Taj

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Tercera parte » 2

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Durante los días siguientes, Balu apenas se separó de la cama del maestro otomano.

—¿Y si fuera cierto? —cuchicheaba Ciro en su oreja—. ¿Y si el mal del marmolista no tuviera cura?

—¿Temes perderle o caer enfermo tú?

El siempre tranquilo compañero le lanzó una mirada de reproche.

—No eres el único que está sufriendo por él.

—Siento haberte contestado así —se excusó de inmediato—. Apenas duermo.

—No te preocupes, sé bien cómo eres. Creo que te cogí cariño el mismo día que te encontramos medio muerto en la arena del desierto…

Dejó la frase medio colgada.

—¿Y?

—Y, como te aprecio, quiero advertirte de algo: ten cuidado con Fereshteh ahora que el maestro no está al cargo.

El envidioso asistente del calígrafo llevaba años sembrando rencillas a lo largo y ancho del haveli. Al ver que Balu ganaba presencia en los diseños, se las había ingeniado para crear dos bandos enfrentados: los que apoyaban su incorporación en el equipo como uno más y los que lo consideraban un aprovechado que había sorbido el seso a Khush Nawis. Este, tal vez por un sentimiento de hermandad mal entendido, en lugar de cortar de raíz aquel cáncer, optó por solaparlo de forma complaciente con parches que ahora podían reventar y terminar de emponzoñar el taller.

—Dime qué has oído, Ciro.

—Tan solo te pido que no bajes la guardia, por lo que pueda pasar.

Pensaba seguir interrogándole, pero en ese momento entró en la estancia el físico que el calígrafo jefe Amanat Khan había escogido para que atendiera a su colaborador, enfrentándose a todos aquellos que aseguraban que no se podía hacer nada para sanarlo. Se trataba de un médico francés de mediana edad y también mediana estatura que, tras haber recorrido todo el mundo conocido, se había afincado en la floreciente Agra y granjeado la amistad del emperador. En buena parte lo logró por su gracia contando historias que siempre versaban sobre los escarceos amorosos y las traiciones palaciegas de las monarquías europeas. Su preparación académica como facultativo había sido más bien breve, reduciéndose a unos estudios de tres meses en Montpellier que le permitían ejercer la medicina… fuera de Francia. Pero su curiosidad viajera, su capacidad para asimilar desde el punto de vista occidental conceptos de civilizaciones orientales y un desparpajo que no le hacía temblar el bisturí ni en las situaciones más comprometidas pronto le catapultaron a la élite de los físicos del Indostán.

Tenía aspecto de cortesano, con una túnica anaranjada y una capa con acabados en piel de tigre, zapatos de tacón abiertos por el talón y turbante con un broche de perlas. Su garbo habitual dejaba patente que se encontraba a gusto en el interior de aquellos abigarrados ropajes, pero aquella mañana parecía alicaído.

—Qué mala cara traéis —dijo Ciro.

El físico resopló mientras entregaba la capa al eunuco.

—He pasado la noche en vela. ¿Podéis ofrecerme un té?

Otro sirviente que esperaba diligente en la puerta le acercó una taza humeante.

—¿Qué ocurre? —preguntó Balu.

—La princesa Jahanara —dijo mientras daba un sorbo.

—¿Está enferma?

—Se ha abrasado medio cuerpo.

—¿Cómo ha sido? —exclamó Ciro, que siempre había tenido una especial fascinación por la hija favorita del Sha Jahan, aun cuando solo la había visto en los ‘urs que Jahanara aprovechaba para mostrarse al pueblo y hacer actos de caridad.

—Fue después de la cena. Aprovechando el anonimato que les brindaba la oscuridad, la princesa se disponía a visitar el mausoleo con el emperador para ver la marcha de las obras del jardín delantero. Se agachó para coger del suelo una de las lámparas que les habían preparado y no se dio cuenta de que una punta de su vestido impregnado de perfume se acercaba demasiado a otro candil… Debió de prenderse de inmediato, como las bolas de fuego griego de las catapultas. Las esclavas y los eunucos se lanzaron sobre ella para apagarlo, pero las llamas ya le habían causado unas lesiones terribles.

