Taj

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Tercera parte » 3

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Sentados en la alfombra de la tienda de tintas, Santosh y el miniaturista escuchaban el último parte con el corazón en un puño. En un extremo humeaba la tetera. La expresión de los retratos que colgaban de las paredes parecía agravarse a medida que Balu explicaba los detalles más escabrosos de la enfermedad.

—Entonces, ¿no mejora nada de nada? —se lamentaba Santosh.

—Lleva días delirando.

—¿Y tú cómo estás?

—Muy cansado. Me siento impotente, no sé qué más puedo hacer.

—Estás haciendo lo que está en tu mano, que es permanecer a su lado.

—Si todos pensaran así, tal vez conseguiríamos algo.

—¿Qué ha hecho ahora ese malnacido de Fereshteh? —Adivinó ella.

—Justo lo que me advirtió Ciro. Ha tomado el control en sustitución de Khush Nawis y quiere rehacer a su modo algunos trabajos que ya estaban casi terminados.

—Su vanidad tiene más fuerza que tus yuntas de bueyes —intervino el miniaturista.

—¿Y qué opinan los demás? —preguntó Santosh.

—Estamos en el tramo final de la obra y nadie quiere problemas. —Respiró hondo—. Lo que más me duele es ver que todos actúan como si el maestro ya estuviera muerto.

—No perdamos la esperanza.

Balu hizo una mueca amarga.

—Esa maldita palabra…

—No digas eso.

—El día que sufrió el ataque estaba a punto de contarle una idea que se me acababa de ocurrir gracias a Deepak para el jardín del otro lado del río —le explicó—. Jugábamos a escuchar el eco en la sala del cenotafio y gritó justamente eso: «¡Esperanza!».

—¿El niño? ¿Por qué motivo?

—¿Recuerdas la caja de los dibujos de Aisha?

Tras conocer el fallecimiento de su amada, Balu guardó sus bocetos en un estuche de sándalo en cuya tapa grabó con un estilete aquella palabra mágica. La misma que dibujó con henna en el dorso de su mano, la primera vez que vio los caracteres árabes del Corán traído de Samarcanda; la misma que, rayada en la piedra del desierto, amedrentó a los salteadores y llamó la atención del calígrafo. Después introdujo la caja debajo del jergón —fue como si la enterrase, a falta de una verdadera urna con sus cenizas—, donde había permanecido durante años cogiendo polvo hasta que…

—Deepak la rescató para inspirarte esa idea.

—No una idea cualquiera, Santosh; la idea que me habría permitido homenajear a Aisha y dejar mi sello en la tumba de la emperatriz.

—Pero ¿hablas de una caligrafía?

—Según se mire.

—¿Y qué vas a hacer?

—Contaba con que Khush Nawis me consiguiera un encuentro con Ran Mal, el diseñador de jardines. Tal vez así habría accedido a escuchar mi propuesta… Pero ya no importa. En este momento no tengo cabeza para crear nada.

El miniaturista notó una presencia en la entrada de la tienda. Supuso que se trataba de un cliente, pero era una pareja de soldados. Se incorporó y fue hacia ellos. El que parecía estar al mando le apartó de malas maneras mientras se adentraba entre los caballetes y las cajas de frascos amontonadas por el suelo.

—¿Qué queréis? —Se le encaró Balu, poniéndose en mitad de su camino para proteger a su amiga, dando por hecho que alguno de los vecinos la habría denunciado por su labor con las madres repudiadas.

—¿Eres Balu Metha, el aprendiz de calígrafo?

¿Preguntaban… por él?

—Hace tiempo que dejé de ser aprendiz…

El soldado le cruzó la cara con un revés. Empezó a sangrar por la boca. No entendía nada. Sin mediar palabra, le sacaron a empujones hasta la calle, le ataron las manos a la espalda y lo condujeron hasta los caballos que esperaban junto a una de las puertas del bazar.

