Taj

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Primera parte » 12

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12

Pasaron varias semanas antes de que concluyera la fase de cimentación. El equipo de arquitectos acudía al complejo un día sí y otro también para practicar mediciones. Discutían acerca de si la altura de la gran terraza era ya suficiente o si debían elevarla aún más desde el nivel del río para no arriesgarse a desbordamientos o a que la humedad degradase el suelo y, a media obra, se viniera todo abajo.

—Lo que hoy dan por bueno, mañana les parece insuficiente —se quejaba el perfumero mientras pinchaba con su lanza a un buey que se resistía a subir la cuesta desde la ribera—. ¿Para eso han estudiado tanto?

Hasta para los técnicos más reputados, el agua era impredecible. Por eso decidieron sumergirse en los registros de Akbar en busca de referencias sobre las crecidas del Yamuna y llevaron a cabo simulaciones de inundación, convirtiendo otra vez la parcela en un cenagal. Balu se desesperaba al ver cómo los carros se sumergían hasta el eje y los bueyes mugían como si los estuvieran matando mientras él entraba en un nuevo bucle y seguía sin encontrar un medio de acceder al calígrafo.

Al final decidieron curarse en salud y duplicar la altura de la terraza. Sobre la red de bóvedas de refuerzo que habían construido en el foso de los cimientos, levantaron otro piso idéntico. De nuevo una sección de columnas, unidas por arcos, ajustadas con ruedas de madera, rellenado el espacio interior con grava y sellado cada hueco con argamasa. Una vez hecho esto, por fin se decidieron a cubrirlo y adoquinarlo. Los hornos lanzaban al cielo columnas de humo que se divisaban desde el desierto. Día y noche, hasta fabricar los ladrillos necesarios para pavimentar el cuarto de kilómetro de terraza definitiva. Con todo ello formaron un indestructible bloque de asentamiento sobre el que, entonces sí, podía erguirse con plena seguridad cualquier construcción que el arquitecto tuviera en mente.

El Sha Jahan estaba exultante. Se habían desvanecido los miedos que asaltaron a los técnicos cuando les pidió un mausoleo a la orilla del río. «¡Es imposible!», le advirtieron. Pero él, tratándose de honrar a su amada esposa, había eliminado esa palabra de su vocabulario y ahora el firme estaba listo para empezar a levantar edificios y jardines.

Desde que Deepak y Santosh empezaron a verse, los pocos ratos que Balu abandonaba el recinto los pasaba con ellos. Cada día estaban más unidos. Soñaba con el momento en que pudiera liberar a Aisha del harén y los cuatro se divirtieran juntos en algún lugar lejano en el que empezar una nueva vida. Su amigo estaba realmente enamorado. Cuando Balu le sorprendía mirándola embobado, aquel se revolvía y negaba la evidencia, pero terminaba aceptando que estaba loco por ella. Santosh no cesaba en sus flirteos con ambos, pero nadie ponía en duda que era el duende de pelo alborotado quien había conquistado su libertino corazón. Solían quedarse hasta el alba charlando en la tienda de tintas, salvo alguna ocasión en la que acudían a las ferias ambulantes.

Una noche asistieron a un espectáculo de lucha pehlwani, un deporte de cinco mil años de antigüedad que hacía las delicias de todo el Indostán mogol. Cuando oyeron las trompetas que anunciaban la llegada de los gladiadores, corrieron hacia la plaza sabiendo que, como entremés, disfrutarían de peleas de gallos, osos malabaristas y trucos de prestidigitadores que se envolvían en humo y cambiaban el color de su turbante.

—Si fuera tan fácil como eso… —musitó Balu mientras el público congregado en un gran círculo aplaudía al mago que, al grito de la expresión mística Abraxas, acababa de hacer desaparecer un huevo de gallina.

—¿El qué? —preguntó Santosh.

—Chasquear los dedos y aparecer en otro sitio. Otro cuerpo, otra vida.

—¿De verdad querrías eso?

—¿Tú no?

