Taiko

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Libro Uno » ¡Mono! ¡Mono!

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¡Mono! ¡Mono!

—¡Es mi abeja!

—¡Es mía!

—¡Embustero!

Siete u ocho muchachos se habían desplegado por los campos como un torbellino, agitando con palos las flores amarillas de las plantas de mostaza y las flores de rábano, de un blanco inmaculado, en busca de las abejas provistas de saquitos de miel a las que llamaban abejas coreanas. El hijo de Yaemon, Hiyoshi, tenía seis años de edad, pero su cara arrugada parecía una ciruela encurtida. Era más menudo que sus compañeros, pero ningún otro chiquillo del pueblo le igualaba en diabluras y conducta desmandada.

—¡Idiota! —gritó al verse derribado por un chico más corpulento que intentaba hacerse con una abeja.

Antes de que pudiera levantarse, otro muchacho le pisoteó. Hiyoshi le hizo la zancadilla.

—¡La abeja pertenece al que la captura! —exclamó, levantándose ágilmente y atrapando a la abeja en vuelo—. ¡Viva! ¡Ésta es mía!

Con la abeja dentro del puño cerrado, Hiyoshi dio otros diez pasos antes de abrir la mano. Tras arrancar al insecto la cabeza y las alas, se lo metió en la boca. El estómago de la abeja era un saquito de dulce miel. Para aquellos niños, que jamás habían probado el azúcar, era maravilloso que algo pudiera tener un sabor tan dulce. Hiyoshi entrecerró los ojos, dejó que la miel se deslizara por su garganta y chascó los labios. Los otros niños le miraban y la boca se les hacía agua.

—¡Mono! —gritó un chico corpulento apodado Ni'o, el único a quien Hiyoshi no podía vencer. Los demás, que lo sabían, se le unieron.

—¡Mandril!

—¡Mono!

—¡Mono, mono, mono! —corearon.

Incluso Ofuku, el niño más pequeño, participó en los insultos. Decían que tenía ocho años, pero no era mucho más alto que Hiyoshi, de seis. Sin embargo, era mucho mejor parecido, de cutis claro y ojos y nariz armoniosos. Ofuku, hijo de un lugareño acomodado, no era el único que vestía kimono de seda. Probablemente su verdadero nombre era Fukutaro o Fukumatsu, pero se lo habían abreviado y dotado de la partícula honorífica o, imitando una práctica corriente entre los hijos de las familias ricas.

—También tú tenías que decirlo, ¿eh? —le dijo Hiyoshi, fulminándole con la mirada. Le traía sin cuidado que los demás chicos le llamasen mono, pero Ofuku era diferente—. ¿Has olvidado que soy el que siempre saca la cara por ti, medusa sin espinazo?

Tras esta reconvención, Ofuku no pudo decir nada. Había perdido el valor y se mordía las uñas. Aunque era sólo un niño, le dolía mucho más verse tachado de ingrato que recibir un insulto como medusa sin espinazo. Los demás desviaron la vista y su atención pasó de las abejas melíferas a una nube de polvo amarillo que se alzaba en el extremo de los campos.

—¡Mirad, un ejército! —gritó uno de los chiquillos.

—¡Samurais! —dijo otro—. Regresan de combatir.

Los niños agitaron las manos y lanzaron vítores.

El señor de Owari, Oda Nobuhide, y su vecino, Imagawa Yoshimoto, eran enemigos encarnizados, una situación que motivaba constantes escaramuzas a lo largo de su frontera común. Cierto año, las tropas de Imagawa cruzaron la frontera, incendiaron los pueblos y pisotearon las cosechas. Las tropas de Oda se apresuraron a salir de los castillos de Nagoya y Kiyosu y derrotaron al enemigo, pasando por las armas hasta el último hombre. Llegó el invierno y hubo escasez de alimento y abrigo, pero el pueblo no reprochó nada a su señor. No les importaba morirse de hambre ni pasar frío. De hecho, contrariamente a las expectativas de Yoshimoto, sus penalidades sólo sirvieron para aumentar la hostilidad que sentían hacia él.

Los niños, desde su mismo nacimiento, habían visto tales cosas y oído hablar de ellas. Cuando veían a las tropas de su señor, era como si se viesen a sí mismos. Llevaban la lucha en la sangre, y nada les excitaba más que la estampa de los hombres armados.

—¡Vayamos a verlos!

Los muchachos se dirigieron hacia los soldados, y todos echaron a correr excepto Ofuku y Hiyoshi, que seguían mirándose ferozmente. El poco brioso Ofuku quería correr con los demás, pero se lo impedía la mirada de Hiyoshi.

—Lo siento. —Ofuku se acercó nerviosamente a Hiyoshi y le puso una mano en el hombro—. Lo siento, ¿de acuerdo?

