Taj

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Primera parte » 14

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14

Desde el día que empezaron a cortar mármol en la obra, un manto albino inundaba las chabolas de los trabajadores. El sudor dejaba surcos en las frentes blancas, en los pechos blancos de quienes a esa hora regresaban para pasar la noche.

Se adentró por un hueco estrecho entre dos casas de adobe que conducía a una tercera. Al asomarse vio al capataz sentado en el suelo con el brazo apoyado en un catre.

—¡Mira quién entra por ahí! —exclamó aquel con un inesperado júbilo—. Justo ahora, el señor Khush Nawis me estaba preguntando cómo podía encontrarte.

La otra persona, que estaba de espaldas a la puerta, dejó en el suelo un vasito de té y giró la cabeza.

As-salam aleikom, Balu.

El corazón le dio un vuelco.

Nada le cuadraba.

Pero era real.

Sobre el jergón, junto a unos planos enrollados, vio el gorro con orejeras.

Era el calígrafo.

Wa aleikom as-salam —contestó, respetuoso, en la lengua del otomano.

—El capataz me ha contado lo ocurrido. ¿Cómo está tu amiga?

—Se recuperará… —murmuró sin dejar de mirarle a los ojos.

—Me alegro de corazón. Y siento muchísimo lo del otro muchacho. Es terrible. —Balu asintió. El otro hizo una pausa en señal de respeto—. Me llena de alegría volver a verte.

—A mí también, maestro. Pero ¿cómo habéis llegado hasta aquí?

—Amanat Khan me sugirió que preguntase por el proveedor de bueyes, quien a su vez me dio las señas de tu jefe.

—¡Te has hecho muy popular, maldito perro del desierto! —rio este, alegrándose realmente por el chico.

—Pero si ordenó que me apresaran…

El maestro otomano metió la mano en una bolsa y sacó un fajo de papeles.

—Creo que esto es tuyo.

—Mis dibujos…

—Los recogió del suelo y le impresionaron tanto como a mí. Al menos lo suficiente como para vencer su arrogancia y molestarse en darme tu recado.

Balu los repasó. Una vez más, Aisha, su musa, tiraba de él gracias a aquel puñado de pliegos.

—Debería excusarme con él.

—¿Por qué?

—Hice un comentario sobre su hermano ministro.

—¿Estás hablando en serio?

—Fue él quien primero mencionó a mi padre.

El maestro otomano soltó una carcajada.

—Ahí te la jugaste. Amanat Khan es un gran calígrafo, pero todos los que ansían su puesto le acusan de recomendado. Y no solo por su hermano. Él mismo ha trabajado para el emperador como diplomático. Resolvió un conflicto con el monarca safávida que le valió unos contactos en palacio a los que… ¿cómo decirlo sin que suene mal? A los que está sacando mucho partido. —Compuso una sonrisa de orgullo—. Ahora no me cabe duda de que tus dibujos le removieron. De otra forma no habría venido a que le confirmase tu historia.

—¿Y qué le dijisteis vos?

—La verdad: que al verlos me pareciste un diamante en bruto. También le conté bien lo de la caligrafía en la piedra. Mira que escoger sin saberlo la palabra esperanza… ¡Parecías el personaje de una fábula sufí!

El maestro otomano cogió su vasito del suelo, pero ya no quedaba té. El capataz se levantó como un rayo y se ausentó en busca de la jarra.

—Gracias por defenderme, maestro. Y también por traerme los dibujos.

Ahora que debía regresar a su aldea, al menos tendría esos garabatos para recordar a Aisha.

—Estoy convencido de que puedes aspirar a mucho más.

—No creo que en el futuro tenga tiempo de practicar.

—¿Y qué piensas hacer en mi taller? ¿Fregar el suelo?

El corazón comenzó a latirle a toda prisa.

—¿Estáis diciendo que seguís queriendo enseñarme? Pero si Amanat Khan dijo que no podía volver a la obra…

—Eso ya está arreglado. Pero escúchame bien: como ahora me hagas quedar mal, te acordarás de mí.

