Taj

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Segunda parte » 7

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Lejos de recibir nuevas tareas para echar una mano en aquellos días de locos, Balu se vio relegado a la posición de mero espectador. Por ello se recogió en un rincón con unos cuantos pliegos y un cálamo y se dedicó a dibujar, dejándose llevar como cuando lo hacía en su aldea.

Tras diseñar a su manera una sencilla basmala, la fórmula ritual islámica con la que comenzaban los capítulos del Corán, y viendo lo rápido que avanzaba en el manejo de las proporciones que le había enseñado Khush Nawis, se le ocurrió asumir un reto nuevo: modificar el trazado de las palabras para representar, con todas ellas, una figura. Podía ser una flor, tal vez un animal… Le pareció divertido volver a escribir la misma frase cambiando de posición los signos, estirando o acortando las líneas, engrosando los puntos o acentuando las curvas para asemejar el conjunto resultante a un ser vivo.

Un rato después, la leyenda bismi-llāhi r-raḥmāni r-raḥm —«En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso»— se había convertido en un ave. Una suerte de garza con un largo cuello que eran dos líneas de la primera palabra, estilizadas patas curvas que eran líneas de la segunda, una cola para la que había utilizado tres más cortas y un cuerpo ovalado conseguido a base de aglomerar el resto del texto, ordenándolo con una gracia especial para que pareciera plumaje.

El maestro otomano se detuvo a su espalda.

—¿De dónde lo has copiado? —le preguntó—. No me suena, pero está muy bien ejecutado.

—Se me ha ocurrido a mí.

El calígrafo sacudió la cabeza, como solía hacer cuando el chico le sorprendía con sus dotes extraordinarias.

—Por darte un baño de humildad he de decirte que, lamentablemente, esta técnica no la has inventado tú. El antiguo cúfico geométrico también utilizaba la escritura para componer figuras. Hoy en día incluso hay escuelas que, poniendo a prueba la pericia del calígrafo, exigen que las palabras de una mitad de la losa se miren en espejo con las de la otra mitad.

—¿Y puede leerse?

—La complejidad del diseño lo hace casi imposible. Por eso escogen breves azoras del Corán que todos los musulmanes conocemos desde la cuna.

—Aun así, tiene que ser difícil…

—A base de trabajo se termina aprendiendo. Mira…

Khush Nawis se inclinó sobre otro pliego en blanco en el que comenzó a escribir la shahada, una sencilla fórmula de profesión de fe islámica que rezaba «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta». Pero en lugar de utilizar las curvas de estilo florido que acababa de reproducir Balu, compuso letras que parecían figuras geométricas, con puntos que eran recuadros y líneas en ángulo rigurosamente recto formando…

—¡Es una mezquita!

El calígrafo sonrió. Efectivamente, estaba utilizando las letras de la shahada como ladrillos para representar los edificios principales —sobre los que añadía graciosamente un sombrerete a modo de cúpula— y los minaretes, que conseguía a base de estirar en vertical alguna de las líneas. Como había anunciado, el dibujo era simétrico, dado que a partir del centro de la composición se repetía el mismo trazado invertido.

—Más allá de la belleza estética —le explicó—, el espejo sirve para simbolizar la duplicidad de cuerpo y alma. Con esta técnica se da un tercer paso en el arte de la línea: utilizar las frases para componer dibujos que, a su vez, sirven para meditar sobre nuestra condición humana.

—Demasiado para mí —bromeó Balu, que seguía el delineado de su maestro con la boca abierta.

—Ya llegará. De momento, sobre tu composición… —Cogió el pliego del ave para mirarlo más de cerca—. Será tu primera obra pública. ¡A la pared de los diseños!

Se refería a un muro del taller en el que colgaban las propuestas de cualquier miembro del equipo que merecían ser tenidas en cuenta.

—No hace falta.

—Te aseguro que está a la altura.

—En realidad, no puedo entregárosla, maestro.

—¿Por qué?

—Es un regalo de bodas para Santosh.

