban pobladas de candiles para servirle de guía; pero sobre todo confiaban en que la diosa Lakshmi se animase a entrar en las engalanadas casas para quedarse el resto del año.

Balu estaba tumbado en el zaguán de la suya terminando un rangoli, una alfombra confeccionada con harina seca, polvos de arroz y arenas de diferentes tonalidades sobre una plantilla de tiza. No era una tarea habitual entre los varones, pero a él le apasionaba. Hizo el primero a los cuatro años a base de fijarse en el de sus vecinas y ahora, ya adolescente, se había convertido en un experto.

En esta ocasión, el motivo escogido era una visión frontal de un elefante montado por él mismo, enmarcado por una enredadera de espinos. Nadie diría que una obra de semejante belleza y realismo había sido ejecutada por el hijo de un campesino, pero en la aldea ya no se sorprendían por su talento. La destreza de Balu con el carboncillo y los pinceles quedó patente desde que cogió el primero con su mano izquierda, pues para terminar de llamar la atención había nacido zurdo.

Todos recordaban cuando, de un día para otro, las paredes de adobe de las casas empezaron a cubrirse con representaciones de las deidades hinduistas o escenas cotidianas tan fielmente dibujadas que parecían espejos.

—¡Tu pequeño está hecho un artista! —le decían al señor Metha, un agricultor grandullón al que todos apreciaban porque siempre tenía una sonrisa y una broma amable para elevar el ánimo de quienes pasaban un mal momento.

Por desgracia, esta habilidad fuera de lo común gangrenó la relación de Balu con sus dos hermanos mayores, Yamir y Devendra. Nunca habían aceptado que fuera el protegido de su padre, quien le eximía de llevar a cabo los trabajos más duros del campo para que sus manos no se encallecieran y perdieran la sensibilidad.

—¿Qué haría el pobre muchacho si se rebanara un dedo? —se justificaba aquel con su esposa mientras mostraba la falta de dos falanges en su propia mano.

—Los dibujos no se pueden comer —replicaba ella—. Y el hijo de un campesino jamás llegará a dedicarse a las artes.

Lejos de echarse a dormir en su trato de favor, Balu pasaba las noches en vela perfeccionando su técnica innata sobre los pliegos que el señor Metha le compraba a escondidas a un artesano. Pero sus hermanos, en lugar de considerarlo algo meritorio, seguían sintiendo envidia hasta de su nombre, que era diminutivo de Balabhadra y quería decir «afortunado».

—¿Por qué ha de ser más que nosotros? —preguntaban cuando su padre distribuía las faenas, más dolidos por sentirse menos queridos que por la sobrecarga de trabajo.

—Él es diferente —sentenciaba el cabeza de familia para zanjar las discusiones.

El rangoli estaba casi terminado, pero a Balu seguía sin convencerle una de las patas del elefante. Retiró con una cuchara los polvos coloreados que cubrían esa zona y se afanó en corregir la plantilla.

«Líneas continuas, líneas continuas…», repetía como un mantra mientras la tiza avanzaba milímetro a milímetro. Eso era lo más importante. Una línea quebrada daba a los espíritus malignos la oportunidad de entrar en casa.

—Ya estás otra vez por los suelos —dijo alguien desde la puerta de la calle.

Se volvió para mirar y tuvo que esforzarse para no sonreír.

Aisha…

Tenía su misma edad y era guapa como las princesas de los cuentos. Pelo negro liso hasta la cintura, ojos verdes y piel tostada natural que brillaba a la luz de las velas. A pesar de su juventud, su figura desprendía una sensualidad que cortaba la respiración. Pero lo que más le gustaba de ella era saberla diferente al resto.

Como él mismo.

Dos náufragos en un mar de arena.

Cuando Aisha tenía cuatro años de edad fue adoptada por el señor Chudasama, el ricachón del pueblo; y aunque la crio como una hindú, nadie podía cambiar su sangre musulmana. Sus padres naturales pertenecían a una estirpe de la lejana Samarcanda, donde vivieron hasta que, ávidos de aventura, se desplazaron a Jodhpur. Conocida como la Ciudad Azul por el color de las casas que rodeaban el fuerte, este enclave comercial situado a dos días de la aldea de Balu estaba asentado en la ruta que unía Delhi con Guyarat, la salida natural al mar en la costa oeste, por lo que se benefició del tráfico de dátiles, cobre, café, opio… y sedas. El matrimonio abrió un taller de alfombras y la misma semana, como señal de buen augurio, nació Aisha, sorprendentemente bella desde el mismo instante en el que abandonó el vientre de su madre.

