Taj

Taj


Primera parte » 10

Página 13 de 43

10

Apenas despuntó el alba, los escribanos regresaron a sus mesas y la multitud ansiosa empezó a moverse. Pronto llegaron tres capataces, cada uno de los cuales precisaba cien obreros. Balu se dio un cachete a sí mismo para espabilarse. No había dormido nada y la calima barnizaba Agra con una pátina de irrealidad. Pero las piedrecillas que tenía clavadas en la espalda tras haber pasado horas tumbado en el suelo eran reales; el sol que abrasaba desde el primer rayo era real; la flema que un tuerto de Calcuta escupió a sus pies era real.

Uno de los capataces le dio un repaso para constatar que estaba sano. Tras apretar sus brazos y piernas como quien compra un caballo, le indicó que esperase junto a otros en el interior del perímetro. Balu se volvió para comprobar qué tal iba Deepak y le sorprendió verlo parado, dejando pasar a los que venían detrás.

—¡Date prisa! —le urgió.

—Yo no voy, amigo.

—¿Cómo?

—Te he traído donde querías, pero esto no es para mí. Cuando me necesites, búscame en el caravasar.

—¡No me hagas esto!

—¿Vas a entrar o no? —le apremió el capataz.

Deepak se despidió de él con un movimiento oscilante de su cabeza antes de dar media vuelta y enfilar hacia el laberinto de chabolas.

Suspiró y echó un vistazo a su alrededor. La mayor actividad seguía concentrándose al fondo del recinto, en el extremo pegado a la orilla. Siguió al capataz hacia allí con el resto del grupo, rodeando los hoyos de los cimientos. A medio camino pasaron junto a un pequeño edificio de piedra protegido por un cinturón de soldados.

—¿Qué guardan ahí? —preguntó el tuerto de Calcuta, cuyos brazos eran tan musculosos que parecían deformes—. ¿El oro que va saliendo de las excavaciones?

—Baja la voz —le advirtió otro al que en la fila habían llamado «el perfumero».

—¡Que no lo voy a robar!

—¡Calla de una vez, inepto! Ahí está enterrada la emperatriz.

—¡Que a nadie se le ocurra ni tan siquiera mirarlo! —advirtió el capataz, volviéndose hacia ellos.

Pero Balu no podía arrancar la vista de aquel cubo de arenisca. Le parecía mentira que la fascinante Mumtaz Mahal cuyas historias se habían extendido por el imperio antes y después de su muerte yaciera entre regueros de barro y el sudor de los obreros.

Cuando murió se encontraba acampada en Burhanpur, cerca de la frontera con el Decán donde su esposo estaba guerreando. Le había acompañado con su séquito, como acostumbraba a hacer en todas las campañas militares, a pesar de que su avanzado decimocuarto embarazo apenas le permitía moverse. Falleció al dar a luz, con el estruendo de mosquetes y cañones como acompañamiento coral, y fue enterrada temporalmente en aquella ciudad itinerante junto al campo de batalla. Desde que el emperador escogió el enclave para el mausoleo, todo discurrió deprisa: exhumó el cuerpo, lo introdujo en un ataúd de maderas aromáticas contrachapadas de oro que parecía el cofre de un tesoro y pidió a su hijo Shuya que lo transportase a Agra. Una vez en la parcela vacía, desconociendo cómo sería el proyecto definitivo de los arquitectos, el príncipe escogió un rincón discreto para aquella segunda tumba provisional de su madre y ordenó rodearla de los soldados que sostenían un tenso pulso de miradas con Balu.

—No les retes si no quieres que te claven algo más que los ojos —le dijo el perfumero.

—No sé qué pueden temer de mí.

—Da igual. Están nerviosos por el regreso del emperador a Agra.

Mientras seguían caminando hacia la orilla, el perfumero le contó que acababa de celebrarse el primer ‘urs, la ceremonia anual que conmemoraba el encuentro de Alá con el alma de la difunta. Aprovechando el ritual, el Sha Jahan abandonó su emplazamiento militar en Burhanpur, donde tuvo lugar el parto fatídico, y regresó a la capital para quedarse.

—Las obras se paralizaron durante dos días —siguió explicándole el perfumero—. No puedes imaginar la cantidad de nobles que acudieron. Rezaron todo un día y toda una noche y lanzaron monedas a la marabunta de mendigos que se aglomeraban fuera del recinto. Dicen que las princesas Jahanara y Roshanara repartieron cincuenta mil rupias de su bolsillo. ¿Cómo es posible que no me llegase ninguna?

—¿Estuvo aquí el emperador en persona?

