Taj

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Segunda parte » 8

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Fuerte Rojo… escuchó Aisha en sueños.

—Balu… —susurró, aún dormida.

Abrió los ojos.

Todo estaba en calma. Una suave brisa jugaba con la cortinilla que separaba la estancia del patio ajardinado donde arrullaba la fuente.

Se levantó de su camastro y salió sin hacer ruido, pisando descalza el mármol frío. El frescor de la hierba y el aroma de las flores se mezclaba con el incienso y el aceite de los candiles. Escuchó el silencio, roto únicamente por un gemido furtivo y algún que otro ronquido.

En el zenana imperial vivían más de mil mujeres. Atrás habían quedado los tiempos de Akbar el Grande, quien llegó a alojar a cinco veces más atraído tanto por los cuerpos adolescentes como por la fascinación que semejante exceso provocaba en sus súbditos. Pero aún seguía siendo una enorme comunidad de diferentes razas, edades y credos, ya que a las musulmanas se sumaban hindúes e incluso cristianas traídas de las regiones del sur. Algunas habían nacido allí; otras llegaban por matrimonios concertados, intercambios comerciales o, como en el caso de Aisha, eran meros regalos buscando prebendas a cambio.

No todas las moradoras del serrallo estaban destinadas a poner a prueba la virilidad del emperador. Sus esposas, concubinas e hijos ocupaban bellos palacetes atendidos por cientos de esclavas y empleadas para los puestos más variopintos de aquella compleja estructura social, como las temibles guerreras tártaras que custodiaban las puertas. Los eunucos, fieles servidores de las primeras damas y no menos fieles espías del Sha Jahan, eran los únicos varones que podían traspasarlas.

Uno de ellos, que estaba acurrucado en un rincón del patio sobre una alfombra que había sacado al raso, abrió los ojos. El blanco inmaculado resaltó sobre su rostro negro. Al ver que se trataba de Aisha, sonrió y volvió a sumirse en algún sueño de caravanas pasando por montañas nevadas.

Se llamaba Suvan, un nombre que parecía escogido ex profeso para él porque hacía referencia al sol. Desde que el señor Chudasama arrojó a Aisha a aquella cárcel de diamantes, el eunuco se convirtió en un amigo que, como la gran estrella, le daba calor e iluminaba sus pasos por los intrincados senderos del zenana. Era la única persona a la que se había abierto en los momentos más bajos. Le habló del éxodo de sus padres desde Samarcanda hasta Jodhpur, la ciudad azul donde ella nació, y de su posterior traslado a la aldea del Rajastán donde, como estaba predestinado desde el principio de los tiempos, le esperaba Balu.

—Balu… —volvió a susurrar en voz alta.

¿Qué ocurría? Era como si lo sintiera más cerca que nunca y, al mismo tiempo, como si lo estuviera perdiendo para siempre.

Al oír su voz, el eunuco se puso alerta de nuevo. Esta vez se levantó y fue hacia ella.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, no te preocupes.

—¿Ha vuelto a molestarte la prima del Sha?

Se refería a una cortesana que la perseguía desde hacía semanas. Una noche se presentó en su estancia para mostrarle su colección secreta de consoladores de jade y plata, un tesoro en un harén donde las hortalizas entraban cortadas para evitar usos libidinosos. Desde entonces, Aisha dormía con un ojo entreabierto.

—Vuelve a echarte, que no pasa nada.

Suvan se estiró para desperezarse. A pesar de ser «un hombre menos que un hombre», como denominaban a los de su condición, no era un eunuco más. Tenía un físico de búfalo que le había servido para llegar a encargado de la disciplina del harén. Procedía del norte de África, desde donde un reyezuelo lo envió siendo niño como parte de un cargamento de regalos para el gran mogol.

—Si Mumtaz Mahal estuviera viva… —Gruñó, pensando en los abusos de la cortesana—. Ella sí que sabía cómo llevar el serrallo.

—No creo que lo hiciera a base de mano dura.

—Todo lo contrario. Recuerdo un día…

Sonrió pensando en la historia que le había venido a la cabeza y volvió a estirarse.

