Taj

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Primera parte » 11

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Durante las semanas que siguieron, trabajó duro para ganarse la confianza del capataz. Organizó las yuntas, no solo las que bordeaban la gran fosa de la terraza, sino todas las que circulaban por el complejo. Reagrupó las parejas y desechó ejemplares que no consideraba aptos para un trabajo tan brutal como preciso. Así era todo en el Taj Mahal: desproporcionado en sus dimensiones pero medido cada trazo con la escrupulosidad de un platero. Explicó a sus compañeros cómo tratar a las bestias para que avanzasen como un tiralíneas por las rampas y cómo corregir la dirección cuando se equivocaban de camino, algo que exigía una pericia especial, ya que en la dura cabeza de los bueyes, a diferencia de la de los caballos y otros animales de tiro, no entraba aquello de caminar marcha atrás.

Este nuevo trabajo le dio, además, la posibilidad de disfrutar de algunos ratos libres. La ciudad ofrecía mil formas de gastar un jornal: dispensadores de bebidas legales y prohibidas, organizadores de peleas para apostar, prostitutas de veinte razas… Pero él prefería ir guardando su dinero en la bolsa que llevaba consigo día y noche con el fajo de dibujos. Incluso seguía durmiendo al raso en la obra en lugar de pagarse un jergón en una chabola de Mumtazabad, como habían bautizado a la barriada de los trabajadores en honor a Mumtaz Mahal, la emperatriz. Su único entretenimiento era acudir a las inmediaciones del Fuerte Rojo para sentirse cerca de Aisha.

Una tarde, tras una jornada extenuante que había comenzado al alba, llegó a la explanada situada frente a la llamada puerta de Delhi, se encaramó a una roca plana y perdió la vista en los tres kilómetros de muralla que lo rodeaban, imaginando que ella salía caminando como una mujer libre.

Había pasado allí tantos ratos que podía dibujar de memoria cada ladrillo de arenisca, cada almena de los imponentes torreones o cada tabla del puente levadizo que ponían a prueba los elefantes. Sobre la muralla emergían, como fuegos artificiales, sobrias líneas rectas hindúes y redondeces persas recubiertas del ornamento de Samarcanda. Un festival arquitectónico fruto de siglos de conquistas. Aquel estratégico emplazamiento junto al Yamuna sirvió de residencia a príncipes hindúes y a los sultanes turcos que les arrebataron el poder. Akbar el Grande lo convirtió en el imponente palacio que Balu tenía delante, una verdadera ciudad amurallada compuesta a su vez por palacetes, mezquitas y edificios públicos, además del inexpugnable harén imperial. Pero fue su nieto, el Sha Jahan, quien lo había llenado de construcciones tocadas con aquel estilo tan particular y depurado que, no lejos de allí, estaba a punto de sublimarse en el mausoleo de su difunta esposa.

El chirrido de las cadenas del puente, recogiéndose a la puesta de sol, dio paso a una voz conocida.

—¡Mira quién está aquí!

Era su amigo Deepak, que se encaramaba a la roca para sentarse a su lado. Seguía igual que siempre: descalzo, con el dothi sucio, el torso desnudo y el pelo encrespado lleno de polvo. No se habían visto desde el último día que acudió al caravasar para abonar una cantidad por los cuidados del caballo que confiaba poder devolver algún día al calígrafo.

—¿Cómo has sabido dónde encontrarme?

—Esta ciudad tiene ojos y oídos.

—Me creía invisible.

—Para mí no lo eres —dijo Deepak con aquel tono al mismo tiempo pícaro y cariñoso que lo hacía parecer una especie de duende.

—Perdona que no me muestre más efusivo al verte. Será que paso demasiado tiempo con los bueyes y tú eres tan igual a ellos que me confundo.

—Lo dirás por el olor.

—¡Eso mismo!

—Creo que los dos necesitamos una visita a la piscina del señor Bashkar. ¿Qué haces aquí sentado?