—La rueda de las reencarnaciones no se ha portado del todo mal conmigo. Mis padres murieron de lepra, pero yo no me contagié; y teníamos este pariente miniaturista que me acogió y nunca me ha puesto la mano encima.

—Siempre habrá un lugar mejor en el que te gustaría estar…

—En esta ciudad hay muchos más infiernos que paraísos, así que no me arriesgaría a que un mago me hiciera aparecer por ahí al azar. Prefiero ir avanzando poco a poco por mí misma. Es lo mismo que estás haciendo tú en esa obra, ¿no?

—Pero no me negarás que es duro si tienes que partir desde cero. No sabes lo que es trabajar de sol a sol mientras veo a lo lejos las murallas del Fuerte Rojo.

—¿Por qué te obsesiona tanto ese lugar?

Se dio cuenta de que tenía que recular. A pesar de la confianza que tenía con sus amigos, nunca había mencionado la existencia de Aisha.

—Me obsesiona la idea de no poder entrar. Estoy harto de que seamos tratados de forma diferente según pertenezcamos a una casta u otra, a una religión u otra.

—Anda, calla, que parece que estoy oyendo a Deepak y ya tengo bastante con uno. —Sonrieron—. Además, no es tan difícil acceder al fuerte. Hace años que mi tío no trabaja allí, pero ha vuelto varias veces para resolver gestiones administrativas o asistir a apariciones públicas del emperador. Aunque de momento tendrías que limpiarte el polvo de la obra.

Trató de pasarle la mano por el pelo, pero él se apartó.

—¿Y qué me dices del harén?

Santosh hizo un rictus de extrañeza. La propia palabra árabe significaba al mismo tiempo sagrado y prohibido.

—Nadie traspasa las puertas del harén, salvo que seas el Sha Jahan o te hayan cortado los testículos. ¿Por qué dices eso ahora?

—Hablo genéricamente —mintió—. Imagina que tuvieras que sacar a alguien de allí.

—Genéricamente…

—Olvídalo, era una pregunta estúpida.

—Además —siguió ella—, ¿qué harías una vez dentro? El serrallo es enorme, una ciudad en el interior del fuerte. ¿Por dónde empezarías a buscar?

—¿Qué tal por el Mina Bazar? —dijo de pronto, recordando el falso mercado por el que, una vez al año, paseaban todas las concubinas.

—Al menos veo que me escuchas cuando te cuento las historias.

—¡Abraxas! —exclamó él, imitando el conjuro del mago.

Tras la odisea de la gran terraza de arenisca, sobre su lado norte junto al río comenzaron a levantar el pedestal del futuro mausoleo. No dejaba de ser un sencillo prisma cuadrangular, pero tenía dos particularidades que asombraban a los trabajadores: su enorme tamaño y el hecho de estar proyectado íntegramente en mármol blanco. En cuanto se corrió la voz de que los minaretes y la construcción que iría encima también se recubrirían de ese material, todos los marmolistas de Indostán empezaron a enviar barcazas con sus mejores vetas.

A pesar de que necesitaban cantidades ingentes, los técnicos se vieron obligados a devolver muchos cargamentos a sus canteras de procedencia. El emperador había ordenado que todas las piezas fueran irreprochablemente puras, del mismo grosor, del mismo peso, de la misma textura. El rostro del Taj Mahal tenía que ser un espejo del de la emperatriz: sin una grieta que quebrase su piel, sin una mancha que oscureciera su brillo.

La forma de trabajar de Balu había cambiado. En el núcleo del complejo ya no había barro, pero las complicaciones eran otras. Tenía que pelear contra las lesiones de los animales, que resbalaban al subir las planchas al pedestal, las cuales arrastraban con mantas para no rayar el suelo ya colocado. Él mismo necesitaba poner los cinco sentidos cuando operaba cerca del borde. El brillo y la homogeneidad del mármol blanco y, más abajo, la infinita terraza de arenisca hacían que muchos obreros perdieran la perspectiva, se mareasen y cayesen desde lo alto.

