Taj

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Primera parte » 5

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Un ave que picoteaba garrapatas del lomo de un asno aleteó y emitió un graznido.

Balu intentó abrir los ojos. Le escocían por la arena y el reflejo del sol, que estaba en su cénit. Pasó la lengua por los labios llagados. Se incorporó como pudo. ¿Dónde estaba? Lo habían recostado sobre una alfombra, bajo un palio sujeto con lanzas. Jamás había tocado una lana tan suave. Había muerto y empezaba a probar las mieles del Paraíso…

Poco a poco fue tomando conciencia de cuanto le rodeaba. Hombres enfundados en túnicas oscuras, unos enfrascados en tareas diversas y otros reposando a la sombra. Camellos desprovistos de los fardos, que habían sido amontonados en el suelo. Caballos de estampa regia.

Una lágrima corrió entre las piedrecillas clavadas en los pómulos. Los salteadores se habían ido. Viendo que no tenían nada que ganar, optaron por no matar al joven brujo que pintaba conjuros en el suelo.

No se trataba de una caravana convencional de mercaderes. Como habían advertido los bandidos, dos de los hombres eran soldados de escolta armados con cimitarra y mosquete. Bajo la túnica llevaban una coraza metálica de escamas flexibles y sus caballos protegían el flanco derecho con un escudo de cuero y mimbre entretejido. Eran armaduras al estilo del viejo ejército persa, ligeras y por ello adecuadas para largas travesías. Había otros cuatro que debían de ser sirvientes, ya que aprovechaban la parada para ajustar las ruedas de los carros, recolocar las provisiones y cepillar las crines de las cabalgaduras de refresco que habían incorporado en previsión de accidentes o actos de pillaje. La media docena restante, sin duda, eran gente acaudalada que venía desde lejos, algo que también se adivinaba por la atmósfera de hermanamiento que la expedición destilaba más allá de las diferencias de clase.

Al ver que despertaba, uno de ellos se desperezó y fue hacia él. A Balu, todavía mareado, le impresionó su alta estatura. Tendría unos cincuenta años, pero su barba poco poblada le dotaba de un aire juvenil. Cubría su cabeza con un gorro frigio, una caperuza cónica de fieltro con la punta curvada de la que caían dos orejeras.

—No estaba seguro de si saldrías de esta —dijo, acercándole un pellejo de agua.

Dio un par de tragos prudentes y miró a ambos lados.

—¿Dónde están…?

—No podemos llevarlos con nosotros y tampoco había madera para quemarlos —le explicó el hombre, señalando a lo lejos dos montones de tierra removida.

Se llevó las manos a la cara, desconsolado. En su aldea, quienes no podían pagar la leña eran arrojados al río sin incinerar. Si esta segunda opción ya retrasaba bastante el momento de la reencarnación, no quería ni imaginar cuánto tardaría en alcanzar el Nirvana un cuerpo con veinte paladas de tierra encima.

—¿Eran tu padre y tu hermano?

Dejó caer la cabeza.

—No tengo a nadie.

El hombre se sentó a su lado.

—¿De dónde veníais?

—De una aldea junto al río Luni.

—Nosotros, de Bagdad.

Asintió, dando a entender que lo conocía. Aisha le había hablado de aquella ciudad legendaria que sirvió de escenario a Las mil y una noches y de lugar de reunión para los artistas más destacados del imperio otomano. ¿Qué estarían haciendo tan lejos de su patria?

—¿Sois un noble?

El hombre rio.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé… Por la ropa.

La túnica púrpura apenas se diferenciaba de las de sus sirvientes. Lo que le llamaba la atención era la elegancia con la que aquel hombre se movía, logrando que su vestimenta pareciera de mejor calidad.

—Más bien soy artesano.

—¿De veras? ¿Y ellos?

Señaló a sus cinco acompañantes. Compartían una evidente complicidad, bromeando a la sombra mientras cogían frutos secos de un cuenco.

—Trabajan para mí. Somos calígrafos.

Balu arrugó su frente requemada.

—¿Hacéis libros?

—No.

—¿Entonces?

—¿Nunca has oído hablar del arte de la línea?

Negó. Nadie le había dicho que en el mundo árabe llamaban así a la más grande de las artes islámicas, aquella que había consagrado al alfabeto como el principal elemento de decoración de los edificios. En realidad, nunca había visto una mezquita ni un fuerte, que es donde solían llevarse a cabo los trabajos más llamativos.

El calígrafo se levantó y fue hacia el lugar donde seguía la palabra rayada en el suelo de roca. La examinó con atención, rascándose la cabeza por encima del gorro frigio.

—Entonces, ¿no eres el autor de esto?

—Sí que lo soy.

—¿Y sabes al menos lo que significa?

Negó con la cabeza.

—Alguien me la mostró en un libro.

—Y la has trazado de memoria, con estas proporciones…

—Sí.

El otomano sonrió.

—Aquí pone «Esperanza».