La cólera enrojeció el rostro de Hiyoshi y apartó bruscamente el hombro, pero al ver que Ofuku estaba al borde de las lágrimas se ablandó.

—Es que te juntas con ellos para insultarme —le reprochó—. Cuando se meten contigo, siempre te insultan, te llaman cosas como «el crío chino», pero ¿me he burlado de ti alguna vez?

—No.

—Incluso un crío chino, cuando se convierte en miembro de nuestra pandilla, es uno de nosotros. Eso es lo que digo siempre, ¿no?

—Sí.

Ofuku se restregó los ojos. Las lágrimas disolvían el barro adherido a la piel, formando manchones alrededor de los ojos.

—¡Estúpido! Si te llaman «el crío chino» es porque lloras. Anda, vamos a ver a los guerreros. Si no nos damos prisa, se habrán ido.

Cogiendo a Ofuku de la mano, Hiyoshi corrió en pos de los otros.

Caballos de batalla y estandartes surgían de la nube de polvo. Eran unos veinte samurais montados y doscientos soldados de infantería. Tras ellos avanzaba un abigarrado grupo de mozos, que transportaban picas, lanzas y arcos. Desde la carretera de Atsuta, cruzaron la llanura de Inaba y empezaron a subir por el terraplén del río Shonai. Los niños adelantaron a los caballos y corrieron terraplén arriba. Con los ojos brillantes, Hiyoshi, Ofuku, Ni'o y los demás mocosos recogieron rosas, violetas y otras flores silvestres y las arrojaron al aire, al tiempo que gritaban a voz en cuello: «¡Hachiman! ¡Hachiman!», invocando al dios de la guerra, y exclamaban: «¡Victoria para nuestros valientes y gloriosos guerreros!». Tanto en los pueblos como en los caminos, los niños se apresuraban a lanzar tales exclamaciones cada vez que veían pasar a los guerreros.

El general, los samurais montados y los soldados que avanzaban arrastrando los pies permanecían todos ellos en silencio y sus recios rostros eran impenetrables como máscaras. No advirtieron a los niños que no se acercaran demasiado a los caballos ni se dignaron dirigirles una simple sonrisa. Aquellos hombres parecían formar parte del ejército que se había retirado de Mikawa, y era evidente que la batalla había sido encarnizada. Tanto los caballos como los hombres estaban exhaustos. Los heridos manchados de sangre se apoyaban pesadamente en los hombros de sus camaradas. La sangre seca brillaba, negra como la laca, sobre las armaduras y las astas de las lanzas. Sus rostros sudorosos estaban tan llenos de polvo endurecido, que sólo los ojos brillaban a través de aquella capa de mugre.

—Dad de beber a los caballos —ordenó un oficial.

Los jinetes samurais hicieron circular la orden a gritos. Llegó entonces la orden de que descansaran. Los jinetes desmontaron y los infantes se detuvieron de inmediato. Exhalando suspiros de alivio, se dejaron caer en la hierba sin decir nada.

Al otro lado del río, el castillo de Kiyosu parecía minúsculo. Uno de los samurais era el hermano menor de Oda Nobuhide, Yosaburo, el cual se sentó en un escabel y se quedó mirando el cielo, rodeado por media docena de servidores silenciosos.

Los hombres se vendaron las heridas de brazos y piernas. A juzgar por la palidez de sus rostros, era evidente que habían sufrido una gran derrota, pero eso no importaba lo más mínimo a los niños, los cuales, cuando veían sangre, se transformaban ellos mismos en héroes ensangrentados, y al ver el brillo de lanzas y picas se convencían de que el enemigo había sido aniquilado y se sentían llenos de orgullo y excitación.

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Victoria!

Una vez los caballos hubieron bebido, los niños también les arrojaron flores y los vitorearon.

Un samurai que estaba al lado de su caballo vio a Hiyoshi y le dijo:

—¡Hijo de Yaemon! ¿Cómo está tu madre?

—¿Hablas conmigo?

Hiyoshi se acercó al hombre y le miró alzando su carita mugrienta. El samurai asintió y puso una mano en la cabeza sudorosa de Hiyoshi. No tendría más de veinte años. Al pensar en que aquel hombre acababa de regresar del combate y notar el peso del guantelete de cota de malla en la cabeza, una sensación de gloria sobrecogió a Hiyoshi.

Se preguntó si su familia realmente conocía a aquel samurai. Cerca de allí sus amigos le miraban y podían ver lo orgulloso que estaba.

—Eres Hiyoshi, ¿no es cierto?

—Sí.

—Un buen nombre. Sí, un buen nombre.

El joven samurai dio una última palmadita a la cabeza de Hiyoshi y entonces golpeó la faja de su armadura de cuero y se enderezó un poco, sin dejar de examinar el rostro de Hiyoshi. Algo le hizo reír.