—¡Ah, sí, tu amiga del bazar! —exclamó el calígrafo—. Me alegro por ella. ¿Quién es el afortunado?

Balu tragó saliva.

—Yo, maestro.

—¿Cómo?

—Ha sido todo muy rápido. Mañana es la ceremonia. No os había dicho nada, pero tendré que ausentarme desde mediodía…

—¿Mañana? Pero ¿tú qué te has creído?

Balu dejó el cálamo sobre la mesa y le miró con gravedad.

—No pensaba que fuera a importaros. Desde que llegó el anuncio del arquitecto estoy casi parado.

—Lo que me importa… —Se detuvo para corregirse—: Lo que me duele es que no hayas contado conmigo para acompañarte.

—No quería molestaros en estos días de tanto quehacer…

—A ver si te enteras de una vez de que esta es ahora tu familia. —Señaló con el índice a sus ayudantes y le alborotó el pelo como si fuera un niño pequeño. Acto seguido se dirigió hacia la puerta llevando consigo el dibujo—. Sígueme, que no hay tiempo.

—¿Adónde vamos?

—Adónde vas, querrás decir. Yo me limitaré a darle unas rupias al criado para que te acompañe al mercado. ¿De verdad pensabas acudir a tu boda con una túnica llena de polvo de mármol?

—¡El haldi, el haldi! —gritaba una anciana con un solo diente, dando palmadas a la entrada de la casa del miniaturista.

El calígrafo había ofrecido las instalaciones de su palacete para que celebrasen allí la unión, pero Balu sabía que Santosh prefería casarse en el bazar. El que su maestro fuera musulmán no era un inconveniente, ya que el hinduismo era una religión no dogmática que reconocía como verdaderos el resto de los credos; pero los vecinos comerciantes que ahora se volcaban en ayudar lo habrían considerado una afrenta irreparable.

Santosh estaba en el interior de la casa acompañada de sus nuevas amigas, un grupo de seis mujeres que se hacían llamar Madres Luminosas como guiño al mausoleo blanco de la emperatriz, conocido por los habitantes de Agra como la tumba luminosa. Dispuesta a encontrar un sentido al terrible trance de la violación, se había lanzado a ayudar a otras jóvenes que, tras haber sufrido una experiencia semejante y haber sido repudiadas por sus familias, vivían en la indigencia. Al principio la miraban con recelo, pero pronto se echaban a sus brazos como si fuera una hermana mayor. La primera a la que ofreció su apoyo se llamaba Indira. La encontró junto a su pequeña de tres años mendigando y sin saber adónde ir. Ahora, con las otras cinco que habían ido llegando, vivía en una casita junto al bazar que Santosh alquiló con dinero del miniaturista.

—Si el ocuparte de esas adolescentes desahuciadas te hace sonreír —le había dicho—, pintaré todos los cuadros que haga falta para que hasta la última de ellas pueda dormir bajo techo.

La propia Indira había tejido un vestido rojo del que, a falta de joyas, colgaban tiras de abalorios. Todavía no se notaba que Santosh estuviera encinta, pero, para evitar que los rumores de algún avispado ensombrecieran la ceremonia, la hechura de la túnica terminaba de ocultarlo. De sus orejas colgaban los mismos aros con los que se casó su madre y que toda novia lucía como símbolo de virginidad. El llevarlos en su estado podía entenderse como un insulto a la tradición, pero era lo único que conservaba de ella y no estaba dispuesta a recluirlos en un cajón.

—¡El haldi! —insistió la anciana, asomando su risa rota al interior de la vivienda.

