Taj

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Primera parte » 9

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Para llegar al meandro donde estaban construyendo el insólito mausoleo habían de atravesar la ciudad entera. Salvo por el imponente tamaño, la estructura urbana de Agra no se diferenciaba mucho de la de su aldea. Estaba subdividida en mohallas, las barriadas que formaban compartimentos amurallados para cada casta y oficio, con portones que se cerraban con la puesta de sol y no se abrían hasta el alba.

Estos distritos estaban conectados por laberintos de estrechas callejuelas que vetaban la entrada al sol y servían de canalización para que las rachas de viento procedentes del Yamuna aplacasen el sofoco de los vecinos. Balu agradecía cualquier leve brisa mientras se abría paso a través del vapor de las pipas de agua entre tenderos que anunciaban sus mercancías, eunucos que cumplían los encargos de sus dueñas y vacas sagradas que deambulaban a placer.

Se apartó para dejar hueco a un dromedario con dos sillas en la joroba que venía a recoger a una pareja de nobles recién salidos de un hammam (Deepak le dejó claro que, si bien había ochocientos baños como aquel, ningún masajista le había puesto las manos encima). Cruzó frente a una madraza, cuyas puertas estaban atestadas de estudiantes que discutían aprovechando el descanso. Los balcones de las mansiones de los comerciantes adinerados colgaban a ambos lados de la calle. No podía dejar de mirar aquí y allá, de oler el sudor y la carne especiada en los tenderetes, de escuchar. El tañido de las campanas de una iglesia jesuita lidiaba con el canto de los muecines llamando a la oración.

—Fíjate en esa tawaif —le reclamó Deepak dando un gritito para llamar la atención de una cortesana que salía de un patio decorado con palmeras enanas.

Ella se giró sin apenas volverse y dedicó a Balu una caída de ojos que habría derretido a cualquiera de sus clientes.

—¿Te has fijado? —exclamó su amigo, golpeándole el hombro—. ¡Eso iba por ti! Algún día nos satisfarán a nosotros. Y hablo de ponernos contentos de verdad, no como a esos tontos que pagan una fortuna por cenar con ellas y conversar sobre literatura urdu mientras fantasean con meterse bajo su ropa.

No hizo ningún comentario. Se había vuelto hacia una tarima en la que un grupo de niñas de rasgos tibetanos intentaban parecer bailarinas. A sus pies, el traficante que las había capturado en las montañas del norte ofertaba su virginidad a precios desorbitados a sabiendas de que, una vez estrenadas, no quedaría más que prostituirlas por una miseria hasta que murieran de venéreas o algún cliente les deformase la cara.

Estaba claro que la floreciente Agra también era un centro de depravación. Solo pensar que Aisha había pasado a ser una pieza de aquel teatro de excesos hizo que se le rompiera el alma. Sintió el impulso de preguntar a Deepak cómo se llegaba al Fuerte Rojo, la residencia imperial en la que se enclavaba el harén, y echar a correr hacia él. Pero le siguió en silencio hasta un nuevo laberinto de casuchas en el que se respiraba un ambiente muy diferente.

Eran las chabolas de los trabajadores levantadas en los aledaños de la obra. El golfo se detuvo en lo alto de una ladera desde la que se contemplaba el río y, señalando un enorme cercado rectangular pegado la orilla, anunció:

—Ahí lo tienes, amigo; tu Taj Mahal.

Como ya le había dicho, el suelo no podía estar más horadado con zanjas y canalizaciones; y todo, incluidos los miles de obreros y animales, estaba cubierto de barro, convirtiendo la escena en una pintura monocroma sobre arcilla. Pero bullía como un endiablado panal en el que cada abeja sabía lo que tenía que hacer. Percibió una vibración similar a la que sentía al entrar en los templos del dios Brahma y supo que era porque allí se gestaba algo grande.

El perímetro estaba custodiado por guardias apostados a idéntica distancia, armados como si protegieran la frontera del Decán. Saltaba a la vista que el megalómano emperador iba a dedicar a su fantasía todos los efectivos humanos y materiales necesarios, sin preocuparle la mella que pudiera provocar en sus reservas de oro y piedras preciosas. Lo venía demostrando desde el día que escogió la ubicación. Un año antes, en aquella agujereada parcela junto al río se levantaba la lujosa mansión del rajá de Amber, a quien tuvo que compensar generosamente para que la dejase libre.

Yai Singh, así se llamaba, no daba crédito cuando recibió el edicto imperial que le ordenaba abandonar de inmediato su propiedad. La había heredado de su abuelo y, por su condición de mandatario hindú, no estaba sometido al principio de reversión que imperaba sobre los musulmanes, por el cual todas las posesiones de un noble fallecido pasaban a las arcas imperiales salvo que el Sha Jahan las cediese a algún heredero para premiar su lealtad. Bien es cierto que recibió a cambio cuatro palacios cuyo precio era muy superior a lo que entregaba; pero se vio obligado a ver cómo su residencia familiar era derruida. La piedra de los muros y la madera de los frutales se utilizaron para construir las primeras viviendas de los obreros; y el terreno fue alisado para que los arquitectos diseñasen el futuro proyecto con conocimiento milimétrico de las dimensiones del suelo.

—¿Has entrado alguna vez? —preguntó Balu sin dejar de mirar al frente.

