Taj

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Primera parte » 3

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Se encerró en un cubículo de madera anclado a la parte trasera de la casa en el que su padre guardaba sacos de grano y aperos de labranza. Si estiraba los brazos, llegaba a tocar ambas paredes; y la única ventilación era el aire viciado de excremento de cabra que se filtraba entre las tablas. Pero habría preferido dormir sobre la pira funeraria antes que volver a la estancia que compartía con sus hermanos.

Era bien sabido que lo odiaban, pero tras el incidente del río no quería imaginar las sádicas ideas que les pasarían por la cabeza. El problema era que ya nunca más podría cobijarse tras el amurallado cuerpo del señor Metha y su madre seguiría adoptando el rol de testigo mudo. Si antes acostumbraba a tomar partido por los dos mayores para compensar la predilección que su padre sentía por él, mucho más lo haría ahora, sabedora de que estaban más capacitados para la dura vida del campo y podían evitarle una vejez de mendiga.

Pronto se iniciaron los oficios fúnebres para favorecer la reencarnación del alma en su fatigosa escalada hacia el Nirvana. Quería creer que, si la ley del karma operaba como era debido, su bondadoso padre tendría que estar ya cerca del estado de iluminación definitiva. Pero le echaba tanto de menos que la pena le impidió salir de su agujero para celebrarlo con el resto.

Se limitó a imaginar desde la oscuridad cómo lavaban el cuerpo, lo vestían de blanco y lo colocaban con los pies hacia el sur junto a una lámpara de aceite para que lo alumbrase durante tres días. Cómo, durante ese tiempo en el que la familia estaba en un estado de impureza que le impedía visitar los santuarios, leer sagradas escrituras o dar limosna, sus hermanos se bañaban por la mañana y por la noche para después transportar el cuerpo a hombros hacia el lugar de la cremación —requiriendo la ayuda de los vecinos, que estarían preguntándose por qué Balu, el favorito, no sujetaba un extremo de la camilla—. También imaginó cómo prendían la antorcha, cómo el alma abandonaba el cuerpo, impulsada por las llamas que eran el soplido de Brahma, y cómo, tres días después de la incineración, se recogían las cenizas y eran arrojadas al río.

Cuando terminó el rito y el pueblo retornó a sus actividades cotidianas, decidió que también había llegado el momento de salir de su retiro. Al empujar la puerta de tablas, el sol de media tarde le deslumbró y volcó con el pie el cuenco de arroz que su madre había rellenado cada mañana a pesar de que terminaba devorado por las ratas. Había sobrevivido a base del agua del monzón vespertino que se filtraba por una esquina del techo, lo que explicaba su aspecto de enfermo. En un movimiento reflejo fue a recoger lo que había tirado, pero estaba tan débil que al intentar agacharse le sobrevino un mareo y tuvo que apoyarse en la pared.

Al abrir de nuevo los ojos, vio frente a él un espíritu alado de los que llamaban resplandecientes. Era su madre, con un sari níveo que agitaba el viento, tendiendo las ropas blancas del luto que acababa de lavar en el río.

Se observaron durante unos segundos. Balu, que apenas podía tenerse en pie, sintió unas ganas terribles de correr a abrazarla, pero en aquel instante empezaron a pasar tantas cosas por su cabeza que, para evitar volverse loco, hizo como si ella no estuviera y se encaminó dando tumbos hacia la casa de Aisha.

Se detuvo frente a la puerta. Nunca había entrado. Era una mansión aislada, fuera de los sectores de los oficios. El señor Chudasama no era ni brahmán ni chatria, pero aun perteneciendo a la casta de los vaisías por su condición de mercader, el hecho de ejercer de prestamista y haber comprado tierras que otros trabajaban para él le hacía disfrutar de un tratamiento por encima de los meros comerciantes y las gentes del campo. Así funcionaban los yatis, subcastas familiares introducidas por las leyes brahmánicas para encasillar aún más a la población.

—¿Hay alguien? —preguntó al aire.

No hubo contestación, así que siguió adelante. Atravesó la veranda en la que se reunían los hombres y accedió a la sala de trabajo del mercader.