—El Taj Mahal sigue cobrándose su precio sin hacer distingos entre reyes y obreros —se lamentó Balu, posando su mano sobre el brazo inmóvil de Khush Nawis.

—Esperemos que los dos salgan adelante. —Le reconfortó el francés—. ¿Has conseguido que beba las cantidades de leche que prescribí?

Conocedor de los textos de Hipócrates y Galeno, aquel peculiar físico sabía que el principal tratamiento para la tisis, junto con la aplicación de cataplasmas, era la ingestión de grandes cantidades de leche de cabra mezclada con hidromiel. Como novedad había incluido una infusión azucarada de pétalos de rosa a la que el sabio Avicena atribuía propiedades extraordinarias. Los pacientes europeos más afortunados solían incorporar al tratamiento la imposición de manos del monarca acompañada de la frase «El rey te toca y Dios te cura». Pero dado que el Sha Jahan no compartía esa capacidad sanadora de Roberto el Piadoso de Francia o Eduardo el Confesor de Inglaterra, era necesario echar mano de otros métodos alternativos de las cercanas regiones del Himalaya.

—Voy a practicarle una sangría —declaró, tras examinarle el interior de los párpados y constatar la ausencia de progresos.

Mientras preparaba el instrumental, traído en su día por el mismísimo emperador Jahanhir de un monasterio tántrico tibetano, Balu sugirió:

—¿Creéis que su cuerpo lo resistirá? Ya está muy débil sin necesidad de vaciarlo aún más…

—Es la única forma de descongestionar esos pulmones de sangre pútrida. Confiemos que su ansia por ver terminado el mausoleo blanco le haga aferrarse a este mundo.

A lo largo de las siguientes visitas siguió drenando aquel tórax cada vez más poblado de costillas, utilizando no solo las ventosas sino también unas lancetas con las que supuraba humores que hacían girar la cabeza por su aspecto y olor. Entre una sesión y otra le instilaba vino aguado en la tráquea a fin de provocarle ataques de tos que removieran los abscesos; y después, para calmarle, le hacía inhalar vapores de sandácara, una resina amarillenta de alerce africano. Cualquier nuevo tratamiento era bien recibido, así como cualquier visita que levantase los ánimos. Por eso Balu aceptó gustoso la propuesta de Santosh y de las Madres Luminosas, que querían acudir en grupo al haveli para pedir por la pronta recuperación del enfermo.

El día acordado, poco antes del atardecer, salió a esperarlas al jardín delantero. El físico, que acababa de probar suerte con un cocimiento a base de cebada, se le unió al poco. Seguía agotado por los cuidados que exigía Jahanara, ya que solo los cambios de vendaje y limpieza de las quemaduras le llevaban varias horas al día; pero sobre todo por la carga de responsabilidad que suponía atenderla bajo el escrutinio constante del emperador. Para entonces, todo el Indostán era conocedor del padecimiento de la princesa. Gentes de toda condición acudían cada mañana al Fuerte Rojo para acompañar al Sha Jahan con sus rezos. Algunos tenían autorización para acceder al Diwan-i-Am, el pabellón de audiencias públicas, mientras que el resto permanecía en el exterior, llenando el foso con la energía reparadora de múltiples credos.

Se sentaron bajo el árbol en el cual Balu había mantenido tantísimas conversaciones con Khush Nawis y el resto del equipo. Al poco escucharon el ruido de hojas removidas y ramas quebrándose sobre sus cabezas. Era una familia de monos, cuyos miembros fueron saltando al suelo de uno en uno. Balu levantó un higo instando a una hembra que portaba una cría a la espalda a que se acercase a cogerlo.

—No es extraño que vengan a saludaros justo ahora —comentó Balu.

—No te sigo —admitió el físico.

—Son la encarnación del dios Janumán, quien padeció la ira del fuego como la princesa. Se quemó la cara al incendiar la ciudad del demonio Ravana y por eso estos simios nacen con la suya tiznada de negro.