No contestó. Se limitó a mirar de nuevo al frente. En las ventanas del fuerte se adivinaba el tintineo de las lámparas recién prendidas. Recordó la noche que huyó por el ventanuco de la estancia de Aisha, cuando desde el patio vio salir los haces de luz de los espejos. Aquel día comenzó a correr y todavía no se había detenido. Empezaba a sentirse cansado y frustrado.

—¿Va todo bien? —preguntó Deepak, leyendo su expresión.

—Pasan los meses y todavía no he visto a nadie que pueda indicarme dónde encontrar al maestro otomano.

—¿No hay calígrafos por las obras?

—Me han dicho que están todos preparando material a las órdenes de un tal Amanat Khan, el maestro jefe.

—¿Dónde?

—¡Qué sé yo! En algún lugar al que jamás me dejarán entrar.

—Pero en algún momento tendrán que trabajar sobre el terreno…

—En cuanto terminen con la terraza de arenisca, empezarán a edificar encima. Pero como tenga que esperar a que levanten el mausoleo entero para que empiecen a revestirlo de textos, pueden pasar años.

Deepak escupió una hoja de albahaca mordisqueada.

—Vamos a dar una vuelta por el bazar.

—Mejor otro día.

—No es por ti. Quiero presentarte a una chica que he conocido.

—Deepak, estoy agotado…

—Ella me gusta, Balu.

Un rato después llegaron al zoco. Se introdujeron en una maraña de calles por las que apenas se podía caminar, entre cestos rebosantes de los más variados artículos. Parecía mentira que por allí transitasen carros y vacas sagradas. Los tenderos ofrecían plantas medicinales, sedas en todos los tonos del arcoíris, brocados con hilos de plata y oro, joyas que los orfebres limpiaban en sus talleres. Los olores le acariciaban sugerentes, llamándole a los puestos como sirenas hacia reinos ocultos. Los había de costosas especias, como el jengibre de Bengala o la canela de Ceilán. Otros exhibían sofisticadas drogas, como el opio de Guyarat y los cardamomos de Malabar, cuyos traficantes se detenían en Agra para hacer una escala entre China y Portugal. Las pimientas le hicieron estornudar. Verdes, rosadas y negras, inundando el aire.

En una de las cuatro esquinas de un cruce, un cartel anunciaba tintas artesanales y miniaturas, el estilo pictórico más popular en el imperio mogol. Deepak enfiló hacia allí y a Balu se le iluminó la cara.

—¡Sabía que iba a gustarte!

—Y lo de la chica… ¿No sería un gancho para traerme sin decirme adónde?

Deepak negó y señaló al interior. Una joven más alta que ellos ataviada con un sari verde organizaba frascos sobre una mesita. Una larga coleta le caía sobre el pecho como un cabo que invitaba a encaramarse hasta sus labios, los cuales dibujaban una expresión dura.

Ella los miró y dijo:

—Vaya, creía que era un cliente.

—¿No te alegras de verme?

—Me alegraría más si vinieras con el bolsillo lleno de rupias para comprar tintas.

—¿Y qué podría hacer yo con ellas?

—Por mí puedes bebértelas.

—Seguro que Balu les daría un uso mejor.

—Así que tú eres el famoso Balu…

—Veo que sabes más de mí que yo de ti —repuso este.

—Me llamo Santosh y trabajo aquí, es todo cuanto te puedo decir. ¿Te gusta la tienda?

Asintió, recorriendo los estantes con la vista.

—Mi padre soñaba con verme convertido en un artista de los pinceles. Me explicaba cómo fabricaban los colores, mezclando un poco de aquí y un poco de allá. Siempre supuse que la mitad de lo que me contaba era inventado, pero me gustaba escucharle.

—Ya me ocuparé de organizarte un encuentro con mi tío —comentó Santosh—. Es el dueño y quien pinta las miniaturas que ves colgadas por las paredes. Siempre tiene la cabeza en otro sitio y refunfuña por cualquier cosa, pero es un hombre amable. Seguro que no le importará explicarte cómo prepara sus aceites… y sin inventárselo.

—Gracias, pero ahora soy yo quien tiene la cabeza en otro sitio.

