Taj

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Primera parte » 7

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La enorme distancia que separaba su pueblo de la soñada Agra parecía estirarse más a cada paso. Para llegar era preciso atravesar de punta a punta el reino de Ajmer, interminable para los cascos de su caballo a pesar de ser una pequeña parte del imperio mogol. Cachemira, Kabul, Lahore, Kandahar y Multan en el norte; Awadh, Allahabad, Bihar, Bengala y Orissa en el este; Thatta y Guyarat en el oeste; Malwa y Berar en el sur… Muchos de ellos habían sido conquistados previamente por señores musulmanes de Afganistán o el Turquestán que ahora rendían pleitesía al Sha Jahan.

Todo comenzó un siglo antes, cuando Babur el León, señor de Kabul y descendiente de Gengis Khan, se apoderó del sultanato de Delhi y fundó la dinastía mogola, invistiéndose primer emperador del Indostán islámico. Durante los cuatro años que gobernó antes de morir fue anexionando territorios a velocidad vertiginosa. Quería hacerse con todo el subcontinente hindú a pesar de que odiaba sus polvorientas comarcas tan diferentes a las montañas de su añorado Uzbekistán, cuya frescura evocaba con jardines que construía allí donde sus tropas clavaban la bandera.

A Babur le sucedió su hijo Humayún, un hombre instruido y compasivo incluso con aquellos que se sublevaban —empezando por sus hermanos—, lo cual hizo tambalearse a un imperio meramente nominal que se sostenía gracias a una férrea ocupación militar. Por suerte para la dinastía, su hijo Akbar el Grande fue un mandatario brillante que, además de comandar a un ejército que no dejaba de ampliar sus dominios, fomentó la vía diplomática con los señores de los territorios ya anexionados, sabedor de que necesitaba ser tolerante para mantener la cohesión entre estados de tradiciones y culturas tan diferentes.

Mientras los soldados abonaban con sangre el suelo de las nuevas conquistas y de las provincias que osaban revelarse, el esplendor artístico del imperio siguió creciendo gracias a Jahanhir, el cuarto gran mogol. Fue un gran amante del arte que impulsó a creadores de todas las disciplinas; pero también un gran amante de los placeres mundanos que le provocaron una cirrosis letal. Dejó un reino idílico y un sucesor, el actual emperador Sha Jahan, que continuaba acrecentando el brillo del mayor territorio conquistado nunca por el islam.

Balu agotó pronto las provisiones que le había entregado el maestro otomano. Terminaba las jornadas volcado sobre las crines tostadas de su caballo pero, justo antes de morir de hambre y sed, siempre surgía entre las dunas un hospitalario campamento nómada en el que podía reponerse antes de reemprender la marcha.

Un buen día, la arena dio paso a las montañas Aravalli, una cordillera más antigua que el tiempo. Cruzó sus pronunciados picos en forma de pirámide regocijándose en la vegetación que envolvía los pies de la montura, deteniéndose a ratos a retozar para sentir en su cuerpo aquel desconocido frescor.

Por el camino conoció a un grupo de jóvenes músicos y magos que arrastraban una feria ambulante. Cuando les mostró sus habilidades con el dibujo, le animaron a unirse a ellos. Tenían previsto llegar a Delhi y, desde allí, recorrer hasta Lahore la Gran Carretera, como llamaban a la vía empedrada que los primeros mogoles construyeron siguiendo la antigua ruta norte de Alejandro Magno. También compartió veladas con los peregrinos que se dirigían al templo de Ajmer, una joya dedicada al dios Brahma que hacía las delicias de cualquier hindú. Pero a lomos de aquel caballo que se volvía para resoplar, conectados ambos como un centauro tras compartir semanas bajo el sol, solo pensaba en seguir dando pasos hacia el lugar donde Aisha estaba siendo mancillada.

Por ardua que fuera la empresa, su único fin en la vida era liberarla del emperador musulmán. No tenía miedo. Desde que abandonó la aldea se había endurecido, tanto la piel reseca y los pies llagados en los estribos como aquel corazón que parecía un tambor de guerra. Muchos hindúes habían demostrado su bravura ante los invasores. Pasaba junto a las ruinas de viejas ciudades y escuchaba el eco de las flechas golpeando los escudos y los gritos de las aguerridas mujeres del Rajastán que, antes de la batalla, se arrojaban al fuego abrazadas a sus hijos para que sus esposos no dudasen ni un momento en luchar hasta la muerte llevándose por delante cuantas almas cupieran en el largo de sus espadas.

