Taj

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Segunda parte » 12

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Balu paseaba con Santosh por la ribera del Yamuna donde estaba proyectado el segundo vergel del Taj Mahal. Aún pasaría mucho tiempo antes de que los diseñadores de jardines cruzasen el río para trabajar en esa zona. De momento era una explanada sin amurallar, llena de arbustos secos y vegetación silvestre como los terrenos circundantes. Se detuvo para mirar la orilla opuesta en la que burbujeaba la obra. Mientras imaginaba el reflejo del mausoleo terminado en el agua calma, el llanto del bebé inundó el paraje.

Santosh acunó a su hijo. Había llegado al mundo un tanto prematuro, pero pronto comenzó a coger peso. Le llamó Deepak. Estaba convencida de que el vivaracho duende de los suburbios se había reencarnado en ese cuerpecito envuelto en lino que no dejaba de moverse.

Balu señaló el lugar donde se celebró la lucha de animales la mañana que acudieron a colocar las primeras caligrafías y le puso al día acerca de lo ocurrido. Los tigres, el elefante de guerra, la hazaña del príncipe Dara…

—¿Por qué no me lo habías contado?

—No quería alarmarte en tu estado.

—Pues me has alarmado ahora. ¿Qué pasará cuando ese loco de Aurangzeb se entere de que fuiste tú el de la feliz idea de la trompa?

Estaba nerviosa, pero también orgullosa. «Aurangzeb es destrucción, Dara es unión», había dicho Balu. Aquella frase le caló hondo. Quería un buen emperador para su hijo.

—¡Aquí llega la buena noticia! —exclamó él—. Se ha ido lejos de Agra por una temporada. Tras su alarde de ferocidad, el Sha Jahan lo ha enviado al Decán para que comande la nueva campaña.

—¡Menos mal! Pero ¿no es joven para ser general? —cuestionó ella con prevención.

—Babur ascendió al trono con doce años y con quince ya estaba conquistando el Indostán.

Tapó las orejas de su bebé antes de maldecir:

—Pues si no tenemos la suerte de que lo atraviese una lanza enemiga, espero que al menos contraiga alguna enfermedad extraña en las selvas del sur y se quede allá mucho tiempo.

—Quien me preocupa es Khush Nawis. No ha parado de toser en toda la semana.

—Será un resfriado.

—Eso espero —dijo él, tratando de quitarse de la cabeza la conversación sobre el polvo de mármol que mantuvo con el perfumero.

Santosh lo notó pensativo.

—¿Qué más quieres decirme?

—Hace poco se celebró el Mina Bazar —comenzó sin reservas—. ¿Recuerdas cuando soñaba con penetrar en el harén y encontrar a Aisha en esa feria cortesana? Qué idea tan absurda…

—Yo creo que soñar nunca está de más. De momento, te has hecho amigo del príncipe.

—Ahí quería llegar. A cambio de lo que hice por él, voy a pedirle que la libere.

—¿Podría hacer eso?

—Es el heredero del trono, así que no creo que tenga problema en escoger a una mujer del serrallo como sirvienta para su esposa; y, una vez en su palacete, nadie se meterá en lo que haga o deje de hacer con ella.

—Perdona que no me emocione el plan, es solo que me parece demasiado fácil.

—Le he dado muchas vueltas y lo único seguro es que no voy a tener otra oportunidad como esta. He de aprovechar el buen momento que atraviesa el príncipe y, sobre todo, hacerlo antes de que Aurangzeb regrese y…

—Te corte las manos, como amenazó. O algo peor.

—¿Qué habría peor?

Le cogió la izquierda, orgullosa de su pintor zurdo.

—¿Qué harás cuando estéis juntos?

—Todavía no lo sé. Me preocupa lo que harás tú.

—Me las apañaré. Esposa abandonada es bastante mejor que madre violada.

—No hables así.

Santosh sonrió.

