Taj

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Segunda parte » 9

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Por fin llegó el día.

Balu salió con el resto del equipo hacia el recinto de la obra. Caminaba detrás, ocupándose de los bueyes que tiraban de la carreta con las losas caligrafiadas. A cada paso comprobaba que seguían en su sitio a pesar del traqueteo, envueltas en finas sedas como doncellas dormidas. Estuvo en tensión hasta que se incorporaron a la rampa de tierra prensada transitada por el millar de elefantes que arrastraban mármol desde las canteras.

Cruzaron las bulliciosas calles de Mumtazabad, el barrio que seguía creciendo al sur del complejo. Lo que había comenzado siendo un campamento temporal y un bazar para suministrar productos básicos y recreo a los trabajadores se había convertido en una verdadera ciudad. Allí se alojaba no solo la mano de obra, sino también las familias que muchos habían traído consigo a sabiendas de que tenían faena asegurada para varios años y de que, a su culminación, el florecimiento de Agra llamaría a nuevos proyectos. También podían verse extranjeros que querían vivir en primera persona la aventura constructiva del Sha Jahan y obtener un lucro rápido con las oportunidades de negocio que afloraban en cada rincón.

Cruzaron el patio del Jilau Khana donde en su día se celebró el primer ‘urs y subieron las escaleras hasta la Gran Puerta en la que habían acordado encontrarse con otros calígrafos y directores técnicos. Fueron los primeros en llegar, por lo que aprovecharon para disfrutar de una visión panorámica de la obra.

Desde que culminaron la faraónica terraza de arenisca que niveló el terreno —la cual resultó tener la altura de un hombre en el extremo donde se encontraban y, al fondo, casi diez veces más para salvar la ladera hasta el Yamuna—, todo iba sobre ruedas. Los jardines estaban aún sin plantar dado que servían de zona de paso de materiales, pero se había acelerado la construcción de los edificios: la mezquita, el palacete para alojar dignatarios extranjeros, los cuatro minaretes, que despuntaban como pequeños tallos silvestres emergiendo de un suelo recién arado, y el mausoleo, envuelto en una maraña de andamiajes.

—¿Sois capaces de imaginar el resultado final? —preguntó Khush Nawis al resto.

Balu sonrió y comenzó a llenar el aire de líneas, dibujando en aquella pizarra viva lo que había visto a pequeña escala en la maqueta del Fuerte Rojo. En un instante tenía frente a sí el edificio terminado, incluida la gran cúpula que habían encargado a Ismail Jan, un maestro de la ciudad turca de Rum muy afamado por ser el mayor experto en la técnica del doble domo que estaba tan en boga en el imperio otomano. El Sha Jahan no había reparado en gastos para contratarlo, impresionado por su sistema de trabajo: primero construía una cúpula convencional interior y luego la cubría con otra muy peraltada que estilizaba el perfil exterior del edificio. Esta segunda, además, iría coronada por una flor de loto y un pináculo de diecisiete metros de latón bañado en oro que ya habían empezado a forjar herreros hindúes versados en este arte.

—Cada vez hay más trabajadores —comentó Ciro, rompiendo el silencio que se había apoderado del grupo.

—No paran de llegar obreros desde todas las regiones del imperio —añadió Khush Nawis—, pero lo sorprendente es que está ocurriendo lo mismo con los maestros. No hay semana que no llame a nuestra puerta alguno con el que he trabajado en Persia o en Turquía para pedirme una recomendación. ¿Qué clase de hechizo desprende esta tumba?

—Encarna todas las cosas puras, todas las cosas santas y, también, todas las cosas infelices… —murmuró Balu.

—Eso describe a la naturaleza humana —repuso el otomano—, así que tal vez tengas razón. Lo único que sé con seguridad es que vamos a terminar pasando por aquí todos los artistas de Oriente.

—¡Por no hablar de los curiosos! —renegó Fereshteh, mandando apartarse a un par de peregrinos que le impregnaban de su olor a camello, desviados de su ruta hacia La Meca para llevarse una imagen del ya mítico Taj Mahal, aun cuando fuera inacabado.

Era cierto que aquel sueño de mármol se había convertido en la mayor obra de la historia del Indostán, por lo que cualquier trabajador con alguna habilidad encontraba un hueco. Desde los clásicos canteros, carpinteros o albañiles, hasta papeleros que confeccionaban pliegos para los bocetos de las taraceas o curtidores que, al otro lado de los muros por su condición impura, fabricaban arneses para los animales y sacos para las poleas. Contando peones y maestros, el número de asalariados ya rondaba los veinte mil.