Se refería al primer ritual del matrimonio, consistente en rociar el rostro de la contrayente con una pasta a base de cúrcuma, harina de garbanzo, jugo de limón, sándalo y agua de rosas que ya burbujeaba en la cocina. Aunque el desposorio hindú no se celebraba bajo techo sagrado, forjaba un nexo eterno entre la pareja y la divinidad, por lo que no podían saltarse ni un paso del interminable protocolo. Nalini, otra de las Madres Luminosas, acercó el cuenco tambaleando su tripa de siete meses y acarició los pómulos marcados de Santosh con la crema amarilla que iluminaría tanto la piel de la novia como el futuro de la pareja. Al poco, Padmini, la más joven y última en haberse integrado al grupo, se sentó en el suelo y comenzó a decorarle las manos con henna.

—¿Cómo se llama el novio? —preguntó, alzando los ojos.

—¡Balu! —Se adelantó a contestar Nalini, seguida de los gritos agudos de las demás.

La tatuadora dibujó la «b» en el reverso de la muñeca, la «a» en la falange del dedo índice, la «l» en la palma y la «u» en el lateral del meñique, disimulándolas entre las guirnaldas que le cubrían la piel. Por la noche, ya en el lecho nupcial, hasta que el marido no encontrase su nombre completo no podría tocarla.

—¿Quieres que las esconda más? —rio con picardía.

—¡Lo que tienes que hacer es dejarlas bien a la vista! —exclamó Indira, tapándose la mueca que le afeaba al reír desde que el desconocido que engendró a su hija le rompió la mandíbula.

El novio apareció a media tarde sobre el caballo persa que le había conducido a Agra desde su remota aldea del desierto. Por delante caminaba el maestro otomano, quien lo había recuperado del caravasar para entregárselo como regalo de bodas. A Balu le avergonzó aceptarlo por segunda vez, pero Khush Nawis no le dejó otra opción. Lo cierto era que, además de cumplir con la tradición de llegar al hogar de la novia montado en un corcel, le gustó sentir de nuevo el pelo caliente del animal, su respiración, el baile de los cascos que le había mantenido despierto durante semanas bajo el sol y la luna.

Se agachó sobre la montura para no rozar con la cabeza el toldo de flores que habían colocado las vecinas. Cuando le vieron acercarse, se disparó la algarabía.

—¡Ya está aquí! —anunció Indira.

Salieron a recibirlos el brahmán encargado de oficiar la ceremonia y el miniaturista, que se mostraba emocionado.

—Nos honráis —dijo, al tiempo que les ofrecía unos dulces tradicionales y estampaba un punto rojo en la frente de ambos.

Balu siguió al sacerdote hacia una tarima de madera cubierta de alfombras que habían dispuesto a modo de altar junto a la entrada de la casa. Dos vecinos sujetaban una tela desplegada en el centro para que los novios no se vieran antes de tiempo. Se sentó en un taburete en la parte derecha y le ofrecieron un preparado de leche, mantequilla, yogur y miel mientras Santosh subía por el lado izquierdo.

—¡Que caiga el tul! —ordenó el brahmán tras unos rezos en sánscrito.

Fue un momento difícil. Balu habría dado cualquier cosa para que fuera Aisha quien estuviera al otro lado, pero seguía convencido de estar haciendo lo correcto. Su amiga se había pintado y engalanado como nunca en su vida, acentuando su femineidad para hacerle más llevadero el trago.

Intercambiaron guirnaldas de flores, simbolizando la aceptación del uno por el otro y recitaron una frase al unísono:

—Nuestros corazones están unidos como el agua.

El miniaturista entrelazó la mano de su sobrina con la del novio, declarando así que la dejaba ir. Sin dar tiempo a que las amigas empezasen a llorar, el sacerdote prendió el fuego sagrado y comenzó a hacer ofrendas al tiempo que recitaba el mantra «No es para mí», que enfatizaba la virtud de la abnegación que debía regir el matrimonio.

