Taj

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Segunda parte » 4

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Bien entrada la mañana siguiente, un soldado se presentó en el haveli del calígrafo con un mensaje privado para Khush Nawis. El maestro salió a atenderlo con cierta inquietud. Cuando regresó al taller, su expresión era muy distinta. Se acercó hasta el rincón en el que Balu probaba a calcar unas letras sobre una losa virgen ante la atenta mirada de Ciro, que se había tomado un descanso para ver cómo el muchacho avanzaba a pasos agigantados por la jungla caligráfica.

—Coloca el papel con tu dibujo encima del mármol y alísalo con la otra mano —le explicaba el colaborador con su tono afectuoso—. Cuando veas que no queda ni una arruga, empieza a taladrar el papel con este alfiler siguiendo el trazo para marcar en la losa una línea de puntos que nos servirá de plantilla al tallar.

—Lamento interrumpir —les cortó el otomano.

—Déjale que siga —intercedió Ciro—. Lo hace como si llevara toda la vida.

—Creo que, por una vez, no le va a importar que lo arranquemos de su labor.

—¿Qué pasa? —preguntó Balu, intrigado, dejando el alfiler en una cajita metálica.

—El soldado trae un requerimiento de palacio.

—¿Qué quiere ahora el emperador? —se quejó Ciro—. No podemos ir más deprisa.

—No es cosa del Sha, sino de su hijo Dara. Quiere recibir a Balu en el Fuerte Rojo.

—¿Cómo?

—De inmediato, ha dicho. Ya sabes que los nobles tienen poca paciencia.

—¡Esta sí que es buena! —saltó Ciro.

—¿Qué quiere de él? —intervino Fereshteh, levantando la cabeza de un pliego que estaba corrigiendo.

—Eso nos lo tendrá que contar el chico del desierto cuando regrese. Porque volverás a dormir a esta humilde morada, ¿verdad, excelencia?

Todos rieron menos Fereshteh, cuyo rostro se había agriado como un yogur de oveja.

Se aseó a toda prisa y se enfundó la túnica carmesí. ¡Al Fuerte Rojo! Iba a cruzar las murallas invitado por el príncipe heredero. Iba a estar… ¡a unos metros de Aisha, tal vez separados por una simple pared! ¿Cómo sería el palacio real por dentro? Si se detenía a pensarlo, todo lo que estaba viviendo adquiría un tinte de irrealidad que le asustaba. Era mejor dejar que las cosas fluyeran por sí mismas, como cuando dibujaba.

Salió dispuesto a caminar detrás del guardia, pero en la puerta del haveli le esperaba un eunuco que le ayudó a subir al asiento que colgaba de la joroba de un dromedario. Al principio sintió cierta vergüenza por pasar cerca del bazar recostado sobre un tapizado de tigre, entre mendigos que le contemplaban desde un universo entero de distancia. Pero pronto se dejó llevar por el embrujo de aquella ciudad que, desde su oscilante butaca, parecía un lugar muy diferente. No tenía que ir mirando al suelo para esquivar la basura arrojada a la calle desde los hogares por aquella convicción de que —como en el propio ser humano— lo único importante era la limpieza interior. Ni siquiera percibía el hedor. Habían frotado la piel del animal con un cepillo empapado en perfume.

Entraron al fuerte por la puerta de Amar Singh, un acceso alternativo a la habitual puerta de Delhi situado en la cara sur de la muralla. Tras atravesar sus tres arcos consecutivos, otro eunuco se acercó para unir sus brazos con los de su compañero a fin de que Balu los usara como escalón para llegar al suelo. A partir de ahí, enfiló a pie detrás del sirviente una rampa que conducía al corazón del fuerte.

No podía dejar de mirar a un lado y otro. Había edificios de todos los estilos y tamaños, arcos lobulados, balcones de coloridos mosaicos, celosías a través de las que discurría la suave corriente del Yamuna… Algunos provenían del reinado de Akbar, pero otros habían sido levantados por el propio Sha Jahan, como el Palacio de Cristal que utilizaba para sus baños, una maravilla de paredes de espejo de Alepo y techos estucados que impedían el paso a la luz exterior para que las lámparas de aceite reflejadas en las cascadas de agua fría y caliente provocaran la sensación de estar en otro mundo.