—Ahora no me dejes con las ganas.

—¿Conoces a Priya? —dijo mientras se le abría la boca.

—¿La chica de Bengala?

Suvan asintió.

—Durante un tiempo tuvo el privilegio de ser la encargada de despertar al emperador. Debía hacerlo justo después del amanecer, acariciándole la cara como si fuera un hada del bosque. Todo fue bien hasta que una mañana en la que estaba indispuesta y mareada le sacó de sus sueños unos minutos antes de que saliera el sol. El emperador consideró un mal augurio el haber empezado el día a oscuras y corrió hacia donde se encontraba Mumtaz gritando: «¡Voy a cortarle la cabeza a tu sirvienta!».

—¿Por ese error?

—Así es el Sha Jahan: generoso pero implacable.

—¿Y qué hizo Mumtaz?

—Le contestó que primero debía cortar la cabeza del pájaro que había cantado antes de tiempo confundiendo a Priya, la cual, como buena hada del bosque, se dejaba guiar por los signos de la naturaleza.

—Me habría gustado conocerla.

—Y a Mumtaz conocerte a ti, te lo aseguro.

—¡Seguro que sí! —rio Aisha—. Dicen que la princesa Jahanara se parece mucho a ella.

—Nadie podrá igualar nunca a Mumtaz Mahal, pero Jahanara es una hija digna y bondadosa. Lo que ocurre es que aún tiene mucho que aprender; y Sati-un-Nisa le enseña solo hasta donde le conviene a ella misma.

Bajó la voz de forma inconsciente, como si pudiera oírle aquella erudita perteneciente a una familia de físicos que se había encargado de la educación de la princesa desde niña. Respetada entre los círculos de prosa y poesía persa, se decía que era capaz de recitar el Corán de memoria. Pero, tan buena docente como estratega, siempre guardaba alguna carta para sí a fin de que Jahanara siguiera necesitándola y así prorrogar su elevada posición en el zenana. Ocupaba el cargo de mahaldar, una mayordoma que servía de enlace directo con el emperador, sus ojos y su mano derecha intramuros.

—Mañana hay reunión para hablar del próximo Mina Bazar —resopló Aisha con pereza.

—Seguro que te piden que bailes.

Se disgustaba cada vez que llegaba el momento de significarse en público. Dentro de la corte mogola la danza estaba relegada a animadoras profesionales de clase baja, pero todos admiraban los movimientos de la bellísima y cultivada joven del desierto, que bailaba con la finura de los juncos en los oasis y la fuerza de una tormenta de arena.

—Ya veremos si lo hago o no —contestó con fútil orgullo.

Regresó a su habitación. Era pequeña pero tan lujosa como el resto del harén, decorada con finos muebles y cojines mullidos confeccionados en los talleres reales. Formaba parte de una construcción que compartía con otras cien jóvenes a las que habían cedido estancias con cierta autonomía debido a su especial belleza, pensando en una posible visita del emperador. Antes de tumbarse de nuevo, estiró la mano hacia una bandeja con frutos secos que una sirvienta mantenía siempre a rebosar, sabiendo que era uno de sus pocos caprichos. Sus compañeras solían demandar platos más sofisticados al matbakh, la cocina imperial, que con su presupuesto de mil rupias diarias podía prepararles cualquier delicado manjar. De ahí que algunas pasasen rápidamente de ser unas sensuales panteras cubiertas de sedas que transparentaban sus senos, a unas matronas orondas que no cabían bajo la manta de los paquidermos.

Cerró los ojos, pero pronto vio que la desazón que había sentido al despertar no iba a dejarla dormir, por lo que se levantó y fue hacia la biblioteca del serrallo.