—Ya conoces el dicho: nunca afirmes que una serpiente es inofensiva o que tu marido es tuyo. El marido es marido en la cama…

—… pero Yama cuando se levanta —completó Balu, que conocía aquel adagio sobre el dios de la muerte.

—Además, con eso de que trabajas en el taller del calígrafo, ya se han acostumbrado a verme sola por el bazar. Y ahora con el pequeñín todos están encantados y hasta vienen a traernos regalos, ¿verdad que sí, Deepak, mi amor?

Hizo cosquillas al bebé.

—Pronto podré ayudarte yo también. Khush Nawis empezará a pagarme la semana próxima.

—¿Los artesanos cobran a destajo?

Él dibujó una sonrisa pícara.

—A los verdaderos artistas nos pagan por días, hagamos lo que hagamos. El emperador quiere que nos entreguemos cuanto sea necesario a cada detalle.

—Me gusta que hables así.

—Lo digo en broma.

—Yo sí que he preguntado en broma lo del salario. Mi tío sigue encantado de apoyarme en todo lo que necesito. Se enteró de que había acogido a dos chicas nuevas en las Madres Luminosas y ha empezado a buscarnos una casa más grande.

—No te mereces menos, con todo lo que estás haciendo por esas mujeres. Yo iré guardando una parte de cada jornal y, cuando tenga suficiente, volveré a mi aldea para entregárselo a mi madre y que pueda recomprar las tierras al bastardo de Chudasama. Pero aun así me gustaría colaborar contigo en lo que pueda.

—¿Cuándo vas a hablar con el príncipe? —Viró ella.

—Hoy.

Estrechó con fuerza al bebé contra su pecho, como si necesitara protegerlo.

—¿Cómo que hoy? ¿Dónde?

No hizo falta respuesta.

Dara se aproximaba en una falúa que le traía desde el Fuerte Rojo. El barquero se dejó llevar por la corriente, corrigiendo el rumbo hasta amarrar frente a ellos.

—Madre mía —susurró Santosh—, ¿de verdad es él?

Saltó a la orilla sin importarle que sus babuchas cosidas con hilo de oro se llenasen de barro. Vestía un pantalón y una túnica blancos, salpicados por un tenue estampado de antílopes color crema.

—¡No me digas que, además de verte a ti, voy a conocer a tu hijo! —exclamó mientras se acercaba.

El niño volvió a lloriquear.

—Buenos días, príncipe. Espero que no os importe que los haya traído conmigo.

—¿Cómo va a importarme? Apuesto a que las lágrimas de una criatura rabiosa por vivir son el mejor abono para un jardín.

Ambos repasaron el erial que se extendía a su alrededor.

—¿Aún no sabe vuestro padre cómo decorar esta parte? —preguntó Balu para romper el hielo.

—Lo único que tiene claro es que no repetirá el diseño del lado sur. Sus jardineros están trabajando en ello, pero no es fácil aunar sorpresa y belleza… salvo para los genios como tú. —Se volvió hacia Santosh y le habló con una sencillez que hacía olvidar quién era—. Más vale que sepas valorar el hombre que tienes en casa. Pero siento decirte que de ahora en adelante va a pasar muchas horas conmigo. Soy un alumno nada aventajado y necesito un preceptor con tiempo y paciencia.

—Quería hablaros de algo importante, príncipe. —Se lanzó por fin Balu.

—Espero que no te estés echando atrás. Como dijo el energúmeno de mi hermano, Amanat Khan podría enseñarme la técnica, pero lo que yo quiero descubrir es el secreto de esa espontaneidad tuya.

—No es eso. He de pediros un favor.

—Si está en mi mano, cuenta con ello.

—Necesito que liberéis a una mujer del harén.

El príncipe miró de reojo a Santosh y al bebé. Sin darle tiempo a hacer ningún comentario, y antes de confesarle los motivos por los que tomó a su amiga como esposa, Balu se apresuró a contarle la historia de aquella huérfana musulmana que llegó a la aldea del desierto, las incontables tardes que pasaron juntos, él dibujando mientras ella le instruía con las mismas lecciones que acababa de recibir de sus tutores, cómo poco a poco fueron descubriendo lo que era el amor… Y también la huida de casa del señor Chudasama el último día que la vio, el ataque de los salteadores y el momento en el que su madre le dijo que había sido enviada a Agra como concubina.