El perfumero negó con la cabeza. Se aseguró de que nadie le escuchaba y siguió en voz baja.

—Dicen que todavía no puede superar la pena que le produjo la pérdida de su esposa, por lo que envió en su representación al príncipe Aurangzeb mientras él oraba en soledad en sus aposentos del Fuerte Rojo.

Señaló al este. Balu sintió un estremecimiento. A lo lejos, siguiendo la pronunciada curva del Yamuna, se divisaba la imponente residencia imperial. Estaba claro que la ubicación del mausoleo había sido elegida por aquella conexión visual; él también podría trabajar al tiempo que contemplaba el lugar donde Aisha estaba encerrada.

Cuando por fin llegaron al fondo del recinto, descendieron hasta la orilla por una cuesta de tierra prensada. Había peones por todas partes. El aparente desbarajuste llevaba a pensar que los trabajos habían empezado el día anterior, pero hacía meses que se sucedían de forma incesante, siguiendo el inevitable método de prueba y error que exigía la proximidad del río. Nunca un edificio de tal envergadura se había construido tan cerca del agua, por lo que los técnicos se vieron obligados a mover tierras hasta que lograron reforzar las áreas más permeables. Incluso habían variado el curso del Yamuna a base de acumular escombro en la orilla opuesta, logrando así curvarlo aún más en el punto que lindaba con el futuro mausoleo. De esa forma no volverían a aparecer los antiestéticos arenales que emergían cuando la estación seca rebajaba el cauce.

El capataz señaló unas barcazas fondeadas llenas de granito y arena y gritó:

—¡Hay que descargarlas todas! ¡Y tiene que ser antes del ocaso, panda de vagos, porque esta noche llegarán otras tantas!

Balu y los demás se incorporaron sin demora a una hilera de porteadores. Cuando se introdujo en el agua y cogió el primer saco, se dio cuenta de lo duro que iba a ser, pero lo ajustó sobre el hombro y echó a andar tierra adentro.

Los bloques más pequeños o aquellos que se habían quebrado se amontonaban en la orilla para levantar un muro de contención. Los de mayor tamaño se transportaban por la cuesta hasta la cota superior. La primera vez que subió allí, fue a asomarse a la enorme fosa de los cimientos. Las aguas freáticas que debilitaban el suelo habían obligado al arquitecto a cavar mucho más hondo de lo proyectado inicialmente para que la construcción se aferrase a un lecho de roca, firme y no erosionable. Le estremeció ver cómo ayudaban a salir a un obrero con la cabeza abierta que apenas podía agarrarse a la escala de cuerda. No era de extrañar que hubiera accidentes. Al tiempo que iban arrojando las piedras donde indicaban los técnicos, docenas de albañiles trabajaban en el fondo colocándolas y sellando las juntas con argamasa.

Durante las semanas que siguieron entró en un ciclo diabólico, haciendo un viaje tras otro y parando para comer el rancho y dormir al raso. Pasados dos meses, aún no había hecho nada para buscar al calígrafo. Tenía que encontrar el momento y la persona adecuada a quien confiarse, pero cada día despertaba siendo el mismo diminuto eslabón de una enorme cadena humana hundido en el fango del río hasta las rodillas, sin posibilidad alguna de maniobra.

Terminados los cimientos, llegó el momento de elevar la inmensa terraza sobre la que después se erguirían, además del mausoleo en sí mismo, los jardines, las murallas y el resto de edificios accesorios. Dado que el terreno original era irregular, con una gran pendiente hacia el río, era preciso nivelarlo y reforzarlo con esa suerte de prisma rectangular que serviría de base al complejo. Cuando estuviera terminado —de momento solo estaba marcado su perímetro con unos surcos—, mediría más de doscientos metros por casi cien de ancho y tendría la altura de varios hombres.

Sobre los encofrados de granito, para conseguir hacer un bloque lo más compacto y resistente posible, alzaron un bosque de pilares utilizando ladrillos de máxima cocción para que su peso y densidad fueran mayores. Hecho esto, los ensamblaron por su parte superior con arcos de piedra. No contentos con esta precaución, ante la remota posibilidad de que algún pilar se inclinase y debilitase el conjunto, decidieron encajar entre unos y otros grandes ruedas de madera, previamente tratadas con sal para impedir la putrefacción. Tras esta labor, ahora estaban rellenando todos los huecos interiores de la estructura con las rocas que traían las barcazas.

Una mañana llegó un cargamento de piezas aún más grandes y los porteadores empezaron a maldecir. Tras una reunión improvisada de los capataces, pidieron al enlace del supervisor jefe Mahammad Hanif unas yuntas de bueyes como las que circulaban por otras áreas del complejo, para que tirasen del granito por la empinada cuesta.

