Taj

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Segunda parte » 11

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—¿Has visto ese molinete? —exclamó Aisha mirando al cielo.

Trataba de distraerse entrenando una paloma para que hiciera piruetas y llevase mensajes al otro lado de las murallas del serrallo.

—Akbar tuvo un escuadrón y era capaz de reconocerlas en pleno vuelo. —Le contaba Suvan, el eunuco—. Señalaba a las nubes y decía: «¡Mira la chillona, aquella es el hada y esa otra mi aloe real!».

—Si al menos tuviera un destinatario para mis notas… —susurró ella con melancolía, recogiendo el animal en pleno vuelo y posándolo despacio en la jaula del jardín.

—Algún día aparecerá ese caballero que tienes en mente.

—¿Por qué dices eso?

—Un velo de seda no puede ocultar la nostalgia por el amor perdido.

—Ay, querido Suvan… ¿De verdad existe el amor?

El eunuco se sentó a la sombra, apoyando la espalda en una columna labrada. Secó su frente de basalto con un pañuelo y le habló como si le acariciase.

—¿Cómo puede preguntar eso un ángel como tú?

—Solo sé que, en este zenana, no hay nada que se desee más y nada que se consiga menos.

Suvan entonó una canción popular. Contaba cómo el emperador Jahanhir, siendo todavía un joven príncipe, se enamoró de una bailarina llamada Anarkali.

—¿Y cómo acabó la historia? —le preguntó Aisha.

—Akbar la emparedó viva para terminar con el absurdo romance de su hijo.

Ambos rieron.

—Vaya una forma de animarme.

—Al menos Jahanhir, siendo ya emperador, construyó una tumba en su honor en Lahore.

—¿Y de qué le sirvió después de muerta? —Volvió la cabeza hacia la paloma, que había comido grano de un cuenco y se le acercaba a saltitos. La acarició—. Aquí tenemos los alimentos más sabrosos, los perfumes más refinados y las ropas más caras. Disfrutamos de todos los placeres conocidos menos del único por el que cambiaríamos todo lo demás.

—Tienes razón. Seríamos más felices siendo pordioseros con amor.

—¡Seámoslo! —exclamó ella al tiempo que la paloma echaba a volar de nuevo, soltando un par de plumas que cayeron sobre su cabeza.

Aquella noche no hubo juegos de mesa ni charlas a la luz de la luna. Se fue a dormir temprano, como el resto de mujeres del serrallo. Al día siguiente daría comienzo el Nauroz, la conmemoración del año nuevo persa.

Cuando despertó, estaba inquieta.

Las señales le advertían de que algo iba a ocurrir, pero aún no sabía el qué.

Mientras el sol se desplazaba hacia Aries en el cielo, en la tierra reseca de Agra se ultimaban los preparativos. El festival atraía a aldeanos deseosos de bailarinas, bebidas fuertes y drogas hilarantes, melodías remotas que cantaban músicos callejeros y también de un posible encuentro con el emperador, que hacía una aparición excepcional para el pueblo llano.

Al mismo tiempo, dentro del serrallo tenía lugar el Mina Bazar.

Aquella feria ideada por el segundo gran mogol Humayún, además de brindar un pasatiempo a las mujeres, les permitía sentirse libres por un día. Ya que no podían salir a recorrer los mercados de la ciudad, se montaba uno intramuros para que jugaran a ser compradoras y tenderas como cualquier plebeya.

Aisha, que no había dejado de estar en boca de todas desde la noche del incendio, había sido escogida para regentar uno de los puestos junto con Ojos de Almendra, la vieja concubina.

Cuando se aseaba en una palangana de latón, llegó una esclava con un hatillo de ropa doblada de forma impecable. Las familiares del emperador recibían cada mañana vestidos nuevos que usaban una vez y, por la noche, donaban a las sirvientas y esclavas. Al ser una de las protagonistas del evento, aquel día era tratada como un miembro más de la realeza.