Balu se vino abajo. Le dolía el cuerpo, pero sobre todo se sentía moralmente hundido, frustrado su sueño nada más dar el primer paso.

—¿Y los dibujos que llevas en tu bolsa?

—¿Por qué los habéis visto?

—Estabas medio muerto y buscaba algo que me diera alguna pista sobre ti. No te preocupes, los he dejado donde estaban.

En un acto reflejo, metió la mano para tocarlos. Tal vez Aisha se los había devuelto para que el señor Chudasama no los arrojara al fuego; o quizá para apartar cualquier cosa que le recordase a él y hacer menos dolorosa su separación. De una forma u otra, aquel fajo era su única conexión física con la persona que amaba.

—Algunos son ya viejos —dijo con un brote de orgullo.

—¿Quién te ha enseñado la técnica?

—Nadie. Empecé a dibujar cuando aún no sabía hablar y desde entonces no he podido parar de hacerlo.

El calígrafo le contempló durante unos segundos antes de decir:

—Deberías acompañarnos.

Los cinco colaboradores interrumpieron su conversación y se volvieron hacia su maestro.

—¿Cómo? —se extrañó Balu, creyendo no haber entendido bien.

—Hace tiempo que no tengo un aprendiz. Esos de ahí están ya muy creciditos.

—¿Queréis decir que vos me enseñaríais… a mí?

—Si necesitas que te lo repita más veces, tal vez termine por arrepentirme.

Se le erizó la piel. Sería maravilloso unirse a aquel otomano de extraño gorro, aprender el arte de la línea y ser capaz de escribir —de dibujar— como el autor del Corán que Aisha guardaba bajo su jergón. Pero al volver a pensar en ella se dio cuenta. ¿Qué pretendía? Era absurdo luchar contra el mundo que le había tocado vivir. El calígrafo era otra alucinación del desierto, como la promesa del gran bazar de Jodhpur que había estado a punto de llevarle a la muerte. Si aceptaba, al final solo conseguiría un nuevo revés y alejarse aún más de la persona que amaba. Debía conformarse con tenerla cerca. Aunque a los ojos de los demás no fuera suya, al menos tendría la oportunidad de pasar junto al muro de su casa y pegarse al adobe caliente para sentir al otro lado los latidos de su corazón, sabiendo que latiría por él.

—No puedo acompañaros —declaró por fin.

El calígrafo dio un respingo.

—¿Lo has pensado bien? Lo que te ofrezco es…

—Tengo que volver.

—Antes has dicho que no tenías familia…

—Os agradezco vuestra propuesta, pero no puedo hacerlo.

El otomano permaneció unos segundos callado para dar lugar a que el chico se echase atrás. Pero lo único que oyó fue el viento que chocaba contra los peñascos; o tal vez era el canto del montículo.

Balu se giró a ambos lados.

—¿Y los asnos?

De inmediato comprendió que los salteadores se los habían llevado. Respiró hondo.

—¿Sabes montar? —le preguntó el calígrafo.

—Cuando era pequeño teníamos nuestra propia mula.

El otomano ordenó a uno de los sirvientes que preparase un corcel color marfil con un odre de agua y provisiones.

—Maestro… —le interrumpió uno de sus ayudantes—. ¿Estás seguro?

—¿A qué te refieres?

Dudó unos segundos antes de seguir.

—Ya has visto lo que los salteadores les han hecho a este par de hortelanos. Y todavía nos queda un buen trecho.

—Habla claro, Fereshteh.

—Solo digo que antes de desprendernos de un caballo de refresco deberíamos prever…

—En tus planes de previsión, ¿entra el dejar morir a este muchacho?

—No quería decir eso, maestro. Es solo que…

—El hombre dice: «¡Mi fortuna! ¡Mi fortuna!» —le cortó, citando al Profeta—. Pero ¿acaso tienes otra fortuna excepto la que gastas en caridad y de esa manera se eterniza?

—Lo siento, yo…

—¿Qué puedo esperar de ti, si ni tan siquiera sabes aprovechar la oportunidad de purificarte? ¿Qué frases sagradas vas a estampar en los muros? ¡Ensillad ese caballo y vayámonos de aquí!

En un santiamén habían levantado el campamento. Cargaron los camellos y se colocaron en hilera, de nuevo una fila de puntos en la inmensidad de arena.

Balu tensó las riendas y observó cómo la caravana se ponía en marcha. Su salvador trotó hacia él sobre un caballo blanco. La piel del animal brillaba como la seda de la gualdrapa, tejida con un precioso escarlata decorado con hilos dorados.

—Buena suerte, chico.

—Gracias por todo, señor.

—No me las des. Solo estoy cumpliendo con un precepto de mi religión.

—¿Adónde vais?

—A Agra.

—¿Trabajaréis en el palacio del emperador?

El otomano negó con la cabeza y, azuzando su montura, exclamó:

—¡Vamos a caligrafiar el Taj Mahal!

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