Hiyoshi tenía facilidad para hacer amigos, incluso entre los adultos. Que un desconocido, y nada menos que un guerrero, le tocara la cabeza, hacía que los ojos le brillaran de orgullo. No tardó en recuperar su locuacidad habitual.

—Pero, ¿sabes?, nadie me llama Hiyoshi. Sólo mis padres lo hacen.

—Supongo que eso se debe a tu aspecto.

—¿De mono?

—Bueno, está bien que lo sepas.

—Así me llama todo el mundo.

—¡Ja, ja!

La risa del samurai armonizaba con su vozarrón. Los demás hombres se rieron también, mientras Hiyoshi, tratando de parecer hastiado, se sacó de un bolsillo un tallo de mijo y empezó a mordisquearlo. El jugo herboso del tallo era dulzón.

Escupió sin ningún disimulo el tallo masticado.

—¿Qué edad tienes?

—Seis años.

—¿De veras?

—¿De dónde eres, señor?

—Conozco bien a tu madre.

—¿Ah, sí?

—La hermana menor de tu madre suele venir a mi casa. Cuando regreses, da recuerdos de mi parte a tu madre. Dile que Kato Danjo le desea buena salud.

Una vez finalizado el descanso, soldados y caballos se pusieron en fila y cruzaron los bajíos del río Shonai. Danjo echó una mirada atrás y montó rápidamente. La armadura y la espada le daban un aire de nobleza y poderío.

—Dile que cuando la lucha termine visitaré la casa de Yaemon.

Dicho esto, Danjo lanzó un grito, espoleó su caballo y entró en los bajíos del río para incorporarse a la fila. La espuma blanca lamió las patas del caballo.

Hiyoshi, todavía con restos del jugo de mijo en la boca, se quedó mirándole como extasiado.

* * *

Cada vez que la madre de Hiyoshi iba al cobertizo de almacenamiento, salía muy deprimida. Iba allí en busca de encurtidos, grano o leña, y cada visita era un recordatorio de que las existencias solían agotarse. Al pensar en el futuro se le hacía un nudo en la garganta. Sólo tenía a los dos niños, Hiyoshi, de seis años, y su hermana Otsumi, de nueve, y naturalmente ninguno de los dos era lo bastante mayor para realizar un trabajo eficaz. Su marido, herido en combate, era incapaz de hacer nada salvo quedarse sentado al lado del hogar con la mirada perdida en el espacio bajo la tetera colgante, incluso en verano, cuando no había brasas.

«Esas cosas… —pensó la mujer—. Me sentiría mejor si las quemáramos.»

Apoyadas contra una pared del cobertizo había una lanza con negra asta de roble, por encima de la que pendía un yelmo de infante que parecía formar parte de una vieja armadura. En la época en que su esposo partió al combate, aquel equipo era lo mejor que poseía. Cada vez que ella lo miraba, no sentía más que repugnancia. Ahora estaba cubierto de hollín y, al igual que su marido, era inútil. La idea de la guerra le hacía estremecerse.

«No me importa lo que diga mi marido; Hiyoshi no va a convertirse en samurai», resolvió.

Cuando se casó con Kinoshita Yaemon, creía que lo mejor era elegir por marido a un samurai. Su casa natal de Gokiso, aunque pequeña, había sido la de una familia de samurais, y si bien Yaemon era soldado de infantería, estaba al servicio de Oda Nobuhide. Cuando se casaron, con el juramento de que «en el futuro ganaremos un millar de fanegas de arroz», la armadura constituyó el símbolo de sus esperanzas y primó sobre los bienes domésticos que ella había querido. Era innegable que le traía felices recuerdos de su matrimonio, pero el contraste entre sus sueños juveniles y el presente no merecía que le dedicara su pensamiento un solo instante. Era una maldición que le corroía el alma. Su marido había quedado inválido antes de que hubiera podido distinguirse en el combate. Como no era más que un infante, se había visto obligado a abandonar el servicio de su señor. Ganarse la vida resultó difícil durante los seis primeros meses, y acabó convirtiéndose en agricultor. Ahora ni siquiera era capaz de esa actividad.

No le faltó la ayuda de su mujer. Llevándose consigo a sus dos hijos, la esposa de Yaemon había recogido hojas de morera, arado los campos, trillado mijo y mantenido a raya la pobreza durante aquellos años. Pero ¿qué ocurriría en el futuro? Al preguntarse hasta cuándo resistirían sus delgados brazos, sentía en su corazón el mismo frío y la penumbra que reinaban en el cobertizo. Finalmente puso en un cesto de bambú el alimento para la cena, mijo y unas pocas tiras de rábano seco, y salió del cobertizo. Aún no había cumplido treinta años, pero el parto de Hiyoshi no había sido fácil y desde entonces su piel tenía el color pálido de un melocotón sin madurar.

—Madre.