Pensó en los indigentes que se habían apartado al paso de su camello durante el corto trayecto desde el haveli, también en tanta miseria que había visto en sus escapadas con Deepak a los barrios pobres, por cuyas calles ni siquiera circulaban las ratas para no terminar asadas en un fuego vagabundo. Le resultaba difícil asimilar semejante contraste. Eran tonalidades demasiado dispares para el mismo cuadro.

—Su alteza real os espera en las obras de la torre octogonal. —Le anticipó el eunuco, rompiendo sus cavilaciones mientras se internaban por una red de escaleras y andamiajes.

Hizo una acusada reverencia y le pidió que continuase solo para no romper la privacidad del príncipe. Balu asintió y caminó por la parte superior de la muralla que lindaba con el río hasta que vio a su anfitrión. Estaba sentado con los pies colgando hacia el foso en el borde de una terraza de mármol a medio construir, elevada dos pisos sobre una de las defensas más robustas de la muralla. Un traspiés y todo se acabó, pensó, encaramándose por la escalera de madera de los albañiles.

Una vez arriba, caminó con cuidado sobre unas losas a las que todavía no habían quitado la lechada que aplicaban antes del último pulido. El príncipe Dara estaba ensimismado en las asombrosas vistas, contemplando el destello del sol en el agua, las arboledas ribereñas y, más allá, las obras del Taj Mahal entre la bruma.

—Podría haberte citado en cualquiera de las salas que tenemos para impresionar a los embajadores extranjeros —dijo al ver que Balu se acercaba—, pero sé que eso no habría servido contigo. Me diste tanta envidia que tenía que traerte a un rincón verdaderamente especial.

—¿Cómo pude daros envidia yo a vos?

—Estabas tan tranquilo en tu taller, sin otra preocupación que volcarte en cuerpo y alma en tu arte…

—¿Qué están construyendo aquí?

—Una torre palacio que mi padre empezó a levantar para mi madre poco antes de que muriera. Tendrías que ver los planos para hacerte una idea de cómo quedará cuando esté terminada. En esa zona de allí —señaló al centro— irá un estanque en forma de flor de loto con una fuente incrustada de piedras preciosas, como las propias paredes de la torre. Las baldosas del suelo simularán un tablero de parchís, una ocurrencia de mi padre para disimular el trazado de los desagües. Y esta terraza se cubrirá con una cúpula de cobre sostenida por arcadas que brindarán al huésped una vista de trescientos sesenta grados.

—Así que estamos en el punto más elevado del Fuerte Rojo…

—¡Flotando en el mismo cielo, querido rajput! —exclamó Dara, haciendo alusión a los fieros guerreros del Rajastán.

Se sentó a su lado, concentrándose en la caricia del viento para vencer el vértigo. Aquella construcción realmente parecía estar suspendida en el aire. Se atrevió a inclinarse hacia el vacío para echar un vistazo al piso que ya estaban terminando debajo. Una filigrana de columnas labradas, mamparas con motivos de estrellas y ménsulas para el alero que proyectaría las aguas del monzón como si fueran cataratas de Kerala. Aquel nuevo capricho del Sha Jahan, a pesar de su amplitud para albergar varias estancias, estaba siendo construido con tal delicadeza que parecía una cajita de marfil colocada furtivamente sobre la recia muralla de arenisca roja.

—Ya solo el emplazamiento es idílico.

—Digno de mi madre.

—Todos dicen que era una gran mujer.

—La más dulce que haya existido. Una madre amorosa que siempre tenía un consejo o un arrumaco; una esposa fiel que siguió a mi padre en todas sus conquistas; y también una gobernante hábil y audaz. Incluso se le permitía intervenir en los procesos judiciales. —Sonrió con nostalgia—. Conseguía darle la vuelta a los conflictos de forma que, sin quebrantar la ley, algunos condenados que habían sentido la pata del elefante sobre su cráneo disfrutaban de una nueva oportunidad. ¿Cómo no iban a adorarla?

—La echaréis mucho de menos.