Pasó noches en vela torturado por el recuerdo del sonido que producían los cuerpos al chocar contra el ladrillo. Siempre era lo mismo: primero una exclamación de desconcierto, luego un chasquido seco y, después, el murmullo de los compañeros que se acercaban para ver si el malogrado trabajador tenía pulso, seguido del lamento del amigo ante el charco de sangre, llamando a gritos a un físico que solía traer las vendas y los ungüentos demasiado tarde.

Los escribanos seguían contratando mano de obra de forma imparable, por lo que los trabajos del pedestal culminaron antes de lo previsto. Una noche, echado al raso junto a la hoguera, contemplaba el reflejo de la luna sobre los arcos túmidos, en forma de herradura con una ligera punta, que decoraban la cara principal en el frente sur. En un momento dado, el tuerto de Calcuta se dirigió a él.

—Tienes que presentarme a tu amiguita.

Balu le miró. El forzudo jugueteaba con un clavo de madera que había extraído de un yugo.

—¿Me hablas a mí?

—No, al buey. No creerás que no sabemos dónde vas cuando sales de aquí.

—Espera, ¿me has seguido?

—No eres el único que va a los espectáculos de lucha —espetó, lanzando al fuego la pieza de madera, que hizo saltar chispas contra el chico.

—Más te vale no volver a mencionarla.

—Es demasiado mujer para vosotros. Ni entre los dos podríais con ella.

Se incorporó y fue a replicar, pero en ese momento apareció el capataz.

—Mañana se detendrán los trabajos —anunció.

—¿Libramos? —saltó el tuerto.

—Todos menos uno. Necesito una yunta al amanecer.

—Yo me encargo. —Se anticipó Balu, oliendo que se estaba cociendo algo más que un montón de ladrillos—. ¿Qué hay que transportar?

—Van a exhumar el cuerpo de la emperatriz.

Se estremeció al pensar que iba a asistir en primera fila a un evento tan importante como inesperado. Al parecer, el Sha Jahan no quería hacer pasar a su esposa más tiempo del necesario en la tumba provisional. Una vez terminado el pedestal de mármol, había decidido trasladar su cuerpo a una cripta que habían horadado en su interior para, después, levantar el mausoleo justo encima.

No fue el primero en llegar. Cientos de soldados custodiaban un perímetro del que habían expulsado a todos los obreros, salvo una partida de albañiles que demolía la estructura que había protegido el descanso de Mumtaz desde el primer ‘urs. Unos cuantos cortesanos, entre los que a buen seguro se encontraba algún miembro de la familia imperial, se acercaron al ataúd de madera de sándalo para echárselo al hombro.

—¿No han de arrastrarlo mis bueyes? —preguntó en voz baja al capataz.

—Tú limítate a hacer lo que nos mande aquel de allá.

Señaló a un sexagenario de aspecto anodino al que otros tres hombres con los que formaba un corrillo sobre el pedestal se dirigían con sumo respeto.

—¿Quién es?

Ustad Ahmad, el arquitecto.

Así que allí estaba, el artífice de aquel sueño de mármol. Había imaginado una persona con más… esplendor. Sin duda reservaba todo el brillo para sus creaciones. Nacido en Lahore, ustad Ahmad era un referente en todo Oriente, y no solo en el arte de levantar edificios. Al igual que los grandes pensadores de la Antigüedad, tenía un abultado conocimiento de astronomía, geometría y matemáticas que volcaba en sus proyectos, fundiendo su erudición con su sensibilidad a la hora de jugar con la luz y el entorno. Nada era casual en sus planos. Hasta el mínimo grado de curvatura del arco más escondido estaba calculado y compensado con el todo, como las estrellas del firmamento. Con echar un simple vistazo al pedestal del mausoleo ya se vislumbraban una simetría y perfección que cortaban la respiración.