La mona avanzó cautelosa. El semental y otras dos hembras observaban apartados. Balu conocía bien aquel clan que llevaba años por las inmediaciones. Algunos machos jóvenes a los que había visto nacer habían sido expulsados. Estarían buscando incorporarse a otros grupos donde tendrían que luchar para ascender y, una vez alcanzada la madurez sexual, desbancar al semental para quedarse con su harén. Pensó que todo en este mundo funcionaba igual. El serrallo imperial, el palacio, la obra.

—Creo que ya vienen —dijo de pronto el físico, señalando una fila de saris de colores que ondeaban al viento como las banderolas de las montañas de Ladakh.

Balu arrojó el higo a la mona y fue al encuentro de Santosh.

—Preciosa comitiva.

—Siempre tan galante.

—Tu esposo me ha hablado de vosotras —intervino el físico, saludándola—. Es honorable esta iniciativa tuya, pero también temeraria. Las dos tradiciones que rigen esta tierra coinciden en considerar a la mujer como algo…

—Soy consciente de que mucha gente no acepta que queramos regir nuestra vida, incluso algunos vecinos del bazar. Pero un día supe que era lo que debía hacer.

—En mi viaje por el noroeste antes de venir a Agra —comenzó el francés con su aire de rapsoda—, visité unas comunidades a las faldas de las colinas de Meghalaya en las que mandaban las mujeres.

—¡Seguro que sí! —rio Indira, en su día la primera joven que se incorporó al grupo de Santosh y, años después, su más fiel amiga y colaboradora.

—Tal vez sea una verdad a medias, como esos cuentos de la corte francesa que nuestro físico le narra al emperador —ironizó Balu.

El francés se llevó la mano al corazón.

—Te doy mi palabra de que, en esta ocasión, lo que digo es cierto de principio a fin. Tal vez fueron las guerras las que favorecieron aquel matriarcado, para que los clanes siguieran transmitiendo sus linajes cuando todos los hombres cayesen en el campo de batalla. O quizá fue una exigencia de la diosa madre Kamakhya y otras divinidades primitivas de la fertilidad. Pero en aquellas comunidades las mujeres no solo controlaban las propiedades de la familia, sino que eran ellas quienes escogían esposo y le hacían adoptar su apellido. Y más le valía al hombre no ser infiel o violento, porque tenían derecho a expulsarlo de la aldea para siempre.

—¡Allí tenemos que vivir! —exclamó Indira.

Las demás rieron, fascinadas tanto por el relato del francés como por la piel tan blanca y fina de su rostro.

—Os pediría que no os acerquéis mucho al paciente —siguió este—. Un colega italiano llamado Juan Bautista da Monte que vivió en tiempos de Babur decía que no era posible la curación de un tísico cuya esposa fuera joven y hermosa, dado que la proximidad de la belleza dificultaba el cumplimiento del reposo absoluto que requiere el enfermo.

—Gracias por el cumplido —sonrió Santosh.

—En serio —insistió el francés, cambiando el tono—, tened cuidado de no acercaros demasiado para evitar infectaros.

—¿Podríamos enfermar sin haber respirado mármol? —se exaltó Indira.

—La tisis no es el resultado de la acción inhalatoria de la arena, sino una complicación posterior. Uno de los textos médicos de la biblioteca de Akbar habla del contagio a través de unos seres diminutos que penetran por las vías respiratorias y son transportados por la sangre hasta las vísceras. Aún tengo que realizar comprobaciones, pero de momento hacedme el favor de apartaros de su esputo.

Subieron en fila a la habitación. Khush Nawis estaba semiinconsciente, como era de esperar.

—Ahí lo tenéis —dijo Balu—. Se me rompe el alma de verlo así de indefenso.

Indira se acercó más que el resto.

—Siempre me ha atraído este hombre.

—Pero ¿qué dices? —le regañó Santosh, sin saber si debía conmoverse o escandalizarse por el descaro de su amiga.

—Hemos venido a ofrecerle nuestros rezos, ¿no es así? Pues deja que me exprese como me dicte el corazón.

En eso tenía razón. La puja que se disponían a realizar, más que una ceremonia formal, era una experiencia sensorial. Lo importante era lograr una conexión mágica con el más allá a fin de generar un estado de paz que favoreciese el amor en cualquiera de sus manifestaciones. Algunos devotos se estimulaban con la luz vibrante de las lámparas de aceite, otros se dejaban llevar por los cantos sagrados y el tañido de las campanillas, otros necesitaban oler el incienso, o tal vez tocar con sus propias manos los objetos rituales.

