Taj

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Tercera parte » 1

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—¡Deepak, ten cuidado! —gritó Balu al ver que el niño se acercaba demasiado a una zanja.

Aunque tanto el mausoleo como los minaretes y los edificios adyacentes estaban casi terminados, no era el mejor momento para corretear por la obra. Acababan de empezar los trabajos en el jardín delantero y el suelo estaba levantado para soterrar la canalización de las fuentes. Pero era el cumpleaños del hijo de Santosh —su hijo, a ojos de todo el mundo— y le había prometido una visita a aquel circo de elefantes que arrastraban los últimos bloques de mármol, tiraban de las poleas, batían las orejas y se regaban con la trompa en la orilla del Yamuna. Los guardias de la entrada no habían puesto objeción alguna. Gracias a su forma de dibujar tan vivaz y carente de complejos, el joven Balu Metha terminó por hacerse un hueco en el taller del maestro otomano y todos en la obra lo reconocían como su pupilo predilecto.

—Qué mayor está —dijo el perfumero.

—Los años pasan. Mira el tuyo —repuso Balu, señalando a otro chiquillo que saltaba entre unas tuberías de cobre—. ¿Cuántos tiene ya, seis?

Era cierto que el tiempo volaba. Parecía que hubiera sido ayer cuando, en los tiempos más difíciles de la construcción, el perfumero estuvo a punto de abandonar y regresar a su aldea. Por fortuna, gracias a la intervención del miniaturista empezó a trabajar en una tienda de esencias del bazar y terminó trayendo con él a su esposa y sus tres hijos. Se instalaron en una casita de Mumtazabad y, para celebrar la mudanza, concibió a otro varón que se convirtió en el mejor amigo del pequeño Deepak.

—Te agradezco que nos hayas invitado al paseo —dijo con sincero cariño.

—¿Lo echas de menos?

—¿Te refieres a destrozarme las manos con la soga y quedarme sin voz de tanto gritar a los bueyes? ¡Pues claro que sí!

Ambos rieron. Más allá de bromas, la nube de polvo que envolvía la tumba seguía causando el mismo efecto que la bruma hechicera de una marisma. Era turbadora, pero inevitablemente atrayente.

—¿Te acuerdas del primer día?

—El barro…

—Los sacos de piedras…

El perfumero señaló a su derecha.

—Allí estaba el sepulcro provisional de la emperatriz.

Balu no había olvidado lo ocurrido la mañana que transportaron el féretro a la cripta. El encuentro con Amanat Khan mientras sus amigos sufrían la brutal agresión del tuerto de Calcuta… Pero la vida seguía, siempre hacia el cielo. Los niños crecían y, donde antes había un pedestal vacío, hoy se alzaba la obra arquitectónica más bella de cuantas había construido el hombre… aunque de momento siguiera oculta tras aquel insólito andamiaje. Contempló el colosal biombo de ladrillo al que se anclaban las escalinatas de teca y bambú y los engranajes de las poleas. Había ido creciendo al mismo tiempo que el edificio, rodeándolo por completo, de modo que solo dejaba asomar la parte superior de la cúpula.

—Esto es como en las bodas —comentó el perfumero—, cuando el hombre espera impaciente a que caiga el tul para contemplar la belleza deslumbrante de la novia.

—Eres un poeta.

—Estoy leyendo el volumen de los Upanishad que me prestó el tío de Santosh. Algo se me habrá pegado.

Balu no pudo evitar acordarse del príncipe Dara. ¿Habría terminado la traducción del libro hinduista al persa? No habían vuelto a verse desde su encuentro en la ribera del río, años atrás. Al igual que su hermano Aurangzeb, el heredero había sido enviado a comandar diferentes campañas militares de las que, por el momento, regresaba vivo y victorioso. Al parecer, ya no tenía tiempo para caligrafías y, en cualquier caso, su efímera amistad se había arruinado desde el mismo instante en el que puso en tela de juicio su confianza. «Tal vez algún día pueda pedirle disculpas —pensó—, debería haber sido transparente con él desde el principio».

—Apenas falta por rematar algún detalle —dijo, regresando al perfumero—. Pero antes de admirarlo tendremos que esperar a que desmonten los andamios. Y me temo que llevará tiempo.

—¿Semanas?

—Más bien un par de meses. Si pudiéramos destruirlo a cañonazos… Pero para no dañar el edificio habrá que ir quitando ladrillo a ladrillo.

Siguieron caminando por el futuro vergel con un ojo puesto en los dos niños, que se mezclaban con la turba de trabajadores para explorar cada agujero.

—Aquel de allí es Ran Mal, el diseñador de jardines —informó a su amigo.

—¿El que está arrodillado en el suelo?

Asintió. Una vez más, como tantas en aquella obra, el maestro trabajaba codo con codo con los peones.

—Es el artista más reputado de Cachemira.

—Siempre me han gustado las flores… —comentó con nostalgia el perfumero—. Cuando vivía en la aldea subía cada mañana a la montaña para recogerlas cuando todavía tenían rocío. Nada más regresar a casa las cortaba, las sumergía en agua del manantial, las colaba… Era un bello ritual. Cada mujer tiene su propia fragancia corporal, por lo que también necesita su propia flor.

