Taj

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Segunda parte » 10

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Tras la ceremonia, Balu pidió permiso al maestro otomano para quedarse un rato en el complejo. Quería aprovechar para visitar al perfumero, su fiel compañero a quien echaba de menos. Zigzagueó entre grupos de trabajo de diferentes gremios, montones de leña para los hornos y grilletes de elefante, esquivando una discusión entre dos maestros canteros que alzaban los martillos. Al rato lo vio sobre una rampa, tirando de una yunta con una energía desconocida.

—¡Dentro de poco no te van a hacer falta bueyes para arrastrar las piedras!

—¡Balu, qué alegría!

Se lanzó a abrazarle.

—¿De dónde has sacado estos músculos? —le preguntó, apretándole el hombro—. Hace unos meses lo único que tenías desarrollado era esa narizota que te tapa media cara.

—¿Y tú? ¿A qué viene esa pinta de cortesano?

—No te rías de mí, que ya sé que tengo la túnica más arrugada del imperio mogol.

—Ni que hubieras estado transportando mármol.

—Eso es precisamente lo que acabo de hacer.

—¡Pues menudo ascenso te buscaste! En serio, ¿qué tal tu trabajo en el taller? ¿Y la boda? Lo siento de veras, me llegó el recado, pero me fue imposible acudir. No te imaginas cómo estamos aquí.

—¿Qué ocurre?

El perfumero orilló los animales para dejar paso a un elefante que arrastraba una pila de maderos para hacer andamios y ambos se sentaron en el suelo.

—Estoy pensando en volver a casa.

—¿Ahora que has pasado lo peor?

—Es al contrario. A medida que avanza la obra, los arquitectos van pidiéndonos más. Primero fueron algunos detalles excéntricos, como lo del mortero para los muros de carga del mausoleo. Cogieron a mil trabajadores, entre ellos a mí, y nos pusieron a mezclar la cal con melaza y suero de leche.

—¿Y eso para qué?

—Decían que se conseguía una adherencia mayor que reforzaba la estructura. Imagínate, nos pasábamos el día dando vueltas a calderos enormes llenos de la misma leche que no nos dejaban beber cuando desfallecíamos por la deshidratación. Después empezaron a levantar la mezquita y la casa de huéspedes y, no contentos con las incrustaciones proyectadas para las fachadas, decidieron separar cada bloque de arenisca roja con una plancha de mármol blanco fina como un papel. ¿Puedes imaginarlo? Los cortadores deben pulir cientos de ellas para que, una vez colocadas, solo se vea el canto.

—¿Y eso en qué te afecta?

—¡En que muchas se quiebran mientras las transportamos, echan la culpa a mis bueyes y me quitan el jornal!

—Tal vez lo que necesitas es un descanso.

—Por mucho que duerma, nada me librará del polvo. —Pasó la mano por delante de su cara, frunciendo el ceño—. Esto es lo que nos está destruyendo por dentro.

—¿Las virutas del mármol?

—Mires por donde mires, siempre hay un físico repartiendo preparados de hierbas para abrirnos los conductos respiratorios y que el aire vuelva a llegar a los pulmones sin raspar como un erizo. Te lo digo de verdad, Balu. ¡Prefiero mil veces oler mis perfumes, aunque me maten de hambre!

Se levantó, de nuevo encendido. Balu miró a su alrededor. Largas filas de púberes teñidos de blanco hasta las pestañas portaban ladrillos al son del yunque de los herreros. Un hindú escuálido tosía de forma angustiosa mientras sellaba gres en la terraza. Se tapó inconscientemente nariz y boca con la mano. El perfumero se percató y siguió explicándole.

—Y si a ello sumas los accidentes normales de una obra, las aristas que nos seccionan la piel produciendo esas infecciones horrendas y las caídas desde los andamios… Solo te digo que han habilitado una zona junto al amarradero para incineraciones. Quédate hasta el ocaso y verás qué espectáculo. —Soltó una risotada trágica—. El humo de los cuerpos se mezcla con el de los cocederos de ladrillo. ¿De verdad crees que vale la pena pasar por esto?

—Lo que creo es que el héroe de esta historia no es el Sha Jahan, sino cada uno de los trabajadores —declaró Balu, tratando de animarle—. Tú, el primero.

El perfumero apoyó su mano con cariño en el hombro del chico.

—Yo no quiero ser un héroe, querido Balu. Solo quiero sobrevivir a esta tumba y regresar a mi aldea con unas cuantas rupias en la bolsa.

En ese momento, un tronar de trompetas inundó el complejo. Mientras los bueyes mugían asustados, los capataces pidieron a los trabajadores que dejasen lo que estaban haciendo y abandonasen el recinto.

—¿Qué ocurre? —preguntó el perfumero con cara de preocupación.