La gente se agolpó bajo el arco mientras le encadenaban a una argolla de la silla para evitar que saltase a mitad de camino. Salvo algunos clientes que habían acudido a comprar, la mayoría eran comerciantes del barrio que, en los últimos tiempos, habían elevado al yerno del miniaturista a un pedestal. Para todos ellos, Balu personificaba un ideal: que en el mundo no había imposibles. No los hubo en tiempos del Mahábharata, el poema épico que dos milenios atrás narraba historias de hombres que se enfrentaban a demonios; y tampoco los había ahora, otra época controvertida de guerras y florecimiento en la que un joven aldeano del desierto podía llegar a ser calígrafo del Taj Mahal. Era cierto que su ruptura de varios convencionalismos provocaba recelo, pero en su fuero interno todos le admiraban.

Santosh corrió detrás de los soldados pidiendo explicaciones. Casi se les echaba encima cuando uno de ellos se volvió desenfundando su espada y le marcó el brazo.

—¡Vuelve con tu tío! —le rogó Balu al ver la sangre en la piel de su amiga.

Sin saber bien por qué, un calderero que contemplaba la escena desde su establecimiento asió dos tazas de cobre de un cesto y comenzó a golpearlas una contra la otra. De inmediato le acompañó un vidriero que, tomando un par de vasijas de textura rugosa, las frotó produciendo un estridente sonido. Al poco, todos los presentes se habían unido en una bulla ensordecedora, acrecentándola con los objetos que tenían a mano o, aquellos que estaban lejos de sus puestos, pateando el suelo.

Apenas tuvo tiempo de hacer suyo aquel latido del bazar. Los soldados saltaron a sus monturas y se lo llevaron dejando atrás una nube de polvo.

Vista la rudeza de la detención supuso que lo conducirían a una mazmorra del Fuerte Rojo, pero tomaron el camino opuesto hacia las puertas de Agra. Al cruzar el puente recordó la mañana que llegó del Rajastán y se introdujo en la miscelánea de razas y ropajes, bajo el examen de los guardias y las miradas furtivas de las mujeres tras las celosías de los palanquines. En aquel entonces, su amigo Deepak acudió en su ayuda cuando le dieron el alto, pero ya no estaba allí para socorrerle. Debía enfrentarse él solo a aquella nueva prueba. De momento, mientras se dirigían hacia la nada abrasadora que rodeaba la ciudad, se devanaba los sesos preguntándose qué había hecho para ser tratado así.

No tardó en divisar las primeras tiendas.

Era un campamento militar.

Por todas partes se repartían pilas de mosquetes europeos y cohetes traídos de China, calderos para arrojar aceite hirviendo y antiguos artefactos para derribar puertas. Batallones enteros de soldados adiestrados para las esperas de los asedios dormitaban junto a sus arcos y flechas. Vio una pareja de cañones zafarbaksh, una rareza de bronce y hierro forjado de la que a menudo hablaban los herreros de la obra; pero sus ojos se engancharon a los bellos Fateh Rahber —si era lícito utilizar ese adjetivo para una pieza de artillería—, verdaderas esculturas con sus veinte pies de longitud cubiertos de inscripciones persas.

Por detrás de la hediondez de las huestes, respiró un conocido olor a orín y estiércol. Se aproximaban a un cercado en el que pacían los elefantes. Desprovistos de sus armaduras, quebraban ramas de arbusto con la calma de un reloj de arena.

—Verás qué contentos se ponen al saber que van a pasear sobre la cabeza de un calígrafo —exclamó entre risotadas el soldado que tiraba de las riendas de Balu, girándose hacia él por primera vez desde que habían partido.

Atravesaron el campamento entre los diferentes destacamentos hasta una enorme estructura portátil de dos plantas levantada en el cuadrante central. Según el esquema habitual del ejército mogol, allí debería estar alojado el general al mando; y sin duda se trataba de alguien importante a juzgar por los jinetes de élite que la acordonaban, montados sobre ejemplares ataviados con penachos y crines trenzadas con hilo de plata.

