Taj

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Segunda parte » 2

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Al poco de regresar a Agra, salió disparado hacia el bazar. Tenía ganas de ver a Santosh, sabiendo que el poco cariño que podía dispensarle en sus ratos libres le aliviaba más que cualquier remedio del físico.

Iba vestido con una túnica nueva de hilo rojo que le había regalado el calígrafo, dado que la anterior había quedado maltrecha en el incidente de la cantera. La intensidad carmesí hacía resaltar el negro brillante de sus ojos y de su pelo recién lavado. Desde que se internó entre las atestadas callejuelas notó la reacción de los tenderos. En lugar de hacerle gestos para que se apartase de los mostradores y dejase sitio a los clientes, le ofrecían sus mercancías: ¿Dulces fritos? ¿Babuchas de piel de camello? ¿Drogas para la indigestión? ¡Se había enfundado un pedazo de tela limpia y no le reconocían! Cuando una joven que caminaba detrás de su padre con un cachorro de tigre le lanzó una mirada fugaz, supo que todo había cambiado.

Aquella sensación de orgullo se veía empañada por el duro trance que atravesaba su amiga. Le descorazonaba que el mundo siguiera girando como si nada hubiera pasado. Sus vecinos, en tanto conocieron que había sido mancillada, ni por cortesía hacia su tío volvieron a preguntar por ella. Allí seguía el lutier, con la oreja pegada a un sitar; el vendedor de pescado seco, que ajustaba las pesas de una balanza de hierro; el alquimista chino, que acariciaba sus porcelanas delante de un cliente indeciso. Tenderetes de cuchillos, telares que fabricaban paños de calicó al estilo de Kerala, puestos de aves que aleteaban en pequeñas jaulas, llenando el suelo de plumas…

El mundo seguía girando, implacable. Dejando su estela con olor a especias y a tormentas de media tarde.

El tío de Santosh estaba pintando a la entrada de su establecimiento. Acercaba sus gafas redondas al lienzo, apoyado en el mismo caballete que usaba desde hacía tres décadas, y daba breves pinceladas. Había instalado un toldo. A buen seguro que mientras los visitantes del bazar se resguardaban de los chaparrones del monzón, él aprovecharía para venderles sus miniaturas.

Se plantó a su lado y esperó a que le viera para no sobresaltarle.

—Dadme un segundo… —murmuró el anciano sin separarse de la pintura.

Y estampó un punto dorado sobre la tiara de una princesa, tal vez imaginada, tal vez recordada de sus años de artista en la corte mogola.

Entonces sí, se volvió.

—¡Qué elegante! ¡No te había conocido!

Balu sonrió orgulloso.

—Tal vez sea un buen día para encargaros un retrato.

—A Santosh le va a encantar tu aspecto.

—No estoy seguro de que le guste la moda persa. ¿Cómo se encuentra?

—Está más tranquila por el día y duerme más horas por la noche. Hasta he conseguido que coma un poco de arroz. Sin condimentos, pero al menos le alimenta.

—¿Qué ocurre? —preguntó el chico, notando que le ocultaba algo.

El miniaturista dejó su pincel en el atril y la paleta sobre una mesa, empujando con cuidado los frascos de aceites.

—Ve a casa a verla, que sigue encerrada.

—Pero…

—Me ha pedido que no te lo cuente.

—Creo que sois vos quien debéis decidir lo que le conviene o lo que no.

El anciano tomó aire.

—Su agresor le hizo aún más daño del que pensábamos.

—No me iréis a decir que…

—Está encinta.

—Oh, no…

—Le ha destrozado la vida, querido Balu.

—Pero ¿es seguro?

—Por desgracia, sí. ¿Quién va a querer ahora mirarla a la cara? A veces pienso que habría sido mejor que muriera.

—¡Ni se os ocurra decir eso!

El miniaturista se llevó las manos a la cara.

—Parece mentira que alguien de tu edad tenga que reprenderme. ¿Qué nos ha pasado?

Caminó despacio hacia la casa. Lo peor de todo era que el anciano no exageraba. Las madres solteras, aun cuando hubieran sido violadas, eran repudiadas como si hubieran cometido el peor de los delitos. Santosh tendría que exiliarse y ejercer de prostituta en algún inmundo caravasar o mendigar mijo con larvas por las leproserías.

Se paró frente a su puerta.

Permaneció unos segundos con el puño alzado pero no llegó a llamar.

No habría sabido qué decir para consolarla. Ya volvería al día siguiente, o cuando tuviera ánimo suficiente. Era consciente de que no estaba bien dejarla sola entre aquella gente para la que ya no existía, sola en Agra, sola en un mundo que tendría que recorrer con su criatura en un cesto. Pero ¿qué podía hacer él?

En ese momento olió a quemado. Se asomó por una calle trasversal y vio una columna de humo que se elevaba desde una casa de dos pisos que había quedado calcinada. Una aglomeración impedía el paso.

—¿Qué ha ocurrido?

—Dicen que una mujer ha muerto en el incendio —comentó un vendedor de semillas que cerraba los sacos a la entrada de su tienda para que no se impregnasen de hollín.

