Taj

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Primera parte » 6

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Tras la segunda noche de viaje, divisó su aldea a lo lejos. Pasó junto a las tierras que cultivaba su familia y se detuvo a contemplarlas sin descabalgar. La bruma del alba dotaba de un aspecto fantasmagórico a los campos arados. Se visualizó en el interior de aquellos recuadros de tierra durante el resto de su vida, como un espectro encerrado en una dimensión sin color. Así habría de ser. Para estar cerca de Aisha tenía que renunciar a sus pinceles.

Para siempre.

Tal vez, aparte de necesario, fuera lo correcto. No podía evitar sentir que había actuado de forma egoísta marchándose de la aldea. Había estado a punto de abandonar a su madre por una vana ilusión. Estaba obligado a poner los pies en el suelo y esforzarse al máximo para sacar la casa adelante, aunque para ello tuviera que soportar las vejaciones de sus hermanos.

A la entrada del pueblo se cruzó con un labrador que, a pesar de la hora temprana, se dirigía a las labores. La situación era más que apurada. Akbar el Grande, abuelo del actual emperador Sha Jahan, decidió favorecer a los agricultores para que mejorasen su estatus y contribuyesen al mantenimiento de la administración y el ejército que preservaban la unidad del imperio. Pero sus políticas no solo posibilitaron la mejora de las explotaciones de los campesinos, sino que los forzaron a ello. Si no exprimían sus labrantíos, no obtenían rendimientos suficientes para pagar la tasa de un tercio de la producción que exigía el gobierno. El señor Metha se había visto obligado a doblar cosechas, sembrando cebada como grano de primavera y mijo en el otoño. Pero dado que además tenía que pagar una renta al señor Chudasama, apenas sacaba para mantener a su familia. ¿Cómo iban a hacerlo ahora que no estaba para guiarlos?

Cuando se presentó en casa, su madre y sus hermanos estaban sentados en el suelo desayunando arroz. Permaneció estático bajo el dintel, como si necesitase su permiso para entrar, pero tras unos segundos de opresivo silencio terminó lanzándose en los brazos de la señora Metha. Se apretó fuerte contra ella, como nunca lo había hecho, como si de ese modo pudiera transmitirle todo lo que había guardado para sí durante años. Cuando le contó el trance sufrido con los hortelanos, su madre resolvió con frialdad:

—Tenemos que visitar a sus familias para decírselo.

Balu asintió.

—¿Y luego qué? —le increpó su hermano mayor—. ¿Vas a ponerte a dibujar o empezarás a trabajar como un hombre?

—Deja eso ahora, Devendra —le rogó la madre.

—¿Hasta cuándo hay que dejarlo? —se exaltó—. Has de saber que este vago no va a tocar un grano de este cuenco hasta que no pase al menos un día entero arando los campos.

—Muestra compasión, hijo. Mira lo que ha ocurrido.

—Nunca olvides, madre, que ahora soy el varón mayor de esta casa.

La estancia pareció vaciarse de aire. Aparte de la jerarquía por edad, que favorecía a Devendra, las normas que regían la vida doméstica de los hindúes disponían que para disfrutar los rendimientos obtenidos por cualquier miembro de la familia era necesario cumplir con el deber de obediencia y lealtad al núcleo: desde participar en las tareas hasta ofrecerse como mercancía conyugal para matrimonios concertados. El período de laxitud del señor Metha había terminado.

—No me hables así. —Se enfrentó la madre a su primogénito.

—¿Acaso prefieres seguir cerrando los ojos?

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Siempre os he apoyado!

—¡Pues sigue haciéndolo! ¡Nos van a echar de esta casa! ¡Nos echarán del pueblo! ¿No te das cuenta? Si ni siquiera podemos pagar los impuestos, ¿cómo vamos a pagar al malnacido de Chudasama? ¡Y mientras tanto, esta vergüenza de hermano perdiendo el tiempo con su hijastra!

—¡No metas a Aisha en esto! —saltó Balu.

Devendra le clavó unos ojos cargados de odio.

—Ese mercader del diablo destrozó la vida de mi padre, le robó sus tierras, lo único que tenía. Y tú… ¡Llevas toda la vida avergonzando a esta familia, y lo peor es que nunca te has dado cuenta!

—¡Callad! —sollozó la madre.

—Déjalo —concedió Balu, dirigiéndose hacia la salida—. Tiene razón. No debería haber vuelto.

Devendra aprovechó para decir con sorna:

—Al final, tanto tiempo malgastado con tu amiguita musulmana para que ahora la estrene otro.