—Muchísimo, pero nadie tanto como mi padre. Durante estos dos años no ha querido probar platos sabrosos, ni escuchar los acordes de sus músicos, ni vestir esas túnicas que son obras de arte. Buscaba no experimentar goce alguno; más aún, ha intentado anular sus cinco sentidos. Se limitaba a soportar la vida.

—Está claro que la amaba de verdad.

—Como nadie ha amado antes. Glorificaba su relación de tal modo que nos hacía aprender de memoria detalles que a cualquiera le parecerían absurdos. Por ejemplo, yo sé que mi abuelo Jahanhir los comprometió cuando tenía quince años, ocho meses y siete días por el calendario lunar; y quince años, dos meses y catorce días según el solar. —Ambos rieron—. Estas cifras eran nuestros mantras familiares.

—Así que eran más o menos como nosotros ahora.

Dara asintió.

—Se casaron cinco años después. Imagínalo yendo a buscarla para la boda sobre el elefante más grande del Indostán, ella esperando con su tiara de joyas…

—Y pronto empezasteis a llegar los hijos.

—Uno tras otro hasta sumar catorce. Nacíamos aquí y allá, según donde mis padres se encontraran en cada momento, en aquellos años durante los cuales vagaron por el imperio, primero huyendo de las luchas familiares por la sucesión y después guerreando contra nuestros vecinos. Hur’un-nissa nació en Ajmer, pero murió a los tres años. Por ello, la mayor que ha sobrevivido es mi querida hermana Jahanara, que vino después, durante una expedición contra los Rana de Udaipur. Tras ella llegamos yo y mi hermano Shah Shuja, los dos nacidos en Ajmer. Luego Roshanara, que fue alumbrada en Burhanpur; y a continuación Aurangzeb, en Dhil-a’ad. De los pequeños, salvo Suraiya Bano y Murad ningún otro sobrevivió.

—Así que quedáis siete.

—Suficientes para revolucionar los eventos familiares, todos queriendo hablar a la vez.

—Tiene que ser divertido. Yo no he tenido suerte con mis dos hermanos.

—Siento oír eso. Nosotros tenemos una relación aceptable… salvo con Aurangzeb.

Se le oscureció el rostro.

Balu recordó algo que Khush Nawis le explicó mientras volvían al haveli tras la celebración del ‘urs. La flexibilidad en la sucesión al trono debía ser una vía para escoger al más válido y beneficiar al imperio; pero lo que consiguieron, ya desde los tiempos de Akbar el Grande, es que la corte se inundase de conspiraciones.

—¿Cuál es el motivo? —le preguntó.

—Aurangzeb es una persona difícil… ¡Pero hablemos de ti! Esta mañana he preguntado a Amanat Khan y me ha contado todo. El ataque de los bandidos del desierto, tu trabajo como boyero en la obra, el asalto que le hiciste el día que trasladaron el féretro de mi madre. —Rio—. Bueno, esto último me ha llegado por otra vía. ¡Qué raro que no te atravesase con su daga!

«Madre mía —pensó Balu—, la historia ha ido pasando de boca en boca hasta llegar al heredero…».

—No quise faltarle al respeto, príncipe. Pero me di cuenta de que era mi última oportunidad para encontrar a Khush Nawis y me lancé sin pensarlo. Todavía me da vergüenza. Ayer mismo, en el ‘urs, rezaba para que me sentaran lejos de él.

—Te aseguro que, cuando lo conozcas mejor, buscarás su proximidad. Es un artista imponente. Pero, si te soy sincero, también me alegra saber que le bajó los humos un chico del desierto. Su carácter estirado genera recelos entre otros maestros.

—Lo bello de esta obra es que no es de nadie.

—¿A qué te refieres?

—Hay tal cantidad de artesanos colaborando juntos que cada losa es la suma de la energía de todos, sin importar quién haya golpeado el cincel. Para mí sería un sueño contribuir con un trazo minúsculo… Pero solo soy un aprendiz.

—¿Lo ves? Amanat Khan tendría que ser como tú, que hablas sobre ti mismo con esa naturalidad y esa carga de humildad. Eso es lo que realmente te convierte en un sabio.

