Taj

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Primera parte » 4

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El ventanuco daba a un patio trasero. Al caer se torció el tobillo. Permaneció unos segundos apretándolo fuerte en el suelo y miró hacia arriba. El sol se había puesto, el cielo era un inmenso lapislázuli y a través del tragaluz vibraban los reflejos de colores. Aisha, ¿qué quiere decir «Ya no importa»? Se le rompía el alma solo de imaginar lo que el señor Chudasama podría hacerle, pero ella tenía razón, no serviría de nada volver a entrar y darle al mercader una excusa para ensartarlo con su daga de serpiente. Así que, superando el dolor, cruzó a su espalda el fardo con los dibujos y corrió a trompicones hacia el sector de los curtidores, pasó junto al de los ganaderos, viró entre jadeos por el de los comerciantes, evitando acercarse al de los campesinos para no encontrarse con sus hermanos o con su madre, y siguió sin detenerse hasta que llegó a los límites del pueblo.

De pronto, el desierto. Solitario y oscuro.

Se apoyó sobre las rodillas para recuperar el resuello.

¿Qué hago ahora?

Divisó una luz que parpadeaba a lo lejos. Era el traqueteo de un candil. Entornó los ojos y reconoció las lánguidas sombras de cuatro asnos. Como cada noche de luna llena, una pareja de hortelanos salían hacia Jodhpur con las frutas y verduras que cultivaban junto al río, recogidas un tanto verdes para que terminasen de madurar en el trayecto.

Pensó que, si se unía a ellos, en dos días estaría en la ciudad. Su padre le había contado que era una marmita burbujeante de artesanos que trabajaban con todo tipo de pinceles: miniaturistas, pintores de frescos, dibujantes de cerámica…

«Algún día iremos juntos y te enseñaré los rincones secretos del bazar», le había dicho el señor Metha apenas un mes atrás. «Lo malo es que cuando lo veas te quedarás y no volverás a acordarte de mí».

Le apenó recordar esa frase, pero al mismo tiempo se encendió por dentro. ¿Qué se lo impedía? Tan solo estaría cumpliendo el anhelo de su padre, estaría… honrándole. En Jodhpur tendría la oportunidad de demostrar que en verdad era diferente, hacerse un hueco entre la comunidad de artistas y regresar a casa con derecho a mirar a Aisha sin temor. Ese día incluso podría pedir su mano y nadie osaría abrir la boca.

Tragó saliva y echó a correr sobre las huellas de los burros de carga.

Alguno de los veinticuatro mil versos del Ramayana, la gran epopeya de la India ancestral, contaba que el desierto de Thar nació de la furia del dios Rama. El demonio Ravana raptó a su esposa y la ocultó en un océano que la divinidad no dudó en secar con su espada de fuego.

Tanta agua convertida en arena, rumiaba con zozobra mientras recogía del suelo un fósil de caracol marino que metió en su fardo. Pero lo cierto es que él también secaría toda el agua del mundo si con ello pudiera hacerse merecedor de Aisha.

Debilitado por los días de encierro, se limitaba a dar pasos mecánicos temiendo tropezar y no poder reanudar la marcha. Los hortelanos, que apenas se inmutaron cuando lo vieron aparecer en mitad de la noche, parecían inmunes al calor y al cansancio. El más joven, en la veintena, se había casado con una campesina que vivía junto a su casa, por lo que Balu había asistido a la ceremonia. Sin embargo, no había intercambiado una sola palabra con él desde que partieron, sin duda porque preferiría no tener que dar explicaciones a la familia Metha a su vuelta. ¿Se preocuparán por mí —se preguntaba— o celebrarán haberse librado de una boca que alimentar? El hortelano mayor vendría a tener la edad de su padre, pero su constitución era fibrosa como la de un caballo de guerra marwari. Apenas se detenía cada cierto tiempo para exprimir un odre de cuero y reemprendía la marcha relamiéndose los labios.

Llevaban años repitiendo ese recorrido. Aprovechaban su localización en la ribera del río Luni para cultivar verduras difíciles de encontrar en la ciudad, de modo que sin necesidad de plantar un puesto en el bazar los canjeaban por otros productos que después vendían en la aldea. En pequeñísima escala, era lo mismo que los occidentales venían haciendo desde la creación de la Ruta de las Especias, aquella puerta al exotismo que, además de exquisitos manjares, brindaba a los sibaritas europeos nuevas formas de conservar los alimentos, confeccionar perfumes e, incluso, elaborar afrodisíacos como los que utilizaban los emperadores mongoles para satisfacer a los cientos de concubinas de sus harenes.

