Taj

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Primera parte » 13

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13

Caminó con sus pies descalzos sobre la enorme superficie blanca que relucía al sol y empezaba a calentarse. Amanat Khan seguía recolocando textos del Corán por las paredes imaginarias sin percatarse de que alguien se acercaba.

—Disculpad, señor…

Al ver que se trataba de un obrero miró a ambos lados con cierta prevención.

—Si buscas una limosna, espera al segundo ‘urs. El emperador ha dicho que lloverán rupias en recuerdo de su esposa.

—No se trata de eso.

El calígrafo hizo un gesto a un soldado que escudriñaba a lo lejos. No es que tuviera miedo del hindú de los bueyes, a quien había reconocido; tan solo le desconcertaba que aquel menesteroso se dirigiera a él.

—¿No ves que estoy trabajando?

—Busco a un miembro de vuestro equipo. Es otomano.

—Muchos lo son —repuso con extrañeza.

—Vino de Bagdad hace unos meses con sus ayudantes, seis en total. Es un hombre alto, con barba, pero no como la vuestra. Menos poblada.

—¿Qué quieres de esa persona?

—¿Sabéis a quién me refiero?

Amanat Khan negó con las manos al darse cuenta de que se estaba dejando apartar de sus cavilaciones. El reflejo de sus anillos pudo verse desde todo el recinto de la obra.

—No sé qué hago hablando contigo. Vete.

—No, esperad…

Balu le cogió del brazo para evitar que le diera la espalda. El calígrafo abrió los ojos de par en par.

—Quita ahora mismo tu fétida mano de mi túnica.

Le soltó de inmediato y levantó ambos brazos.

—Perdonadme, señor. El hombre que estoy buscando me prometió un puesto de aprendiz.

—Pero ¿qué estás diciendo?

Se tapó los oídos y volvió a mirar hacia arriba, buscando concentrarse de nuevo.

—No me ignoréis —insistió Balu—. Debí aceptar en el primer momento, ahora lo sé. Crucé el desierto para venir aquí…

Para entonces, el soldado ya se acercaba a toda prisa por el pedestal en compañía de otros dos que traían las espadas desenvainadas.

—¡No lo matéis, es un demente! —exclamó el calígrafo cuando los tuvo encima—. ¡Pero ocupaos de que no vuelva a pisar esta obra!

Dos de ellos lo agarraron de los brazos mientras el último tiraba de su cuello hacia atrás. Balu se resistía como si le fuera la vida en ello.

—¿Por qué hacéis esto? ¡Fue el calígrafo quien se ofreció a enseñarme! ¡Preguntadle! ¡Recordadle la palabra esperanza que pinté sobre la piedra!

Amanat Khan le habló entonces a pocos centímetros de la cara.

—¿Qué derecho tienes a pisar este lugar sagrado con tus sucios pies y alterar con patrañas el descanso de la emperatriz? Seguro que preferirías sacar su cuerpo de la cripta y quemarlo en una pira. ¡Pues no seré yo quien lo permita!

—¡Todo lo contrario, señor! —gritó revolviéndose como una serpiente mientras volvían a tirar de él—. ¡Quiero aprender vuestro arte! ¡Se lo debo a mi padre!

—Tu padre debería haberte enseñado respeto.

—¡Ya sé que no tenemos ministros en la familia, pero me enseñó mejor que nadie! —replicó con una repentina rabia—. ¡Y si no, mirad!

Metió la mano como pudo en la bolsa que siempre llevaba colgando, sacó los dibujos de Aisha y los arrojó hacia el calígrafo. Los pliegos volaron a merced del viento y fueron a caer esparcidos por el pedestal.

—Terminad de una vez con esto —resolvió Amanat Khan, y uno de los soldados le golpeó en la frente con el mango de la cimitarra.

Se lo llevaron a rastras. Estaba consciente, pero no podía mover un músculo. Se limitaba a observar con expresión perdida cómo el cuerpo del calígrafo se hacía más y más pequeño a medida que se alejaban del pedestal.

Lo arrojaron a un rincón embarrado junto a la tienda donde organizaban los turnos de guardia, entre un puñado de gallinas que le picoteaban las piernas. Intentó convencerlos de que le dejasen marchar para buscar a sus amigos, prometiéndoles que no intentaría acercarse de nuevo al calígrafo; pero en cuanto se levantó de la posición de cuclillas en la que le obligaban a permanecer, el oficial le lanzó un casco abollado que había en el suelo como si fuera un perro sarnoso.

—No te moverás de aquí hasta que el viejo haya abandonado el recinto. Y da gracias a que le has cogido en un buen día.

—Y a nosotros. —Anotó otro mientras afilaba su daga con una piedra.