La vistieron con unos pantalones flojos ceñidos al tobillo y un corpiño de terciopelo corto que dejaba el vientre a la vista. Acarició los brocados de perlas y la esmeralda de la hebilla mientras le cubrían con un blusón de seda tan fina que transparentaba su delicada silueta. Para terminar le colocaron un velo que, dada la ocasión, no le tapaba el rostro.

—Faltan las joyas, señora —dijo la sirvienta cuando Aisha fue a levantarse.

Se estremeció. Nunca se habían dirigido a ella así.

Los hindúes consideraban un signo propicio la piel atravesada por un adorno de oro; los musulmanes preferían una gema engarzada. Aquel día no faltó de nada. Le fijaron al cabello unos hilos de perlas que caían sobre la frente formando una media luna. Al poco, sus brazos, piernas y sus veinte dedos relucían y tintineaban.

—Enseguida vendrán a buscaros —concluyó la sirvienta.

Salió al jardín. Caminó despacio hacia el estanque sintiendo el suave roce de las telas. Se sentó y metió la mano en el agua. Al instante se acercó una pareja de carpas a las que habían puesto un aro de oro en la nariz.

«Ya eres una de las nuestras», parecían decirle con la oscilación de sus bigotes.

En el Mina Bazar todo era tan perfecto como artificioso, pero las mujeres estaban encantadas. Un grupo de adolescentes jugaba al escondite entre la mercancía. Sentadas sobre la hierba, dieciséis de más edad movían las fichas del complejo Chandal Mandal por el tablero circular. La superintendente de música y danza daba instrucciones al grupo que estaba a punto de salir a una tarima con un oso bailarín. Una esclava pasó a su lado rociando el ambiente de un perfume a base de pétalos de rosa inventado décadas atrás por la suegra de Jahanhir.

Todas estaban allí, incluidas las esposas e hijas de los nobles de alto rango. Para regentar los puestos, además de las mujeres más populares y de las más atractivas, habían sido seleccionadas las mejores conversadoras. Los había de joyería, brocados o de fruta, como el que le correspondía a ella.

—¿Has visto el color de nuestras sandías, querida? —exclamó Ojos de Almendra desde el mostrador decorado con terciopelo naranja—. ¡No vamos a parar de vender!

Aisha lo rodeó para colocarse a su lado. La antigua concubina estaba radiante. Lucía un vestido de muselina bajo el que se adivinaba un cuerpo que seguía atrayendo todas las miradas en un lugar donde la edad solía jugar en contra de sus moradoras.

Tras dispensar unos cuantos plátanos y mangos y despachar a varias cotillas que se acercaban para ver de cerca a la joven del incendio, Aisha percibió un murmullo que pronto se elevó de tono. Acababan de llegar el emperador y los príncipes, únicos varones facultados para entrar al falso bazar. El propio Sha Jahan se detuvo en un puesto contiguo al suyo e inició una parodia de regateo por un collar.

—¡Nuestro señor no sabe lo que valen las cosas! —exclamaba una de sus tías simulando ser una tendera agresiva, aprovechando la prerrogativa que, por un día, le permitía replicarle.

—¡Eso es porque va poco de compras! —se animó a decir la joven que le hacía de pareja.

Entretanto, el príncipe Dara se acercó al puesto de Aisha. No habían vuelto a cruzarse desde la partida de parchís con su esposa Nadira Banu. Bajó la cabeza. Al percatarse, Ojos de Almendra le golpeó el brazo y dijo en voz alta:

—No dejes escapar a este cliente, que tiene la bolsa llena.

—Buenos días, príncipe —le saludó por fin—. ¿Queréis una pieza de fruta?

—Depende.

Comenzó a tocarlas para ver si estaban maduras. Varias mujeres se acercaron a curiosear. Aisha miró suplicante a la concubina, pero esta le hizo un gesto obligándola a seguir el teatrillo.