Le encantaba aquel rincón. Amaba los libros y, además, en su atmósfera polvorienta se desintoxicaba del ambiente cortesano, infectado de una envidia endémica que provocaba crímenes perversos. Disponía de obras de prosa y poesía en hindi, persa o árabe, así como manuscritos griegos que no podía leer pero que le gustaba hojear, imaginando lo que escondería su angulosa caligrafía. Aquello solo era una pequeña parte de los veinticuatro mil volúmenes que atestaban la torre octogonal levantada por Akbar el Grande para custodiarlos, quien, en lugar de echar a la hoguera el saber de los territorios conquistados, se lo llevaba consigo. Todos los emperadores de la dinastía habían abrazado la cultura, fruto de haber recibido una exquisita educación a cargo de los mejores maestros en astronomía, filosofía, física, lógica matemática y otras disciplinas tan dispares como la botánica o la geografía. Desde el primer gran mogol Babur, el cual, a pesar de sus violentas maneras de general, era un delicado paisajista con una preparación literaria que le permitió escribir sus propias memorias, se habían afanado en fundar escuelas con los instructores más prestigiosos, conscientes de que la educación de los gobernantes y sus círculos cercanos era un pilar necesario para regir las vidas de sus cien millones de súbditos.

Sin embargo, salvo las esposas del emperador y sus hijas que, como Jahanara, recibían una formación de varón, las mujeres del zenana no dedicaban demasiado tiempo al conocimiento. Ni siquiera se lo planteaban, sumergidas en aquella estructura medieval en la que eran consideradas seres inferiores sometidos por las normas del purdah, un velo que, más allá de cubrir el rostro, era una tajante cortina de separación entre el infinito universo masculino y el cada vez más menguado entorno femenino, relegado al hogar y a la familia.

Tal vez por ello, concentrada en hacer cualquier cosa que la diferenciase de las cotillas que solo ansiaban ser escogidas por el emperador para sus ratos de placer, Aisha pasaba el mayor tiempo posible encerrada a solas con los libros.

Extrajo un volumen de la balda dedicada a arquitectura. Sus compañeras no dejaban de parlotear sobre el mausoleo de Mumtaz Mahal, por lo que no estaba de más conocer algo sobre el tema. Al igual que el resto, no había visto la obra a pesar de tenerla casi al alcance de la mano. Se sentó en el suelo, estornudó como reacción a un ungüento que aplicaban a la madera para combatir la humedad que deterioraba el papel, avivó la lámpara y lo abrió.

Era un estudio ilustrado sobre las creaciones arquitectónicas de los emperadores mogoles. Aunque estaba escrito en hindi, la autoría pertenecía a un europeo, a juzgar por el nombre que figuraba en la primera página. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Sin duda provenía de alguna campaña contra los portugueses de Kerala, cuyas colonias acababa de desmantelar el Sha Jahan tras acusarlos de piratería. Pasó unas cuantas hojas y se detuvo en un capítulo dedicado a las creaciones de Jahanhir:

Los recursos de los constructores del gran mogol persiguen un fin secreto, más allá de la estética y del mero simbolismo: conquistar al pueblo a través del arte. La alternancia de mármol blanco y arenisca roja encuentra su basamento en las raíces ancestrales hindúes del Vishnudahamottara Purana, que recomendaba utilizar piedra blanca para los edificios de los sacerdotes brahmanes y piedra roja para los de los guerreros shatriyas. Esta combinación cromática hace que en la mente de los hindúes se asocie a la minoría mogola con las dos clases dirigentes del Indostán tradicional…

—¡Aisha!

Era la voz de Suvan, el eunuco.

Se había quedado dormida leyendo. La lámpara se había apagado. Tenía la cara apoyada en el libro, que utilizaba como si fuera un cojín. Se separó con cuidado de no romper la hoja que se le había pegado al rostro.

—¡Menos mal que te encuentro! —gritó Suvan, entrando de súbito.

—¿Qué ocurre?

—¡Un incendio!

—¿Dónde?

La abrazó, más que para consolarla a ella, para tranquilizarse él mismo.

—Ya ha pasado, no te preocupes.

—Estás temblando…

—No te encontraba.

Aisha se separó de él. Olía a pollo chamuscado.

—¡Te has quemado los brazos!

—Ha sido apartando los ropajes de tu lecho. Creía que estabas debajo.

—¿Ha ocurrido en mi estancia?

