Taj

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Primera parte » 2

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Un rato después, los dos amigos abandonaron a su suerte al recién terminado elefante y salieron al patio común a cuyo alrededor se agrupaban las casas de adobe de los campesinos. Toda la aldea estaba estructurada en plazas cuyos moradores pertenecían al mismo oficio. Según las enseñanzas, dependiendo de qué parte del cuerpo de Brahma había sido creada una persona, nacía de una casta u otra, lo cual a su vez determinaba los trabajos que podía desempeñar en su vida. De la boca surgieron los brahmanes o sacerdotes, la clase más alta. De los hombros brotaron los chatrias, políticos y militares. Los vaisías, casta que aglutinaba comerciantes, artesanos, agricultores y ganaderos, provenían de las caderas. Y los sudras, trabajadores sin cualificación, servidores y esclavos, de los pies. Aún quedaba un escalafón más bajo, los dalits, compuesto de parias e intocables que procedían del excremento del dios.

Balu se detuvo en el centro para desentumecer los miembros tras las horas postrado en el suelo, alargando en lo posible aquel momento de intimidad. Le producía una suerte de excitación estar a solas con Aisha en un lugar que normalmente era un hervidero de gente, pero ella no estaba dispuesta a perderse un minuto más de celebración.

—¡Aquí te quedas! —exclamó, echando a correr hacia el portón de la plaza.

Él fue detrás, enrollándose bien a la cintura la tela que le servía de pantalón para no perderla por el camino.

Dejaron atrás el grupo de viviendas de los herreros (resultaba raro pasar junto al muro sin escuchar martillazos sobre el yunque) y, con cuidado de no tropezar en la oscuridad, atravesaron el campo de guijarros por el que se accedía a la playa del venerado Luni. A pesar de ser conocido como el «río de sal» por la composición de sus aguas y de que, según la estación del año, su gran cauce llegaba a desaparecer, era fundamental para la subsistencia de aquella aldea obligada a soportar temperaturas infernales.

Escucharon a lo lejos los primeros acordes de una canción conocida. Al acercarse vieron las llamitas sobre el agua. Aisha se giró hacia Balu con los ojos muy abiertos y una sonrisa que bastaba para iluminar por sí sola el desierto del Thar.

Buena parte del pueblo había formado un círculo alrededor de los músicos. El percusionista combinaba palmas y dedos para arrancar ritmos vertiginosos a la piel de cabra de los tambores. El más joven componía agudas líneas con una flauta estrecha como una cobra. Un enano aferrado a un instrumento consistente en una varilla de bambú con un coco ahuecado en el extremo trazaba bellos acompañamientos con su única cuerda.

—«Tal vez la diosa aparezca en tu casa y te pida que permanezcas despierto…» —cantó Aisha con voz suave mientras arqueaba su cuerpo, como hechizada por la sinuosa melodía de los vientos.

Balu sí que cayó embrujado al contemplarla. Una danza apenas intuida, pero tan completa en sus brazos que eran como olas y en su pelo que acariciaba el aire y en sus pies adornados con sortijas y pulseras que tintineaban a cada movimiento. ¿Qué dios había podido crear algo tan bello? ¿Cómo era posible que bailase así, sin que nadie le hubiera enseñado? La dibujaba una y otra vez en su mente, incapaz de corregir un solo trazo porque Aisha ya era perfecta de por sí. Siguió embobado los saltitos ágiles y los suaves movimientos con el torso erguido, viendo en ellos el oscilar de las palmeras y el fluir de los ríos, y las manos como palomas, volando bajo, de pronto aleteando para subir más allá de las nubes…

La noche transcurrió feliz. Las estrellas se confundían con las llamitas que flotaban indecisas antes de dejarse llevar por la corriente. Bailaron, rieron y comieron carnes maceradas con cilantro y jengibre.

Cada familia llevaba su propia fuente de frutas desecadas o pastas de harina de trigo para los postres. Pero cuando la madre de Balu se dispuso a descubrir la suya, se formó una avalancha deseosa de probar el nuevo dulce que, como cada año, había preparado para la fiesta. El señor Metha se frotaba la barriga provocando el bochorno de la mujer y las sonrisas cómplices del resto.

—¡Soan Papdi! —gritó, orgulloso, cuando ella retiró la tela que cubría el manjar típico de los horneros del norte. Y, metiéndose el primer pedazo en la boca con una agilidad que no se correspondía con su inabarcable anatomía, comenzó a explicar la receta a los vecinos que esperaban su turno en la cola—. Primero tamiza harina de garbanzos y dora la mantequilla en una cacerola, después forma una masa con miel y, aquí viene el secreto, la espolvorea con cardamomo…

Cada vez que se estiraba para coger un pedazo, ella le golpeaba en la mano y los demás rompían a reír a carcajadas.

Balu los contemplaba desde lejos. Su padre le dedicó un gesto simpático, hinchando aún más los mofletes hasta reducir sus ojos a una simple línea.