Era la voz de Hiyoshi, el cual rodeó la esquina de la casa, buscándola. Su madre se rió quedamente. Tenía sólo una gran esperanza: criar a Hiyoshi y convertirlo en la clase de hijo y heredero que crecería rápidamente y sería capaz de ofrecer a su padre, por lo menos, un poco de sake cada día. Ese pensamiento hizo que se sintiera mejor.

—Estoy aquí, Hiyoshi.

Hiyoshi corrió hacia el lugar de donde procedía la voz de su madre y, cuando llegó a su lado, cogió el brazo que sostenía el cesto.

—Hoy, en la orilla del río, he hablado con alguien que te conoce.

—¿Quién?

—¡Un samurai! Kato no sé qué. Dijo que te conoce y me ha dado recuerdos para ti. ¡Me dio palmadas en la cabeza y me hizo preguntas!

—Ah, debe de ser Kato Danjo.

—Estaba con un gran grupo de guerreros que volvían de una batalla. ¡Y también montaba un buen caballo! ¿Quién es?

—Pues… ese Danjo vive cerca del templo Komyoji.

—¿Y qué más?

—Es el prometido de mi hermana menor.

—¿Prometido?

—¡Vaya, qué insistente eres!

—Es que no lo entiendo.

—Van a casarse.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que será el marido de la hermana pequeña de mi madre?

Hiyoshi pareció satisfecho y se echó a reír. Su madre, al ver la mueca impúdica del chiquillo, mostrando mucho los dientes, no pudo por menos que considerarle, a pesar de que era su propio hijo, un mocoso precoz.

—Madre, hay una espada así de grande en el cobertizo, ¿verdad?

—Sí, ¿para qué la quieres?

—¿Puedo quedármela? Está muy mellada y padre ya no la usa.

—¿Otra vez jugando a la guerra?

—Me la quedo, ¿eh?

—¡De ninguna manera!

—¿Por qué no?

—¿Qué ocurrirá si el hijo de un agricultor se acostumbra a llevar espada?

—Pues algún día seré samurai.

Pisoteó el suelo como un chiquillo mimado, dando por zanjado el asunto. Su madre le miró irritada y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Necio! —le reprendió, y, enjugándose torpemente las lágrimas, le cogió de la mano y tiró de él—. Anda, ayuda un poco a tu hermana y luego saca agua del pozo.

Tirando de él a la fuerza, regresó a la casa.

—¡No! ¡No! —Hiyoshi intentó zafarse, gritando e hincando los talones en la tierra—. ¡No! ¡Te odio! ¡Eres una estúpida! ¡No!

Su madre le llevó a rastras, imponiendo su voluntad. En aquel momento el sonido de una tos, mezclado con humo del hogar, salió de la ventana cubierta con una rejilla de bambú. Al oír la voz de su padre, los hombros de Hiyoshi se contrajeron y guardó silencio. Yaemon no tendría más de cuarenta años, pero, condenado a vivir como un paralítico, tenía la voz áspera y carrasposa de un hombre que ha pasado de los cincuenta.

—Voy a decirle a tu padre lo mal que te portas —le dijo a Hiyoshi su madre, al tiempo que lo soltaba.

El chiquillo se cubrió el rostro con las manos y se enjugó los ojos bañados en lágrimas.

Mientras miraba al pequeño que resultaba tan difícil de tratar, su madre se preguntaba qué sería de él cuando creciera.

—¡Onaka! ¿Por qué estás gritando otra vez a Hiyoshi? Eso es impropio. ¿Por qué has de pelearte con tu propio hijo y llorar de esa manera?

Yaemon había hablado a través de la ventana, con la voz aguda de un enfermo.

—Entonces eres tú quien debería regañarle —replicó Onaka en tono de reproche.

Yaemon se echó a reír.

—¿Por qué? ¿Porque quiere jugar con mi vieja espada?

—Sí.

—Sólo estaba jugando.

—Así es, y no debería hacer eso.

—Es un muchacho, y además mi hijo. ¿Tan malos son sus deseos? ¡Dale la espada!

Onaka miró hacia la ventana con una expresión de sorpresa y se mordió el labio, frustrada.

—¡He ganado! —exclamó Hiyoshi, exultante, gozando de su victoria, pero sólo fue por un instante, pues en cuanto vio que las lágrimas se deslizaban por las pálidas mejillas de su madre, la victoria le pareció vacía—. ¡Por favor, deja de llorar! Ya no quiero la espada. Iré a ayudar a mi hermana.

Echó a correr a la cocina, donde su hermana estaba inclinada, soplando a través de una caña de bambú para prender la leña dentro del horno de arcilla.

Hiyoshi entró dando brincos.

—Eh, ¿voy a sacar agua?

—No, gracias —respondió Otsumi, alzando tímidamente la vista, sorprendida por la irrupción de su hermano.

Sacudió la cabeza, preguntándose qué se proponía el pequeñajo.