—Más que por las flores, el Sha lo quería a toda costa porque ha inventado un sistema de alimentación para las fuentes gracias al cual todas fluyen día y noche con la misma fuerza. Acompáñame, que merece la pena.

Dieron un rodeo hasta el muro que circundaba el complejo y se asomaron desde una torreta para ver el esqueleto de una noria que Ran Mal estaba construyendo junto al Yamuna.

—Una reata de bueyes bombeará el agua hasta un acueducto que la conducirá hasta esas tres cisternas —explicó, señalando unos hoyos profundos—, desde las que seguirá por un canal soterrado de barro cocido que se introducirá en el recinto por aquí debajo. Pero lo realmente novedoso es que, en lugar de llegar directamente a las fuentes, antes pasará por otros tanques dispersos por el subsuelo del jardín en los que se unificará la presión.

Dibujó un boceto de los depósitos con el dedo índice sobre el polvo acumulado en la almena. Cada uno incluía un complejo mecanismo de cubos que el propio flujo de agua accionaría de forma automática.

Aun cuando todavía no circulaba una sola gota por los sedientos parterres, el que hubieran empezado a remover tierra hacía que se respirase un insólito frescor. Cerró los ojos e hizo florecer de forma espontánea cipreses y frutales sobre un frondoso césped salpicado de amapolas y tulipanes. De las fuentes manaron los primeros chorros, que ascendieron como géiseres.

Cuando volvió a abrirlos se dio de bruces con el sol y el polvo. Ya falta menos, se consoló. Y echó a andar hacia el mausoleo donde Khush Nawis ultimaba la colocación de unas caligrafías.

Llegó a los pies de la muralla de andamios. El maestro otomano estaba subido a lo más alto, por lo que apenas lo reconocía salvo por el gorro frigio. Se dedicaba a dar instrucciones desde uno de los balconcillos de las poleas mientras alzaban una losa recién traída del taller que venía a sustituir a otra que se partió al ser colocada. «No quiero arriesgarme a que vuelva a ocurrir», había dicho; pero Balu sabía que solo era una excusa para pasar más tiempo en el Taj Mahal, ahora que la obra se acercaba a su fin.

Cuando iba a avisarle de que había llegado, el pequeño Deepak echó a correr hacia el interior del mausoleo.

—¿Adónde vas? ¡Espera!

Los guardias que custodiaban la entrada rieron de forma cómplice, pero a Balu no le hacía ninguna gracia que pudiera caerle encima un madero de los andamios interiores. Fue tras él hasta el núcleo octogonal donde reposaba el cenotafio. Agarrado a la celosía de oro, miraba a su alrededor con los ojos abiertos como platos.

Otro maravilloso jardín.

Este, ya, en pleno esplendor.

Miles de efímeros pétalos labrados en mármol representaban la brevedad de los placeres terrenales frente a la gloria eterna del paraíso.

El niño acercó la mano a una taracea. Tal vez se preguntaba si la flor, confeccionada con más de cincuenta piezas diferentes, era real. El propio Balu se emocionaba cada vez que entraba allí. Las sierras de arco de los artesanos habían trabajado jade de China, turquesas del Tíbet, corales de Arabia, ojos de gato del valle del Nilo, cuarzo del Yemen, lapislázulis de Ceilán, ónix, jaspe, ágatas y hasta la llamada piedra maravillosa, suave y de color cambiante, que los rastreadores del Sha habían localizado en un mercado de Surat.

—Di tu nombre —pidió al niño al oído.

—Deepak —susurró este.

—Más fuerte.

—¡Deepak!

Le sujetó por los hombros para que no se moviera y escuchase el eco del edificio, que era capaz de sostener durante quince segundos una nota de sitar.

Deepaaaak…

Paaaak…

Paak…

Cuando se desvaneció la última letra, tiró de él para marcharse antes de que los guardias le llamasen la atención, pero el niño se revolvió y soltó un nuevo grito.

El joven calígrafo se quedó de piedra.

¿Había entendido bien?

No había duda. El eco lo confirmaba.

Se agachó para ponerse a su altura.

—¿De dónde has sacado esa palabra, Deepak?

—De ningún sitio.

—Puedes decírmelo, no pasa nada.

—De la caja de los dibujos viejos —contestó el niño por fin con gesto triste, como si hubiera hecho algo malo.

—Ven aquí…

Lo abrazó y permaneció un rato inmóvil.

De pronto, esa chispa.

Un estremecimiento le recorrió la espalda, y no era por estar arrodillado en el mármol frío. Su mente creativa había comenzado a dar vueltas como la noria del río. Había brotado una idea, algo grande. Pero cuando estaba a punto de visualizarla, seguía girando y se le escapaba…

—Ya lo tengo —murmuró al poco.

—¿El qué tienes? —preguntó el niño.

Balu rio de felicidad. Miró hacia el techo de la sala. Los soles parecían dar más luz que nunca.

