Taj

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Tercera parte » 9

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Poco antes del atardecer, entró en la estancia de Khush Nawis para avisarle de que marchaba hacia el Jardín de la Luna Llena.

—En cuanto termine, volveré a toda prisa para contároslo —le prometió.

—¿De qué estás hablando?

Frunció el ceño. ¿De verdad tenía la cabeza tan perdida?

—De la inauguración…

—¿Te crees que no lo sé? —Gruñó el calígrafo—. Me refiero a que no pensarás dejarme aquí.

Balu rio.

—Nada podría hacerme más feliz, pero dejad al menos que envíe a un criado para que pregunte al físico.

—No necesito preguntar a nadie. Me llevarás y punto, aunque sea lo último que haga.

Se sentó en el borde de la cama.

—¿Creéis que merece la pena?

—Quiero estar presente cuando se inaugure la gran obra de mi… —Le miró a los ojos—. De mi hijo.

—Maestro…

—Para mí es como si lo fueras. Lo sabes, ¿verdad? Soy muy afortunado… Pero no vayas a pensar que quiero hacerle la competencia al verdadero padre que te dio ese don.

—Él también os adora, maestro.

—¿Acaso te lo ha dicho alguna vez?

—Varias —confirmó Balu, sonriendo—. Cada vez que dibujo una línea, él me habla.

Se inclinó para darle un abrazo que también iba dirigido al gordinflón señor Metha. Un abrazo de inmensa gratitud por todos los momentos compartidos. Los más felices y los más duros; los más grandes y los más pequeños. Si algo había aprendido en aquel taller era que la verdadera satisfacción se alcanzaba al volcar el alma en cada trazo. Daba igual que fuera la caligrafía de un magnífico mausoleo o un boceto de carboncillo en papel reutilizado.

Mandó preparar un palanquín en el que Khush Nawis pudiera desplazarse recostado, le vistió con su mejor túnica recién aromatizada y salieron mientras los últimos rayos de sol pintaban de naranja los tejados de Agra.

Comparado con otras celebraciones, el acto se presumía bastante íntimo. Apenas había un puñado de cortesanos y maestros invitados, además de las Madres Luminosas llamadas por la princesa Jahanara como beneficiarias de su próxima obra de caridad. Cruzaron en una de las barcazas dispuestas en la ribera. Una vez alcanzaron la orilla del jardín, el maestro otomano se incorporó y pidió a Balu que le ayudase a entrar por su propio pie.

—¿Estáis seguro?

—Te ruego que no sigas tratándome como a una anciana inválida, en el nombre de Alá. Cógeme del brazo y una vez arriba déjame sentado en cualquier poyete, que ya me las apañaré yo.

Así lo hicieron. Desembarcaron en la escalera de piedra con briznas de hierba talladas que partía del agua y subieron a paso lento entre dos hileras de antorchas, único apoyo a la creciente luminosidad de la luna.

El jardín no se parecía en nada al situado al sur del complejo, con sus lechos de flores simétricos y las sofisticadas fuentes del paisajista cachemir. Tenía un aspecto más silvestre, a pesar de que todo estaba calculado y su ejecución había sido igual de precisa. Siguiendo el trazado cuadrangular del perímetro exterior, a modo de marco discurría un parterre continuo rebosante de lilas, violetas, jazmines y amapolas. A continuación, una senda cubierta de grava blanca dibujaba otro recuadro concéntrico más pequeño. La tercera franja hacia el interior estaba plantada de hierba salpicada de tulipanes, la flor del amor en los poemas mogoles. Lo novedoso era que se podía caminar entre ellos, como en un edén salvaje sobre el que habían colocado los bancos de piedra, todos mirando hacia el centro. Allí, la atracción principal seguía oculta tras las mamparas. Lo circundaban un centenar de eunucos en posición de firmes, preparados para llevarse todos al mismo tiempo los postes y la seda en cuanto recibieran la orden.

—¿Qué hay dentro?

—En breve lo sabréis.

Le estaba ayudando a sentarse en uno de los bancos cuando vieron aparecer por el fondo al diseñador Ran Mal con el grupo de directores de obra que encabezaban el arquitecto ustad Ahmad y su inseparable calígrafo jefe Amanat Khan.

