Taj

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Segunda parte » 1

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Aquella noche, Balu durmió como un bendito. Al despertar, comió una pieza de mango del jardín que encontró en una bandeja junto a su puerta y bajó al taller. Khush Nawis y sus ayudantes ya llevaban un rato trabajando. Nada más verlos se dio cuenta de que eran seis miembros de un solo cuerpo avivados por el mismo corazón. Se movían al ritmo de un latido único, como un grupo de danza. Aunque se ocupaban de tareas diferentes, no dejaban de intercambiar opiniones y sugerencias que ninguno consideraba una intromisión.

El maestro otomano se acercó para recibir a su nuevo pupilo. Tras presentárselo oficialmente al resto, le dio una vuelta introductoria por la sala.

—En el arte de la línea han de distinguirse tres fases —le explicó—. Primero hay que componer el texto. Esto, en el caso del Taj Mahal, no ha sido necesario, dado que todas las caligrafías serán versos del Corán seleccionados por Amanat Khan y el propio emperador.

—Después, dibujar los textos en papel —apuntó Balu, fantaseando con llegar a hacerlo algún día.

—Eso es. —Se acercaron a una mesa en la que Fereshteh medía la longitud de una letra con un listón—. Cada calígrafo sigue su estilo personal. A veces son muy diferentes entre sí, más simples o más alambicados según la escuela, pero todos tenemos en común la búsqueda de la máxima originalidad y delicadeza en el trazo. Ya que nuestra religión nos prohíbe representar figuras humanas o de animales, tratamos de hacer con las palabras lo mismo que Alá ha hecho con nosotros: las convertimos en seres vivos, cada una un individuo especial.

Se fijó en el tamaño del pliego. No llegaba a abarcar su longitud con ambos brazos.

—¿Hacéis los diseños a tamaño real?

—Exactamente el mismo que luego irá en la pared.

—¿Y la tercera fase?

Siguieron caminando hacia un ala en la que tres de los ayudantes trabajaban en una nube de polvo.

—Es el momento de desplegar el arte del cincel. Los calígrafos albañiles se aferran al escoplo y pasan las creaciones del papel a la piedra. Primero tallan la forma del texto en las losas de mármol blanco y después lo taracean, incrustando las letras de pizarra negra que previamente han esculpido.

—Es fascinante…

—No puedes imaginar cuánto —repuso el otomano, parándose a repasar de cerca una inscripción recién terminada.

Durante los días siguientes, su labor como aprendiz se fue afianzando y los calígrafos comenzaron a confiarle pequeños trabajos: «Sujeta el extremo del papel», «Humedece las losas para pulir», «Limpia los pinceles». Había tantas cosas por hacer que el tiempo pasaba volando. Parecía que acabara de salir de la cama y ya estaban discutiendo en corro bajo la higuera mientras el sol del ocaso pintaba de naranja la ribera del Yamuna.

En cuanto disponía de un rato, corría a visitar a Santosh. Las heridas de su piel habían mejorado, pero seguía postrada en el catre, atenazada por otras más profundas. Decía que no podía moverse, y era verdad. Sus brazos eran de plomo. La cabeza le estallaba en cuanto ponía un pie en el suelo. Tenía problemas para dormir. Ni siquiera era capaz de apagar el candil; necesitaba estar siempre alerta, observando la puerta hasta que se le secaban los ojos. No quería asomarse a la calle para no mezclarse con otras personas. Incluso a él le resultaba difícil hablarle, ya que cada vez estaba más aislada en su propia vergüenza, en su propia… culpa. Le habían desgarrado su dignidad, algo que solo podía curar el tiempo. Entretanto debían permanecer a su lado, evitando que hiciera alguna locura irreparable. «No sería la primera vez que ocurre en estos casos», había advertido el físico.

Al cabo de unas semanas, el maestro otomano tocó en la puerta de Balu antes del amanecer.

—¿Pasa algo? —se alarmó el chico, levantándose a abrir medio dormido.

—Salimos de viaje.

—¿Adónde?

—¿Acaso importa?

—No, no… Me visto y bajo.

—No olvides el turbante y un pañuelo para la cara. Vamos a las minas de Makrana.

Había escuchado ese nombre varias veces desde que llegó a la obra. Sus canteras producían la piedra más blanca del Indostán.

Comprobó con disgusto que les acompañaba Fereshteh. Montaron en tres caballos que los sirvientes tenían ya ensillados. El suyo era un tordo blanco moteado de gris con la cola y las crines negras.