Sin embargo, por encima de su genialidad, aquel hombre destacaba por su humildad. Renunciaba al tratamiento de ustad aplicado a los maestros de las artes y pedía a sus interlocutores —incluso al propio emperador, que le había concedido el título de Maravilla de la Época por sus logros creativos— que se dirigieran a él simplemente como «Ahmad el arquitecto». «Solo soy alguien que pone una piedra encima de otra», solía decir; e incluso se restaba mérito al declarar que el verdadero artífice del Taj Mahal era el Sha Jahan, algo a todas luces incierto. Todos sabían que el emperador participaba de forma activa en las reuniones de trabajo con sus técnicos y les aportaba buenas ideas que trataban de llevar a efecto; pero atribuirle la autoría del Taj Mahal era una exageración fruto de su lealtad a la familia real.

A diferencia del barullo cotidiano de la obra, aquella mañana no se oía un ruido salvo la respiración de los bueyes, el titubeo de los nobles porteadores y el murmullo lejano de los trabajadores que observaban la ceremonia agolpados más allá del cordón de soldados. Una vez trasladaron el cuerpo al centro del pedestal, corrieron una losa del suelo e introdujeron el féretro en la cripta. Al poco salieron, sellaron la entrada y ordenaron a Balu colocar encima el cenotafio, un sepulcro idéntico al verdadero que habían resguardado debajo, pero vacío.

A continuación le mandaron acercar con la yunta una pesada caja de madera que esperaba su turno en un extremo. Cuando la abrieron, comprobó que contenía los paneles de una celosía octogonal destinada a rodear el cenotafio. Mientras unos artesanos los sacaban uno por uno con cuidado de no rozarlos, se percató de que eran de oro macizo.

—Es la obra maestra de Bebedal Khan —le explicó en voz baja el capataz, refiriéndose al superintendente de orfebres reales que había diseñado las inscripciones y motivos florales—. Se dice que ha utilizado cuarenta mil tolas de oro.

Balu frunció el ceño, incapaz de asimilar una cantidad semejante. Atendiendo al precio de esa unidad de medida en el mercado de gemas, el coste total de aquel capricho ascendería a seis lakhs o, lo que era lo mismo, seiscientas mil rupias, una cifra mareante que daría para edificar un palacio entero.

Los artesanos ajustaron de forma obsesiva la posición de los paneles hasta que el arquitecto dio el visto bueno y pudieron atornillarlos al mármol del suelo. Cuando terminaron, se alejaron con aire solemne seguidos de los nobles.

—Ya está todo preparado —declaró el capataz.

—¿Para qué?

—Para el ‘urs que se celebrará en unos días, el segundo aniversario de la muerte de Mumtaz. El emperador ha anunciado que por fin va a abandonar el luto y acudirá a la ceremonia.

«El Sha Jahan en persona —pensó—, por eso se han dado tanta prisa en trasladar el cuerpo a la cripta definitiva, aun cuando ni siquiera han empezado a construir el mausoleo encima…».

Cuando el último de los cortesanos se hubo marchado, tan solo quedaron sobre el pedestal los tres hombres que debatían con el arquitecto jefe. A su derecha se encontraba el diseñador ustad Isa Afandi, un turco alto con cara estrecha y nariz aguileña que se dedicaba a plasmar el proyecto en papel. También estaba Abdal Karim, maestro arquitecto que ya trabajó con el emperador Jahanhir, enjuto pero con cara de avispado. Un año antes había culminado una bella construcción en el fuerte de Lahore que cautivó al Sha Jahan y le granjeó un puesto en el equipo supervisor del Taj Mahal.

—¿Y el cuarto? —preguntó al capataz mientras bajaban la yunta del pedestal, arrastrando la caja vacía de la celosía por una rampa de maderos instalada en un extremo.

Se refería a un hombre en la cincuentena, de complexión más fuerte que el resto, ataviado con una túnica escarlata ajustada por un fajín blanco y un turbante del mismo color. Su postura calculada, el impecable corte de la barba y sus manos enjoyadas, con las que dibujaba curvas sobre un plano imaginario, denotaban una posición privilegiada.

—Es Amanat Khan, el calígrafo jefe.