—Ve con ellos —le exhortó Khush Nawis.

—En cuanto lleguen Santosh y las demás me ocuparé de que os hagan compañía —le prometió su pupilo. Dio una vuelta con la mirada entre los diferentes corrillos de cortesanos invitados—. Ya deberían estar aquí…

—Tú dedícate a lo tuyo, que yo me valgo.

Saludó a los técnicos de forma protocolaria, pero dejó que fuera Ran Mal quien continuase haciendo los honores de la visita. El cachemir había aceptado con tanta humildad su propuesta, acallando su ego —sin duda herido—, que bien merecía su pequeña parcela de protagonismo ante el resto de maestros con los que habitualmente trabajaba.

Mientras recorrían la senda admirando las composiciones florales del marco exterior (todos con un ojo puesto en los cortinajes, esperando impacientes una ráfaga de viento para curiosear el interior), se percató de que su amiga acababa de llegar. Era emocionante verla allí. Quién lo hubiera dicho unos años antes, cuando corrían con Deepak por las calles del bazar entre magos y luchadores de feria… Junto a ella estaba la dicharachera Indira y otras dos compañeras que trabajaban de forma permanente en la casa de acogida, henchidas de orgullo y también nerviosas solo de pensar que iban a conocer a la princesa. Les acompañaban otras seis jóvenes, a buen seguro las últimas incorporaciones al grupo. Las veteranas habían cosido para ellas bonitos saris, pero aun así se mostraban vergonzosas. Alguna incluso se tapaba el rostro con el velo, evitando significarse demasiado para que no se rompiera el hechizo y la echaran a golpes.

Santosh las tranquilizó y se sentó al lado de Khush Nawis. Saludó a Balu con la mano, antes de llevársela al corazón en señal de lo orgullosa que se sentía de él.

El joven calígrafo repitió el gesto. En ese momento oyó una melodía lejana.

Provenía del río.

El emperador y su hija se aproximaban en una bella falúa.

Siguiendo con la delicadeza del acto, no había tambores ni trompetas para anunciar su llegada. Un solo músico jugaba con el aire en su ney, una flauta tradicional persa forrada de bronce que arrancaba sonidos tan profundos como la propia noche. Aquella forma de tocar sin sobresaltos, heredada de tribus arias más antiguas que la Historia, armonizaba de forma sublime con la imagen del Taj Mahal reflejado en el agua, por unos instantes tembloroso al paso del bote.

—Ven conmigo —le pidió el cachemir, excusándose con el resto y dirigiéndose al embarcadero para recibir al Sha Jahan con una reverencia.

La princesa Jahanara saltó de forma grácil a la escalera de piedra, cogida de la mano de su eunuco.

—Ha llegado el momento, rajput —susurró al pasar junto a Balu, dejando claro que había hablado de él con su hermano Dara.

El emperador, que conocía el terreno tras la visita previa de inspección, caminó hasta las mamparas y dijo a su paisajista:

—Esta mañana le hemos quitado el velo al edificio más bello de cuantos ha erigido el ser humano. Ahora hemos de quitárselo a vuestro nuevo vergel. Quiero pensar que estará a la altura…

Sin dejarse intimidar por la responsabilidad, Ran Mal le pidió que le siguiera hasta un banco situado de forma estratégica en el lado opuesto a la orilla, para que cuando llegase el momento pudiera contemplar simultáneamente la totalidad del jardín y, al fondo, la tumba luminosa. El emperador se sentó sin rechistar donde le indicó, ordenando a sus guardias personales que regresasen a la falúa. Al fin y al cabo, todos los presentes eran personas de su confianza: los directores de obra y un grupo selecto de nobles. Unos y otros se colocaron de pie a su espalda para dejarle una falsa intimidad.

Durante un rato, la escena pareció haberse congelado. Los eunucos seguían formando alrededor de los bastidores de seda. El Sha Jahan empezaba a mostrarse inquieto, preguntándose si había sido buena idea prestarse al juego del joven calígrafo.

Balu no se inmutaba. Tan solo observaba la luna.