Balu recordó lo que había dicho Fereshteh el día que llegó la misiva del arquitecto. Era como si el sagaz emperador hubiese escuchado la conversación que acababa de mantener con su amigo.

—¡Es una sorpresa!

—¿Para quién?

—¡Para los héroes! —exclamó, dejándose inundar por la energía reparadora de las trompetas—. ¡Para ti, el primero!

Le cogió del brazo y corrieron hasta la Gran Puerta. Los guardias hacían señas para desviar el torrente humano hacia la derecha del complejo. Desde lo alto de la pendiente que descendía hacia el Yamuna vieron cómo, en una gran explanada junto a la orilla, cientos de soldados formaban un anillo. Parecía una maniobra militar. Se parapetaron tras sus escudos y apuntaron sus lanzas al interior del círculo vacío.

El perfumero se volvió hacia Balu con los ojos muy abiertos.

—No me digas que es una lucha de animales…

—Eso ya no lo sé.

—¡Nunca he asistido a una!

A la corte mogola le encantaba ese divertimento, ya fueran peleas de gallos o de especies grandes como carneros, antílopes, camellos o incluso de elefantes, los preferidos del Sha Jahan, quien había ideado un elaborado juego de reglas y apuestas para que esa orgía de sangre fuera considerada un deporte. Pero cuando en contadas ocasiones el espectáculo estaba destinado al pueblo, las normas se relajaban y podía esperarse cualquier extravagancia.

Mientras los trabajadores tomaban posiciones por la ladera, el propio Sha Jahan llegó por el río a bordo de una barcaza. Venía alzado en un trono de oro y brillantes sobre su elefante favorito, un ejemplar majestuoso acostumbrado al retumbar de los tambores, el baile de los estandartes y los disparos ceremoniales que los recibieron. Se adentró en el coso con parsimonia y, cuando estuvo en el centro, barritó de forma brutal dejando claro por qué era el líder de los quinientos paquidermos que pacían en el Fuerte Rojo. Además del mahout sentado sobre su cuello, aquel imponente animal tenía a su disposición un ejército de cornacas que se ocupaban de ejercitarlo, engalanarlo con ropajes y adornos, alimentarlo, limpiar sus excrementos y espantarle las moscas… Incluso tenía un sirviente para mantenerlo mojado y fresco, el mismo que acababa de rociarle de leche de búfala para que brillase en su aparición pública.

—Ni que fuera un dios —dijo Balu al ver que los asistentes coreaban el nombre del animal.

—No da la vida, pero sí la quita —repuso el perfumero, que le había visto ejercer de verdugo, pateando el cráneo de los condenados hasta que estallaban como nueces.

El Sha se colocó tras la barrera de escudos en la zona norte, de espaldas al río. Al poco fueron llegando el resto de varones de la familia real, cuyos paquidermos formaron en hilera junto al del emperador. Los lados este y oeste del anillo de soldados se abrieron para dejar paso a unos carromatos. La masa gritaba ansiosa por saber qué especies rugían dentro. Fue el príncipe Shuja quien, por su condición de hijo menor, tuvo el privilegio de dar comienzo al combate.

A partir de entonces todo fueron gritos y sangre. Los animales saltaban desconcertados sobre otras especies que jamás habían visto. Se enfrentaron bellos leopardos de la selva de Sariska contra rinocerontes, leones traídos del continente negro contra osos del Himalaya… La excitación crecía mientras el emperador se pavoneaba bajo su parasol, orgulloso de la exótica carnicería.

Balu, que no dejaba de observarle, le sorprendió varias veces volviéndose hacia la obra, cuyos edificios y minaretes despuntaban por encima de los muros exteriores. Pensó en lo que había hablado con Dara. ¿Realmente llevaba a cabo aquel proyecto en honor de su esposa? El Sha Jahan odiaba que a cada momento le recordasen lo grande que había sido su abuelo Akbar, el mejor cazador, el mejor arquero, el mejor jugador de polo, tan fuerte que había cruzado a nado todos los ríos del Indostán en época de deshielo; quien además se preocupó de documentar sus logros en crónicas escritas y en miles de miniaturas cuyos artistas tenían orden de cuidar hasta el parecido de los rostros de los figurantes. Con semejante espejo en el cual mirarse, no era extraño aquel afán por esmerarse en una aventura arquitectónica que se revelaba su sendero más seguro hacia la posteridad.

Un «oh» conjunto de los miles de trabajadores le arrancó de sus pensamientos. Había hecho aparición un elefante de guerra ataviado con cadenas de oro.

Traído desde Sumatra por su fiereza, lo montaba un mahout que parecía un guerrero de las campañas del primer gran mogol Babur, con cota de malla y un yelmo cerrado con una fina abertura para los ojos. Levantó la vara de domador en la mano izquierda y la lanza en la derecha, arrancando una ovación. De su cintura colgaban una espada curva y una daga. No iba así pertrechado por casualidad. Uno de los carromatos alzó el portón trasero y saltaron a la arena ribereña dos tigres de Bengala que arquearon el lomo y tomaron posiciones alrededor del paquidermo.