—Estoy confundido… —murmuró el príncipe.

—Lo siento, llevo un rato hablando sin parar.

—¿Sigue vigente nuestro pacto de ser sinceros el uno con el otro?

Balu arrugó el ceño.

—Desde luego que sí.

—¿El mismo pacto que has roto, ocultándome todo esto?

—Príncipe, entended cuál era mi posición…

—¿Qué posición? —se exaltó.

—Os ruego que no os enfadéis.

—Lo que estoy es dolido, rajput. Te consideraba un oasis en un desierto de víboras, pero… Me estabas utilizando.

—¡No ha sido así! ¿Cómo podéis…?

—No importa —le cortó, mostrando su vena regia—. Dime el nombre de esa mujer. Te lo debo.

Balu respiró hondo. Era mejor no seguir justificándose. Ya lo arreglaría más adelante.

—Se llama Aisha.

Dara abrió los ojos de par en par.

No le cabía la menor duda.

Era ella.

—Querido rajput

—¿Qué ocurre?

La mente del príncipe hervía. Un millón de imágenes a velocidad de vértigo. Las ajorcas tintineando en los tobillos, su perfume mezclado con los aromas del Mina Bazar, los labios carnosos temblando contra el portón del serrallo, el deseo irrefrenable de volver a poseerla…

—Siento decirte esto, pero…

—Hablad, os lo ruego.

Dara le clavó sus ojos, de pronto sin expresión.

—Esa joven está muerta.

—¿Qué?

—Falleció en un incendio. Una dama que la acosaba prendió fuego a su habitación.

—¿Acoso? ¿Fuego? Pero ¿qué estáis diciendo?

—No pudieron hacer nada para salvarla.

A Balu se le vino el mundo encima, pero al instante se reveló.

—No puede ser, sin duda os equivocáis de persona.

—Ojalá fuera así, pero todas la mujeres del harén hablaban de la refinada y culta bailarina del desierto.

—La culta bailarina…

—Una musulmana traída, paradójicamente, por un comerciante hindú del Rajastán. Se corresponde al detalle con lo que acabas de contarme.

—Tiene que haber más de una que responda a esa descripción…

—Ninguna, y menos con ese nombre. Aisha, como la esposa favorita de Mahoma.

—No puede ser…

—Puedes estar orgulloso de ella —añadió el príncipe con frialdad—. Según decían, habría tenido un gran futuro en el zenana.

Permanecieron un rato en silencio. Dara con gesto altivo. Balu mirando al suelo con la expresión perdida. Al otro lado del río se escuchaba la sinfonía de la obra. Los gritos de los capataces, el barritar de los paquidermos y el golpeteo inclemente de cincel de los canteros, puliendo hasta la saciedad el reluciente mármol blanco.

—¿Cuándo ocurrió?

—Creo que será mejor que me vaya —resolvió el príncipe—. Lo lamento de veras. Si puedo hacer algo más por ti…

Sin esperar respuesta, volvió sobre sus pasos hasta la barca. Al poco se estaba alejando río arriba, sentado en un banquillo tapizado de terciopelo mientras un sirviente le abanicaba y otros dos remaban contra corriente.

Balu hincó las rodillas en el suelo y se giró hacia Santosh.

El bebé elevó la intensidad de su llanto.

De repente, un monzón entero.

—Tranquilo, Deepak, tranquilo… —susurró la madre, y se agachó para abrazar al mismo tiempo a Balu, que también empezó a llorar de forma desconsolada.

Lágrimas sobre la tierra yerma. Eso era todo lo que podía ofrecer al recuerdo de su amada, confiar en que de ellas creciera un efímero brote.

Él no podía construirle un mausoleo.

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