Cuando vio que alcanzaba su punto álgido, se giró hacia Ran Mal para cederle de forma generosa el privilegio de dar la orden. El cachemir asintió con gratitud y exclamó:

—¡Que comience a latir el corazón del jardín!

En un abrir y cerrar de ojos, los cien sirvientes desmontaron los tules y los listones de madera y se perdieron con ellos en la oscuridad.

Todos los asistentes se fundieron en una exclamación de asombro.

Lejos de lo que esperaban, el secreto mejor guardado de aquel edén no respetaba la simétrica cuadratura del marco exterior, la senda y la franja de tulipanes. Muy al contrario, era un parterre irregular con extrañas figuras compuestas a base de millares de flores blancas que relucían sobre la hierba a la luz de la luna llena.

Tras la sorpresa inicial, fueron fijándose mejor.

No eran figuras aisladas. Formaban una composición.

Una línea curva.

Un punto.

Otra línea, un tanto inclinada, y un círculo.

Una recta con una culebrilla encima…

Era una palabra.

La palabra «Esperanza».

Gigantesca, dibujada en el suelo con aquellas flores níveas a tono con el mármol del mausoleo que se elevaba al fondo, diseñada con el estilo cúfico preferido del maestro otomano, con trazos vivos como raíces y ramas.

«Es un jardín —pensó Balu—, pero también una caligrafía».

«Una caligrafía árabe, pero también un rangoli hindú».

Un rangoli como el que compuso para la fiesta del diwali la noche que murió su padre. En aquella ocasión dibujó en la entrada de su humilde casa un elefante montado por él mismo, enmarcado por una enredadera de espinos. Al pensar en ello, sonrió. Encaramado sobre aquel paquidermo había conseguido romper todas las barreras. Acababa de dibujar en el Taj Mahal la palabra que Aisha escogió para tatuar su mano con henna.

Recordó las lágrimas que vertió sobre aquella misma tierra, entonces yerma, el día que creyó que había muerto. «¡Yo no puedo construirte un mausoleo!», sollozó entonces, para al poco darse cuenta de que el más bello homenaje que podía dedicar a su amada sería estampar su firma en el de la emperatriz. El calígrafo jefe había escrito su nombre en una losa de la cámara del cenotafio. Los canteros habían tallado símbolos clandestinos en los bloques de piedra. Tras la euforia, llegaron las dudas: ¿qué puedo hacer yo?, ¿quién soy yo? Cuanto más pensaba en ello más improbable veía alcanzar su meta, pero había jurado nunca más volver a claudicar y decidió aferrarse a la esperanza. Esperanza… Esa palabra que le salvó de los salteadores del desierto, que llamó la atención del maestro otomano y que le había inspirado su obra definitiva. Esperanza… Esa palabra que a partir de ahora también inspiraría al emperador y a todos aquellos que paseasen por el jardín a la luz de las siguientes mil lunas llenas, colmándolos de la confianza —más aún, de la plena certeza— de que tarde o temprano se reencontrarían con sus seres amados, los que ya habían partido y los que aún no habían llegado.

Caligrafía y rangoli.

Islam e hinduismo.

Aisha y Balu.

¿Dos?

Siempre uno. Todo era uno.

Tomando las riendas del evento, se colocó frente al Sha Jahan y relató la historia del primer rangoli, la misma que le había contado su padre y que él contó a Aisha tirado en el suelo de su casa mientras corregía el elefante de arena coloreada. Les habló del sumo sacerdote cuyo hijo murió de fiebres; de los vecinos que lloraron hasta embarrar la tierra bajo sus pies; del dios Brahma que, conmovido, se presentó en la aldea y pidió al padre que pintase con polvo de arroz un retrato del hijo en el suelo, sobre el que sopló para convertirlo en un niño de verdad.

Cuando terminó, se hizo el silencio.

Nadie podía ni tan siquiera moverse hasta que no lo hiciera el emperador, quien finalmente declaró:

—Es bella tu idea. También es bella la historia de tu benévolo dios.

—Gracias, mi señor —dijo Balu con una nueva reverencia.

El Sha Jahan se levantó del banco, fue hacia el gran rangoli y se agachó para arrancar uno de los capullos blancos.