—Debería pintarte a ti —intervino Deepak—. Con una modelo así seguro que se haría famoso.

—Al menos no tendría que imaginarse qué hay detrás del velo —ironizó ella, refiriéndose a las nobles mogolas que no permitían que sus retratistas les contemplasen el rostro, por lo que eran otras compañeras del harén quienes daban al artista los detalles sobre la forma de su nariz o la angulosidad de los pómulos.

Balu se percató de que la cara de Santosh era un tanto masculina. —Como su nombre, más asimilado a los varones—. Sus líneas contagiaban fuerza y vigor.

—Si por ti fuera, tu tío te pintaría desnuda —bromeó Deepak.

—¡Oye, que no soy ninguna furcia!

—Ya lo sé, mi princesa.

—Aunque la verdad es que quedaría bien.

Balu se sorprendió a sí mismo riendo. Hacía mucho tiempo que no lo hacía, pero nunca había oído hablar así a una mujer. Aquella peculiar pareja había logrado que por un instante se olvidase de sus cuitas.

Dio una vuelta por la tienda. Curioseó el interior de los botes, acarició pinceles y pergaminos, acercó los ojos a las miniaturas. Era la primera vez que veía cuadros reales. Hasta entonces solo había tenido oportunidad de contemplar un par de paisajes ramplones sobre tela en la casa comunal donde se reunía el cónclave de su aldea. El arte de la miniatura no era nuevo, la dinastía Palas de Bengala lo había practicado desde antiguo; pero habían sido los mogoles quienes lo llevaron a su punto álgido, con un derroche de cromatismo y una técnica de la perspectiva mucho más evolucionada que sus predecesores. Saltaba de uno a otro fijándose en cómo el artista había estructurado la composición, cómo había utilizado los colores, cómo había dotado a las figuras de sentimiento, buscando dónde radicaba su toque personal. Estaba en trance. Para él, respirar los mareantes olores de aquel puesto era como absorber la gracia divina en un santuario.

Santosh se ausentó para regresar con una bandeja en la que trajo tres vasitos de té. Tenía ganas de hablar con aquel jovenzuelo que, salido de la nada, estaba abriéndose camino en la obra. Balu le contó su ascenso en el escalafón de peones tras el incidente de la yunta de bueyes. Cuando le explicó cómo el tuerto de Calcuta había aprovechado para subirse al carro, Deepak sacó su lado más provocador y le increpó:

—No sé cómo aguantas entre tanta chusma. Unos te someten como a un esclavo, otros se aprovechan de ti al ver que eres buena persona… Tendrías que quedarte conmigo y no volver más a ese pozo de opresión. ¡Vivan los espíritus libres!

Balu estuvo a punto de dejarse llevar y maldecir a los capataces, al supervisor jefe y a aquella recua de ayudantes que no se manchaban de barro ni la suela de las sandalias. Pero de su boca salieron unas palabras muy alejadas de la insurrección:

—En esa obra hay trabajadores venidos de Persia, de Turquía, incluso de la lejana Europa. Se hablan diferentes lenguas y se reza a diez dioses al mismo tiempo, pero todos formamos parte del mismo equipo. Todos somos protagonistas de…

Se detuvo a pensar.

—¿De? —le urgió Santosh, cautivada.

—Del mismo sueño.

Se quedó anclada a sus ojos durante el profundo silencio que siguió.

—¡Oye, chico del desierto, cierra ese piquito de oro! —Gruñó Deepak—. Primero te dejas manipular por el invasor y ahora quieres manipular tú a mi novia.

—Déjale que siga. —Flirteó ella—. Tal vez esto sea el principio de otro romance real.

—No te pases, que al final voy a enfadarme.

—Ya sabes que solo tengo ojos para ti. Eso sí, a veces me escuecen de ver lo sucio que vas.

—Será porque estoy todo el día en la calle esforzándome en sobrevivir.

—¿Por qué has dicho lo del romance real? —preguntó Balu, dando un sorbo a su té.

—El Sha Jahan conoció a la emperatriz en el mercado.