Tras una vuelta de reconocimiento, el más grande le asaltó por el costado. Se aferró a la piel dura y clavó sus colmillos en la oreja, pero cayó a la primera sacudida. El mahout aprovechó para marcar una señal con la vara, a la que el elefante respondió barriendo el terreno y llevándoselo por delante. Al verle rodar por el suelo fue a agarrarlo con la trompa, pero el tigre se apartó y saltó de nuevo al costado, trepando furioso con las garras hacia donde se encontraba el mahout. Este, mostrando tanto arrojo como su montura, soltó un alarido y le clavó la lanza en el cuello, volcando el peso de su cuerpo hasta que el felino se desplomó entre espasmos.

El otro aprovechó el clamor del público para escalar el cuarto trasero del paquidermo. El mahout desenvainó y atizó una serie de sablazos que no llegaron a alcanzarle. Fue el elefante indonesio el que, haciendo gala de su instinto asesino, dejó caer hacia atrás sus cuatro toneladas obligando al tigre a soltarse para no morir aplastado. Al instante se incorporó como un resorte y le asestó una coz que lo dejó semiinconsciente. Acto seguido giró sobre sí mismo, lo levantó con la trompa y se las ingenió para atravesarle el lomo con un colmillo adornado con aros de hierro dentado.

La piel dorada se tiñó de rojo. El paquidermo barritó, despreocupado del bellísimo animal que agonizaba a sus pies. El público enfervorizado pedía al mahout que se quitara el yelmo.

Lo hizo despacio, mostrando por fin su rostro…

Era el príncipe Aurangzeb.

—¡Nadie puede batirme! —exclamó por encima del estruendo de gritos y aplausos.

El príncipe Dara se reconcomía sobre su elefante, turbado ante el golpe de efecto de su hermano. A medida que crecían los vítores, más se convencía de que necesitaba mostrar al pueblo que él, además de sabio, también era un guerrero digno del trono. Tenía que hacer algo, pero ¿qué?

—Si la pelea hubiera terminado fatalmente para mí —seguía gritando Aurangzeb de forma épica a los trabajadores, con la elocuencia de un general que enciende a sus huestes antes de una batalla—, ¿habría sido un motivo de vergüenza? ¡Claro que no! El telón de la muerte también cae sobre los emperadores, eso no es ninguna deshonra. La vergüenza, pueblo de Agra, ¡la sufren aquellos que no se atreven a luchar!

Aquello fue demasiado para Dara. Se apeó de su elefante y caminó a paso firme hacia uno de los capitanes de la guardia que flanqueaban la comitiva real.

—¡Baja del caballo y entrégame tu lanza! —le ordenó con una autoridad desproporcionada al tratarse de un oficial de su confianza.

Shuja, el príncipe menor, se percató de lo que ocurría y pidió al emperador que lo detuviera, pero este sabía que el espectáculo había dejado de ser una mera lucha de animales. Aurangzeb había puesto de su parte a los miles de trabajadores que estaban construyendo la misma obra que él odiaba, algo que de un modo u otro terminaría utilizando en su interés. Celebró que Dara hubiera reaccionado y, aun a sabiendas de que la disputa familiar podía írsele de las manos, mandó callar a su hijo.

Viendo el asentimiento del emperador, el oficial accedió. Dara montó el corcel cárdeno, saltó a la arena con decisión y clavó la vista en el coloso de guerra, que agitaba la cabeza arriba y abajo calibrando la nueva amenaza. Tiró de las riendas para mantener a raya al caballo. Los cascos bailaban sobre la arena formando una nube de polvo. Sabía que solo tenía una oportunidad. Sus instructores le habían repetido a conciencia que, para inmovilizar a un paquidermo, la lanza debía atravesarle uno de los ojos. Era arriesgado acercarse tanto, pero jugaba con una ventaja que no disfrutaba en la guerra: el mahout, su hermano Aurangzeb, no podía matarle. Al menos confiaba en que no fuera tan demente como para intentarlo delante de todo Agra. No lo pensó más. Colocó la lanza en posición de ataque y cargó contra él.

Todo fue muy rápido. El bien entrenado animal adivinó sus intenciones y, en lugar de enfrentarse, giró violentamente la cabeza de forma que la lanza se partió contra la piel del lomo. Acto seguido, aprovechó el impulso de retorno y derribó con la trompa a príncipe y caballo.