Hiyoshi levantó la tapa de la vasija de agua y miró el interior.

—Ya está llena. ¿Amaso la pasta de judías?

—¡No! ¡No seas latoso!

—¿Latoso? Lo único que quiero es ayudar. Déjame que haga algo por ti. ¿Voy a buscar los encurtidos?

—¿No acaba de ir madre a buscarlos?

—Bueno, ¿qué puedo hacer entonces?

—Si te portaras como es debido, nuestra madre se sentiría feliz.

—¿Por qué? ¿Es que no me porto bien ahora? ¿Hay fuego en el horno? Yo lo encenderé. Apártate.

—¡No te necesito!

—Si te apartaras…

—¡Mira qué has hecho! ¡Lo has apagado!

—¡Embustera! ¡Eres tú quien lo ha apagado!

—No es verdad.

—¡Bocazas!

Impaciente porque la leña no prendía, Hiyoshi abofeteó a su hermana. Otsumi puso el grito en el cielo y se quejó a su padre. Como estaban al lado de la sala de estar, muy pronto la voz de su padre atronó en los oídos de Hiyoshi.

—¡No pegues a tu hermana! ¡Es inaceptable que un hombre golpee a las mujeres! ¡Ven aquí ahora mismo, Hiyoshi!

Al otro lado de la mampara divisoria, Hiyoshi tragó saliva y dirigió una fiera y acusadora mirada a su hermana. Entró su madre y se quedó al lado de la puerta, consternada porque aquello sucedía de nuevo.

Yaemon era aterrador, el padre más aterrador del mundo. Hiyoshi le obedeció. Se sentó en el suelo, erguido, y miró a su padre.

Kinoshita Yaemon estaba sentado ante el hogar. Tenía a su espalda el bastón que necesitaba para caminar, sin el que no podía ir a ninguna parte, ni siquiera al retrete. Uno de sus codos descansaba sobre una caja de madera que usaba para hilar cáñamo, una actividad secundaria a la que se dedicaba cuando se sentía con ganas. Aunque estaba incapacitado, así podía contribuir un poco a las finanzas domésticas.

—¡Hiyoshi!

—Sí, señor.

—No seas un fastidio para tu madre.

—Sí.

—Y no discutas con tu hermana. Piensa en la impresión que causas. ¿Cuál debería ser tu conducta como hombre y cómo has de comportarte con las mujeres, a las que es preciso proteger?

—Bueno, yo no…

—¡Calla! Tengo oídos. Sé dónde estás y qué haces, aunque nunca salga de esta habitación.

Hiyoshi se estremeció. Creía lo que su padre le estaba diciendo.

Sin embargo, Yaemon no podía reprimir el afecto que sentía por su único hijo varón. Tenía un brazo y una pierna que jamás podrían volver a ser como antes, pero estaba convencido de que, gracias a aquel niño, su sangre seguiría existiendo durante cien años. Entonces miró de nuevo a Hiyoshi y su estado de ánimo sufrió una variación. Un padre tenía que ser el mejor juez de su hijo, pero ni siquiera en sus momentos de mayor optimismo Yaemon podía ver de qué modo aquel arrapiezo de extraño aspecto y nariz mocosa se levantaría por encima de sus padres y borraría el descrédito de su apellido. Con todo, Hiyoshi era su único hijo varón y Yaemon depositaba en él unas esperanzas imposibles.

—La espada que está en el cobertizo… ¿la quieres de veras, Hiyoshi?

—Bueno… —El chiquillo sacudió la cabeza.

—¿No la quieres?

—La quiero, pero…

—¿Entonces por qué no lo dices claramente?

—Madre ha dicho que de ninguna manera me la quede.

—Eso es porque las mujeres detestan a las espadas. Espera aquí.

El hombre cogió su bastón y fue cojeando a la otra estancia. Al contrario que la casa de un campesino pobre, aquélla contaba con varias habitaciones.

En el pasado, los parientes de la madre de Hiyoshi habían vivido allí. Yaemon tenía pocos parientes, pero su esposa contaba con familia en la vecindad.

Aunque su padre no le había reñido, Hiyoshi seguía sintiéndose inquieto. Cuando Yaemon regresó, traía una espada corta envuelta en tela. No era la que se estaba oxidando en el cobertizo de almacenamiento.

—Ésta es tuya, Hiyoshi. Llévala siempre que lo desees.

—¿Mía? ¿De veras?

—Pero teniendo en cuenta tu edad, preferiría que no la llevaras en público. Si lo haces, la gente se reirá de ti. Apresúrate a crecer hasta que seas lo bastante mayor para lucirla sin que nadie se ría. ¿Harás eso por mí? Tu abuelo encargó que hicieran esta espada… —Yaemon hizo una pausa, con los ojos velados. Entonces siguió hablando lentamente—: Tu abuelo era agricultor. Cuando intentó mejorar su posición en la vida y ser algo, encargó a un armero que le hiciera esta espada. Hubo un tiempo en que los Kinoshita teníamos el árbol genealógico de nuestra familia, pero un incendio lo destruyó. Y mucho antes de que tu abuelo pudiera destacar en algo, lo mataron. Aquellos fueron tiempos turbulentos, y muchos sufrieron el mismo sino.