—Me honráis con vuestras palabras, príncipe, pero creo que exageráis.

—Esta corte está demasiado afectada por los nobles —resolvió Dara—. Demasiada adulación. Es difícil saber en quién confiar.

Balu no se resistió a aprovechar aquel clímax de intimidad para formular la pregunta que rondaba su cabeza desde que había llegado.

—Entre todos los edificios del fuerte que se ven desde aquí, ¿cuál de ellos es el harén?

Dara soltó una carcajada.

—¿Andas escaso de mujeres?

—No quería decir eso…

—No te preocupes, pero cuéntame: ¿tienes alguien esperándote en la puerta del fuerte? ¿Tal vez una campesina del río Luni que trajiste en la grupa?

En aquel instante Balu notó más próximo que nunca el latido del corazón de Aisha, pero bajo ningún concepto podía desvelarle al príncipe el motivo que le había conducido a Agra. También se sintió mal al darse cuenta de que, con tanto ajetreo, llevaba días sin apenas pensar en su amiga Santosh. Le había hecho una promesa e iba a cumplirla. El cuadro de su vida guiaba su pincel en aquella dirección, por muy inesperada y difícil que se antojase.

—Estoy comprometido, príncipe Dara.

—Quienquiera que sea es una mujer con suerte. Yo contraje matrimonio hace unos meses.

Le explicó que se había casado el primero de febrero del mismo año con Nadira Banu, una bella e inteligente princesa mogola del más alto linaje por ser, al igual que él, nieta de Jahanhir y bisnieta de Akbar. Esto les convertía en primos, lo cual no fue un inconveniente cuando, siendo adolescentes, la propia Mumtaz Mahal arregló su unión. Lamentablemente la emperatriz murió antes de la boda, que se aplazó hasta que la princesa Jahanara —aliada de Dara desde niños, pensando ya en futuras disputas por el trono— decidió tomar las riendas y organizarlo todo.

Permanecieron un rato mirando al infinito, con los pies colgando a mareante altura sobre los cocodrilos de las marismas que se habían congregado en esa zona del foso esperando que alguno se animase a saltar… o que uno empujase al otro, una atrocidad que más de una vez habían conocido esos muros.

—Es curioso… —murmuró el príncipe sin dejar de mirar al frente.

—¿El qué?

—Es como si te conociera desde hace tiempo. Normalmente, cuando estás en silencio con alguien y te encuentras a gusto es porque se trata de un buen amigo.

—En realidad, si yo callo es para no decir algo inconveniente que pueda romper este momento, príncipe.

Dara rio con ganas. De nuevo pensó que nadie le hablaba tan desprovisto de pompa, directo desde el corazón.

—En cuanto al harén —retomó el heredero—, puede decirse que estás en él. Esta torre se destinará a residencia imperial, por lo que en cuanto terminen las obras se conectará con el resto del zenana. Jamás podrás volver aquí, querido rajput. Ni tú, ni nadie que no pertenezca a mi familia. Por eso he querido traerte hoy.

Balu sonrió tratando de ocultar la sensación agridulce que le invadió. Metió la mano en el bolsillo de su túnica y sacó el cálamo que estaba utilizando cuando el príncipe se presentó en el taller.

—Mira lo que has traído —observó este—. ¿Vas a ponerte a dibujar?

—Es un regalo para vos.

—¡No tenías por qué hacerlo!

—Yo creo que sí. —Se lo entregó y siguió hablando mientras Dara lo examinaba—. Llegasteis cuando estaba escribiendo mi primer texto con él, por lo que funcionó como una varita mágica que me ha traído aquí hoy. Confío en que a vos también os traiga suerte.

—Maldito genio, así que era la primera vez que lo usabas… Pero ¿qué va a decir Khush Nawis cuando se entere de que te lo has llevado?

—Tiene muchos más. Consideradlo un regalo también suyo.

—De acuerdo, pero tengo que compensarte.

—No es necesario, príncipe.

—Deja que piense… ¡Ya está! Ven mañana a la audiencia pública y después te enseñaré —se detuvo y abrió las palmas de las manos—… algo que jamás podrás olvidar.

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