—¿También vas a cambiar esa maravilla de corcel por un puñado de maderos para hacer una hoguera? —le susurró el ayudante sin mover su bigote mientras atravesaban la puerta del haveli.

Pensó que su amigo Deepak se había merecido aquello y mucho más, por lo que no tenía nada de lo que arrepentirse. Cuando se lo contó al calígrafo, le prometió que el día que percibiese su primer salario iría destinado a compensarle por la montura que le salvó la vida. Khush Nawis le contestó que no tenía que devolverle lo que no había sido un préstamo, sino un regalo. Se sentía tremendamente afortunado. Ahora debía estar a la altura.

Ya de camino, pasaron junto a aldeas de barro que le recordaron a la suya. Pensó en su madre y se entristeció. También necesitaba ahorrar para ella. Cuando se despidieron le prometió que regresaría; tal vez no para quedarse, pero sí para ayudarle a recuperar las tierras que el señor Chudasama se apropió aprovechando la difícil situación que atravesaba su padre.

En un momento dado, preguntó por el motivo del viaje.

—El emperador me ha pedido que me ocupe de un asunto importante —respondió el maestro otomano.

Antes de concretar más, recapituló para ponerle al tanto de los diferentes tipos de piedra que utilizaban en la obra. La arenisca gris se traía de Gwalior, una localidad al sur de Agra. La arenisca roja provenía de las colinas de Fatehpur Sikri, la antigua capital del imperio mogol que Balu había atravesado en su viaje por el desierto. La piedra caliza venía de Bahirah. Pero lo que era realmente caro, y lo necesitaban en cantidades colosales, era el mármol blanco que convertiría al mausoleo de Mumtaz Mahal en un edificio único.

—Durante la construcción del pedestal —le explicó—, el arquitecto ustad Ahmad fue examinando mármoles de diferentes procedencias, pero ninguno era como el que enviaban desde Makrana. Por ello propuso al Sha que se dejase de ensayos y lo encargase todo allí.

Se cruzaron con una carreta tirada por ocho bueyes que transportaba dos bloques enormes. Era la sexta que veían desde su partida. Las minas estaban lejos de Agra y no disponían de salida fluvial para enviar el material en barcazas, pero el emperador no había dudado en hacerse cargo del carísimo incremento de precio que suponía alimentar a las bestias de tiro.

—Vaya un despliegue.

—Lo mismo han pensado los dos mil artesanos marmolistas de Makrana que han cogido sus herramientas para desplazarse al Taj Mahal, donde hacen falta profesionales para cortar y pulir las losas.

—¿Habéis dicho dos mil?

—Ni más ni menos. Al principio fue preocupante, porque ese éxodo dejó las minas huérfanas y ralentizó la extracción de piedra, pero el Sha Jahan lo ha arreglado de un plumazo. Como no quería enviar de vuelta a quienes ahora trabajaban felizmente en su parcela, ha ordenado a todos los canteros de las regiones de Ambar y Rajnagar que se muden a Makrana para cubrir el hueco que han dejado los locales.

—El imperio mogol baila al son del Taj Mahal —rio Balu, orgulloso de participar en un proyecto de semejante envergadura.

—Y aquí es donde llego yo. Tengo que ingeniármelas para que los recién llegados hagan su labor como es debido. No podemos estar echando para atrás un cargamento tras otro porque hayan escogido mal la veta. Hace unos meses, cuando se compraron los primeros lotes, Fereshteh vino en compañía de Allah-dad Khan para hacer lo mismo. —El ayudante asintió de forma cansina desde su montura—. Pero al haberse incorporado tanto trabajador nuevo, hace falta volver a dejar las cosas claras.

—Lo que no llego a entender es por qué envían a calígrafos para ocuparse de esto.

—En realidad, somos nosotros quienes nos ofrecemos a venir. El mármol es nuestro pergamino.

—¡Yo amo dibujar, pero no sé fabricar papel! —exclamó Balu.

—Y yo no tengo ni idea de cómo arrancar la piedra de la montaña, pero sé muy bien lo que necesito en mi taller. Eso es lo que tienen que entender los canteros. Tal vez algunas de las piezas que echamos para atrás servirían de sobra a un albañil que ponga suelos en las mezquitas, pero eso no quiere decir que yo tenga que darlas por buenas. Mis caligrafías requieren aquellas losas que, por su finura, sean esculturas en sí mismas. El mármol sobre el que yo escribo ha de cantar en la frecuencia adecuada.