—Gracias, hijo.

Salió a toda prisa. Necesitaba contárselo al maestro otomano. Pidió al perfumero que se ocupase de Deepak y enfiló la escalera de madera y cuerda, enlazando unos tramos con otros hacia el nivel más elevado del muro. A esa altura, la brisa del río se convertía en un vendaval. Los albañiles más experimentados cruzaban desde el biombo de ladrillo hasta el mausoleo blanco a través de oscilantes puentecillos y trepaban por la red que cubría la cúpula hasta el remate en forma de flor de loto sobre el que se alzaría el pináculo.

—¡Cuidado con el último escalón, que está partido! —le advirtió el calígrafo cuando vio que se acercaba, empezando a toser al forzar la voz.

Pensó que le hablaba del mismo modo que él se dirigía a Deepak, como si de verdad fuera su padre. Precisamente por eso le preocupaba tanto aquella tos. Era cierto que le acompañaba desde hacía años, pero de un tiempo a esa parte se había vuelto más virulenta y persistente.

Cuando llegó a su lado, lo notó agotado. Había perdido peso y no tenía buen color. Hasta entonces no se había percatado, tal vez porque en el taller siempre estaban con la nariz pegada a un papel o una losa.

—¿Estáis bien, maestro?

—Lo que estoy es mayor para subir hasta aquí, pero las vistas bien merecen el esfuerzo, ¿no crees?

—Es como sobrevolar de nuevo la maqueta.

—Es cierto, el jardín parece de juguete.

En el cuadrante al sur del pedestal se apreciaba la zanja de los cuatro canales en cruz, símbolo de los ríos de agua, leche, vino y miel que, como en el verdadero Edén, se cruzarían en un estanque central de nenúfares.

—Mientras estaba con Deepak en la sala del cenotafio se me ha ocurrido algo. —Soltó Balu de repente.

El maestro otomano supo de inmediato que aquella frase escondía algo interesante.

—¿A qué te refieres?

—En su día, el príncipe Dara me dijo que el emperador buscaba un diseño diferente para el vergel norte al otro lado del Yamuna. Al estar bañado por el río real, no quería repetir el esquema de canales de este otro jardín. No sé si ya tendrá un proyecto, pero he pensado que…

Khush Nawis se giró de súbito para reprender a los albañiles, que habían estado a punto de dejar caer la losa. Al elevar de nuevo la voz desencadenó otra serie de expectoraciones que fueron haciéndose cada vez más severas. Balu le ayudó a sentarse en el suelo del balconcillo, pero no había forma de calmar el ataque. La cara se le enrojeció. La saliva se tiñó de sangre.

Se asomó al vacío y llamó al perfumero a voz en grito hasta que este miró hacia arriba.

—¡Trae a un físico!

Le vio tan apurado que no dudó ni un momento en correr a buscar a un persa que curaba las llagas de un herrero en un extremo del pedestal. En un primer momento exigió con vehemencia que bajasen al enfermo a piso llano, pero al enterarse de quién era se colgó el fardo del instrumental a la espalda y ascendió con un brío inusitado por el entramado de andamios.

Balu sujetó a su maestro desde atrás para que el físico pudiera aplicarle un ungüento de alcanfor en el pecho. Después le hizo oler una solución balsámica a base de eucalipto, regaliz y mirra; y otra de pasiflora y loto para calmar el ataque de tos. Al rato, agotado por el dolor, el calígrafo terminó por perder el sentido.

—Tiene el mal de los marmolistas —sentenció el físico.

—¿Es grave?

—Ha degenerado en tisis.

—Pero ¿qué estáis diciendo?

No quería ni pensar en perder un segundo padre de forma prematura.

—Si ahora le abriésemos el pecho encontraríamos unas masas negras en la periferia de los pulmones que…

—¡No quiero saber lo que hay en sus pulmones, quiero que le curéis!

—Si trabajas con él —repuso el físico con crudeza—, sabrás que esto es algo común entre aquellos que os exponéis al polvo. Esas partículas diminutas que respiráis se alojan en las vías respiratorias y producen la fatiga, el dolor, la fiebre.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Es su cuerpo quien nos habla. ¿Te has fijado en el tono azulado de su piel? ¿Y en sus uñas?

Estaban oscurecidas; alguna incluso rota. Balu no había supuesto que fuera un síntoma de algo más profundo. Eran ese tipo de cosas frente a las que los calígrafos preferían volver la cabeza. La piedra arenisca era sílice puro; el mármol formaba una nube irrespirable al ser trabajado; cuando se mezclaban de forma prolongada con el sudor provocaban graves erupciones; y luego estaba la tos. Pero en el taller no se hablaba de ello. Amaban demasiado aquel regalo divino que era su trabajo como para dejarse despistar por debilidades de la carne.

—¿Qué podemos hacer?

—Llevarle a su haveli.

—¿Y una vez allí?

—Solo queda esperar.

Un escalofrío.

—¿Esperar a qué?

—Será mejor que lo traslademos cuanto antes. —Fue todo lo que dijo el persa mientras recogía su instrumental.

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