—¡No pongas esa cara de buey! —exclamó el capataz, irrumpiendo de nuevo en la estancia.

Sirvió té a su invitado y le ofreció un vaso a Balu, que se quedó desconcertado ante ese gesto insignificante pero insólito en su vida.

Bebió un sorbo y, sin poder contenerse, se lanzó a los brazos del calígrafo como si fuera un padre que acabara de darle la vida.

Caminaron hasta llegar a un bello haveli, un palacete burgués construido en la ribera del Yamuna a media distancia entre el Taj Mahal y el Fuerte Rojo. El maestro otomano resultó ser uno de los personajes más respetados del proyecto. Conocido como Khush Nawis de Bagdad, un apodo que venía a significar «el que hace la bella escritura», percibía un generoso salario de quinientas rupias mensuales que le alcanzaba de sobra para pagar a su equipo y costear aquella acogedora propiedad que compartía con ellos.

—Nunca he estado en un lugar así —confesó Balu mientras atravesaban el jardín de entrada, pasando entre dos mangos que extendían sus ramas inundando la atmósfera con su aroma dulzón.

—Al atardecer solemos salir aquí para discutir al fresco la marcha de los trabajos.

Una pareja de monos plateados le observaban desde lo alto de una higuera. Según la leyenda, el Buda histórico Siddhartha Gautama alcanzó el Nirvana meditando bajo un árbol similar, por lo que no parecía un mal lugar para estimular la creatividad.

Una vez dentro del palacete, cruzaron un patio rodeado de columnas que hacía las veces de recibidor. A su alrededor se levantaban dos pisos de galerías por las que se accedía a los dormitorios. Khush Nawis le explicó que a un lado de la planta baja estaban las cocinas y, al otro, las estancias de los sirvientes.

—Lo mejor de todo viene ahora. A esta hora ya no quedará nadie, pero no puedo esperar a mañana para enseñártelo.

Abrió el portón al fondo del patio y prendió una lámpara que descubrió una enorme sala de trabajo llena de papeles, listones, cuerdas para medir y losas a medio cincelar. Caótica e idílica como un pedazo de selva de Madhya Pradesh, plagada de tigres y cobras que serpenteaban entre ramas de baniano.

—¿Qué te parece?

—El paraíso.

—Está bien que pienses así, porque vas a pasar muchas horas aquí dentro.

Se adentró en la jungla de caligrafías. Las palabras cubrían pergaminos y planchas de mármol. Por todas las esquinas había cestos de cinceles, cuchillas y escoplos, tizas y carboncillos. Trapos para borrar renglones torcidos. Frascos de aceites y de cola.

—¡Aquí hay todo lo que podría soñar!

—Pues estás viendo un taller pequeño. Algún día te llevaré al de Amanat Khan.

—¿Hay muchos calígrafos más?

—Unos cuantos a los que subcontratamos trabajo. Pronto conocerás a Roshan Khan de Siria, un buen amigo que está instalado cerca de aquí. Tiene un taller grande que comparte con Abdul Ghaffar de Multan y con Wahab Khan de Persia, dos maestros que están decorando mezquitas en Lahore y en Delhi pero que vienen a temporadas para servirnos de apoyo. En el Taj Mahal, toda ayuda es poca.

—¿Y no es difícil coordinarse?

—No demasiado, porque nos repartimos las caligrafías. Amanat Khan se reserva las de las fachadas y los paneles verticales de los portales, que son las que otorgan la fama; y a nosotros nos encarga otras menos lucidas, como las que van en horizontal o las más escondidas a la vista. Pero cada día doy gracias por poder participar en esta obra.

—Lo que me llama la atención es que estéis trabajando a este ritmo desde el inicio —comentó Balu sin dejar de mirar aquí y allá—. Viendo lo que ha costado terminar la cimentación y la terraza de asentamiento, no quiero pensar en cuánto faltará hasta que llegue el momento de cubrir las paredes de los futuros edificios.

—La labor del calígrafo es tan difícil que nunca sobra tiempo. Tenemos que ir dejando listas cuantas más losas podamos para disponer de ellas el día en que hayan de ser colocadas.