—¿Qué queréis decir con cantar?

—Cada plancha tiene su música. Nos la susurra durante todo el proceso, desde que pasamos la mano sobre la superficie para quitar el polvo, en el trazo de la tiza, en cada golpeteo del cincel. Se expresa, llorando o riendo, a medida que vamos robándole pedazos de su cuerpo para luego rellenarlos con las palabras del sagrado Corán…

Balu estaba encantado, ya que aquel viaje le permitía pasar más tiempo con Khush Nawis. Por las noches montaban un escueto campamento, lo justo para guarecerse de la arena removida por el viento. Mientras Fereshteh se dedicaba a afilar un estilete que siempre llevaba consigo, el otomano instruía al chico en el arte de la línea que lo tenía hipnotizado.

—¿Siempre supisteis que queríais dedicaros a esto? —le preguntó Balu.

—Desde que era niño.

—¿Vuestro padre también era calígrafo?

—No, pero convivía muy de cerca con los artistas de la corte otomana. Era historiador del imperio, por lo que se dedicaba a narrar de forma bella los logros del sultán para su ensalzamiento ante propios y extraños. Y ello incluía la descripción detallada de los monumentos que se levantaban en Bagdad. ¿Y el tuyo?

—¿Mi padre?

—El día que te encontramos en el desierto dijiste que no tenías a nadie. ¿No llegaste a conocerlo?

—En realidad, acababa de perderlo.

—Siento oír eso. ¿De qué murió?

—Tenía un corazón demasiado grande para este mundo.

Khush Nawis sonrió.

—¿Fue él quien te enseñó a dibujar?

—No era capaz de pintar ni la raya del kohl de su ojo.

Ambos rieron.

—Pero lo amabas.

—Se enfrentaba a quien fuera con tal de que yo pudiera practicar con mi pincel. Éramos campesinos, en mi aldea consideraban una aberración que yo llevase en la mano otra cosa que no fuera una azada. Pero él insistía en que…

—Sigue.

—En que yo era diferente.

Pensó en el día que se despidió de Aisha mientras el señor Chudasama golpeaba su puerta con fiereza, cuando ella le dijo que nadie podía escapar de su casta.

—¿Y tenías hermanos? ¿Alguien de tu familia había estudiado? Lo digo porque no hablas como un campesino.

Tantas tardes con Aisha, solos él y ella, repasando las lecciones que acababan de impartirle sus instructores sin saber que la estaban convirtiendo en una ilustrada concubina…

—Aisha… —murmuró para sí.

—¿Cómo?

Se dio cuenta de que había pronunciado su nombre en voz alta. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Nadie podía enterarse nunca de por qué estaba allí. ¡Nadie!

—Pensaba en mi aldea.

—Ha dicho Aisha —intervino Fereshteh.

Y la noche se volvió de pronto más fría.

Una vez en Makrana, Fereshtoh les condujo a la cantera que proveía de material a la obra. Desde lejos apenas se veían unos montículos de mármol macizo en los que se dejaban la piel unas cuadrillas de picapedreros. Pero mientras cruzaban entre las casetas de los encargados y los peones que preparaban los carros para el siguiente envío a Agra, Balu divisó un hoyo inmenso que se abría al fondo.

Desmontó al borde del cortado. Tuvo que ponerse en cuclillas por miedo a marearse y caer al vacío, tal era el brillo que reflejaba la piedra.

La explotación de aquel yacimiento desde antiguo había dado lugar a una enorme cantera circular, escalonada como un anfiteatro. Poco a poco iban ampliando su diámetro con nuevos cortes tan lisos que no parecían realizados con rudos picos y cuñas de madera. Aun cuando se trataba de extraer grandes monolitos, los marmolistas trabajaban con el mimo que pondría un buscador de pepitas de oro. Había cientos de ellos de todas las edades, sujetos con cordajes o haciendo equilibrios sobre los andamiajes de madera y las repisas que iban dejando los bloques ya extraídos. Su piel morena, brillante por el sudor, resaltaba sobre el blanco inmaculado de las paredes.

—¿Lo oyes? —le preguntó el calígrafo desde su montura.

Balu escuchó cómo los martillos marcaban el paso a la obra como un redoble militar, pero sabía que su maestro no se refería a eso. Cerró los ojos y se concentró en aquella otra melodía que emanaba de la veta milenaria.

—La música de la piedra… —dijo para sí.