Balu tomó la mano de Santosh y juntos hicieron el gesto de subir a una piedra que el brahmán colocó a sus pies, manifestando su deseo de vencer cualquier obstáculo como si fueran una misma persona. A continuación, caminaron cuatro veces alrededor del fuego, cada vuelta compuesta de siete pasos acompañados de sus respectivas oraciones y promesas: por los alimentos, por la fortaleza, por la prosperidad, por la sabiduría, por la salud, por la amistad… y por la descendencia. Le costaba pronunciar esta última, de nuevo temeroso de estar faltando al respeto a sus dioses. Pero cuando ofrecieron cebada a las llamas en la liturgia final, prometiendo que trabajarían para favorecer a toda la raza humana, comprendió que eso era ni más ni menos lo que estaba haciendo, comprometerse con algo superior a él mismo. Gracias a aquel enlace, Santosh podría seguir viviendo en el bazar junto a su tío; y, con ella, las otras mujeres a las que estaba sacando de la calle.

Dibujó una sonrisa, pasó su dedo índice por el plato del polvo rojo e hizo una marca en mitad del cabello de su esposa.

La marca de mujer casada.

En ese momento notó algo sobre su cabeza.

Una lluvia de flores y arroz.

La fiesta había comenzado.

Las protegidas de la novia se lanzaron con ansia a la comida. Los demás las miraron con prevención, pero pronto se compadecieron al ver cómo reían y se cogían del brazo como hermanas. Había algo de ingenuidad en el hecho de que las aceptaran en la comunidad por venir de la mano de Santosh, una vecina a la que expulsarían del bazar si supieran que aquel matrimonio era una farsa para enterrar su mácula.

Por el momento, todo era música. Dos flautistas tocaban una canción que parecía una conversación entre un hombre y una mujer. Los invitados daban palmas mientras uno se explayaba en improvisaciones que luego contestaba el otro, bajo el pulso del tambor que un tercero llevaba colgado con unas correas. Cada vez que golpeaba el parche hacía girar el mazo en el aire, hechizando a los niños.

Las casadas del barrio paseaban platos de porcelana llenos de viandas para mostrar que en sus hogares reinaba la abundancia. Cuchicheaban sobre el calígrafo, que les parecía una espiga de trigo coronada por el gorro frigio, pero terminaban acercándose para ofrecerle arroces, verduras, pollo, legumbres y patatas, siempre acompañados por un muestrario interminable de curris. Una de ellas dejó sobre un poyete una bandeja en la que no había comida, sino velas de dos colores que simbolizaban la unión. Los que pasaban por allí se aseguraban de prender de nuevo las que el viento apagaba.

Santosh se percató de que la hija de Indira, a la que su madre había lavado el pelo y compuesto una trenza por primera vez desde que nació, la miraba sin atreverse a acercarse. Debía de parecerle una princesa, todos pendientes de ella.

—Ahora vuelvo —le dijo a Balu—. Verás cómo me enseñó a bailar mi tío.

Se acercó a su sobrina adoptiva e hizo que se subiera sobre sus pies. Pidió al percusionista que tocase a ritmo de Bhangra, una danza campesina que celebraba la llegada de la primavera (eso era para la niña aquel día, el primer rayo de sol tras un duro invierno), y comenzó a bailar llevándola consigo. Parecían una experimentada pareja que movía los pies al unísono, dando golpes de cadera y haciendo girar los ojos mientras el resto aplaudía.

¡Balle balle!, coreaban los invitados, recitando unos versos que ironizaban sobre la familia política.

Balle balle…

Ya de noche, cuando los más remolones enfilaron hacia sus casas, Balu y Santosh se tumbaron en el camastro. Contemplaron durante un rato el ave de palabras que ella acababa de colgar en la pared, orgullosa de tener la primera composición caligráfica del joven genio del desierto. El miniaturista roncaba en la habitación contigua.

—Es el que más ha disfrutado —dijo Balu.

—Por fin va a dormir como merece.

—Es un gran hombre.

—Tú sí que lo eres. Tu amigo Deepak estaría muy orgulloso de ti.

—¿Crees que nos verá?

—Seguro… Salvo que ande por ahí persiguiendo a alguna cortesana a la que se le haya ido la mano con el opio.

Ella le dio un beso casto en la mejilla. Él se tumbó de lado para mirarla y acarició su vientre.

—¿Cómo te encuentras?