Durante aquel día los hombres hicieron lo que pudieron para transportar la carga valiéndose de unas angarillas de bambú; a media tarde, dejando patente la falta de trabas de palacio a cualquier decisión que favoreciese la eficacia, los capataces aparecieron con dos docenas de los ansiados animales. Al verlos, Balu sintió nostalgia y también un dolor intenso al recordar los días en los que su padre le enseñaba cómo domar a las bestias que utilizaban para arar los extensos campos del señor Chudasama.

Se dispusieron a montar las yuntas con los maderos y cuerdas que traían en un carro. Uno de los animales se resistía a meter la cabeza en el yugo. La fuerza descomunal de los bueyes los convertía en el mejor animal de tiro para terrenos fangosos, pero debido a su terquedad había que dedicarles una doma pausada y compleja. Balu no tardó en advertir unas características sacudidas de los cuartos traseros. Pensó que, sin duda por la prisa, el ganadero había enviado algún ejemplar demasiado joven e inexperto. A la segunda reacción extraña del cabestro, se acercó al capataz.

—¿Qué pasa?

—Creo que no deberían juntar a esos dos —sugirió.

—¿Ahora vas a saber tú más que nadie?

—Lo único que sé es que he trabajado terrenos en la ribera del Luni mucho más enfangados que este —contestó. El capataz estuvo a punto de soltarle una bofetada, pero Balu aprovechó el instante de duda para seguir—: Y esos dos no están para tirar juntos. Cada uno necesita al lado una buena madrina.

—¿Qué es eso?

—Una bestia con experiencia que atienda sin rechistar las indicaciones del amo y que sirva al otro de guía y de contrapeso.

El animal más inquieto soltó un bufido.

—¿Y cuál de ellos es bueno? —siguió preguntándole, un tanto aturdido—. ¿O vas a hacer tú de madrina?

—Necesitaría tiempo para examinarlos.

—¡Tiempo, dice!

Agobiado por tener parados a sus hombres, el propio capataz fue hacia los que estaban intentando enlazar el yugo y, quitándoles el aparejo, terminó de colocar la gamella sobre el cuello. Cuando se disponía a atar los cuernos, el buey respondió con un arranque que su pareja no pudo controlar y se agitó despavorido. El capataz intentó apartarse, pero tenía uno de los pies apresado en el barro y cayó hacia atrás. El buey cabeceaba dando saltos a unos centímetros del hombre, que trataba de protegerse con los brazos, finos como palillos de dientes al lado de aquel coloso de ochocientos kilos. Balu se lanzó para calmarlo como había visto hacer a su padre, colocándose delante y hablándole firme pero sin imposición, haciéndose cargo de que solo estaba asustado. El animal frenó las sacudidas un instante, lo suficiente para que el capataz pudiera sacar el pie del fango y rodar para apartarse. Balu desvió la atención para asegurarse de que su jefe ya estaba a salvo y, en ese momento, recibió un golpe brutal con el yugo que en el último salto de la bestia había volado por los aires.

Ya entrada la noche, trataba de engullir un cuenco de arroz junto a la fogata que el grupo encendía cada velada. Tras el impacto había pasado un buen rato inconsciente y aún persistía la sensación de mareo. Tenía un corte profundo en la frente sobre el que el perfumero había aplicado un emplasto de barro negro que sacó del río para evitar que se formase pus y acelerar la cicatrización.

—Desde el primer día supe que eras de otra pasta —le confesó este, yendo a sentarse a su lado para avivar la fogata.

Hablaba bajo. Todos los demás estaban dormidos.

—¿Cómo?

—Que no eres como los demás.

Balu no tenía ganas de charla pero tampoco quería resultar descortés, así que se conformó con desviar la conversación hacia un terreno menos personal.

—Apodándote así —le dijo—, no es difícil adivinar a qué te dedicabas tú antes de venir aquí.

—Procedo de Kannauj, un pueblo en el que todos fabricamos esencias.

—¿Y qué delito has cometido para terminar en este agujero?

El perfumero sonrió levemente.

—Durante unos años vivimos una época dorada. El Sha Jahan y la emperatriz adoraban los perfumes, por lo que no dejábamos de experimentar con nuevas fragancias a base de jazmín, loto, gardenias… Enviábamos a palacio cajas y cajas de ampollas para ellos y para los cortesanos. Había tanta demanda que incluso nos permitíamos el lujo de seguir buscando el aroma de lluvia.