Un rato después, Amanat Khan descendió las escaleras traseras que bajaban hacia la terraza y, de allí, siguió bajando hasta el río. Le esperaba una barca a la que ya habían subido el diseñador y el arquitecto asistente. El soldado aún dejó pasar un tiempo antes de liberar a Balu, no sin advertirle que si volvía a aparecer por el complejo, utilizaría sus entrañas como argamasa para los marmolistas.

Cuando por fin pudo marchar, echó a correr con toda su alma, se introdujo por un atajo que Deepak le había enseñado a través de una fábrica de colorantes para el cuero que olía a cadáver y entró al mercado por su puerta norte, el acceso más cercano al puesto de tintas del tío de Santosh.

Cuando lo vio cerrado, se le hizo un nudo en el estómago.

—¡Balu, por fin has venido!

Era el perfumero, que esperaba enfrente sentado en el suelo.

—¿Dónde está? —El gesto de su compañero no vaticinaba nada bueno—. ¿Y Deepak? ¿Los has encontrado?

—Acompáñame.

Caminaron por las callejuelas del bazar hasta la casa donde el miniaturista vivía con su sobrina. Entraron tanteando porque la luz exterior apenas llegaba hasta allí, enterrados como estaban en lo más profundo de la colmena. Se introdujo en una habitación en la que parpadeaba una vela, tratando de no pisar los bosquejos de cuadros apoyados contra las paredes en el suelo.

Santosh estaba echada sobre un camastro, tapada con una manta. Su pelo negro, de pronto encrespado como las ramas de un arbusto seco, se derramaba por el jergón.

El miniaturista apareció de entre las sombras y se ausentó con el perfumero. Balu fue a sentarse al borde de la cama. Ella le miró y se esforzó por sonreír. Tenía heridas en la cara, la boca desgarrada por un extremo, con sangre seca en la comisura de los labios. Le acarició.

—Todavía no te había enseñado las mejores pinturas de mi tío…

Hizo un gesto de dolor.

—No hables.

—Cuando era joven trabajó en los talleres reales, pero a medida que fueron llegando más artesanos de Persia expulsaron a los hindúes. Ellos se lo perdieron. Mira qué maravillas hay por toda la casa…

—Shhh.

—Estoy bien, no te preocupes.

No era cierto. Balu se sentía tan culpable que ni siquiera se atrevía a preguntar por su amigo. Recorrió con la vista la habitación. Desde los lienzos de la pared le contemplaban, inquisitivas, todo tipo de deidades hindúes y budistas. Respiró hondo y, por fin, musitó:

—¿Deepak?

Santosh sacó los brazos de debajo de la manta, llenos de moratones y arañazos, y se los ofreció para que la abrazara. Él lo hizo, y juntos lloraron hasta que se les acabaron las lágrimas.

Un rato después, cuando se quedó dormida de puro agotamiento, salió a la entrada de la casa donde aguardaban los otros. El perfumero estaba destrozado. Era el miniaturista quien se mostraba más entero. A pesar de su escasa estatura y de su constitución esquelética, mantenía en todo momento erguida su pequeña cabeza calva. Se quitó las gafas redondas para limpiar los cristales.

—Lo siento muchísimo, jamás me lo perdonaré… —se lamentó Balu.

—No es culpa tuya.

—Sí que lo es.

—Para cuando llegué ya había ocurrido todo. —Trató de justificarle el perfumero, y volvió a dejar caer la mirada al suelo.

—Esa bestia debía de haber espiado varias veces a mi sobrina —explicó el miniaturista—, porque la estaba esperando cuando salió de casa.

—No puedo creerlo, ¿cómo ha podido…?

—El tuerto estaba obsesionado con ella desde la primera vez que os vio juntos —reveló el perfumero.

El miniaturista señaló al otro lado del callejón. La puerta del pequeño almacén donde guardaba los materiales y fabricaba los productos que luego vendía estaba entreabierta, con el cierre arrancado.

—Fue ahí mismo. Le tapó la boca y la metió a la fuerza. Ningún vecino oyó nada. Seguramente coincidió con la llamada del muecín.

—¿Qué le ocurrió a Deepak?

—Si no hubiera sido por él, mi sobrina también estaría muerta. Vino para acompañarla mientras abría y limpiaba la tienda, como hacía muchos días, y debió de oír sus quejidos. Entró en el almacén y se dio de bruces con… la escena. El tuerto se apartó de Santosh y agarró a Deepak del cuello, pero antes de que se lo partiera, tu amigo tuvo tiempo de estirar el brazo hasta un frasco, coger uno de mis pinceles y clavárselo en la yugular.

—¿Estáis diciendo que lo mató?

El miniaturista, que hasta entonces se había mostrado muy moderado, dibujó una mueca cruel.