Se detuvo de golpe a mitad de la rampa. Era la persona que mejor podía informarle sobre el maestro otomano, pero no podía interrumpir su charla con los otros técnicos. El recién titulado Amanat Khan —que significaba Señor de la Confianza— rivalizaba en categoría con el arquitecto ustad Ahmad, con quien mantenía una relación cordial. Al igual que este, tenía asignado un sueldo de mil rupias mensuales para su equipo y se reunía diariamente con el emperador. Provenía de la milenaria Shiraz, epicentro de la cultura persa que se preciaba de estar inundada de versos, rosas y luciérnagas, pero se había mudado al Indostán siendo muy joven en compañía de su hermano Afzal Khan, primer ministro del Sha Jahan que había conseguido un rango militar que hasta entonces no se concedía más que a los príncipes de sangre.

Comprobó con satisfacción que el grupo se disolvía. El arquitecto ustad Ahmad y el diseñador ustad Isa bajaron por detrás del pedestal hacia la terraza para asomarse a revisar las barcazas de mármol en la ribera del río. El arquitecto asistente Abdal Karim marchó hacia la entrada del complejo y Amanat Khan permaneció solo junto al cenotafio mirando hacia arriba, como si estuviera contemplando el edificio terminado.

Sintió un hormigueo por la espalda. A saber cuándo dispondría de otra oportunidad. Pidió al capataz que se ocupase de los bueyes y echó a andar a paso decidido de nuevo hacia arriba.

—¿Adónde crees que vas? —le increpó aquel.

No contestó. Al haberse ausentado el cortejo imperial, los soldados que marcaban el perímetro de protección se habían relajado. Además, ¿qué mal había en hablarle? Pero al momento escuchó a alguien que le llamaba a gritos por su nombre.

Era el perfumero, que se acercaba corriendo hacia la rampa. Tenía que ocurrir algo grave para que le hubieran dejado pasar, así que esperó a que llegase, mirando de reojo al calígrafo para asegurarse de que no se le escapaba.

—¿Qué demonios pasa?

—¡Son tus amigos! ¡Deepak y Santosh! ¡Tienes que hacer algo!

Al escuchar sus nombres le cogió nervioso del brazo.

—¿Qué ha ocurrido?

El perfumero apenas podía hablar, agobiado por la carrera.

—¡Ya me olía algo! ¡Llevaba toda la mañana bebiendo!

—Pero ¿de quién hablas ahora?

—¡Del tuerto de Calcuta! Ese malnacido… Como hoy no había trabajo ha empezado a jugar con los estibadores y ha perdido el jornal de toda la semana. Se ha liado a puñetazos y hemos tenido que separarlo entre cuatro antes de que lo machacaran. Es entonces cuando se ha enfadado aún más y ha dicho que había llegado el momento de…

—¿De qué? ¡Habla de una vez!

—De estrenar a la perra de la coleta.

Una punzada de dolor en el pecho.

Miró alternativamente al calígrafo jefe, que seguía concentrado, y a su compañero.

—Tienes que…

Se detuvo, dubitativo.

—¡Balu, reacciona! ¡Son tus amigos!

Volvió a fijarse en el persa, que ahora rodeaba a paso lento la celosía de oro que envolvía el cenotafio.

—Tienes que hacerme un favor inmenso —le pidió por fin al perfumero—. Ve corriendo al bazar y di a Santosh que se encierre en la tienda y no deje entrar a nadie.

El otro dibujó un gesto de extrañeza.

—¿Y tú?

—Si Deepak no está con ella —continuó—, búscalo en el caravasar y dile que ni se le ocurra enfrentarse a esa bestia.

—¿Qué te pasa, Balu?

—Me uniré a vosotros dentro de nada. Adelántate, por favor…

—Lo haré si me lo pides, pero…

—Por favor…

El capataz no decía nada. El perfumero dudó unos instantes y echó a correr a trompicones por donde había venido. Balu dio media vuelta y enfiló la rampa hacia el centro del pedestal.

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