Suvan le habló, tratando de mostrarse sereno:

—Ha sido la prima del Sha.

—¿Quería quemarme? —exclamó horrorizada.

—Fue a buscarte cargada de alcohol y, al no verte, debió de enfadarse y tiró la lámpara de aceite sobre los cojines.

Aisha sabía que entre las mujeres del harén se había puesto de moda beber hasta embriagarse, lo cual provocaba situaciones embarazosas por la falta de costumbre, aunque nunca había ocurrido algo tan grave. Suspiró de alivio, pero al tiempo le invadió un repentino temblor, en parte por saber que aquel acontecimiento iba a quebrar para siempre su ansiado anonimato.

—Querría desaparecer.

—Pues tienes que venir conmigo. Están todas levantadas esperando noticias.

Aun cuando habían conseguido controlarlo sin que apenas afectase a un par de habitaciones contiguas, había docenas de mujeres repartidas por esa ala del serrallo. La nube de cuchicheos se fundía con el humo. El viento levantaba volutas de cortina carbonizada.

La segunda esposa del emperador, anulada por Mumtaz en vida y también ahora por su melancólico recuerdo, aprovechaba la ocasión para imponer su autoridad increpando a la causante del fuego. Aunque estaba reprendiendo a una borracha que lloriqueaba acurrucada en una esquina sin enterarse de nada, nadie osaba interrumpirla. En el harén, cada mujer tenía su estatus dependiendo del lugar que ocupaban en la vida o en el corazón del emperador. A más posición, más prerrogativas, empezando por su madre y la esposa favorita, seguidas de las cuidadoras y nodrizas de sus hijos. Las damas infértiles de alto rango incluso tenían derecho a hacer suyos los bebés de muchachas de categoría inferior, a los que criaban como propios.

—La he encontrado —anunció Suvan.

Todas callaron de súbito. La segunda esposa la miró como si le contrariase verla viva.

—¿Dónde estabas?

—En la biblioteca. Me quedé dormida leyendo.

—Mejor se hubiera quemado ese antro lleno de polvo —espetó, volviendo hacia su habitación mientras la prima del Sha miraba a Aisha desde el suelo con lascivia.

Al día siguiente fue la comidilla del zenana. Todas querían hablar con ella para que les contase intimidades de la cortesana. Intentó escabullirse, pero no logró evitar a una mujer mayor que merecía una especial reverencia por haber sido concubina de Jahanhir. Tras darle unos cuantos consejos sobre cómo mantener a raya a sus pretendientes femeninas sin abandonar la debida sumisión, la invitó a una partida de parchís en un soleado palacete del harén que se había asignado a Nadira Banu, la reciente esposa del príncipe Dara.

Cruzaron una galería y se introdujeron directamente en la sala principal. En el serrallo apenas existían puertas y, cuando las había, no se podían cerrar por dentro para evitar que las mujeres creasen espacios de intimidad. Encontraron a su anfitriona sentada sobre una alfombra persa tan finamente bordada que a Aisha le hizo evocar a sus padres, provocándole una punzada en el pecho. Charlaba con otra joven de piel clara que yacía recostada de lado. A su alrededor había varias más de diferentes edades, sirvientas de confianza relajadas o, de pie junto a las paredes, esclavas a la espera de una orden.

Una de las niñas que revoloteaban por la habitación salió disparada a abrazar a la concubina.

—¡Ojos de Almendra! —La llamó con el cariñoso nombre que en su día le puso el gran mogol.

—¡Espero que no hayáis empezado sin nosotras!

—Ya veis que vuestros sitios están vacíos —dijo la princesa de forma pausada.

—Antes dame un vaso de esa agua del Yamuna que bebéis ahora —pidió, mofándose de los cambios que el Sha Jahan imponía frente a las costumbres de sus antecesores, que la traían diariamente del Ganges en recipientes sellados a la espalda de infatigables corredores.

Nadira ordenó que añadiesen hielo recién llegado por barco y caravana de las montañas del noroeste e indicó a Aisha que se sentase enfrente de ella. Cada uno de sus movimientos destilaba el donaire de un sultán heredado de su padre. La cuarta jugadora resultó ser la nodriza.