—Bromeas…

—Hace miles de años, mis antepasados ya destilaban pedazos de arcilla para retener el olor del monzón. Pero lo cierto es que todo lo bueno se acaba, igual que un frasco de la creación más delicada.

—¿Qué ocurrió?

—Tras la muerte de Mumtaz Mahal, el Sha Jahan decidió no volver a disfrutar en solitario de la pasión que habían compartido. Él no ha vuelto a usar una mísera gota de perfume y la mayoría de los nobles lo han imitado.

—Y vuestro negocio se ha hundido.

—Mientras mi familia busca la forma de recuperarlo, yo intento arramplar unas rupias donde puedo. Qué le vamos a hacer… Al menos siempre podré decir que, a través de mis esencias, en el pasado toqué cada centímetro del cuerpo de la bella emperatriz que está ahí enterrada.

El tuerto de Calcuta, que supuestamente estaba dormido, se giró hacia ellos. Estiró sus brazos de luchador como para desperezarse, hizo chasquear los dedos y dijo con tono sibilino:

—Si contase a los guardias la irreverencia que acabas de decir…

—¿Y por qué habrías de hacerlo?

—Nunca se sabe lo que podría conseguir a cambio.

—¡Bastardo!

El capataz fue haciéndose visible a través de la oscuridad. Algo ocurría, ya que nunca aparecía por allí a esas horas.

—¡Tú! —exclamó mientras llegaba.

—¡No hemos hecho nada! —saltó el perfumero, nervioso tras el encontronazo con el tuerto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Balu.

—¿Cómo sabías lo que le pasaba al buey?

—Mi padre era campesino y utilizaba estos animales a diario.

Siempre creyó que al señor Metha le gustaban porque eran tan gordos como él, aunque tal vez fuera porque la vida no se portaba bien ni con unos ni con otro.

El capataz se colocó en cuclillas a su lado y, sin llegar a rebajarse a darle las gracias, le habló cerca del oído modulando de forma cómplice.

—¿Qué más puedes decirme, chico del desierto?

—¿Sobre qué?

—Dame algún consejo para apuntarme un tanto con el supervisor. La semana pasada cayeron dos bueyes a la fosa y aplastaron a un albañil. Y si ya es malo perder a trabajadores y aguantar la monserga de palacio, aún fue peor sacar a esos gigantones del agujero.

Balu se hizo de rogar unos segundos.

—Seguro que los que se despeñaron tenían las patas muy hacia dentro o muy hacia fuera —declaró por fin—. Id mirándoselas uno a uno desde atrás y descartad los que no las tengan cortas y rectas. Al verlos quietos deben dar la sensación de estar empinados sobre los cascos, con las rodillas separadas. Si las juntan, rechazadlos también, porque os darán problemas para seguir una marcha recta y es fácil que terminen ladeándose hacia el hoyo. Si después de esa criba aún os quedan posibilidades de elegir, devolved los bueyes que tengan el espinazo hundido o prominente y quedaos solo con los de lomo recto.

—¡Ni el brahmán de mi pueblo hablaría tan claro! —estalló el capataz, rompiendo a reír—. Mañana te quiero arriba.

—¿En las obras de la terraza?

—No, en el ombligo de Vishnú. Pues claro que en la terraza. Te ocuparás de todo lo referente a los animales de tiro.

—De acuerdo —aceptó el chico, emocionado con la posibilidad de salir del río y acercarse al meollo de la construcción, no tanto por la promoción en sí como por abandonar la situación de estancamiento en la que llevaba meses, sin haber podido dar un mísero paso hacia su objetivo.

—Tráete a un compañero para que te eche una mano en lo que necesites.

—¿A quien yo quiera?

—Cobraréis el doble que llevando sacos, así que no creo que nadie te haga ascos.

—Iré con el perfumero —dijo sin dudar mientras este asentía, complacido.

El capataz se incorporó y se disponía a marcharse cuando sonó la voz grave del tuerto de Calcuta:

—Vamos los tres juntos o no vamos ninguno.

—¿Quién demonios eres tú?

—Es un pacto que tenemos, capataz.

Balu entendió lo que pretendía el forzudo. Si no le hacían un hueco, desvelaría a los guardias imperiales lo que había dicho el perfumero y los echarían a los dos de la obra.

—¿Es posible? —preguntó, dócil.

—Solo tengo salario para dos, pero si lo queréis repartir es cosa vuestra. Yo gano un par de brazos y me ahorro un jornal; y vosotros aún saldréis mejor que trabajando como porteadores.

—Nos vemos arriba al amanecer —resolvió.

Ir a la siguiente página

Report Page