Taj

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Segunda parte » 6

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—Haz como que no has oído a mi querido hermano —dijo Dara.

Así que aquel era el díscolo Aurangzeb… Ambos tenían un porte parecido, igual de delgados, no muy altos, de rostro similar salvo por la nariz, más aguileña en el caso del menor; vestían ropas y turbantes cosidos por las mismas manos en el taller del fuerte; y sin embargo no se parecían en nada. La sombría mirada de Aurangzeb envolvía el alma como una pegajosa tela de araña.

—Me avergüenzo de ti —sentenció.

Su voz era atiplada, más de lo que él habría deseado.

—¿Por qué no te preocupas de tus asuntos?

—El único asunto que me importa es el futuro del imperio.

—¡Habló el gran mogol! —exclamó Dara.

—Me sobran virtudes para ser emperador, no como a otros pusilánimes que se resguardan bajo el ala de cualquier mariposa hindú. ¿De qué casa de lenocinio has sacado a este memo? Hasta un ciego se daría cuenta de que esa túnica que viste no le pertenece.

—Tú sí que estás ciego. Vas por ahí despreciando todo cuanto tienes delante sin pararte antes a mirarlo.

—De acuerdo, voy a mirar con atención. —Echó a andar hacia ellos—. A ver, a ver… Una habitación en penumbra, la maqueta de mi padre, un perro infiel…

—No vuelvas a llamar así a… mi maestro de caligrafía.

Balu se estremeció. ¿Por qué el príncipe había dicho eso?

—¿Este muerto de hambre? —se escandalizó Aurangzeb—. ¿Acaso no puedes exigir a Amanat Khan que te imparta clases? ¡Está donde está gracias a tu familia! ¡Podrías ordenarle que escribiera sobre mármol esa patraña de mil páginas que estás traduciendo!

—Mejor harías leyéndolas.

—Y tú mejor harías entrenando la espada para ampliar el imperio de Alá. En esta casa todo el mundo está perdiendo la cabeza, empezando por nuestro padre.

—¿Cómo te atreves?

—Debería ocuparse de otras cosas en lugar de estar construyendo mausoleos.

—¡Es la tumba de tu madre!

—Es la tumba en la que se gasta el tesoro mientras nuestros soldados se desangran en el Decán porque no enviamos refuerzos.

—Si no supiera que saliste de su vientre, pensaría que eres un bastardo.

—Tal vez lo sea. ¿Quién puede asegurar que fue el Sha Jahan quien me engendró?

Dara se lanzó contra su hermano. Sin duda era lo que este buscaba, ya que se lo quitó de encima con un estudiado quiebro de cadera y le atizó un golpe en la espalda.

—Me aburres —espetó mientras el heredero se retorcía en el suelo. Se dirigió hacia la puerta, pero justo antes de salir se giró hacia Balu y le habló con frialdad—: Si vuelvo a verte por aquí, te cortaré las manos.

Balu permaneció unos segundos parado junto a la maqueta del Taj Mahal, que también había perdido su magia para convertirse en unos pedazos de madera muda. Intentó ayudar a Dara a incorporarse, pero el príncipe le rechazó. Había llegado el momento de salir de allí.

Regresó al taller para contarle al maestro otomano lo ocurrido. Los acontecimientos le sobrepasaban. Más que miedo, tenía una sensación de disociación, como si la persona que estaba viviendo todo aquello no fuera él.

Salieron al jardín buscando privacidad y se sentaron bajo un melocotonero. El olor de la fruta se derramaba sobre sus cabezas como una cascada.

—No puedo creer que hayan montado esa escena delante de ti —se extrañó Khush Nawis.

—Pues ha sido tal y como os lo he contado. Palabra por palabra.

—Aurangzeb no entiende que son precisamente las campañas militares del Decán las que están drenando la economía de palacio. ¿De qué sirve anexionar unos territorios lejanos cuyas gentes odian al gran mogol? Entre esa insaciable máquina de guerra y la recua de nobles que no hace más que multiplicarse y engullir los recursos de palacio como una plaga de parásitos, terminarán con la única razón que justifica este imperio: la capacidad de crear cosas bellas.