—¿Aquí?

—No. En el Mina Bazar del Fuerte Rojo.

Le explicó que, coincidiendo con el año nuevo del calendario persa, en el fuerte se celebraba una feria de varios días durante los cuales el emperador y los cortesanos se entregaban a una espiral de placer y lujo. Entre las atracciones destacaba el Mina Bazar, una réplica de un mercado auténtico pero con tiendas de seda y terciopelo bordado en oro y miles de flores que cubrían el suelo confundiéndose con los motivos de las alfombras. Las cortesanas representaban por un día el papel de amas de casa. Mariposeaban por los puestos y compraban lo necesario para la cena que luego les cocinaban en el harén, completando así el teatrillo. Otras hacían las veces de tenderas. Vendían pulseras, collares y telas, pero sobre todo tenían la oportunidad de vender a sus hijas. Tras haber pasado once meses encerradas en el harén imperial, el falso bazar les daba la excusa ideal para exhibirlas a cara descubierta ante el emperador y los príncipes sin romper los mandatos de su credo. El día que una bellísima Mumtaz Mahal de catorce años fue presentada, acaparó todas las miradas. De entre ellas, la del joven Khurram, futuro Sha Jahan, quien quedó prendado desde aquel momento y ya para siempre de la brillante Venus de la Pureza, como la denominaron los historiadores reales.

—Entonces, el matrimonio del Sha no fue concertado —comentó Balu.

—Todo lo contrario, tuvo que enfrentarse a mil inconvenientes para estar con Mumtaz. Incluso se vio obligado, por motivos políticos, a contraer antes matrimonio con una princesa persa a la que nunca ha vuelto a mirar.

—Eso era porque tenía más pelos que un yak tibetano —intervino Deepak.

—Y la historia no acaba ahí —siguió Santosh—. Cuando por fin consiguieron casarse, el Sha Jahan y Mumtaz se vieron empujados a un éxodo por el Indostán.

No exageraba ni un ápice. El entonces príncipe Khurram cruzó una y otra vez el imperio, en parte para luchar y ampliar las fronteras en beneficio de su padre, el emperador Jahanhir; y también para huir de este, ya que su relación paterno-filial atravesó períodos muy tensos que hicieron peligrar no solo la sucesión al trono, sino también su propia vida. Pero lo realmente extraordinario es que su joven y bellísima esposa Mumtaz estuvo a su lado en todos y cada uno de los viajes. Babur, el primer gran mogol, dictaminó que no debían llevarse mujeres a las campañas militares, pero el Sha Jahan rompió la regla para no separarse de su amada. Juntos conquistaron Mewar, consiguieron las primeras grandes victorias en el Decán y atravesaron los estrechos pasos de montaña de Cachemira. En una u otra región, mientras los soldados eran abatidos y los elefantes se despeñaban por los barrancos, Mumtaz iba dando a luz a los catorce hijos que engendró.

—Pero siempre que escogemos un camino la vida nos pide algo a cambio —concluyó—. Y Mumtaz perdió varios de sus retoños por el camino.

—No me digas que ahora te vas a poner sentimental con el tirano —siguió forzando Deepak.

—Por favor, cállate de una vez.

—Y tú, ¿en qué piensas? —preguntó a su amigo Balu.

No contestó.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

El hombre que tenía encerrada a Aisha había recorrido medio Indostán y se había jugado el imperio y la vida para estar con la persona que amaba…

Le costaba procesar esa nueva información. Hasta entonces había considerado al emperador una especie de monstruo, tal vez porque así sería más sencillo enfrentarse a él cuando llegase el momento. Pero ahora comprendía que, detrás del brillo de los diamantes engarzados a su ropa, resplandecía una luz interior. Pensó en el Taj Mahal, el mausoleo que él mismo acababa de describir como un sueño compartido de miles de trabajadores, y comprendió que aquella obra faraónica era mucho más que un sepulcro para pasar la eternidad.

Iba a ser el monumento al amor más grande que jamás se había construido.

—¿Puedo tomar otro té? —preguntó con una sonrisa forzada.

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