Había intentado decorarla como un palacete en miniatura a base de acumular muebles y objetos sin gusto alguno, pero Balu se quedó con la boca abierta. En su austera morada de campesinos solo disponían de un catre y de un desvencijado baúl en el que guardaban las pocas pertenencias conservadas durante generaciones. Sobre todo le dio envidia la gran estufa. ¡Cómo tenía que calentar! Estaba situada en una esquina apartada de la puerta para alejarla de contaminaciones y así cumplir con la prescripción que, como tantos otros mandatos rituales, condicionaban la vida doméstica de los hindúes.

Cruzó un pequeño patio y siguió avanzando hacia las estancias de las mujeres, las más apartadas de la calle. En ese momento, uno de los sirvientes salió de detrás de una columna y le cogió por el brazo.

—¿Dónde crees que vas, ladrón?

—¡No he venido a robar! ¡Suéltame!

El otro dibujó un gesto de extrañeza.

—¿Eres el hijo de Metha? ¿Qué haces aquí? ¡Vaya cara traes! Cualquiera diría que tienes la peste.

Fue a sacarlo a empujones cuando sonó la voz de Aisha.

—¡Déjalo!

Lo ordenó desde la puerta de la cocina, donde permaneció estática mientras el sirviente valoraba la situación.

—Pero el señor Chu…

—Yo se lo explicaré —siguió con la misma firmeza.

De pronto, parecía una adulta.

El sirviente le soltó el brazo, pero siguió clavándoles la mirada al tiempo que se introducían en el dormitorio.

—¿Crees que es buena idea? —susurró Balu.

—Ya nada me importa.

—¿Por qué dices eso?

Ella sonrió con pena y cerró tras de sí. Al hacerlo, la estancia se llenó de rayos de colores. Aisha había decorado la cara interior de la puerta con cientos de cristalitos que adhería con una ligera argamasa y reflejaban la vela colocada en una repisa. Cogió un madero y abrió un ventanuco pegado al techo. La corriente removió el polvo que destellaba al pasar por los haces de luz. Ambos se sentaron en el catre.

—Algunos decían que habías muerto…

—Si no fuera por ti, habría deseado hacerlo.

Aisha le acarició los labios llagados por la deshidratación. Cogió sus manos, que no parecían las mismas que sujetaban los pinceles y la tiza, con la piel seca y las uñas negras de rascar en sueños los sacos y la tierra húmeda.

Balu repasó la habitación con la mirada. Sobre una mesita baja vio un montón de pliegos. Se emocionó al comprobar que eran sus dibujos. Muchas tardes, mientras ella le explicaba lo que a su vez le habían enseñado los tutores que el señor Chudasama contrataba para formarla, él trasladaba al papel las imágenes que le evocaban aquellas lecciones sobre botánica, astronomía o historia y se los regalaba.

—Los has guardado todos…

—¿Qué te pensabas?

—No sé si podré volver a coger un carboncillo.

—¡Claro que podrás! Será la mejor forma de honrar el recuerdo de tu padre. Yo también he rezado mucho por su alma.

Se agachó para sacar de debajo del camastro un arcón de cedro. Lo abrió y, de entre unas telas, extrajo un libro encuadernado en piel con relieves dorados que entregó a su amigo.

—Es un Corán persa que mis padres trajeron de Samarcanda.

Balu pasó páginas con cuidado, asombrándose a cada cosa que veía. Junto a los versículos había ilustraciones en azul, rojo y amarillo con motivos geométricos, vegetales y arquitectónicos, arcos y lámparas de mezquita.

Aisha seleccionó una página y comenzó a leer.

—Señor nuestro, ten misericordia de él, sálvalo del castigo de la tumba, perdona sus pecados y multiplica sus buenas obras. Indúltalo, haz de su sepulcro un refugio feliz. Acógelo en Tu divino paraíso…

Balu acarició las líneas manuscritas. No comprendía lo que leía, pero jamás había visto una caligrafía tan bella.

Sonrió con levedad. Aisha agradeció el esfuerzo.

—¿Quieres que traduzca más?

—Me basta con mirarlas. Son… No puedo explicarlo.

Siguió deslizando el dedo sobre aquellas letras que parecían dibujos, o más bien que eran dibujos, cada renglón una armónica guirnalda.