Un farol estaba encendido en la habitación contigua, pero la sala en la que ellos se encontraban estaba iluminada por las llamas del hogar. Hiyoshi escuchaba a su padre mientras contemplaba las llamas rojizas. Tanto si Hiyoshi le comprendía como si no, Yaemon tenía la sensación de que no podía hablar de tales cosas con su mujer o su hija.

—Si todavía existiera el árbol genealógico de los Kinoshita, podría hablarte de tus antepasados, pero quedó reducido a cenizas. Sin embargo, existe un árbol familiar vivo, y ha sido transmitido hasta llegar a ti. Es éste.

Yaemon se acarició las venas azules de la muñeca. Era la sangre.

Tal era su enseñanza. Hiyoshi asintió y entonces se contempló su propia muñeca. También él tenía aquellos vasos sanguíneos en su cuerpo. ¡No podía haber duda! Ningún árbol familiar estaba más vivo que aquél.

—No sé quiénes fueron nuestros antepasados antes de la época de tu abuelo, pero estoy seguro de que algunos de ellos fueron grandes hombres, samurais, seguramente, tal vez sabios. La sangre de tales hombres sigue fluyendo y yo te la he transmitido.

—Sí. —Hiyoshi asintió de nuevo.

—Sin embargo, yo no soy grande. Como puedes ver, no soy más que un lisiado. Así pues, Hiyoshi, ¡tú debes llegar a ser un gran hombre!

—Padre —dijo Hiyoshi, abriendo mucho los ojos—. ¿En qué clase de hombre he de convertirme para ser grande?

—Verás, no hay límite alguno a lo que puedes conseguir. Si, como mínimo, llegas a ser un guerrero valiente y llevas este recuerdo de tu abuelo, no sentiré ninguna pesadumbre cuando me muera.

Hiyoshi no dijo nada y pareció confuso. Carecía de confianza en sí mismo, y evitó la mirada de su padre.

Al observar la reacción desmerecedora de su hijo, Yaemon se dijo que era natural, ya que no era más que un niño. Tal vez el problema no estaba en la sangre sino en el entorno. Y al pensar así la tristeza inundó su corazón.

La madre de Hiyoshi había preparado la cena y esperaba silenciosamente en el rincón a que su marido terminara de hablar. Sus ideas y las de su marido eran totalmente divergentes. Que él alentara al pequeño para que se hiciera samurai le resultaba odioso, y oraba en silencio por el futuro de Hiyoshi. Hablar de semejante manera a un chiquillo le parecía de lo más irracional, y deseaba decirle que su padre decía tales cosas movido por su amargura y que cometería un error si seguía sus pasos. Si era un necio, no importaba, pero deseaba fervientemente que se dedicara a la agricultura, aunque sólo tuviera una pequeña parcela de tierra.

—Bueno, vamos a cenar. Hiyoshi y Otsumi, acercaos un poco más al hogar.

Empezando por el padre de los niños, les pasó los palillos y los cuencos.

Aunque aquélla era su cena habitual, un cuenco de clara sopa de mijo, cada vez que Yaemon la miraba se sentía un poco más triste, porque era un padre que no podía satisfacer las necesidades de su esposa y sus hijos. Con las mejillas y narices enrojecidas, Hiyoshi y Otsumi cogieron sus cuencos y tomaron la sopa con entusiasmo, sin molestarse en pensar que era un pobre condumio. Para ellos no había más riqueza que aquélla.

—Tenemos pasta de judías que me ha dado el dueño de la tienda de loza de Shinkawa, y en el cobertizo hay verduras y castañas secas, así que Otsumi y Hiyoshi pueden comer mucho —dijo Onaka, deseosa de tranquilizar a su marido sobre la cuestión económica.

En cuanto a ella, no cogió los palillos hasta que sus hijos tuvieron el estómago lleno y su marido hubo terminado de comer. Una vez finalizada la cena fueron a acostarse. En todas las demás casas sucedía más o menos lo mismo. Después de que oscureciese no brillaba ninguna luz en Nakamura.

Cuando se hacía de noche, empezaban a oírse ruidos de pisadas a través de los campos y a lo largo de los caminos. Eran los sonidos de las batallas cercanas. A los ronin, o samurais que habían perdido a su señor, los fugitivos y los mensajeros en misiones secretas les gustaba por igual desplazarse de noche.