—Cuando empezaron a cavar, vine a que me dieran trabajo, pero se cobra poco para lo que nos torturan. El Sha Jahan entrega una asignación a los constructores, estos la reparten entre los diferentes equipos y para cuando llega a los que nos dejamos la piel en el fango apenas queda ni para un mendrugo de pan.

—No tienes pinta de haberte dejado mucha piel ahí abajo.

—Es una forma de hablar —concedió Deepak sin discutir, sacando del bolsillo unas hojas de albahaca que le gustaba masticar.

—¿Qué has de hacer para que se contraten?

—Depende de la faena. Los más afortunados trabajan y cobran por meses, pero para ello tienes que haberte ganado la confianza de un capataz. Algunos artesanos van a destajo, por encargos concretos. Lo malo es que, si a tu jefe no le gusta el resultado, no te llevas una rupia, y no veas cómo son de exigentes. En otras construcciones del Sha no pasaban un mísero rasponazo en un ladrillo.

—Y aquí supongo que será parecido.

—De todas formas, tú estarías en el tercer grupo.

—¿A cuál te refieres?

—Mira esas filas.

Junto al acceso por el que entraban los trabajadores que dormían fuera del complejo —muchos lo hacían al raso en el interior—, cientos de aspirantes se aglomeraban en un área custodiada por un pelotón de soldados. Esperaban durante días tumbados sobre sus zurrones hasta que les tocaba el turno y podían acercarse a las mesas en las que unos escribanos distribuían las faenas.

—Lo peor es que, como hay tanta demanda, si no convences al encargado, te obligan a volver al final de la fila.

Balu se lanzó ladera abajo.

—¿Adónde vas?

—¡No perdamos tiempo!

—¡Si está a punto de caer la tarde! ¡Ya vendremos mañana! ¡Balu!

Se introdujo entre la marabunta de hombres de todas las edades, desde niños que no tendrían más de seis años hasta ancianos que difícilmente podrían sujetar el saco vacío que les entregaban para acarrear la tierra. Algunos lo miraban con desgana, mientras que otros soltaban quejas que Deepak se apresuraba a apaciguar. Si les permitían colarse era por la seguridad con la que se abrían paso, con la arrogancia de dos príncipes mogoles que se hubiesen acercado para visitar de incógnito el curso de las obras.

Además de los miles de peones sin más atavío que el dothi enrollado a la cintura y un turbante blanco, en una fila aparte esperaban su turno los artesanos cualificados llegados de todos los rincones del imperio. Sabedores de la cantidad de trabajo de filigrana que había que realizar, habían viajado hasta Agra para poner su firma en aquel monumento que les daría notoriedad de por vida. Se les reconocía por los bolsos en los que portaban sus herramientas: cortadores de piedra y mármol, grabadores, oficiales de taracea, jardineros, pintores, orfebres y, cómo no, calígrafos.

«No puedo perder tiempo», dijo Balu para sí.

Consiguió llegar hasta la cabeza del grupo sin preocuparle que algún peón demenciado tras los días de espera sacase un martillo de la bolsa y se lo clavase en la frente ante un gentío estático. Se precipitó sobre una de las mesas. El escribano, que había cerrado su libro dando por terminada la contratación del día, conversaba con un hombre corpulento como una escultura de Indra, el dios de la guerra de la mitología védica.

—Señor…

—¿No has visto que hemos acabado? —le espetó el escribano.

—Solo os pido que me digáis dónde puedo encontrar al calígrafo otomano.

—Pero ¿qué estás dic…?

—¿Cuál de ellos? —intervino el que estaba de pie, alzando la mano con autoridad.

—Ha venido de Bagdad. Es un hombre alto. —Se detuvo a pensar y añadió—: Tiene un gorro con orejeras.

—Y yo unas babuchas voladoras —rio el escribano, seguido de una sonora carcajada del otro. Pero su expresión se endureció de súbito—. ¡Fuera de aquí! ¡Y no vuelvas a molestar al señor Hanif!

Al oír aquel nombre, Deepak abrió los ojos de par en par, cogió a Balu por el brazo y tiró de él hacia el interior de la muchedumbre mientras le decía al oído:

—¿No sabes quién es?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¡Es Mahammad Hanif, el supervisor jefe! ¡Si quisiera, podría hacer que te usaran como relleno para los encofrados!

No exageraba. Aquel hombre venido de Kandahar, además de ser el responsable de los pedidos y almacenes, reclutaba a los trabajadores y distribuía sus salarios, valiéndose de un batallón de dependientes, vendedores y contables. A pesar de tratarse de un gerente y no de un artista, el sueldo de mil rupias mensuales que compartía con su equipo estaba equiparado al del arquitecto jefe. Al fin y al cabo, era el único intermediario directo entre el tesoro del emperador y los miles de brazos que maniobraban en el complejo.

—Sea quien sea, yo no me voy de aquí.

Se desembarazó de él. Deepak alzó las manos pidiendo calma.

—Esperaremos hasta el primer turno al amanecer, a ver si para entonces se han olvidado de tu cara de camello. Y no te preocupes. Seguro que una vez dentro te será más fácil encontrar a ese otomano de los demonios.

Balu esbozó una sonrisa.

—¿Ahora tampoco me estás ayudando?

El golfo miró a su alrededor. Tenían que pasar la noche entre aquellos hombres desesperados por trabajar que les habían visto colarse. Si todavía no los habían expulsado a golpes era porque habían hecho reír a Mahammad Hanif, pero esa frágil inmunidad podía desvanecerse en cualquier momento.

—Ahora me estoy jugando el pellejo por ti.

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