—Espero que solo sea una rabieta entre hermanos.

—Al final ocurrirá lo mismo que con su padre. Viviremos nuevas luchas fratricidas por el poder.

—¿También el Sha Jahan tuvo problemas con sus hermanos?

El maestro otomano sonrió con cierta condescendencia.

—Cuando la salud del emperador Jahanhir empezó a debilitarse, se barajaban tres posibles nombres para la sucesión: Khusraw, Asaf Khan y Sharyar. Pero quien dio la campanada fue otro hijo llamado Khurram, el actual Sha Jahan, haciendo gala de nulos escrúpulos y de unas inesperadas dotes de estratega. Marchó hacia el sur del Indostán, donde huestes desperdigadas luchaban para recuperar estos pequeños territorios que se conquistan y pierden sucesivamente, las reorganizó en un único batallón victorioso y se garantizó su lealtad. Con la seguridad que le brindaba el tener soldados fieles a sus espaldas, se permitió la osadía de enviar a un sicario a Burhanpur para que estrangulase a Khusraw, que para entonces ya se postulaba como su principal competidor.

—¿Se quitó de en medio a su hermano de un plumazo?

—Con la frialdad de un verdugo profesional.

—¿Y qué hizo el emperador Jahanhir?

—Aceptar la versión de la historia que le contó el Sha Jahan. Según cuentan los historiadores imperiales, Khusraw murió de cólicos.

—No entiendo cómo se tragó esa patraña.

—Más que creerlo, decidió darlo por bueno. Para entonces ya estaba consumido por la cirrosis y no quiso presentar batalla contra su hijo. Apuesto a que incluso le satisfizo ver que que su sucesor demostraba tener suficientes arrojos como para regir semejante imperio. Tanto es así que aún le permitió otro movimiento estratégico que, este sí, le partió el corazón.

—No sé qué pudo hacer peor que asfixiar a su hermano…

—Expulsó de la corte a Nur Jahan, la esposa favorita del emperador Jahanhir. Habían sido una pareja tremendamente unida, pero ella siempre se había mostrado contraria a que el Sha Jahan se convirtiera en el nuevo gran mogol.

Balu cogió una pieza de fruta del suelo y la limpió con un pliegue de la parte inferior de la túnica. ¿Realmente saltaba tan a la vista que era prestada? Le atizó un mordisco tratando de normalizar una conversación que no le estaba ayudando a disipar sus temores y, al tiempo que masticaba, murmuró:

—Aurangzeb dijo que me cortaría las manos.

El maestro otomano se puso muy serio.

—No vuelvas a interponerte entre ellos.

—Es fácil decirlo.

—Balu, ese joven es muy peligroso. Será mejor que no vuelvas a aparecer por el Fuerte Rojo.

—¿Y si el príncipe Dara me llama de nuevo? No podría hacer un desprecio así al heredero del trono.

Eso fue lo que salió de su boca, pero en lo único que pensaba era en el momento de volver a acariciar los muros del harén. Nada ni nadie iba a hacerle dar pasos hacia atrás. Lo había jurado e iba a cumplirlo.

Khush Nawis respiró hondo.

—A nadie le convendría entrar en esa guerra, pero a ti menos aún.

—¿Por qué?

—Porque eres hindú.

—¡Los mogoles nos necesitan! —se exaltó, repitiendo palabras que había oído pronunciar a su padre, quien decía que la minoría musulmana que regía el Indostán se cuidaba de no soliviantar a los hindúes para mantener alzada la cometa de Alá. Estaba harto, también Aurangzeb había hecho referencias despectivas a su religión.

—Así ha sido desde la creación del imperio —le calmó Khush Nawis—, pero la rama ortodoxa de la corte mogola está forzando al estado para que acentúe su carácter islámico. Al tiempo que se construyen más mezquitas, se prohíbe el apostolado de cristianos e hindúes. No te extrañe que, sin tardar mucho, además de impedir la construcción de nuevos templos, empiecen a derruir los que ya tenéis en pie.

Balu agitó las manos, aturdido.