—Tenemos el mejor producto del bazar. —Se le ocurrió decir.

Él le clavó sus ojos oscuros.

—Eso salta a la vista.

—Me alegro de que os guste, porque…

—¿Por qué?

—Porque también es el más caro.

—¡Esta es mi niña! —exclamó Ojos de Almendra.

—Pon precio a este mango.

Aisha le pidió una cantidad desorbitada.

Dara acercó la pieza a su nariz para olerla.

—¿También habría de pagar el doble por ti? —preguntó, sacando las rupias de un pliegue de su túnica.

—¡A mí me tenéis de oferta! —saltó Ojos de Almendra.

Todas las presentes estallaron en una carcajada. En ese momento se acercó por allí la princesa Jahanara. Era la primera vez que Aisha la veía. En aquella comunidad tan grande y estratificada era posible que una empleada con décadas de servicio jamás se hubiera cruzado con un miembro de la familia real. No obstante, todos conocían hasta el último detalle de la vida de la princesa. Desde que murió su madre, con tan solo diecisiete años tuvo que tomar las riendas del serrallo, administrar la inmensa fortuna de Mumtaz y, además, ocuparse de algunos asuntos de estado que su padre, consumido por la pena, no podía atender. Era la favorita indiscutible del Sha. Estaban tan cerca el uno del otro que por la Ruta de la Seda corrían rumores de incesto, si bien solo eran malintencionados intentos de quienes querían destruir su reputación o la de Dara, con quien también era uña y carne.

—Mi amado hermano, siempre rodeado de bellezas.

—Ninguna como tú.

—Salvando a tu esposa.

—O incluyéndola, quién sabe.

—¿Vas a acompañarme a entregar el donativo?

El primer día del Nauroz también era el momento idóneo para las buenas obras, por ser fecha auspiciosa en la que cualquier acto de amor atraía la suerte; y Jahanara hacía gala de una generosidad heredada de su madre. Del mismo modo que entregaba miles de rupias en cada aniversario de su fallecimiento, aquel día tenía preparada otra dádiva que seguro haría crecer su popularidad entre el pueblo.

—¿Qué va a ser esta vez?

—Si no vienes, no lo sabrás.

Dara lanzó una última mirada a Aisha, de arriba abajo. Recorrió sus ojos, sus labios carnosos, el cuello, cada diminuta campanilla cosida en el vestido, cada zona de piel sin cubrir por la tela. Jahanara, que no evitaba el contacto físico en público con sus familiares, cogió a su hermano del brazo y tiró de él como si aún fueran los dos niños que correteaban juntos por el fuerte con una empatía que provocaba la envidia del resto. Cuando se hubieron alejado, Aisha soltó de golpe el aire que estaba aguantando en sus pulmones.

—Yo que tú me sentiría afortunada —le sugirió Ojos de Almendra, volviéndose para llamar la atención de otra falsa compradora que pasaba por delante.

Poco antes de clausurarse el bazar, pidió permiso para ausentarse a su estancia, alegando estar indispuesta. La concubina, curtida en mil batallas del serrallo, sabía que era allí donde tenía que estar, dado que en cualquier momento el príncipe heredero la mandaría llamar o directamente pasaría a visitarla. Aisha también lo sabía, pero no estaba dispuesta a consentir que eso ocurriera. Como había insinuado la vieja concubina, cualquier mujer del harén habría matado por estar en su piel; pero ella prefería morir antes que convertirse en una pieza de mango. Comprada, mordida, arrojada a la basura.

Enfiló hacia la parte trasera del serrallo. Sabía que era una fortaleza dentro de otra, pero no del todo inexpugnable. Según le había contado Suvan el eunuco, los irrefrenables deseos de las residentes les llevaban a jugarse la vida por introducir a hombres que calmasen sus furores, muchas veces hijos de damas mogolas que podían moverse con cierta libertad por las dependencias del fuerte. Bien era cierto que muchos de aquellos encuentros terminaban con los amantes arrojados al foso, pero lo tenía decidido.