Al poco, le propuso:

—Escoge una palabra.

—¿Cómo?

—La que tú quieras.

Aisha lo meditó durante un par de segundos antes de rebuscar entre las páginas. Cuando encontró lo que quería, señaló con convicción.

Balu dejó el libro con cuidado en el suelo y fue a coger el bote de henna que había visto sobre un estante. La preparaba su amiga, triturando hojas mezcladas con aceites y jugo de limón. Se decía que en los ritos védicos de la India ancestral usaban henna y cúrcuma para tatuar el sol en manos y pies a fin de despertar la luz interior. Pero la costumbre no se había popularizado hasta que la admirada emperatriz Mumtaz Mahal, esposa recientemente fallecida del Sha Jahan, empezó a utilizar su piel como lienzo con el único objetivo de sentirse bella y sofisticada.

Abrió el bote con cuidado de no mancharse los dedos. El mejunje tenía el color rojizo típico del Rajastán, diferente al marrón oscuro que se utilizaba en otras regiones. Cogió la varilla y la untó.

—¿Estás preparada?

Ella le acercó el dorso de su mano como si quisiera que lo besase. Y eso hizo él, porque cada trazo era un beso, mitad suavidad y mitad pasión.

Una línea curva.

Un punto.

Otra línea, un tanto inclinada, y un círculo.

Una recta con una culebrilla encima…

Se separó para contemplarlo con un poco de distancia.

Aisha aproximó su cara hacia la de él.

Sintió que le temblaba todo el cuerpo. ¿Era el momento de besarla?

De súbito, pareció que la casa se derrumbaba.

—¿Cómo te atreves, bastardo?

El señor Chudasama se abalanzó en la habitación. Sin duda el sirviente había ido a buscarle. Balu se puso en pie dejando caer el bote de henna y saltó de forma instintiva hacia la pared para alejarse de la mano alzada que se le venía encima.

—¡No le pegues! —suplicó Aisha.

El mercader bajó el brazo pillándola desprevenida. El puñetazo retumbó en las cuatro paredes.

—¡Déjela! —gritó el chico, lanzándose hacia él.

Era un hombre grande, pero la inercia de la carrera fue suficiente para empujarlo hacia la puerta y hacerlo trastabillar hasta el pasillo. Balu cerró la puerta dejándolo fuera y la atrancó con el madero que Aisha había utilizado para abrir el ventanuco.

—¿Qué vamos a hacer? —sollozó ella.

—No lo sé…

—¡Abre, zorra! —gritaba el mercader desde el otro lado—. ¿Acaso no te he enseñado nada? ¡Sabes bien que alguien de tu casta no debería mirar a ese desgraciado! ¡Abre ahora mismo!

Aisha le acarició la cara.

—Tienes que irte.

—Aún no.

Balu clavó la vista en el madero.

—Si lo intentas, te matará.

—No, si lo hago yo antes.

—Sal por esa ventana. Ponte de pie en el cabezal del catre y yo te ayudo. Date prisa…

—Y ¿qué pasará contigo?

—Ya nada importa.

—Es lo mismo que has dicho al entrar. No entiendo qué…

—¡Vete!

Él la agarró de ambos brazos.

—¿Por qué ha dicho que alguien de tu casta no debería mirarme? ¡Mi padre también era un vaisía!

Una lágrima de rabia quebró la frase. Hasta entonces había preferido esconder la cabeza, pero conocía bien la respuesta.

—Nadie puede escapar de su casta, Balu.

Esa era la única verdad. Privilegio o condena, nadie podía mudar a otra superior salvo a través de las reencarnaciones. Un premio justo pero tardío, como solía decir el señor Metha. En ese momento, recordó algo que también le decía su padre: «Eres diferente».

—Soy diferente… ¡Soy diferente! —gritó de forma desconsolada.

Los puñetazos del mercader iban a echar la puerta abajo. Al desprenderse la argamasa, cayeron al suelo algunos cristalitos, rompiéndose en trozos aún más pequeños.

Aisha fue hacia la mesita en la que tenía los dibujos. Cogió el fajo y lo metió en un fardo de cuero que le entregó con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué me los devuelves?

—Vete, por favor —le suplicó—. Por favor…

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