A mitad del sendero de piedras que atravesaba la abandonada Fatehpur-Sikri, antigua capital del imperio, un anciano recostado sobre una enorme losa desprendida de la Gran Puerta le aseguró que faltaba poco. El pueblo, sus hermanos le parecían de otra vida. Resultaba difícil de creer.

Pero era cierto.

Empezó a cruzarse con carromatos tirados por bueyes y caravanas de camellos que portaban todo un bazar encima. Dos días después, tuvo que hacerse a un lado del camino para dejar paso a un destacamento del Sha Jahan.

Lo encabezaban jinetes con cascos en punta, hachas y escudos con inscripciones del Corán. Tras ellos marchaban soldados envueltos en casacas de cuero claveteadas, aferrados a sus cimitarras, arcos y mosquetes bendecidos por el emperador en el rezo que, cada viernes por la mañana, llevaba a cabo en el arsenal para pedir a Dios que le ayudase a imponer el poder divino.

Había escuchado historias sobre las campañas militares del Sha, pero no pudo evitar sobrecogerse ante el chirrido de los carromatos cargados con munición y provisiones y la silenciosa marcha de las tropas auxiliares de lanceros hindúes destinados a la carnicería de las primeras avanzadillas. Aún no sabía que lo más impresionante estaba por llegar. Tras las mulas que tiraban de los cañones, fueron tomando forma entre el polvo dos poderosos colmillos de marfil y una trompa capaz de arrancar todas las raíces de un baniano. Era un enorme elefante cubierto con una armadura de cota de malla y paneles de hierro, tan pesada que se necesitaban varios hombres para levantarla.

Su caballo alzó las patas y uno de los soldados que caminaban junto al paquidermo estuvo a punto de ensartarle su alabarda. Cuando consiguió calmarlo, se acercó a un comerciante que daba un trago a su odre mientras terminaba de pasar la columna.

—¿Adónde se dirigen?

—Supongo que a las campañas del sur.

—Al Decán —murmuró Balu, pensando que aquella región estaba todavía mucho más lejos que su casa.

Era capaz de memorizar cualquier dibujo, por lo que también tenía una facilidad pasmosa para retener los mapas que había visto en los libros de geografía de Aisha. Recordó las clases de tantas disciplinas en las que —ahora lo comprendía— toda buena concubina debía ser avezada. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera percatado de las oscuras intenciones del señor Chudasama?

—Dicen que los estados de Bijapur y Golconda están a punto de someterse —comentó el comerciante—, así que el Sha Jahan no deja de enviar tropas para darles el golpe de gracia. Pero quién sabe, tal vez estos vayan al Sind. No seré yo quien se ponga en medio para preguntarles.

Se refería la región del este que lindaba con la Persia safávida, eterna enemiga de los mogoles. El Sha había levantado una red de fortificaciones en la frontera, pero seguía teniendo problemas allí al igual que en otras muchas zonas. No por capricho las finanzas del imperio sostenían una caballería a sueldo de un cuarto de millón de jinetes, además de cuarenta mil mosqueteros y artilleros e incontables huestes de infantería que se desplazaban como lava por el Indostán.

¿Dónde me estoy metiendo?, se preguntó mientras se alejaban los últimos de retaguardia. Pero al instante se aferró a la inquebrantable determinación que le había hecho atravesar el desierto y azuzó a su caballo para seguir adelante.

Ascendió una loma. A medida que se acercaba al barranco fue divisando el río Yamuna, que trazaba una curva pronunciada dando lugar a un enorme meandro. Acarició el cuello del corcel, que le dedicó un relincho y una mirada fugaz, y saltó al suelo para acercarse hasta el borde.

Allí estaba Agra, rebullendo a los pies de la montaña como una colonia de hormigas tejedoras.

Clavó las rodillas en el suelo, temblando por la emoción, y dijo en voz alta:

—Aisha, he venido a buscarte.

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