Los demás fueron llegando al poco. El maestro otomano saludó efusivamente a Ata Muhammad y Shakir Muhammad, a quienes le convenía tener de su parte ya que se encargaban de contratar y gestionar los jornales de los escultores y cortadores de piedra, gremios cuyo trabajo afectaba al resultado final de la caligrafía. También se incorporó al grupo Mahammad Hanif, el todopoderoso supervisor jefe al que Balu no había visto desde el día que se presentó en la obra con su amigo Deepak para pedir trabajo.

—¡Khush Nawis! —exclamó el arquitecto, que se acercaba.

—Mi admirado ustad Ahmad —contestó el otomano, besándole—. Me sorprende que no estés ahí abajo dando instrucciones.

—He ido a tomar un baño para quitarme el polvo del último mes —bromeó aquel—. La ocasión lo merecía.

—Para ser alguien que se limita a poner una piedra encima de otra —dijo el calígrafo, usando las palabras con las que el arquitecto se describía a sí mismo—, te está quedando muy bien.

—Los maestros de la línea también estaréis emocionados.

—Mucho. ¿Has hablado con Amanat Khan?

—No tienes de qué preocuparte; está más que satisfecho con vuestro trabajo.

—Me alegro de oírlo, aunque hoy solo contribuimos con una frase cada taller.

—Ya llegará el día de cubrir el edificio entero.

—No sé si podré esperar… ¡O si estaré vivo para entonces!

—A mí también me entran sudores fríos cuando mido los plazos en años.

—Mejor pensemos en la obra ladrillo a ladrillo.

—Y, mientras se elevan los muros, disfrutemos imaginando el resultado.

—Antes le proponía esto a mi equipo, ¿verdad, Balu?

El arquitecto se volvió hacia él.

—¡Así que este es el boyero que plantó cara al calígrafo jefe!

Balu asintió sin mostrar sorpresa. Una vez que la historia había llegado a oídos del príncipe Dara, cualquiera en el Indostán podía conocerla. Se inclinó de forma ceremoniosa.

—Es un honor, ustad.

—¿Qué piensas de mi proyecto?

La pregunta le cogió desprevenido.

—¿Me estáis pidiendo mi opinión?

—Supongo que habrás visto algún plano general.

—Más que eso —apuntó Khush Nawis—. El príncipe Dara le ha mostrado la maqueta.

—Entonces no tengas vergüenza y cuéntame. Llevo meses escuchando lisonjas de mis colaboradores, pero estoy seguro de que su ego inflado les impide mirarla con objetividad. Tienen más velos en los ojos que el harén de Akbar el Grande, así que no me vendrá mal un poco de frescura.

Khush Nawis sonrió, orgulloso de su pupilo.

Balu clavó los ojos en el complejo. Quería contemplarlo como un todo antes de emitir un juicio lo más preciso posible, pero…

Se quedó congelado.

Tras unos segundos de silencio, dada la cara de pasmado del chico, el arquitecto se giró para hablar con Khush Nawis. Este no podía ocultar un gesto de desilusión al ver cómo su protegido había dejado escapar la ocasión de intimar con el máximo responsable de la obra. Balu mantuvo la vista al frente. En su vocabulario no había palabras para expresar lo que aquel edificio le hacía sentir, pero no era eso lo que le había hecho enmudecer.

—Tiene que haber algo más —murmuró de pronto en voz alta.

El maestro otomano se volvió hacia él, esperanzado.

—¿Has dicho algo?

No podía emitir una opinión porque, por primera vez en su vida, no era capaz de ver más allá de las líneas. Cuando examinaba una miniatura o cualquier otro diseño artístico, sus ojos no se detenían en la estética. Se remontaban hasta la mente del creador y, desde allí, le acompañaban de vuelta a lo largo de cada trazo, de cada pincelada, descubriendo por qué los había ejecutado de una forma u otra. No se trataba de disfrutar la belleza, sino de llegar a ese plano profundo y comprenderla, acariciar el alma del dibujo, la esencia que lo convertía en una creación única. Pero, en el caso del Taj Mahal, entraba en la mente del arquitecto y no ocurría nada… porque el diseño no partía solo de ahí. Tal vez influyó el sueño de Mumtaz previo a su muerte, quizá la magia del santo sufí; pero, aunque así fuera, tenía que haber algo más…

—No sé cómo explicarlo —siguió, pensativo—. No me entendáis mal, pero no parece dibujado a base de prueba y error, poniendo unas líneas aquí y otras allá que se van corrigiendo.

—¿Estás diciendo que lo ha plagiado? —intervino Fereshteh, tan oportuno como siempre.

El arquitecto le dedicó una mirada de desaprobación e instó a Balu a que continuase.

—Tiene que haber algún secreto oculto, porque es como si el diseño hubiera brotado de forma espontánea y natural, como una flor que de pronto nace terminada y sobrecogedoramente hermosa entre la hierba…

Cerró los ojos para pensar mejor. Cogió aire y se disponía a retomar su explicación cuando alguien irrumpió en el círculo.