Le hicieron desmontar y, aún con las manos atadas, le empujaron a través de una cortina de lamas de lino custodiada por dos guardias imperiales. Una vez dentro, le atizaron un golpe en la espalda para que se arrodillase y le arrancaron las sandalias, que arrojaron fuera. Miró a su alrededor. Salvo por una escalera que conducía al nivel superior en el que se repartían las alcobas, toda la planta era un único espacio rodeado de arcadas de madera con unas persianillas de bambú que mantenían apartados a los insectos y favorecían las corrientes de aire. Más que una tienda militar parecía un palacio, similar a las de los campamentos itinerantes que precedían al emperador en sus viajes para que, cuando se detuviera a pasar la noche por el camino, encontrase las mismas comodidades que había dejado en el zenana. Tenía alfombras persas mullidas como campos de tréboles, lámparas de ocho velas, porcelanas de la dinastía Tang sobre mesitas labradas, cojines tan suaves como el vientre de las esclavas, bandejas de fruta recién troceada con cubertería de oro.

En el extremo opuesto había un grupo de hombres sentados en el suelo.

—¡Haced que se acerque! —Oyó Balu.

Aquella voz atiplada…

Había pasado mucho tiempo, pero aún tenía grabada en el cerebro la primera frase que le escuchó decir: «¿Qué demonios haces aquí con un perro infiel?».

Era el príncipe Aurangzeb.

Estaba sentado en una tarima unos centímetros por encima de sus oficiales, que se repartían en semicírculo como los pupilos de un profeta. De hecho, se había convertido en una suerte de clérigo guerrero. Tras batallar por las fronteras del imperio y lograr valiosas anexiones, los últimos años había ejercido de virrey del Decán, donde sometió a la dinastía de Nizam Shahi que en el pasado había dado tantos quebraderos de cabeza a su padre. Entretanto, contrajo matrimonio con una princesa persa que no logró arrancar de su corazón a Hira Bai, una esclava cuya muerte prematura lo empujó aún más a encerrarse en sí mismo, propiciando su extremismo religioso.

Sus hazañas bélicas deberían haberle procurado al fin un hueco en el corazón del Sha Jahan, por no decir en la lista de posibles sucesores. Pero acababa de cometer una torpeza que le había hecho perder gran parte de lo ganado. Mientras que miles de vasallos acudieron de inmediato a Agra para rezar con el emperador por la recuperación de su hija Jahanara tras el accidente que le abrasó medio cuerpo, Aurangzeb —resentido con su hermana porque siempre había apoyado la candidatura de Dara— tardó tres semanas en visitarla. Cuando entró en el Fuerte Rojo, lo cual hizo además vestido en traje militar, su padre lo echó a patadas y le retiró algunos privilegios cuya pérdida significaba un claro alejamiento del trono, como el derecho a utilizar en su tienda de campaña el color rojo, asociado a la dinastía mogola. Desde entonces no se había movido de aquel campamento en los áridos aledaños de la ciudad, pensando en cómo podía recobrar el favor del Sha Jahan… Algo que iba a lograr gracias al pueblerino que acababan de llevar a su presencia.

Lo acercaron hasta los pies del estrado, donde volvieron a golpearle en la parte de atrás de las rodillas para que las clavara en el suelo. Notó al príncipe más fibroso tras los años de entrenamiento y lucha, aunque continuaba siendo un hombre de apariencia bastante común. Trataba de compensar la inseguridad que destilaba su mirada con una barba abundante cortada en punta. Vestía una túnica marrón con bordados grises más discreta que las que acostumbraban a lucir sus hermanos, por aquella mezcla de sobriedad castrense y austeridad de asceta que también le hacía repudiar las joyas.

Estaban a punto de comer. El catador real apartaba su velo con una mano enguantada mientras, con la otra —también cubierta para evitar transferencias de su cuerpo al plato—, se introducía en la boca un pedazo de pato con espinacas, una receta importada de Cachemira.

—Servid primero a mis invitados —ordenó Aurangzeb a las esclavas—. Sobre todo a mi querido calígrafo personal.

Por un instante Balu creyó —sin llegar a comprender— que se refería a él, pero, al mirar una por una a las personas que tenía al lado, se dio de bruces con un rostro que le descolocó por completo.

—¡Fereshteh!

—Me desgastas el nombre —dijo con hastío el asistente de Khush Nawis.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Ayudarme a impartir justicia —intervino el príncipe.