El calígrafo tenía razón. Con cada golpe de cincel el mármol gemía, de dolor si erraba el cortador, de placer ante la muesca certera. Lloraba al resquebrajarse, de pena si lo arrancaban a la fuerza o de felicidad cuando se abría de forma natural, como un parto. Y al caer el bloque sonaba como un gong que comunicaba la buena nueva. El polvo blanco lo inundaba todo, como humo de incienso, mientras los canteros alzaban al cielo sus manos callosas y se fundían en una oración de gratitud.

Preguntaron por la persona que estaba al cargo. Un hindú alto como un camello los acompañó hasta una de las casetas, donde los recibió, complaciente, un hombrecillo con las piernas arqueadas. La cordialidad se esfumó en el mismo momento en el que Khush Nawis expuso sus requerimientos.

—¿Cuál es vuestro problema? —se exaltaba el encargado—. ¡Mis vetas son tan deslumbrantes que parece que ya han sido pulidas! ¡A veces no necesito ni desbastar los bloques!

—No lo niego. —Seguía el calígrafo con parsimonia—. Lo que quiero decir…

—¿Qué queréis decir? —le interrumpió.

—Mejor os diré lo que voy a hacer. Voy a revisar cada corte de la cantera hasta encontrar el grano más uniforme y fresco. Y quiero que vos y los jefes de las cuadrillas me acompañéis para tomar nota porque serán esas vetas, y ninguna otra, las que admitiré en mi taller. Quiero durabilidad y fácil labrado, algo que tienen todos los bloques que nos enviáis. Pero también exijo pureza absoluta. Y están llegando a Agra piezas con manchas que…

—¡En Makrana no hay manchas! ¿Por qué me vais a obligar a sacar mármol de paredes complicadas cuando puedo obtener la misma calidad de otras con más fácil acceso?

—Venid conmigo.

Salieron fuera y se acercaron a un carro cargado con un bloque enorme. El calígrafo acercó el ojo a la piedra y enseguida detectó unas venillas del tono de los residuos del té. El cantero explicó que se debían a la presencia de granates, una adulteración mineral imperceptible para el ojo humano.

—No para el mío —sentenció Khush Nawis. Se volvió hacia Balu—. ¿Dónde está Fereshteh?

—Creo que se ha quedado dentro.

—Dile que venga. Estoy seguro de que esto ya lo discutieron en su día.

Fue a buscarlo, pero en el interior de la caseta de adobe no había nadie. Se disponía a salir cuando escuchó su voz a través de un ventanuco. Se asomó con discreción. Fereshteh conversaba a escondidas en la parte trasera con el asistente del encargado. Intentaba hablar bajo, pero su enfado le hacía elevar su atiplada voz.

—¿Cómo que no tienes mis monedas?

—Estáis rechazando la mitad del material que enviamos —se justificaba el hombre alto.

—¡Si no hacéis bien vuestro trabajo no es culpa mía!

—¿Cómo quieres que sigamos pagándote una comisión si nosotros no cobramos antes?

—Solo te digo que hay veinte canteras más en Makrana.

—Pero ninguna tiene nuestro mármol. Sabes que si compráis en otra, será perjudicial para el monumento. A ver cómo convences a tu jefe.

—Pruébame.

Balu dio un respingo, lo suficiente para que Fereshteh se volviera hacia el ventanuco. Apenas tuvo tiempo de ocultarse y salir de allí a toda prisa. No podía creerlo. ¿Un corrupto? Tal vez el viento y el ruido de los martillos habían distorsionado sus palabras…

Se disponía a decirle a Khush Nawis que no lo había encontrado para ganar tiempo y pensar qué debía hacer con aquella información, cuando oyó una débil llamada de auxilio.

Miró a su alrededor. A un lado, el calígrafo seguía discutiendo con el encargado, que no dejaba de chillar como un gorrino en el matadero. Al otro, un artesano marcaba un bloque con una gran escuadra para después eliminar las aristas. Cerca de él, tres peones cambiaban la rueda de un carro.

Volvió a oírlo, leve pero claro.

Era alguien que pedía ayuda desde el hoyo. Fue hacia el borde y se asomó. Al fondo discurrían filas de mujeres y niños acarreando cestos con los escombros caídos al romper las masas. Se agachó junto a una escalinata de madera que descendía por tramos anclados a repisas que hacían las veces de rellano y vio, unos seis metros bajo sus pies, que una de las porteadoras colgaba de un saliente. Había resbalado con el polvillo en un trecho horizontal y se había precipitado al vacío, agarrándose justo antes de caer rebotando por los cortados de mármol.