Por desgracia, la felicidad de la familia se extinguió de súbito cuatro años después, con motivo de un brote de cólera que se llevó a la pareja al jardín eterno. Fue entonces cuando el señor Chudasama adoptó a la pequeña. ¿Por qué lo hizo? Había tejido relaciones comerciales con los padres de Aisha durante la breve andadura del taller, por lo que tal vez pesaba alguna deuda que nunca habían aireado.

Balu la contempló de reojo. Estaba guapísima. Tan cambiada y al mismo tiempo con el mismo aire cautivador que el primer día que la vio. Recordaba como si hubiera sido ayer cuando el acaudalado mercader llegó a la aldea a lomos de su caballo con la niña en la grupa. Detrás de su pelo alborotado por el viaje brillaban dos esmeraldas enmarcadas en gruesas pestañas. La piel requemada, los pies descalzos llenos de polvo. Ya entonces Balu quiso dibujarla. Era como una pantera, delicada y salvaje.

Tal vez por su estigma de bichos raros, ella la musulmana y él obsesionado con sus pinceles, se convirtieron en uña y carne. Y a medida que fueron creciendo, se acentuó el aislamiento del resto de los niños y niñas de su edad. No les importaba. No necesitaban a nadie más. En cuanto tenían oportunidad se juntaban en la explanada de guijarros junto al río. Él llegaba sudoroso después de las labores del campo y llenaba de dibujos un pliego tras otro mientras escuchaba las cuitas de Aisha con los vecinos. La diferencia entre el culto islamista de sus ascendientes y el hinduista de su nueva familia no debería haberle supuesto un problema. El Sha Jahan, emperador del poderoso estado mogol que abarcaba gran parte de la India, Persia y las regiones próximas a la cordillera del Himalaya, favorecía la convivencia de todas las religiones que se practicaban en sus dominios. Pero Aisha nunca dejó de ser considerada una intrusa en aquella aldea sometida por las viejas tradiciones del desierto.

En lugar de echarle un piropo, Balu se giró hacia el rangoli y gruñó:

—Aún tengo que terminarlo.

—Están todos yendo al río.

—Es esta pata medio torcida… No termino de verla.

Aisha permaneció unos segundos de pie a su lado, confiando en que le dijese algo sobre su sari de seda azul. Por primera vez desde que fue adoptada, en aquel diwali le habían dejado sumarse a la tradición de estrenar una prenda que ella misma había ayudado a tejer. Todo estaba cambiando. Hacía tiempo que no pensaba en hartarse de dulces y explotar petardos.

Viendo que no le hacía un mísero comentario, se sentó en el suelo a su lado.

—Es una pena que dentro de nada vaya a desaparecer —murmuró, contemplando la efímera alfombra de arena.

—Aunque fuera una escultura de roca, ya se encargarían mis hermanos de destruirla. Pero ¿te gusta o no?

—Los he visto mejores.

—Mientes.

—Prefiero el que han hecho en mi casa.

—Será de florecillas.

—Son enredaderas y pavos reales.

—Y seguro que también hay algún cisne —ironizó él antes de levantarse para coger un bol.

—¿Qué guardas ahí?

Balu se puso de rodillas, metió los dedos y sacó un puñado de polvo de corteza de árbol y hojas machacadas con el que empezó a resaltar algunos detalles. Después hizo lo mismo con las especias que guardaba en una caja de sándalo.

—Si descubren que has usado curri para el dibujo…

—A mi padre le gustará. Fue él quien me contó la historia para animarme a hacer mi primer rangoli.

—¿Qué historia?

Volcó unos granos en los cuernos del elefante, haciéndolos brillar como si de verdad estuvieran enfundados en mallas de oro, tomó aire como había visto hacer a los brahmanes y empezó a relatar a ritmo pausado:

—Un sumo sacerdote tuvo un hijo que, siendo muy pequeño, murió de fiebres. Los vecinos estaban tan apenados que lloraron hasta embarrar la tierra bajo sus pies. El dios Brahma, conmovido, se presentó en la aldea y pidió al padre que pintase con polvo de arroz un retrato del niño en el suelo. Cuando terminó, Brahma sopló sobre el dibujo y…

Dejó la frase en suspenso.

—¿Qué ocurrió?

—El retrato se convirtió en un niño de verdad.

Mientras Aisha asimilaba el cuento, Balu extendió la palma de la mano frente a su rostro y sopló, de modo que los restos de corteza y especias volaron hacia la cara de su amiga.

—¡Idiota!

Tosió y se revolvió, levantándose de golpe.

—¡Cuidado con el rangoli, no lo vayas a barrer con el sari!