—Lo que aún no entiendo —siguió, frunciendo el ceño— es por qué has escogido estas flores. Están… marchitas, al igual que estaban el día de la inspección, cuando os advertí que no me gustaban. ¿Acaso se han estropeado durante la construcción del jardín? Si es así, admitidlo de una vez. Quizá las mamparas han concentrado demasiado calor.

—Mi señor… —Fue a excusarse Ran Mal, pero el emperador le cortó, más triste que enfadado.

—Me asegurasteis que lo mejor estaba por llegar. Yo lo creí, pero sigo viendo las mismas flores mustias.

Balu sonrió.

El Sha Jahan debió de pensar que había perdido el juicio.

La princesa Jahanara agachó la cabeza.

El joven calígrafo, sin embargo, la levantó hacia el cielo.

Parecía que la luna fuese a reventar de tanta luz.

«Por favor…», suplicó en silencio.

En ese instante, uno de los capullos comenzó a abrirse. El emperador dio un respingo. Nunca había contemplado ese despertar a tiempo real.

Al poco le siguió otro, y luego muchos más. Todos ellos.

Los asistentes estaban fascinados por el florecimiento simultáneo del jardín. Maestros y cortesanos, las Madres Luminosas y Santosh, que se cogió fuerte del brazo de Khush Nawis, la princesa Jahanara… Ninguno podía apartar los ojos de aquella palabra caligrafiada en la tierra que brillaba blanca, de pronto tupida por tanto pétalo desplegado… y perfumada.

—Esta fragancia —indicó Balu con voz sosegada para no quebrar la magia del momento— nos comunica que el ritual ha concluido. O más bien que acaba de empezar. Ahora es tiempo de contemplar el rangoli y pensar en aquellos que amamos.

El emperador cerró los ojos y alzó la nariz para aspirar el aroma dulzón.

—¿Cómo…? —titubeó—. ¿Cómo lo has conseguido?

—En un principio pensé utilizar tulipanes, al igual que en la cenefa que rodea la palabra —le explicó, resuelto—. Pero entonces recordé una conversación con mi buen amigo perfumero, quien acostumbraba a visitar a los floristas del bazar en busca de especies raras con las que confeccionar nuevas esencias.

—Reina de la noche —intervino, docto, el diseñador cachemir.

—Una flor nocturna que se abre solo cuando comienza la fase de luna llena —siguió Balu, mientras se agachaba para acariciar un ejemplar—. A medida que se acerca el momento van apareciendo los brotes de las hojas y después nacen los capullos arrugados en forma de campana. Pero el alumbramiento final… ¿Qué puede decirse? Vos mismo lo habéis visto, mi señor.

El Sha Jahan asintió, complacido. Acarició un pétalo y volvió a sentarse en el banco para contemplar el gran espectáculo de la naturaleza mientras, de forma espontánea, la flauta lejana retomaba su melodía.

Todos los asistentes, embelesados por la palabra encendida por la luna, permanecieron a su espalda como estatuas.

Balu caminó hacia el río.

Se detuvo en la orilla.

Allí seguía el mausoleo recién desvestido, bañándose por primera vez en el Yamuna en todo su esplendor.

Una luz tintineante sobre el agua llamó su atención. Se acercaba llevada por la suave corriente. Era una vela sobre un cuenco de bambú, como las que los vecinos de su aldea echaban a flotar en el río Luni antes de sumergirse para el ritual purificador del diwali.

¿De dónde venía?

Miró a su derecha y distinguió una figura solitaria en el extremo del jardín.

Era una mujer con indumentaria hindú. Los pies descalzos. El rostro tapado con el velo. Una de las Madres Luminosas que habían acompañado a Santosh.

No le parecía haberla visto antes en la casa de acogida, pero había algo en su sari de seda azul que le resultaba familiar…

El corazón empezó a latirle a toda velocidad.

La noche que compuso el rangoli a la entrada de su casa, Aisha apareció con uno que ella misma había tejido. Por primera vez estrenaba una prenda, como mandaba la tradición, y era del mismo tono del que tenía delante, con los mismos bordados añil oscuro.

Se acercó a la mujer y la contempló a la luz de la luna. Al igual que la tumba de Mumtaz, sus ojos desprendían aquella mezcla de encanto y de tristeza que era esencial para la más alta belleza. Y su cuerpo… Cada línea bailaba como la brisa.