Con los primeros rayos del alba, los vecinos empezaron a meterse en el río. Lo hacían con parsimonia, solo hasta media pierna, sabedores del carácter sagrado de aquel lavado capilar que llevaba aparejada la higiene del alma. Balu, olvidándose del pudor que debería sentir al estar a la vista de todos, cogió a Aisha de la mano y ambos caminaron despacio, introduciendo la punta de un pie, luego la del otro, los tobillos… Ella se remangó el sari y él tembló al verle las rodillas.

«Jamás podré dibujar algo así», pensó, feliz de ser quien estaba a su lado.

En ese momento sintió un golpe brutal en la espalda y cayó de bruces al agua, arrastrando a Aisha consigo. Se volvió completamente empapado. Devendra, su hermano mayor, reía a carcajadas. Yamir, el mediano, aplaudía un poco más atrás.

—¿Por qué lo habéis hecho? —chilló, todavía con el susto metido en el cuerpo.

—Pareces una gallina. A ver si ahora le gustas tanto a tu amiguita persa.

—Gallina, gallina… —cacareaba Yamir, imitando el movimiento del ave en la orilla.

Echó a correr hacia Devendra. Tal vez porque nunca se había peleado con nadie, su hermano no esperaba el puñetazo que recibió en plena cara.

Tras un chasquido que detuvo el tiempo, un reguero de sangre.

—¡Me has roto la nariz!

Se fijó en sus nudillos enrojecidos. Le dolían, pero la mano permanecía cerrada, tensa por la ira. No podía creer lo que había hecho.

—¡Te voy a matar! —gritó Devendra a la vez que saltaba sobre él.

Volvió a sumergirlo en el agua. Aisha chillaba sin saber qué hacer. Yamir jaleaba al mayor como si su contrincante fuera el peor de los enemigos. Balu no podía zafarse. Intentaba patalear, pero su hermano tenía fuerza suficiente como para dominar a un camello y esa habilidad de pendenciero para sentarse sobre su pecho e inmovilizarle brazos y piernas. Le presionaba la cabeza contra el fondo de piedras, aplastándole la frente y la mandíbula de forma que no podía cerrar la boca. Comenzó a tragar agua, a sentir espasmos.

Cuando estaba a punto de desmayarse, algo ocurrió en la superficie. De pronto veía quieta la silueta de Aisha. Escuchó unos gritos amortiguados. La tensión de los dedos que le aprisionaban se redujo.

Se zarandeó una vez más y, entonces sí, Devendra se apartó para dejarle salir. Tosió, le dieron arcadas. Los demás miraban río arriba. No eran gritos, sino el llanto desconsolado de una mujer. Sintió un escalofrío al comprobar que se trataba de su madre. Se había metido en el agua hasta la cintura y sujetaba algo que flotaba, un bulto que parecía una vaca sagrada. Se apartó el flequillo mojado de la cara, entornó los ojos…

—¡Padre!

Echó a correr sin salir del agua. Cuando llegó, algunos vecinos ya estaban ayudándole a sacar el cuerpo a la orilla.

Lo tumbaron boca arriba. No había pulso. Intentaron hacerle la respiración boca a boca, presionaron su pecho enorme, pero tampoco respondía.

—¿Qué ha pasado? —sollozaba; y su madre emitía unos chillidos que no parecían humanos, llevándose las manos a la cara y abriendo los ojos como si estuviera loca.

El señor Metha tan querido por todos, su amado padre, su tabla de salvación, ya no estaba allí.

Dio un grito pavoroso.

—Tu abuelo también murió de forma súbita —intervino el señor Chudasama, intentando hacer notar su autoridad—. Estaba igual de gordo y el corazón se le detuvo en un golpe de calor. El físico dijo que lo tenía más grande que el de un camello. Esta vez habrá sido por el agua. Ya has visto que está fría.

Sus hermanos permanecían a cierta distancia con la expresión perdida, tratando de superar la aprensión que les producía el cadáver. Aisha tiritaba de pie a un lado, abrazando su propio cuerpo empapado. Balu se arrodilló en el suelo y se recostó sobre la imponente barriga de su padre.

«¿Por qué no he muerto yo? —sollozaba, acariciando aquel globo aún más hinchado y duro de lo habitual—. ¿Por qué no estaba junto a ti para ayudarte, en lugar de andar peleando? ¡No quiero que te vayas! ¡Quiero que me cojas en volandas, que me traigas el papel del artesano y veas lo que dibujo para ti, que me guiñes un ojo y hagas la sombra de un camello en la pared! Por favor, bapa, no me dejes solo…».

Los vecinos estaban mudos. Ya no había bailes ni música. La flauta yacía en el suelo como una cobra muerta.

Se levantó un aire repentino que sacudió las ropas de las mujeres e hizo volar las telas que cubrían los dulces. En el pueblo, una ráfaga penetró en el zaguán del señor Metha y deformó la trompa del elefante y la pata que tanto trabajo había dado. Al poco, una segunda racha barrió el rangoli por completo, reduciendo al paquidermo, y a Balu sobre él, a un montón de polvo de colores esparcido por el suelo.

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