—Por eso Amanat Khan estaba subido hoy en el pedestal… Visualizaba cómo quedará en el mausoleo lo que ahora esté preparando en su taller.

El otomano asintió.

—Nos guiamos por los planos de ustad Isa Afandi, pero es necesario acudir al emplazamiento para hacernos una idea de en qué proporción hemos de ir corrigiendo el tamaño de los textos.

Balu lo comprendió al momento.

—Los hacéis más grandes a medida que se alejan del suelo para engañar al ojo de quien los contemple desde abajo.

—¡Exacto! —Aplaudió Khush Nawis—. Si todas las caligrafías tuvieran la misma medida con independencia de dónde fueran a ir colocadas, las brutales dimensiones del edificio impedirían la lectura de las que están situadas más arriba y se produciría una perspectiva antiestética que rompería la simetría.

—Podría estar escuchándoos toda la noche.

—Lo que hay que hacer por la noche es dormir, para estar fresco por la mañana. Así que acompáñame y te mostraré tu habitación. Ahora enviaré a un sirviente con un caldero de agua caliente.

Apagaron la luz, cerraron el portón y enfilaron una escalera que conducía a la segunda planta. El dormitorio era digno de un rajá. En un extremo había una cama con un mullido jergón y un par de cojines que incitaba a saltar encima. Al fondo se abría un balcón cubierto al estilo bengalí que hacía corriente con la celosía que respiraba a la galería interior.

Sirvientes, sedas… Tenía ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Se acordó de Deepak y se le encogió el corazón. Nada le habría gustado más que ir corriendo a contarle lo que estaba ocurriendo.

Se lavó y se enfundó una túnica color crema, suave como un soplido. Comió lo que le habían dejado en una bandeja: una ensalada de pepino y yogur, aliñada con ajo y hierbabuena. Viendo que de momento la excitación le impediría conciliar el sueño, salió a dar una vuelta de reconocimiento.

Las paredes del corredor estaban cubiertas de pinturas con motivos florales. Era como si el jardín se extendiese en toda su exuberancia por cada rincón. Para entonces todos estaban acostados… o eso había creído hasta que alguien le habló desde las sombras.

—Veo que al final has conseguido lo que querías.

Era un hombre apoyado en la baranda. Cuando se fijó bien, comprobó que se trataba del ayudante del calígrafo que, tras encontrarle moribundo en el desierto, pretendió convencer a su jefe de que no le diera el caballo. Aquel día estaba tan agotado que apenas recordaba lo que había pasado, pero tenía destellos de Khush Nawis invocando pasajes del Corán y reprochando a su colaborador que no sintiera compasión.

—No recuerdo tu nombre.

—Fereshteh —apuntó con tedio.

Tendría unos treinta años, pero su expresión de hastío le hacía parecer mayor. De estatura media, su complexión no era atlética, pero tampoco destacaba por su gordura. Más bien era blando, con mofletes sonrosados y un bigote fino que apenas se movía cuando hablaba.

—Intentaré serviros de ayuda —dijo Balu.

—Estoy seguro de que lo intentarás, pero también sé que no lo conseguirás —masculló él, dirigiéndose a la habitación contigua—. Más te valdría regresar hoy mismo con tus cabras.

Permaneció unos segundos inmóvil. Después se encerró en su cuarto y salió a un balconcillo que daba a la ribera del Yamuna. La reparadora caricia del aire y la maravillosa vista le hicieron apartar de su cabeza el encuentro con Fereshteh. A la izquierda podía contemplar las murallas del Fuerte Rojo. Tuvo que contenerse para no gritar el nombre de Aisha y contarle que por fin estaba en el camino, pedirle que no se hundiera y que le esperase. Volviéndose hacia su derecha, alcanzaba a ver el recodo del río sobre el que dormitaba la obra. Sobre el pedestal de mármol, la celosía de oro que rodeaba el cenotafio brillaba a la luz de la luna.

Estiró ambos brazos, uno hacia cada lado: el Fuerte Rojo, el Taj Mahal. Podía tocarlos al mismo tiempo.

Estaba en el centro del mundo.

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