—No puede ser…

Ella dejó caer el velo.

Balu se llevó la mano a la boca para aplacar una repentina congoja. ¿Aisha? Las lágrimas brotaron. No quería decir nada, no fuera a hacerla desaparecer. Estaba claro que se trataba de una visión y necesitaba que se prolongase más. Era tan real…

Ella también empezó a llorar. Al mismo tiempo reía.

Un millón de imágenes pasaron ante ambos.

Un millón de preguntas.

—Cuando me echaron del grupo de teatro —empezó a narrar, tratando de arrojar alguna respuesta para traer de nuevo a Balu a este mundo—, me uní a una caravana de titiriteros ambulantes que hacían escala en Delhi. Llevaban un espectáculo muy sencillo, pero me permitía ganarme la vida bailando. Además, el ir cambiando de lugar hacía que me sintiera invisible, que era lo que necesitaba. Me avergonzaba de mí misma.

—Pero no tuviste ninguna culpa en…

—Hace unos días la caravana vino a Agra —siguió ella, temiendo no poder retomar si se detenía—. Mis compañeros estaban contentos porque las celebraciones por el fin de las obras traían público, pero yo imaginaba el serrallo tan cerca y no era capaz de bailar, apenas podía respirar. Una de las acróbatas me consoló diciendo que no era la única mujer que había pasado por algo así, que había muchas con un estigma parecido que habían logrado salir adelante. Fue entonces cuando me habló de las Madres Luminosas, unas jóvenes del bazar que se ayudaban entre sí para rehacer sus vidas. Al parecer, habían asistido a una función en la plaza y le contaron lo que hacían. Aquella historia me removió por dentro. Podía unirme a ellas, trabajar para ellas, me bastaría con tener comida y un techo para pasar las noches. Por fin había encontrado una ventana por la que asomarme y dar salida a… mis afectos. No podía casarme, ni mucho menos volver a la aldea. Pensaba que, después de lo que habían hecho conmigo, me repudiarías…

—No, Aisha, no…

—Me planté en su puerta y desde el primer momento me atendieron con todo cariño. Cuando Santosh, la que estaba al cargo, me preguntó mi nombre y comenzamos a hablar… Ninguna de las dos podíamos creerlo. Entonces supe todo lo que habías hecho por mí y…

Volvió a llorar.

A Balu iba a estallarle el corazón.

Aisha, las Madres Luminosas…

Deepak, Santosh, Khush Nawis, Dara, Jahanara…

Las palabras del perfumero se repetían en su cabeza: así funciona el karma, la cadena de las buenas acciones. Todo está enlazado, todo tiene sentido cuando se actúa con amor.

—Pero ¿cuándo fue esto? —acertó a preguntar.

—Ayer.

—Y ¿cómo no viniste a buscarme de inmediato?

—Santosh dijo que quería lavarme y prepararme para ti, como lava y prepara a las estatuillas de las diosas en los santuarios.

Se lanzaron por fin el uno contra el otro y, envueltos en la fragancia de las reinas de la noche, se fundieron en un beso que ansiaba recuperar cada minuto. Balu quería gritar, entrar a la cámara octogonal del mausoleo para dar las gracias a Mumtaz y que el eco lo repitiera un millón de veces. Gracias, gracias, gracias…

—Esta vez sí que me he fijado en tu vestido —le susurró al oído.

—Aquella noche también lo hiciste…

La cogió de la mano y caminaron hacia la escalera que se introducía en el río. Bajaron despacio, deteniéndose en cada peldaño, metiendo primero un pie, luego el otro, hasta la rodilla, los muslos… Y se sumergieron como no habían podido hacer en su pequeña aldea del desierto. Desde entonces había pasado mucho tiempo, pero ¿qué era el tiempo? Estaban juntos. Cada paso dado les había conducido hasta aquel instante.

Sacaron la cabeza fuera. El pelo mojado, la ropa pegada a la piel. No podían dejar de mirarse.

No existía nada más.

—¿Te atreves? —le animó ella.

Y nadaron hacia el centro del Yamuna para seguir besándose sobre el Taj Mahal reflejado en el agua.

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