—Hoy ha dado mucha guerra.

—Eso es porque le gustan las fiestas.

—Va a ser un rompecorazones.

—¿Hay alguna señal que indique que es un varón?

—Lo deseo así. Si es una niña, la querré igual. Correrá descalza por este bazar lleno de porquería y cuando sea mayor se casará luciendo los pendientes de mi madre. Pero si es un chico…

—Todo será más fácil.

—¿Conoces esa canción del norte? El alumbramiento de un niño se recibe con truenos de tambor y vientos de caracolas que soplan los familiares. Pero en los de las niñas apenas se golpea un platillo de latón.

Dejó caer una lágrima.

—¿Qué te pasa?

—Cuéntame algo de ella —le pidió.

A Balu se le encogió el corazón.

—Se llama Aisha.

—Qué nombre más bonito.

—Significa vida.

—Vida… Eso que nos está ocurriendo ahora.

—Estos días, mientras practicaba en el taller y me desesperaba porque nunca pasaré de ser un aprendiz, me acordaba de una historia que ella me contó hace años.

—¿Puedo oírla? —preguntó Santosh, cerrando los ojos, agotada.

Balu comenzó a hablar con la cadencia de los bardos nómadas, dando tiempo a que las frases vagasen por el bazar dormido, jugando como el viento con los cortinajes, atravesando como abejas las celosías…

—Un amanecer brumoso, cuando Farhad el picapedrero arreglaba un socavón, vio sobre un dromedario a la princesa Shirin, que se dirigía al templo creyendo que las calles estaban desiertas. Era tan bella que cayó inmediatamente enamorado. Al día siguiente fue al palacio para buscarla, pero al ver sus harapos no le dejaron entrar. Así que volvió al lugar donde se habían cruzado y, a un lado del sendero, esculpió una figura de ambos abrazados. Cuando Shirin pasó de nuevo por allí y vio la escultura y a Farhad durmiendo a sus pies, también se enamoró perdidamente. La primera reacción del rey al enterarse fue ordenar la muerte del plebeyo, pero para no enfrentarse a su hija decidió aceptarlo como yerno con una condición que jamás podría cumplir: debía excavar en la piedra de la montaña un canal que la cruzara de parte a parte, con cinco lanzas de ancho y otras tantas de profundidad. Shirin lloró al comprender que era una tarea imposible, pero Farhad, sin detenerse en lamentos vanos, se echó su pico al hombro y se dirigió al punto de partida. Después del primer golpe vino otro, y después otro, durante años. Para sorpresa del rey, no solo iba ganando terreno, sino que, cada cien lanzas excavadas se detenía a esculpir a un lado la figura del abrazo, para no olvidar nunca el propósito que le llevaba a cumplir tan penosa tarea.

»Cuando estaba a punto de terminar, viendo el rey que su plan no había funcionado, sobornó a una anciana para que dijese a Farhad que Shirin había muerto. Él, creyendo la mentira como un niño inocente, dio el golpe de pico con el que culminaba su labor y acto seguido se dejó caer sobre el otro extremo de la herramienta, clavándosela en el pecho. Al enterarse, Shirin corrió hacia la montaña y se lanzó a abrazar a su amado del mismo modo que hacía en las esculturas, clavándose junto a él en el pico. La sangre de los amantes empezó a llenar el canal y por eso, todavía hoy, cuando las nieves se derriten y bajan en torrentes, tiñen de rojo las mejillas de las doncellas…

Santosh sonrió.

—El cuento es tan bonito como su nombre.

—Pero termina mal. ¿Crees que voy detrás de algo imposible?

—En tu caso hay una diferencia importante.

—¿Cuál?

—Que tú no estás solo, como lo estaba Farhad. Yo te ayudaré a excavar tu canal.

—Mejor un túnel.

—A través de las murallas del Fuerte Rojo.

—Del Fuerte Rojo… —repitió él.

Del Fuerte Rojo… vagaron las palabras por el bazar desierto.

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