Corrió hacia el portón situado en el ala norte por el que entraban los carros a las cocinas. El día anterior, cuando fantaseaban con lo que sería huir de allí para iniciar una vida vagabunda, Suvan le confesó que había descubierto cómo esa entrada quedaba desprotegida durante un brevísimo espacio de tiempo. Justo encima se estaban llevando a cabo las obras de la torre palacio y las guardianas daban una vuelta a la hora del ocaso para verificar que se habían marchado todos los obreros. Apenas un instante, pero lo suficiente para que una joven como ella, que se movía como un suspiro, se colase hacia fuera.

Se ocultó tras una celosía desde la que se alcanzaba a ver el portón. El patio estaba desierto, todas seguían en el bazar. Al poco vio por encima del muro a las guardianas, que se encaramaban por la escalinata de madera hacia la torre. Así que era cierto… Solo disponía de unos segundos. Salió como una flecha pero cuando tenía la aldaba en la mano se percató de que no llevaba más que un velo parcial, algo que haría saltar todas las alarmas en cuanto pusiera un pie fuera del harén. Incluso Akbar, el gran mogol más liberal, dictó decretos que obligaban a ejercer de prostituta a cualquiera de sus mujeres que se desvelase en público, aunque fuera por un golpe de viento. Además, iba vestida como la esposa de un noble, lo que también llamaría la atención dado que las damas no solían caminar. En el interior del harén se movían en palanquines tirados por musculosas uzbecas y, cuando salían, les esperaba un elefante cuyo mahout se cubría la cara con un paño para no verlas mientras se ocultaban tras los cortinajes de la silla.

¿En qué estaba pensando?

Era un suicidio, pero decidió seguir adelante.

Tiró del picaporte, se asomó al exterior y comprobó con horror que, con motivo de la fiesta, habían doblado la vigilancia. Aparte de las guerreras tártaras que ya habían iniciado su descenso por la escalera, hacía guardia una pareja de urdubegis, las encargadas de proteger la cámara del emperador. Parecían seres mitológicos. Una llevaba enfundado un katar, un brazalete con cuchillas capaz de perforar una armadura. La otra acariciaba un chakram, un plato afilado que se lanzaba para seccionar las extremidades de los adversarios. Cuando vio a Aisha a través de la rendija, pasó la uña por el canto.

¿Qué podía hacer?

Prefiero morir antes que convertirme en una pieza de mango, había dicho poco antes.

Abrió la puerta despacio. Cuando iba a salir, escuchó a su espalda:

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?

Se volvió de golpe.

Era el príncipe Dara.

¿Cómo la había encontrado?

—No se trata ya de que mueras tú —siguió diciendo—. Lo malo es que arrastrarías a tu amigo.

El eunuco emergió de entre las sombras.

—Suvan, no…

—Lo siento, Aisha.

—No lo sientas —le corrigió Dara—. Sabes bien que le has salvado la vida. Y me alegro de no perder a un colaborador que siempre ha sido fiel a mi familia.

Ella dejó caer una lágrima, cerró el portón y apoyó la espalda para no desplomarse. De pronto se sentía agotada.

El hombretón cerró los ojos y se marchó antes de que se percatasen de que también lloraba.

El príncipe se acercó hasta Aisha y la contempló con tanto deseo que desprendía calor. Es una apsara, pensó, evocando unas ninfas de tal belleza y sensualidad que eran capaces de seducir al dios Indra, en cuya corte ejercían de bailarinas. Le besó el cuello. Ella se resistió, aumentando así su excitación.

—¿Sabías que Shiva alcanzaba el clímax al darse cuenta de que su pareja Parvati sentía tanto miedo como amor?

Le rasgó la tela del bombacho. A lo lejos sonaba la flauta de un encantador de cobras. Las mujeres aplaudían, apurando los últimos coletazos del bazar.

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