Instalaron un altar en un rincón. Santosh sacó de un fardo de cuero una figura de arcilla en cuya elaboración, a modo simbólico, habían intervenido todas las integrantes del grupo. Una había moldeado la cabeza, otra el cuerpo, otras dos los brazos, otra los había unido, otra alisado las juntas… Siendo el hinduismo una religión que invitaba a venerar todo lo que rodeaba al devoto, había dado lugar a muchas imágenes de lo divino. Aquella representaba al dios Vishnú, el bondadoso preservador de las cosas. Primero dudaron si encomendar la curación a Shiva el destructor, pero Santosh consideró más coherente con la forma de ser del calígrafo el actuar desde el plano positivo: no arrasar la enfermedad, sino favorecer su salud.

Pidieron un balde y se lavaron en señal de reverencia mientras recitaban: «En esta agua invoco la presencia de los ríos sagrados Ganges, Yamuna, Godavari, Saraswati, Narmada, Sindhu y Kaveri». Ofrecieron un asiento mullido a la estatuilla, la bañaron también a ella y la embellecieron con bagatelas y cintas de colores que previamente habían perfumado. A su alrededor esparcieron flores y colocaron platillos de arroz, frutas y manteca.

A partir de entonces se sucedieron las plegarias y los mantras. Mientras unas cantaban, otras hacían círculos en el aire con lámparas y caracolas llenas de agua bendecida. Las dos más jóvenes se dedicaban a ventilar la estancia con un abanico de plumas de pavo real y a espantar con una cola de yak los bichos del jardín que atraía el humo.

Al terminar, Santosh se acercó al físico francés. Llevaba en la mano otra figura de Vishnú idéntica a la que presidía el altar del calígrafo.

—Hemos pensado que tal vez podríais hacérsela llegar a la princesa Jahanara. Como vos la veis cada día…

El francés observó descolocado la rudimentaria escultura, pero pronto se dio cuenta de que en la petición de Santosh no había intención alguna. Lo decía con una dulcísima naturalidad, algo que escaseaba en el vasto mundo que había conocido.

—El único problema es que su religión no admite representaciones de la divinidad, tal vez le resulte violento tenerla a su lado… —comentó, intentando sonar tierno—. Pero desde luego que le llevaré vuestro regalo —corrigió de inmediato—. ¿Quieres que lo acompañe con algún mensaje?

—Decidle que deseamos de corazón que se recupere para que pueda visitar nuestra casa de acogida en el bazar.

Balu contempló a Santosh con orgullo, asombrado de cómo había evolucionado. Nunca había llegado a quererla como a una esposa, pero amaba a la amiga, a la hermana que nunca tuvo.

Cuando se marcharon, subió a su estancia y salió al balcón. La primera vez que se asomó, la noche en la que el calígrafo le recogió en casa del capataz, pensó que estaba en el centro del mundo. Podía estirar una mano y tocar el Fuerte Rojo, estirar la otra y tocar el Taj Mahal. Desde entonces, no solo Santosh, sino todo el universo que le rodeaba había cambiado. Las luces del fuerte se habían apagado; a pesar de los vaivenes cortesanos, sin Aisha se le antojaba un entramado de murallas carentes de vida. Por el contrario, el mausoleo estaba brotando en todo su esplendor allí donde antes solo había agujeros embarrados y columnas de humo de los hornos de ladrillo.

«Todo cambia —pensó—, la rueda gira imparable y solo nos queda el instante». Miró al cielo. «Trabajé duro con mis bueyes para hacerme un hueco en la obra y encontrarla, ¿verdad, papá? Hoy, un puñado de mujeres a las que Santosh ha devuelto la vida han fabricado una estatuilla para el maestro otomano. Eso es lo que querías decirme, ¿a que sí, papá? Que amase mis dibujos, que te amase a ti, que amase esta brisa húmeda del Yamuna. Que amase por completo el instante, el único cierto, efímero y eterno como los pétalos de mármol».

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