—Toda la pericia de Indra, el dios de la guerra, la tormenta y el rayo, se concentró en ese puyazo. El chico pintó en el suelo con la sangre del bastardo el mejor cuadro que jamás he visto.

—¿Dónde están los cuerpos?

—El tuerto… —Por un momento le dio aprensión confesar lo que había hecho—. He avisado a un físico de Ispahán al que conocí mientras trabajaba para el Sha y se lo ha llevado para despiezarlo y estudiar sus órganos. Él a cambio vendrá a visitar a mi sobrina para comprobar que evoluciona bien. Le he hecho jurar que meterá los trozos en botes o los tirará a las ratas, como prefiera, pero que en ningún caso quemará ni un dedo del pie. Espero que su alma se pudra esperando el fuego.

—¿Y Deepak?

Acaban de llevarlo al caravasar en el que solía pasar las noches. No tiene familia y, con Santosh en este estado, no me podía hacer cargo…

Fue directo a hablar con el señor Bashkar. Cruzó aquella ciudad que de pronto se le antojaba desierta. No oía el canto de los tenderos, no veía a las mujeres que le llamaban hacia rincones prohibidos, no olía el hedor de las boñigas de vaca y camello, ni el curri hirviendo en las sartenes.

Nada más llegar, el posadero salió a su encuentro como una exhalación.

—¿Por qué lo habéis traído aquí? ¿Qué quieres que haga con él?

—Quemarlo.

—¿De verdad crees que voy a gastar mi madera en este andrajoso?

—Deepak trabajaba para vos. Os respetaba.

—Se aprovechaba de que soy un blando, eso es lo que hacía. Y al parecer quiere seguir aprovechándose después de muerto. Tengo su cuerpo en un establo que no puedo utilizar.

Balu le clavó su mirada más fiera, metió la mano en su bolsa y le arrojó el dinero que había ido ahorrando.

—¿Qué esperas que haga con esta miseria?

—Quedaos también con mi caballo, malditos seáis vos y vuestro negocio. Es lo que queríais desde el día que aparecí con él.

Ya nada importaba. Le habían prohibido volver a trabajar en el Taj Mahal, por lo que había perdido todas sus opciones de encontrar al maestro otomano. Habría querido demostrarle que estaba a la altura del ofrecimiento, pero lo único que había conseguido era destrozarse las manos tirando de las yuntas y contemplar desde fuera las inexpugnables murallas del Fuerte Rojo. Había fracasado por completo. Era el momento de regresar a su aldea, y hacerlo a pie no sería tan malo. Así retrasaría el momento de la vergüenza y, con un poco de suerte, moriría de sed por el camino.

—Querrás decir con tu medio caballo —puntualizó Bashkar—, porque la otra mitad de su valor se la ha engullido en agua y heno.

—Quiero que esta tarde queméis el cuerpo de mi amigo con los mismos honores que si se tratase del emperador —siguió Balu sin amilanarse—. Con la mejor madera y el mejor brahmán. Y sabed que estaré aquí para verlo.

—Tendrá una ceremonia digna del príncipe… de los mendigos —ironizó el posadero antes de dar media vuelta y ordenar al jorobado que marcase la piel marfil de la montura con el hierro del caravasar.

Bajó a la piscina en la que ambos se habían bañado el primer día. Llenó un cubo y lo llevó al hombro hasta el lugar donde habían dejado el cuerpo. Retiró la sábana que lo cubría, se aseguró de que los ojos y la boca estaban bien cerrados y los brazos estirados, colocó sus pies hacia el sur y comenzó a lavarlo con delicadeza. No había joyas que retirar. Solo polvo y cicatrices de la calle.

Todo transcurrió deprisa, sin flores ni inmaculadas túnicas. Le ayudaron a conducir el cuerpo a un patio tras las caballerizas. La persona asignada prendió la pira con una antorcha. Para cumplir fielmente su cometido se había afeitado la cabeza, salvo un pequeño mechón en la parte de atrás. La madera crepitaba. Una intensa humareda se alzaba entre las llamas. Balu no se movió de allí hasta bien entrada la noche, contemplando imperturbable cómo se consumía aquel cuerpo de lagartija que en su corta existencia se había introducido por todos los recovecos de Agra.

El jorobado quedó encargado de recoger las cenizas tres días después para lanzarlas al río Yamuna, como mandaba el rito. Balu abandonó el lugar despacio y se encaminó hacia el barrio de Mumtazabad. Quería despedirse del capataz y cobrar los últimos jornales que le adeudaban para entregárselos al miniaturista. Quizá con ello le alcanzase para encargar al físico alguna medicina que suavizase las cicatrices del rostro de Santosh, a falta de otros remedios para las que ya siempre llevaría en el corazón.

Era el momento de regresar.

Su gran aventura había terminado.

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