Aurangzeb marcó al elefante para que retrocediera y no rematase a su hermano. Hizo que se alzase sobre sus patas traseras y volvió a gritar que era invencible. Resultaba épico, el príncipe victorioso con sus vestiduras de guerrero del pasado, la sangre del coloso corriendo entre las cadenas de oro… y quien se suponía el próximo gran mogol yaciendo en el suelo junto al caballo que, conmocionado, intentaba sin éxito ponerse de nuevo en pie.

El público estaba loco por la excitación. Balu sabía que semejante baño de multitudes no era bueno. Aurangzeb era destrucción, mientras que Dara era unión. Solo este podía comprender que la sangre musulmana de Aisha estaba destinada a fundirse con la suya. Pero era la segunda vez que lo veía arrastrarse ante su hermano menor…

En ese instante vino a su mente una historia que recitaban los rapsodas del desierto. Cuando Akbar inició la campaña del Rajastán con sus elefantes enfundados en armaduras de hierro, los míticos guerreros rajput no sabían cómo presentar batalla a semejantes monstruos y a punto estuvieron de rendirse. Pero a su líder Maharana Pratap se le ocurrió colocar a sus caballos unas trompas confeccionadas con tela, de modo que pudieron acercarse hasta los paquidermos mogoles sin generar la reacción de contraataque que sus domadores les habían grabado a fuego. Todo salió según lo esperado. Los confundieron con elefantes jóvenes y les dejaron aproximarse hasta que tuvieron a los mogoles a tiro. El propio líder rajput llegó hasta los pies del que montaba el general Man Singh, quien solo in extremis logró esquivar la lanza que terminó clavada en el pecho del mahout.

—Tiene que funcionar… —murmuró.

—¿Has dicho algo? —le preguntó el perfumero sin despegar los ojos del coso.

Pero Balu ya había echado a correr ladera abajo entre la multitud. Rodeó el círculo de soldados hasta ponerse a la altura del oficial que le había prestado el caballo al príncipe y llamó su atención varias veces hasta que le hizo caso.

—¿Qué quieres tú? —le gritó mientras se le acercaba un Dara cabizbajo, ignorado por el pueblo que aclamaba a su hermano.

—¡Necesito hablar con el príncipe!

—¿Para qué? ¡Fuera de aquí!

—Déjalo —ordenó Dara sin mucha convicción, atravesando el cordón de escudos.

—Tengo la solución —le dijo.

Pidió al oficial que acercase un caballo negro. Entretanto se volcó sobre el material que la comitiva real había dejado en un montón tras la hilera de elefantes y cogió uno de los cilindros de terciopelo que utilizaban para guardar los estandartes enrollados, el cual vendría a tener la longitud de sus dos brazos extendidos. Se arrodilló y lo rebozó en el fango para oscurecerlo. Acto seguido, envolvió el morro del corcel negro con el principio de la funda, dejando colgar el resto. El caballo trató de arrancársela, pero la ató a la brida a la altura de los ojos.

—Probad de nuevo, príncipe —le animó.

Dara comprendió la jugada, a la que se sumó sin pensarlo. Pero cuando salió al coso, los trabajadores estallaron en una risa que le hizo venirse de nuevo abajo. Su propio hermano Aurangzeb compuso un gesto sarcástico que terminó de hundirle. Permaneció quieto unos segundos, sintiéndose un bufón, y entonces ocurrió. Las carcajadas fueron apagándose poco a poco, al hacerse reconocible una historia que todo hindú llevaba impresa en su memoria.

Dara llenó sus pulmones de aquel nuevo oxígeno y avanzó al paso hacia el elefante. Primero una pata, luego otra, con la parsimonia de una cría de paquidermo de media tonelada. Aurangzeb marcó una señal de ataque al coloso, pero este se limitaba a buscar por la arena un posible agresor al que no veía. Cuando estuvo a sus pies, Dara levantó la lanza para clavarla en el ojo del animal. Parado con el brazo en alto, se giró hacia la ladera atestada. Un silencio sepulcral se había apoderado del lugar, solo roto por los bufidos del paquidermo, que observaba confuso la trompa del caballo. El príncipe pensó que no era necesario seguir, pero cuando bajó la lanza para indultar al coloso, Aurangzeb atravesó con la suya el cuello del corcel de su hermano, derribándolo de nuevo.

El lamento del público inundó la ribera del Yamuna. Aurangzeb acababa de romper las reglas para salirse con la suya, pero ya era tarde. Balu contempló orgulloso cómo Dara se abrazaba al animal en mitad del anillo de escudos, acariciándole las crines mientras se desangraba sobre la arena.

En el pasado, los elefantes mogoles ganaron la batalla del desierto, pero los jinetes rajput se convirtieron en leyenda. Tal vez estuviera ocurriendo algo parecido. Una paloma, como las que echaban al vuelo en la Persia antigua para enviar mensajes de buena nueva, aleteó junto al caballo y se perdió en dirección al sol.

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