—Ayuda… —suplicaba con un hilillo de voz.

Si sus dedos aguantaban era por el liviano peso de su cuerpo esquelético, pero ya empezaban a temblar. Mirando hacia arriba con aquel gesto descompuesto que dejaba a la vista todos sus dientes, parecía su propio cadáver.

Avisó a un cantero que no estaba lejos y, mientras este se aproximaba por la repisa, fue a buscar una cuerda. Corrió hasta una caseta de aperos y encontró una con nudos que podrían servir de apoyo. Volvió a toda prisa, la ató a la argolla que utilizaban los boyeros para alzar los bloques hasta el nivel del suelo y la lanzó a apenas un metro de la mujer.

—¡Acércasela! —pidió al cantero.

Aquel miraba la cuerda como si no fuera con él. ¿Qué le ocurría? Entonces vio el saco caído sobre el rellano y lo comprendió. La mujer era una dalit. Perteneciente a la casta más baja, se dedicaba a recoger excrementos por la cantera, por lo que aquel hombre no podía tocarla. Los artesanos vaisías incluso evitaban el contacto con la sombra de los parias.

No perdió tiempo tratando de convencerle. Bajó por la escalinata de madera hasta el rellano, apartó al cantero de su camino y acercó el cabo hasta ponerlo al alcance de la mujer, pero estaba aterrorizada y no era capaz de moverse. Solo podía hacer una cosa. Escupió en las manos como había visto hacer a su padre cuando tiraba fuerte de los animales y se deslizó hasta llegar a su altura.

—Voy a cogerte de la cintura para que apoyes el pie aquí —le dijo señalando uno de los nudos.

Ella hizo un gesto de asentimiento. A partir de entonces todo ocurrió muy rápido. Se estiró, pasó el brazo por el cuerpo de la mujer, que pesaba menos que el sari que la cubría, la atrajo hacia sí y esta logró agarrarse a la cuerda y trepar hasta alcanzar la repisa.

Acto seguido, también él empezó a subir. Pero de pronto notó que la tensión del cabo desaparecía.

«¿Qué está pasando?».

Se había soltado de la argolla. Estiró la mano instintivamente hacia arriba y alguien le cogió de la muñeca.

Era el cantero, con cara de espanto.

—No te muevas mucho o nos iremos los dos abajo —le advirtió al tiempo que esperaba a un par de compañeros que subían por la escala de bambú dando la voz de alarma.

Un rato después, intentaba recuperar la calma en la caseta del encargado. El calígrafo, sentado en una silla a su lado, se había quitado su gorro frigio y se entretenía limpiando el polvillo blanquecino que ascendía desde el hoyo como niebla.

—Estoy seguro de que la até fuerte —repetía Balu.

—Cuando se actúa con prisa, se corren riesgos, no le des más vueltas. Bastante que tuviste los arrojos de descolgarte por ahí.

—Apostaría a que incluso lo enlacé dos veces…

—Una obra está llena de peligros —intervino Fereshteh—. Igual en esta cantera que en el propio Taj Mahal, pueden ocurrir las cosas más inesperadas.

Balu le miró con estupefacción al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda.

Había sido él…

No solo había intentado matarle; le estaba advirtiendo de que no dudaría en volver a hacerlo. ¿Qué pretendía? ¿Que no le contase al maestro lo que había escuchado a través del ventanuco? O, peor aún, ¿que abandonase la obra?

—Lo que has hecho es loable —dijo Khush Nawis sin percatarse—. Pero me gustaría saber hasta qué punto estás dispuesto a romper las reglas.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Esa mujer era una intocable. ¿Qué puedo esperar de alguien que no respeta las normas de su religión?

Balu miró a Fereshteh, que sonrió convencido de que había vencido. Luego se volvió de nuevo hacia el otomano y declaró:

—Yo ya no tengo más que un dios, maestro: aquel que guía mi mano. Así que enseñadme y os adoraré con fidelidad absoluta hasta el fin de mis días.

El maestro asintió complacido y Fereshteh salió de la caseta ocultando su rabia.

Balu se levantó de la silla. Necesitaba estar de pie, de nuevo llenar sus pulmones de aire y polvo de mármol. No iba a permitir que nadie, absolutamente nadie, le hiciera dar un solo paso atrás en el camino que se había trazado.

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