—¡Ahora te fijas en mi vestido!

Tiró de su mano para apartarla mientras ella escupía los últimos granos que se le habían pegado a los labios.

En ese momento, el señor Metha salió del interior de la casa.

—¿Aún estás aquí? —exclamó con su voz rotunda.

Era un hombre muy grueso. La caída de su túnica de lino desde la hinchada barriga le hacía parecer una campana. Cubría sus pies rechonchos con unas sandalias brillantes del tamaño de una barcaza. Los mofletes dibujaban una expresión risueña que contagiaba hasta a los más ariscos.

Balu soltó la mano de Aisha como si estuviera haciendo algo malo. El padre, que se había percatado, concentró la vista en el dibujo para no avergonzarlos.

—Digno del emperador, hijo. Porque ese que va allí arriba es el Sha Jahan, ¿no?

No le gustaba que su padre le hablase como si fuera un niño, pero le perdonaba todo, ya que a fin de cuentas el espíritu del señor Metha era limpio como las noches estrelladas del Rajastán. Además, de un tiempo a esa parte lo notaba cansado, como si le costase respirar, por lo que intentaba estar cariñoso con él para que se viniera arriba.

—En realidad soy yo, pero gracias.

—No me las des. Parece que esa bestia vaya a abalanzarse sobre el que la mira. No sé de dónde has salido, hijo, nunca he visto nada igual —confesó lleno de orgullo, aunque esa afirmación generase en Balu el efecto contrario.

—Padre, no empieces…

El señor Metha se volvió hacia Aisha.

—¿Qué tal el señor Chudasama?

—Como siempre.

—Yo creo que, con la llegada de la fiesta, estará más feliz que nadie.

—Supongo que como todos —contestó ella con prudencia.

El comentario no era casual. La diosa Lakshmi era la consorte del dios Vishnú, venerado por los comerciantes porque otorgaba prosperidad y riqueza, y el padrastro de Aisha no pensaba en otra cosa que no fuera incrementar sus posesiones. El señor Metha, que había sufrido en sus carnes la ambición del mercader, lo sabía bien. Años atrás, atenazado por las deudas y los impuestos tras un ciclo de malas cosechas, acudió a pedirle un préstamo. El señor Chudasama, viendo que su vecino estaba en una situación desesperada, en lugar de concedérselo aprovechó para proponerle la compra de sus tierras. El señor Metha no tuvo más remedio que acceder; y tal vez solucionó sus problemas inmediatos, pero a medio plazo firmó una gravosa sentencia. Al desprenderse de su único patrimonio, tuvo que ponerse a trabajar para el mercader, cultivando en régimen de arrendamiento la misma hacienda que hasta entonces le había pertenecido. Ya siempre estaría a su merced.

Así eran las cosas, pero Aisha no tenía ninguna culpa. El corazón del señor Chudasama era oscuro como su semblante, mientras que aquella mujercita de otra sangre conseguía brillar entre los candiles del diwali. El señor Metha fue a acariciarle con cariño el pelo, pero se abstuvo al darse cuenta —en aquel mismo momento— de que ya no era una niña.

«Cómo han crecido los dos», pensó.

—¿Me acompañáis al río?

A Aisha le encantaba esa parte de la fiesta, fletar pequeños barcos de corteza de árbol con una velita encima. Cuanto más lejos llegasen, más felicidad disfrutarían los miembros de la comunidad durante el año venidero. Estarían allí hasta la salida del sol, cuando se sumergirían en el agua para lavarse la cabeza en una precisa liturgia que equivalía al baño en el sagrado Ganges.

Fue a decir que sí, pero Balu se adelantó.

—Antes tengo que dar a esto un par de retoques.

—¿Os espero?

—Mejor adelántate. —Dispuso el chico, sin ver el momento de volver a estar a solas con su amiga—. Dile a mamá que llegaré antes de que destape la bandeja.

—Tienes razón, será mejor que vaya a calmar a la fiera.

Esquivó el rangoli pisando lo más lejos posible para no adulterarlo con alguna brizna de estiércol que pudiera llevar adherida a las suelas. Salvo la entrada empedrada, el suelo del resto de la casa estaba cubierto por boñiga seca de vaca a fin de que la santidad del animal impregnase el hogar.

—¡Buscad la virtud, hijos míos! —exclamó mientras se alejaba con su bamboleo, uniéndose a los vítores de las mujeres que cruzaban la aldea como un enjambre de campanillas—. No solo durante esta semana, sino en vuestra vida entera. ¡Recordad que el diwali no termina cuando se apagan las luces!

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