—No entiendo nada…

—¿Acaso niegas que has estado beneficiándote con comisiones de la cantera de Makrana durante los años que ha durado la obra?

—¿Qué?

—Deja de fingir. —Saltó Fereshteh con una sonrisa cargada de maldad—. Hemos descubierto tu entramado oculto.

Las imágenes del viaje con Khush Nawis a las minas de mármol se agolparon en su cabeza. A pesar del tiempo transcurrido, recordaba cada palabra de la discusión que escuchó a través del ventanuco en la caseta del administrador, cuando el compinche de Fereshteh le echaba en cara que el taller rechazaba la mitad del material que enviaban. Comprendió con estupor lo que su resentido compañero intentaba hacer. Aprovechando que el maestro otomano no podía salir en su defensa, le había denunciado por el delito que él mismo había cometido. De este modo se vengaba de Balu y al mismo tiempo se granjeaba el apoyo del príncipe, quien a su vez podría ofrecer a su padre una sanguijuela que había estado chupando la sangre de su querido mausoleo.

—¡No le hagáis caso, príncipe! —se apresuró a explicar Balu—. Él, y no yo, es el criminal. ¡Oí cómo reclamaba sus monedas por la comisión a uno de los encargados!

—¿Y por qué no lo denunciaste entonces?

—Acababa de incorporarme al taller y me asaltaron todo tipo de dudas, príncipe. Pero detengan al otro y les dirá la verdad, era un hombre extraordinariamente alto, seguro que no hay otro como él.

—¿Cómo te atreves siquiera a mencionar a tu cómplice después de haberlo asesinado?

—¿Asesinado? ¿Yo?

—El hombre alto, como tú dices, apareció en el fondo de la cantera con el cráneo reventado contra el mármol. Los contables de Mahammad Khan habían advertido severos descuadres en las cuentas, pero te ocupaste de borrarlo del mapa antes de que lo hicieran confesar.

—¡Ha tenido que ser Fereshteh! —se desesperó Balu, terminando de entender por qué su compañero de taller había montado aquel teatro.

—No te esfuerces —condescendió Aurangzeb—. Tenemos un testigo a quien el emperador estará encantado de escuchar.

—¿Qué testigo? ¡Nadie ha podido verme porque nunca he hecho nada!

—Alguien que acreditará que no es la primera vez que delinques. Sabemos que tuviste que marcharte de tu aldea por haber robado a tu propia familia.

—Pero ¿qué estáis diciendo?

—¡Traed al campesino! —ordenó el príncipe.

Tras una espera que se hizo eterna, un soldado llegó con un hindú de dothi raído y piel oscurecida por el sol. Era…

—¡Devendra!

Su hermano mayor.

Se le vino el mundo encima.

De pronto, más que indignado o asustado por las consecuencias de aquella farsa, se encontraba terriblemente cansado.

—¿Cuánto te han pagado para testificar contra mí?

Devendra se le acercó y se agachó para hablarle a pocos centímetros de la cara.

—¿Por qué no me preguntas mejor cómo tu familia ha salido adelante con un padre muerto y un hermano desertor?

—Sabes que tenía pensado volver cuando hubiera conseguido el dinero suficiente para que recompraseis las tierras, se lo prometí a nuestra madre. Todo lo que he venido ahorrando lo guardo para ella.

—Puedes gastártelo en pinceles, porque ya no le hace falta.

—¿Qué quieres decir?

—Murió al poco de que huyeras.

—Mientes…

—Al menos, tu otro hermano y yo estábamos a su lado cuando ocurrió.

Balu se desgarró por dentro. Tal vez fuera mejor que le ajusticiaran, desaparecer cuanto antes para no llevarse por delante a más seres queridos. Observó con lástima a Devendra. ¿De verdad le había causado tanto daño? ¿Tan mal hizo las cosas el señor Metha? Y su pobre madre… Estaba seguro de que en su fuero interno confiaba en él, pero debería haberse dado más prisa. ¿Qué había conseguido en todo este tiempo? «Tal vez no luchamos lo suficiente», repuso Balu cuando ella dijo que siempre perdemos lo que más queremos. ¿Había luchado como debía o más bien se había limitado a perseguir una entelequia, abobado como una cobra frente a un flautista? Trabajaba de segundón en un taller, ¿realmente merecía la pena? «Ni tu padre ni tú habéis sido nunca conscientes del mundo en el que vivimos», le reprochó ella cuando se despidieron en su casucha de adobe. A lo que él, una vez más, contestó que era diferente. Y estaba en lo cierto. No había nadie tan iluso en todo el Indostán.