—¿Por qué me contáis esto? ¿Qué tiene que ver la religión con Dara y Aurangzeb?

—Tiene que verlo todo. El príncipe Dara, como fiel sucesor del tercer gran mogol Akbar el Grande, es el adalid de la tolerancia; y Aurangzeb, a pesar de su juventud, se ha convertido en el extremista más radical del imperio.

—Así que su enemistad va más allá de la lucha por la sucesión.

—Todo está unido. ¿Recuerdas ese tratado de mil páginas que, según me has contado, sacaron a colación?

—Aurangzeb mencionó algo, pero no sé a qué se refería.

—Dara está traduciendo los Upanisad del sánscrito al persa.

—¡Los textos sagrados de la tradición hindú!

—El príncipe los identifica con cierto libro escondido que se menciona en el Corán. Quiere que el mundo islámico tenga la oportunidad de leerlos y aprender de ellos.

—Es una idea extraña.

—Y bastante temeraria, teniendo en cuenta que su proyecto no acaba ahí…

Según le explicó el calígrafo, a partir del concepto sufí de la unidad del ser y de la afirmación coránica de que Dios había enviado mensajeros a la Tierra en un tiempo anterior al profeta Mahoma, el aún joven pero ya ilustrado Dara había decidido dar un paso más que su tolerante bisabuelo Akbar. Ya no se trataba solo de favorecer la convivencia de ambas religiones, sino de fundar una fe única. Islam e hinduismo son cabellos de la misma cabeza, decía. Incluso había comenzado a pergeñar una obra titulada La unión de dos océanos.

—No hay que ser adivino —concluyó Khush Nawis— para darse cuenta de que si Dara decide seguir por ese camino, el día que se plantee la disputa por la sucesión del trono los cortesanos sunitas apoyarán una candidatura integrista de Aurangzeb.

—Así que su condición de heredero peligra de verdad…

Alguien se acercó.

—¿He oído la palabra heredero? Veo que vas escalando puestos a velocidad de vértigo.

Era Fereshteh. Se sentó con ellos a pesar de que estaba claro que sobraba.

—No digas estupideces —le espetó Balu.

—¡Eh, eh, eh! —Los frenó Khush Nawis—. ¿Qué ocurre aquí?

—Que este mocoso quiere empañar la noticia que traigo, pero no va a conseguirlo.

—¿Qué noticia?

—Se van a colocar las primeras caligrafías en la obra.

—¡Por fin ha llegado el día! —celebró el otomano.

—Será dentro de una semana.

—Mejor, así tendremos tiempo de prepararlo todo antes de que Amanat Khan venga a dar el visto bueno a la parte que nos toca.

—Solo serán unas pocas piezas de la cara interior de la tumba, una frase por taller. Se trata de un acto simbólico.

Fereshteh pasó al maestro la carta que acababan de recibir con las instrucciones del arquitecto.

—Eso es lo de menos —comentó mientras la leía—. ¿Te das cuenta, Balu? Cuando fijemos la primera losa, la palabra de Alá dotará de alma al edificio. A partir de ese momento el Taj Mahal estará… vivo.

—Y ya ves lo que dice ahí —añadió el ayudante—. Para celebrarlo, el emperador ha anunciado una sorpresa dedicada los trabajadores.

—¿Cuál? —preguntó Balu.

—¿Qué parte de la palabra sorpresa no entiendes?

—Dejadlo ya —ordenó Khush Nawis—. Os necesito a los dos en el taller ahora mismo.

—Sí, Balu, síguenos, que hay mucho que barrer.

El otomano se dirigió a Fereshteh mientras se levantaba.

—Ya hablaremos tú y yo más tarde.

La noticia provocó una revolución en el haveli. Los ayudantes del maestro otomano se pusieron manos a la obra para terminar de pulir y limpiar las piezas terminadas. Sin duda merecía la pena esforzarse al máximo. Como había dicho el calígrafo, cuando se colocasen sobre el muro, aquellas palabras sueltas se convertirían en la voz de Dios, un acariciante susurro sobre la nueva piel de mármol de Mumtaz.

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