Balu se aupó para verlo.

—Es cierto, justo ahora están sacando el cuerpo.

—Ella se lo ha buscado —espetó el tendero, incorporándose tras terminar el nudo.

—¿Por qué decís eso?

—Ha preferido quemarse viva antes que romper su reclusión.

Se estremeció. No era un hecho aislado. En los barrios más humildes, las casas no pasaban de ser un habitáculo de barro con techos de paja que ardían a la primera chispa que se elevase desde el hogar. Y muchas mujeres musulmanas, para no quebrantar los mandatos de su credo, preferían ser devoradas por las llamas antes que salir a la calle y exponerse a los ojos de los extraños.

Escuchó el llanto desesperado de una niña que, arrodillada en el suelo, se llenaba la cara de ceniza. ¿En qué clase de mundo le había tocado vivir? A medida que daba pasos en dirección a su sueño iba descubriendo un universo de depravación, egoísmo, corrupción y fanatismo que le hacía preguntarse si valía la pena seguir luchando. El día que abandonó la aldea, su madre le reconoció que su padre había sido un buen hombre, pero con un grave defecto: había vivido ajeno al mundo real. «Tal vez intuía que hemos de crear otro mejor», dijo Balu entonces. «¿Qué puedes hacer tú?», preguntó la señora Metha; y él respondió: «Voy a pintarlo»…

De pronto supo que había llegado el momento de dar una de esas pinceladas que marcaban el sello reconocible de un autor.

Echó a correr de vuelta a casa de Santosh y entró sin llamar. Ella estaba en la estancia grande, recostada en el jergón bajo la ventana.

—Hola, tigresa.

Se incorporó con una alegría especial. Era enternecedor ver cómo trataba de mostrarse animada cuando él llegaba, a sabiendas de que el resto del tiempo lo pasaba hundida en su desdicha.

—¡Qué alegría verte! ¿Dónde has estado?

—Ya te contaré. Dime, ¿qué tal te encuentras?

—Mejor.

—¿Seguro?

—Sí.

Hubo un silencio.

—Tu tío me lo ha contado.

Ella se puso en pie con dificultad.

—¿Por qué ha tenido que hacerlo?

—No te preocupes, soy tu amigo.

—¡Por eso no quería que lo supieras! ¿Para qué has de sufrir mis penas? Podríamos haber pasado otros tres o cuatro meses felices, mientras no se me notara… Antes de marcharme.

—No vas a ir a ningún lado.

—No puedo quedarme y enfrentarme al bazar.

—Sí puedes, con mi ayuda.

—No te lo tomes mal, pero ¿qué puedes hacer tú contra todos?

—Tomarte como esposa.

Mientras lo decía sintió una opresión en el pecho. Una bola que primero le cortó la respiración y que, al poco, estalló y le inundó de colores vivos.

Santosh le cogió ambas manos.

—Eres una persona maravillosa, te aseguro que nunca he conocido a nadie igual, pero tu corazón está en el harén del Fuerte Rojo.

Balu sintió un calor repentino en el rostro.

—¿De dónde te has sacado eso?

—Ese tuerto hijo de perra me ha arruinado la vida, pero no me ha vuelto tonta. No sé quién te espera ahí dentro, pero tengo claro que si cruzaste el desierto fue para buscarla.

—¿Lo dices por la conversación que tuvimos aquel día, durante el espectáculo del mago?

—Lo digo porque solo un enamorado puede mirar así de embobado una muralla.

—Pero yo quiero ayudarte.

Una lágrima recorrió el rostro moreno de Santosh. Se la limpió a toda prisa, recogió su gran mata de pelo hacia un lado y empezó a hacerse la coleta de forma mecánica.

—Con tu propuesta ya me has dado fuerzas de sobra para volver a ser yo misma, créeme. Nadie ha hecho nunca nada parecido por mí. Te estaré eternamente agradecida.

—Me alegro de que digas eso, porque así podrás darme las gracias cada mañana.

—Calla, por favor.

—¡Nadie tiene por qué enterarse de la verdad! Aunque para el resto seamos un matrimonio, dentro de casa seremos los dos amigos de siempre.

—Entonces, no querrías…

—Eres muy sensual, tigresa, pero hasta ahí no puedo llegar. Tú lo has dicho, estoy embobado.

—He dicho enamorado.

—Da igual. Será nuestro secreto.

Santosh empezó a llorar, ahora de forma incontrolable.

—¿Qué harás el día que la encuentres?

—Si me ama, aplaudirá esta decisión. Ya veremos entonces cómo solucionarlo.

—¿Estás seguro?

—Lo que Aisha jamás me perdonaría es que te hubiese dejado sola. Ven aquí.

La abrazó de nuevo sintiendo que su padre, allí donde estuviera, le daba su bendición. «¡Buscad la virtud, hijos míos!», fueron las últimas palabras que les dijo mientras estaba pintando el rangoli la noche que murió. «No solo durante esta semana, sino en vuestra vida entera. ¡Recordad que el diwali no termina cuando se apagan las luces!».

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