Se giró.

—¿De qué hablas?

—El señor Chudasama la ha entregado al emperador.

Un escalofrío. Un nudo en el pecho.

—Aisha ha sido llevada al harén imperial —intervino la madre—. Ahora es una concubina del Sha Jahan.

—Pero no puede ser… ¿Cuándo ha ocurrido esto?

—Al día siguiente de que desaparecieras.

De repente lo vio todo claro. Ese era el plan que el mercader tenía en mente desde el mismo día que la adoptó. A buen seguro que cuando murieron sus padres consideró un buen negocio el criar una pieza de semejante belleza. La perfección de sus formas y aquel talento natural para bailar como nadie lo hacía, sumadas a su sangre musulmana, convertían a Aisha en el regalo perfecto para ganarse los favores de palacio. Y el día de recuperar su inversión había llegado. Viendo cómo estaba madurando, no quiso arriesgar a que algún pueblerino la mancillase y la subió a un carro en dirección a su nuevo hogar. Seguro que, nada más dejarla allí, Chudasama comenzó a fantasear con que la joven pronto promocionaría entre las mujeres del serrallo, lo que terminaría traduciéndose en un título para él.

Apoyó la espalda en la pared, abrumado.

—Ese harén… ¿Está en Agra?

La señora Metha asintió.

—En el Fuerte Rojo, donde el emperador tiene su residencia. Lo siento, hijo, puedes creerme. Sé cuánto os apreciabais.

—No lo sabes…

—Yo también amaba a tu padre, pero así son las cosas. Siempre perdemos lo que más queremos.

—Tal vez no luchamos lo suficiente…

—Nadie puede escapar de su casta, Balu.

—Eso es lo que dijo Aisha el último día. Estáis todos equivocados.

—Olvídate de ella y de tus dibujos y ayuda a tus hermanos en el campo.

Dado que se lo pedía con una desconocida dulzura, estuvo a punto de claudicar. Pero entonces se dio cuenta. Había llegado el momento de dejar de ir de aquí para allá como una zarza llevada por el viento. Fue como un despertar.

Poco antes había decidido olvidarse de sus dibujos por Aisha.

Pero nunca podría olvidarse de ella.

Y tal vez debido a esta entrega incondicional que habían compartido desde niños, era la propia Aisha quien a su vez le empujaba insistentemente hacia el sendero que algún caprichoso dios había trazado para él. Cuando escapó de casa del señor Chudasama, le entregó los pliegos que en el desierto llamaron la atención del maestro otomano. Y ahora que había dado pasos hacia atrás, confundido por un erróneo sentido del deber, volvía a llevarle hacia el calígrafo que le enseñaría el arte de la línea que de alguna forma los salvaría a ambos.

—Había regresado dispuesto a hacerlo, madre —resolvió con el mismo cariño—. Quedarme aquí, romper mis pinceles y también cada hueso de mis manos trabajando si era necesario. Pero ¿qué ganaríamos con ello? ¿Un año? ¿Dos? Si no recompramos las tierras, tarde o temprano nos echarán de aquí.

—¡Entretanto nos habremos portado como hombres! —chilló su hermano.

—¡Más bien como el señor Chudasama quiere que te portes!

—¿Pero quién te crees que eres?

—Alguien diferente.

—No digas eso —replicó la señora Metha, reconociendo a su fallecido esposo en aquellas palabras.

—Yo no escogí tener este don —siguió Balu con una renovada seguridad, aceptando por vez primera lo que era su pasión y su condena—. Pero ahora sé que, además de sufrirlo, tengo la obligación de aprovecharlo. Es la única forma de cambiar las cosas, madre. Deja que siga mi camino, dame tu bendición al igual que me la dio mi padre y te prometo que algún día regresaré para sacaros de esta miseria.

—Tu padre era un buen hombre, al igual que tú. Pero siempre vivió ajeno al mundo real.

—Tal vez intuía que hay que crear otro mundo mejor.

—¿Y qué vas a hacer tú, hijo?

—De momento, voy a pintarlo.

La belleza no sirve para nada, había dicho el hortelano mayor cuando hablaron de las preciosas casas azules de Jodhpur. Pero no era cierto. Miró por última vez a sus hermanos Yamir y Devendra, que permanecían sentados en el suelo con una expresión que aunaba decepción y desprecio. Abrazó a su madre y volvió a salir por donde había llegado, caminando despacio sobre los restos del rangoli, apenas ya reconocible algún trazo de tiza en el suelo.

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