—Ya veo que están entretenidos, señores.

Era la voz edulcorada de Amanat Khan. Llegaba acompañado del resto del equipo director de la obra: el diseñador turco ustad Isa Afandi y el segundo arquitecto Abdal Karim, quien estiraba hacia Balu esa mirada avispada que le hacía parecer un ave de presa.

Siguiendo la moda de los nobles, del cuello del calígrafo jefe colgaban abundantes collares de perlas. El resto de los técnicos, incluido el propio arquitecto, se mostraban mucho más sobrios en su vestuario para no llamar la atención de los miles de trabajadores que nunca en su vida habían tocado una tela que no raspase la mano.

—¡Pongamos esa primera losa! —exclamó Amanat Khan, y echaron a andar seguidos de las carretas hacia el mausoleo.

A medida que cruzaba el terreno del futuro jardín hacia el esqueleto del mausoleo, Balu fue tomando conciencia de la entidad de los andamios. No eran plataformas de madera como las que había visto en otras construcciones de Agra, sino un armazón de ladrillos tan robusto como los propios muros de carga. En cada vértice de la planta octogonal habían levantado una torreta provisional, parecida a la defensa de un castillo medieval, que servía de punto fuerte para las poleas de poste y viga.

—¿Es que ya hemos cortado todos los bosques de la región? —protestó otro calígrafo—. ¡Cuando llegue el momento de recubrir la fachada exterior tendremos que trabajar a ciegas!

Aquel no era el único problema. El arquitecto sabía que el desmantelar el andamiaje de ladrillo sin dañar el edificio les llevaría mucho tiempo y esfuerzo, pero por el momento no había otra forma de izar los grandes bloques de mármol.

La escalinata que subía desde la terraza de arenisca al pedestal de mármol seguía estando cubierta de tierra prensada como cuando Balu trabajaba allí, formando la rampa por la que bueyes y paquidermos arrastraban el material. La comitiva caminó cuesta arriba junto a las carretas en las que portaban su tesoro. Al llegar a los pies del mausoleo, levantó la vista. Cientos de obreros hacían equilibrios sobre pasarelas de bambú que cruzaban el escueto espacio entre el andamiaje de ladrillo y los muros. Los elefantes barritaban cuando los mahout les azuzaban para que tensasen las sogas de las poleas.

Dado que los animales no podían entrar al núcleo del mausoleo donde iban a colocarse las caligrafías, una hilera de obreros comandados por un capataz aguardaban el momento de cargar con las losas. Balu, sintiendo la necesidad de colaborar de cualquier forma en la ceremonia, se quitó la parte superior de la túnica, la arremangó en la cintura componiendo algo parecido a un bombacho hindú y se ofreció para ayudar a meter las de su taller, cuidando de que no sufrieran ni un rasguño.

—Si tantas ganas tienes de sudar. —Accedió el capataz, ante el gesto de asentimiento del maestro otomano.

Cogió la primera de ellas junto con otros tres porteadores y cruzaron bajo el andamiaje. Atravesaron a pasitos cortos dos estancias y por fin se adentraron en la cámara central. Se habían dado una prisa especial en terminarla. Las ocho paredes estaban levantadas por completo, cada una con sus respectivos arcos sedientos de caligrafías. El suelo que pisaban ya estaba decorado con incrustaciones que formaban bellas figuras geométricas. En el centro, milimétricamente calculado, el cenotafio de la emperatriz reposaba abrazado por la celosía de oro.

Todo fue más rápido de lo esperado. Unos albañiles dieron la capa de argamasa sobre el tramo vertical izquierdo del arco sur y comenzaron a colocar las caligrafías del Sura 67. Mientras tanto, Amanat Khan lo recitaba en voz alta:

—En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo. Bendito sea Aquel en cuyas manos está el reino y tiene poder sobre todas las cosas. Él es Quien creó la muerte y la vida para probaros y ver cuál de vosotros obra mejor…

Silenció el contenido de tres pequeños cartuchos disimulados entre la vigesimocuarta frase de la inscripción, en los cuales había impreso el único brote de ego que el emperador estaba dispuesto a permitirle en todo el monumento: «Escrito por el hijo de Qasim al-Shirazi, Abd al-Happ, cuyo título es Amanat Khan».

Balu dio una vuelta sobre sí mismo recorriendo cada quiebro de la planta octogonal y miró al techo, una falsa cúpula decorada con motivos solares. Sonrió al pensar que tal vez pudiera estampar de forma furtiva una firma suya en algún rincón del edificio; no ya su nombre, sino algo aún más personal, una pequeña composición como el ave de palabras que regaló a su amiga Santosh, pero esta vez dibujada para Aisha, su amor…

«¡Soy diferente, papá!», gritó en su mente, sabiendo que el señor Metha aplaudía con sus manos regordetas desde los soles del techo.

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