Al amanecer del segundo día, estaba al límite de sus escasísimas fuerzas. Aún quedaba media jornada de caminata y no podía controlar los calambres y las ganas de vomitar los tamarindos y los mendrugos de pan chapati que le dieron de madrugada. El hortelano mayor vio que se estaba abrasando la cara y le prestó una tela para cubrirse. El chico lo agradeció, pero para entonces ya empezaba a fallarle la coordinación y veía manchas negras en la lejanía. Por eso quiso abrazarle cuando señaló unos peñascos que rompían el horizonte y anunció que descansarían allí hasta el ocaso.

—Dicen que ese montículo canta una melodía que atraviesa el desierto para guiar a los peregrinos perdidos. —Le contó mientras se acercaban, apoyando la mano en su espalda para animarle en el último tramo—. ¿Tú qué crees?

—Que es solo el viento —contestó Balu con un hilillo de voz.

—¡Cualquiera de las dos opciones es mejor que el humo de boñiga! —exclamó el hortelano, refiriéndose a las fogatas de estiércol que marcaban la posición de los oasis para atraer a las caravanas y venderles dátiles y sal.

A medida que se acercaban, aquel huérfano accidente geográfico se revelaba aún mayor de lo que parecía desde la distancia. Dado que proporcionaba sombra durante buena parte del día, era una parada habitual entre los viajeros, ya vinieran del Rann de Kutch, la gran marisma salobre del sur, o de la llanura del río Indo situada al oeste.

Se echó junto a los burros bajo dos palmeras muertas. Le dolía todo el cuerpo y la cabeza le ardía como si estuviera metida en un horno tandoor. A lo lejos, un pastor silbó a su rebaño de cabras, reagrupándolas para seguir caminando hacia algún asentamiento cercano.

—¿Quién puede vivir aquí? —se preguntó en voz alta.

—Al menos están cerca de Jodhpur —contestó el hortelano mayor.

Recordó lo que su padre le había contado sobre la ciudad.

—¿Es verdad que todas sus casas están pintadas de azul?

—En tiempos fue un color reservado a los brahmanes, pero ni siquiera ellos pudieron impedir que se extendiera a la ciudad entera.

—Todos merecemos una casa tan bella como la de un brahmán.

El hortelano rio con ganas.

—¡La belleza no sirve para nada! ¡Lo hacían porque el azul ahuyenta el calor y los mosquitos! Jodhpur es una parrilla…

—¿Qué ha sido eso? —le cortó el joven.

Un par de cabras rezagadas que mordisqueaban matojos entre las rocas levantaron la cabeza antes de correr hacia el rebaño que se perdía tras una duna.

El hortelano fue hacia su alforja y sacó una daga corta. Balu sintió un escalofrío al pensar que podía tratarse de un león del desierto. Cuando era pequeño sufría pesadillas con fauces abiertas y el pelaje claro del morro manchado de rojo.

—¿Qué ocurre? —susurró.

Apenas había terminado de formular la pregunta, escuchó un estallido.

Al instante, una salpicadura viscosa en los ojos.

Aterrado, se llevó las manos a la cara y tocó su nariz, la frente, los pómulos. Todo parecía estar en su sitio. Se dio cuenta de que era sangre de su vecino cuando este se desplomó de bruces yendo a caer sobre sus piernas.

Gritó y pataleó para desembarazarse de aquel cuerpo cuyo rostro se había convertido en una masa informe. Tras las rocas, un hombre se retiraba del hombro un arcabuz humeante. Otro había echado a correr hacia ellos desde el flanco contrario. Eran salteadores del desierto, por lo que más le valía empezar a rezar.

El hortelano mayor recogió la daga de su compañero.

—¡Solo llevamos fruta! —gritó, alzándola de forma desgarbada mientras el otro se le venía encima.

Intentó parar la embestida, pero el atacante agitó en plena carrera una larguísima espada urumi de hoja flexible que operaba como un látigo letal. La primera sacudida seccionó el brazo del labrador. Mientras aullaba, el salteador asió un hacha de doble filo que llevaba a la espalda y se la clavó en el pecho, partiéndole el esternón.

Balu intentó echar a correr, pero a los tres pasos volvieron los calambres y rodó por la arena. Quería controlarse, pero no era capaz de regir su propio cuerpo. Los brazos le convulsionaban y de su boca salían extraños gemidos.