—Así que tú eres la joven murciélago que sale de su cuarto por las noches —se mofó esta última.

—No le tomes el pelo —le regañó la concubina.

—¿Para qué la has traído, si no?

Soltó una carcajada al tiempo que Nadira arrojaba el dado sobre el tablero para poner orden.

Aisha miró a su alrededor. Las paredes de mármol tenían incrustaciones de oro y gemas. A los pies de cada columna había un esenciero de plata del que brotaban hilos de un humo dulce. El palacete entero era una coreografía de candelabros, tapices, espejos y jarrones de orquídeas.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Nadira.

—Todavía un poco asustada.

—Qué adorable.

—No te dejes intimidar —dijo Ojos de Almendra—. Nadira aún tiembla cuando se acuerda de su boda.

—¡Sobre todo del momento en el que empezaron a llegar las bandejas con regalos de Jahanara, todas aquellas diademas y anillos y collares y las cien túnicas ceremoniales! —recitó como un juglar la nodriza, enumerando los obsequios que desde el enlace se exhibían en la sala de audiencias públicas del fuerte.

—Es normal que estuviera nerviosa —se defendió Nadira con naturalidad—. Todo eran trompetas por aquí, tambores por allá, miles de personas coreando… Acordaos de los fuegos artificiales.

—Y de las velas por todo Agra —completó la nodriza—. ¡Yo quiero un marido como el príncipe!

En ese momento, el propio Dara hizo aparición.

—¿Quién habla de mí sin estar yo presente?

Damas y sirvientas se fundieron en un murmullo nervioso. Nadira Banu se levantó para darle la bienvenida.

—No te esperaba.

—¿Acaso no puedo venir a mi casa cuando me plazca?

—Responderte sería un insulto, esposo.

Ambos sonrieron con complicidad. El emperador y sus hijos varones encontraban en el harén la tranquilidad que no disfrutaban fuera. Se sumergían en un ambiente doméstico en el que paladeaban la calma.

—¿Quién gana?

—Acabamos de empezar la partida.

Dara se sentó entre la concubina y Aisha. Tiró el dado sacando un uno y todas rieron. Una esclava acercó una jarra de té de menta y un vasito de plata. Otra llegó con un bol lleno de agua de rosas y madera de sándalo machacada y empezó a masajear la mano izquierda del príncipe.

Aisha cambió de postura tratando de echarse para atrás y pasar más desapercibida, pero las pulseras de su tobillo tintinearon y generó el efecto contrario. El príncipe se volvió y, con rapidez felina, estiró el brazo que tenía libre y le cogió el pie.

Permaneció unos segundos mirándola a los ojos, sabiendo que estaba en contacto con una zona considerada sagrada por la tradición india que le tenía hechizado. Hasta en los templos había relieves de mujeres que abrochaban sus tobilleras labradas con campanillas, el adorno número dieciséis que según los textos antiguos honraba la belleza y divinidad del cuerpo femenino. Dieciséis, como las fases de la luna referidas al ciclo menstrual; como los años en los que una mujer culminaba su perfección física.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó el príncipe, sumido en esos pensamientos.

—Es la chica que estuvo a punto de arder anoche en su habitación. —Salió al paso Nadira, sin dejar que contestase para evitar que intimasen.

Dara volvió a arrojar el dado sobre el tablero y, tras sacar un seis, se dirigió a la puerta, no sin antes volverse para decir:

—Me pregunto cómo se te ocurrió salir en plena noche justo antes de que ocurriera todo…

¿Cómo iba a explicar al heredero del trono que la voz de un chico de una aldea del desierto resonó en su mente y la sacó de la cama?

Notó cómo todas las miradas se clavaban en ella. En aquel jardín prohibido, ningún cultivo crecía tan rápido como la envidia y los celos. Bajó la cabeza y tanteó a su alrededor buscando un vasito para el té. Necesitaba beber, la boca se le había secado de improviso. El humo de los esencieros la asfixiaba. Los espejos le devolvían una mueca trágica de sí misma.

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