Se volvió hacia Aurangzeb con mucha más calma.

—Príncipe, esta persona me ha odiado desde que nací. ¿Vais a dar crédito a sus palabras?

—No seré yo quien lo haga, sino mi padre en el juicio que se celebrará frente a sus súbditos en la sala de audiencias públicas del Fuerte Rojo.

—Pero…

—No veo el momento de escuchar su sentencia —le cortó; y sacó una voz más grave de lo habitual para parodiar al Sha Jahan—: ¡Este hombre ha viciado de podredumbre la tumba de mi esposa! ¡Condena ejemplar! Apuesto a que te ejecutará delante de todos.

—¿Por qué hacéis esto?

Aurangzeb se puso en pie de golpe, volcando el plato de comida que habían dejado a su lado, y gritó:

—¿Tal vez porque me ridiculizaste delante de los veinte mil trabajadores de ese mausoleo absurdo? ¡Tú y tu trompa del Rajastán, maldito aldeano! Cuando tu compañero del taller vino a decirme que fue idea tuya… ¿O eso también es mentira, como lo de Makrana? —Balu se mantuvo firme—. ¡En el nombre de Alá, debí suponer que algo así no se le había ocurrido al inepto de mi hermano! —Bajó de la tarima, le cogió violentamente del brazo y tiró de él hacia fuera—. ¡Ahora vas a saber lo que es capaz de hacer un elefante!

Los demás salieron tras ellos. El príncipe estaba como loco, arrastrando a Balu a grandes pasos entre las milicias hacia el cercado donde dormitaban los elefantes.

—¿Vais a ajusticiarlo? —preguntó Fereshteh con avidez mientras un mahout descorría la cadena de la entrada.

El príncipe se tomó un instante antes de contestar, sin duda para generar más ansiedad a su reo.

—Lamentándolo mucho, si quiero sacar algún provecho de todo esto, he de enviárselo vivo a mi padre. Pero de momento me voy a encargar de que esa mano infiel no vuelva a dibujar una sola letra más del sagrado Corán.

—¿Qué vais a hacer? —se alarmó Balu, intentando revolverse.

El príncipe desenfundó su daga. Creyó que iba a seccionarle el brazo, como amenazó la tarde que le sorprendió con Dara en la sala de la maqueta. Pero lo que hizo fue cortar las ataduras. Se le había ocurrido algo mucho más excitante.

—¡Extended su mano en el suelo!

Dos soldados lo tumbaron de bruces con el brazo estirado mientras otros colocaban la punta de sus espadas en su nuca y su columna para impedir que se moviera. Balu no daba crédito. El príncipe fue hacia su elefante personal y lo montó con la ayuda del cornaca que estaba cepillándolo.

El animal echó a andar, respondiendo a los aguijonazos que Aurangzeb le propinaba. Balu intentó zafarse, pero solo lograba que las cimitarras se clavasen más en su dorso. No le importaba. Tenía claro que prefería morir antes que no volver a dibujar. Pero cuando iba a hacer un último movimiento para obligar a los soldados a atravesarle por completo, se percató de que nadie —ni tan siquiera Fereshteh— había pensado que era zurdo. Los soldados habían extendido de forma inconsciente su brazo derecho, que era hacia el que caminaba el paquidermo. Así que respiró hondo y, haciendo un ejercicio de contención para que todo acabase antes de que cayeran en la cuenta del error, dejó de forcejear.

Cerró los ojos y apretó los dientes.

El olor del animal cada vez más próximo.

Su respiración, el suelo vibrando.

Separó los dedos, pensando que el daño sería menor si los colocaba en plano.

De pronto, el peso brutal, el dolor brutal.

Soltó un alarido mientras se quebraban las falanges.

Los nudillos.

La muñeca.

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