Los salteadores, olvidándose de él, se lanzaron a revisar el cargamento.

—¡Verdura! —gritó el de la espada, cuya hoja maleable se había vuelto a enrollar adoptando la forma de un caracol.

Sin duda esperaban encontrar algo más jugoso, tal vez un cargamento de opio afgano destinado al trueque de sedas chinas. Se decía que los comerciantes rurales dedicados a estos cambalaches obtenían ganancias suficientes como para emborracharse con un licor de azafrán y rosas al que añadían perlas molidas, polvo de oro y, aquellos que querían darle el último toque alquímico, hasta sesos de animal. Pero en aquella ocasión lo único que salía de los sacos eran vegetales y hortalizas con barro en las raíces.

Se volvieron con gesto de odio hacia Balu, que seguía temblando en el suelo. El del arcabuz vestía un dothi raído enrollado a la cintura. A pesar de su apariencia de pordiosero, lucía un imponente anillo con un pedrusco metido a presión en su dedo gordo. El de la espada látigo tenía una gran cicatriz que le cruzaba la cara hasta el ojo sin retina. Cubría su pecho una cota de cuero con un agujero de lanza. A buen seguro, fue él mismo quien la clavó en el anterior propietario del chaleco.

—¿Qué hacemos con este?

—Tal vez me satisfaga con él y luego le rebane el cuello. O al revés.

—Deberíamos llevárselo al jefe. Al menos así no volveremos con las manos vacías.

—O mejor lo usamos y después esperamos a que venga otra partida decente.

—¿Y los cuerpos? No voy a deslomarme enterrándolos para que el próximo viajero vea estos asnos escuálidos, se huela algo y pase de largo. ¿O también vas a enterrar a los pollinos?

—¡Calla!

Clavó la mirada en Balu y latigueó su espada provocando un espeluznante sonido.

El chico supo que había llegado el final.

Tal vez por ello, cesaron las convulsiones.

De pronto, no tenía miedo.

Solo se sentía tremendamente triste.

No quería morir solo.

Le asaltó un frío repentino. Necesitaba que alguien le cogiera de la mano, ese tacto para el viaje, entrelazar sus dedos…

La mano de Aisha.

Tirado de lado en el suelo, rebuscó en la bolsa que aún llevaba cruzada y sacó el fósil de caracol marino que había encontrado en mitad del desierto.

—¡Cuidado! —rio el del arcabuz—. ¡Creo que va a presentarte batalla!

—Mejor.

Sin incorporarse, barrió con el antebrazo la arena y los guijarros hasta alisar el suelo de roca frente a él. Acto seguido empezó a dibujar con la parte puntiaguda del fósil lo que parecía un gran símbolo.

Una línea curva.

Un punto.

Otra línea, un tanto inclinada, y un círculo.

Una recta con una culebrilla encima…

Los dos salteadores le observaban con cierta inquietud, temiendo que aquel jovenzuelo estuviera escribiendo una suerte de conjuro del Atharvaveda, el código ancestral de los sacerdotes del desierto que realizaban sacrificios de fuego para destruir a sus enemigos. ¿Cómo podían imaginar que estaba reproduciendo una simple palabra árabe que dos noches atrás tatuó con henna en la piel tersa de una adolescente?

Una vez lo hubo terminado, soltó la piedra fósil y recostó la cara sobre el dibujo.

Sobre la mano suave y cálida de su amada.

El de la espada látigo fue apresurado hacia donde yacía el hortelano mayor. Se agachó sobre él y, pisándole la cadera para hacer palanca, arrancó el hacha de su caja torácica. Dando media vuelta, regresó a grandes pasos hasta donde el chico seguía con el rostro pegado al suelo, la mano abierta y el fósil caído.

—Lo primero que voy a hacer es cortarte ese brazo invocador de demonios.

La alzó. El sol destelló en el filo.

—Espera… —murmuró el del arcabuz.

Colocó su mano a modo de visera, oteando hacia el este.

—¿Qué has visto?

—Es una caravana.

Bajó el arma y entornó su único ojo tratando de divisar las dimensiones de la expedición que se acercaba a paso lento sobre la arena.

—Cuento al menos doce.

—Y hay dos soldados.

—¿Qué hacemos? Son demasiados…

El salteador amortiguó un grito de rabia y volvió a alzar el hacha. Balu, chorreando sudor bajo el sol implacable, se rindió a su suerte y, definitivamente, perdió el conocimiento.

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