A menudo Hiyoshi tenía pesadillas. ¿Acaso oía ruido de pisadas en plena noche o llenaba sus sueños la lucha por el dominio de la tierra? Aquella noche dio una patada a Otsumi, que yacía a su lado en la estera, y cuando ella lanzó un grito de sorpresa, el chiquillo exclamó:

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Hachiman!

Se levantó de un salto, despierto al instante, y aunque su madre le sosegó, permaneció a medias despierto y exaltado durante largo tiempo.

—Es una fiebre —dijo Yaemon, y aconsejó—: Quémale un poco de moxa sobre el cuello.

—No deberías haberle mostrado esa espada ni contado historias de tus antepasados —replicó la madre de Hiyoshi.

* * *

Al año siguiente se produjo un gran cambio en la casa: Yaemon cayó enfermo y murió. Hiyoshi no vertió ni una sola lágrima mientras contemplaba el rostro de su padre muerto. En el funeral se dedicó a corretear y saltar juguetonamente.

En el otoño del octavo año de Hiyoshi la casa volvió a llenarse de huéspedes. Se pasaron la noche haciendo pastelillos de arroz, bebiendo sake y cantando. Uno de sus parientes le dijo a Hiyoshi:

—El novio será tu nuevo padre. Fue amigo de Yaemon y también sirvió en el clan de Oda. Se llama Chikuami. Debes ser un buen hijo para él.

Hiyoshi, con un pastelillo de arroz en la mano, fue a echar un vistazo a la habitación. Su madre se había maquillado la cara y tenía una belleza desacostumbrada. Estaba con un hombre mayor a quien él no conocía y bajaba la vista. Al ver esa estampa el chiquillo se sintió feliz.

—¡Hachiman! ¡Hachiman! ¡Echad flores! —gritó Hiyoshi, el cual disfrutó más que nadie aquella noche.

Llegó de nuevo el verano. El maíz creció muy alto. Cada día, Hiyoshi y los demás niños del pueblo se bañaban desnudos en el río, y luego capturaban y se comían las ranitas rojas en los campos. La carne de la rana roja era incluso más sabrosa que el saquito de miel de la abeja coreana. La madre de Hiyoshi le había enseñado a comer ranas. Dijo que era una medicina para curar los trastornos infantiles, y desde entonces se había convertido en el alimento favorito del pequeño.

Al parecer, no había un solo día en que, cuando estaba jugando, Chikuami no saliera en su busca.

—¡Mono! ¡Mono! —le gritaba su padrastro.

Chikuami era un buen trabajador. En menos de un año había puesto orden en las finanzas familiares, y los días de hambre eran cosa del pasado. Si Hiyoshi estaba en casa, siempre le encargaban tareas desde la mañana hasta la noche, y si se mostraba perezoso o travieso la enorme mano de Chikuami no tardaba en golpearle la cabeza, algo que Hiyoshi detestaba con todas sus fuerzas. No le importaba trabajar, pero procuraba no atraer la mirada de su padrastro ni siquiera un momento. Todos los días sin excepción Chikuami hacía la siesta por la tarde. En cuanto podía, Hiyoshi salía sigilosamente de la casa, pero no transcurría mucho tiempo antes de que Chikuami saliera en su busca, gritando:

—¡Mono! ¿Adonde ha ido nuestro mono?

Cuando su padrastro salía a buscarle, Hiyoshi dejaba lo que estaba haciendo y se escondía entre las hileras de plantas de mijo. Chikuami se cansaba de buscarle y daba media vuelta. Entonces Hiyoshi se levantaba de un salto y daba un grito de victoria. Nunca consideraba la posibilidad de que al volver a casa no le dieran de cenar y le castigaran. Ese juego le entusiasmaba y no podía reprimirse.

El día al que los referimos, Chikuami caminaba nervioso entre el mijo, lanzando miradas aquí y allá.

—¿Dónde está el diablillo?

Hiyoshi subió corriendo la cuesta del terraplén, hacia el río.

Cuando Chikuami llegó al terraplén, se encontró allí con Ofuku, que estaba solo. Era el único que iba vestido en verano, y ni se bañaba ni comía ranas rojas.

—Ah, ¿no eres tú el muchacho de la tienda de cerámica? —le preguntó Chikuami—. ¿Sabes dónde se esconde nuestro mono?

—No lo sé —respondió Ofuku, sacudiendo la cabeza varias veces. Chikuami le intimidaba.

—Si me mientes, iré a tu casa y se lo diré a tu padre.

El cobarde Ofuku palideció.

—Está escondido en esa barca.

Señaló una pequeña embarcación fluvial varada en la orilla. Cuando el padre echó a correr hacia ella, Hiyoshi la abandonó dando un salto como un trasgo de río.

Chikuami se abalanzó contra él y lo derribó. Al caer adelante, Hiyoshi se golpeó la boca con una piedra. La sangre corrió entre sus dientes.

—¡Uf! ¡Me he hecho daño!

—¡Te lo tienes merecido!

—¡Lo siento!

Tras darle dos o tres cachetes, Chikuami lo alzó en vilo y regresó rápidamente a casa. Aunque llamara «mono» a Hiyoshi, lo cierto era que el muchacho no le desagradaba. Como tenía prisa por poner fin a su pobreza, Chikuami creía que debía ser estricto con todo el mundo, y también quería mejorar el carácter de Hiyoshi, a la fuerza si era necesario.

—Ya tienes nueve años, pequeño inútil —le reconvino.

Una vez en casa, cogió al chico del brazo y le propinó varios golpes más con el puño. La madre de Hiyoshi trató de detenerle.

—No deberías ser tan blanda con él —le dijo su marido en tono brusco.

Cuando la madre empezó a llorar, el marido zurró de nuevo al chiquillo.

—¿Por qué lloras? Estoy pegando a este mono retorcido porque creo que así le haré un bien. ¡No hace más que causar problemas!

Al principio, cada vez que le pegaba, Hiyoshi se cubría la cabeza con las manos y suplicaba perdón. Ahora había dejado de protegerse y lloraba con todas sus fuerzas al tiempo que empleaba un lenguaje insultante.

—¿Por qué? Dime, ¿por qué? Apareces como salido de ninguna parte y pretendes ser mi padre y pavonearte. Pero mi…, mi padre verdadero…

—¡Cómo te atreves a decir eso! —exclamó su madre, palideciendo. Ahogó un grito y se llevó la mano a la boca.

El descaro del pequeño redobló el furor de Chikuami.

—¡Pequeño sabelotodo que no sirve para nada!

Le arrojó al interior del cobertizo de almacenamiento y ordenó a Onaka que no le diera de cenar. Desde entonces hasta que oscureció se oyeron los gritos de Hiyoshi procedentes del cobertizo.

—¡Déjame salir! ¡Idiota! ¡Cabeza de alcornoque! ¿Es que todo el mundo se ha vuelto sordo? ¡Si no me dejáis salir prenderé fuego a esto!

Siguió llorando, emitiendo unos sonidos que parecían gañidos de perro, pero por fin, alrededor de la medianoche, dejó de llorar y empezó a dormirse. Entonces oyó una voz que le llamaba desde algún lugar cerca de su cabeza.

—Hiyoshi, Hiyoshi.

Estaba soñando con su padre muerto. Semidespierto, le llamó: «¡Padre!», pero se dio cuenta en seguida de que la figura que estaba en pie ante él era la de su madre, la cual había salido con sigilo de la casa para llevarle algo de comer.

—Cómete esto y tranquilízate. Por la mañana pediré disculpas a tu padre en tu nombre.

El chiquillo sacudió la cabeza y aferró las ropas de su madre.

—Es mentira. Él no es mi padre. ¿Acaso no ha muerto mi padre?

—Vamos, vamos, ¿por qué dices esas cosas? ¿Por qué has de ser irrazonable? Siempre te estoy diciendo que seas un buen hijo para tu padre.

Cuando Hiyoshi hablaba de esa manera, su madre sentía como si la acuchillara, pero el niño no podía comprender por qué lloraba hasta que todo su cuerpo se convulsionaba.

* * *

Al día siguiente, Chikuami empezó a gritar a Onaka desde que salió el sol.

—Fuiste a espaldas mías y le diste de comer en plena noche, ¿no es cierto? Eres tan blanda con él que su carácter nunca mejorará. Tampoco Otsumi se acercará hoy al cobertizo, ¿entendido?

El conflicto entre marido y mujer duró casi media jornada, hasta que finalmente la madre de Hiyoshi salió sola, llorando de nuevo. Regresó cuando el sol estaba a punto de ponerse, acompañada por un sacerdote del templo Komyoji. Chikuami no preguntó a su esposa dónde había estado y se limitó a fruncir el ceño. Estaba sentado en el exterior con Otsumi, trabajando sobre una estera de paja.

—Chikuami —le dijo el sacerdote—, tu esposa ha ido al templo para preguntarnos si aceptaríamos a vuestro hijo como acólito. ¿Nos das tu consentimiento?

Chikuami miró en silencio a Onaka, la cual estaba al lado de la puerta trasera, sollozando.

—Humm, supongo que eso podría estar bien, pero ¿no necesita un fiador?

—Afortunadamente, la esposa de Kato Danjo, que vive al pie de la colina de Yabuyama, ha accedido. Tengo entendido que es la hermana de tu esposa.

—Ah, ¿de modo que fue a casa de Kato?

Chikuami tenía una expresión amarga, aunque no ponía objeciones al ingreso de Hiyoshi en el templo. Aceptó tácitamente la propuesta y respondió con monosílabos a las preguntas que le hizo el sacerdote.

Tras dar una orden a Otsumi, Chikuami fue a guardar sus aperos de labranza, y durante el resto de la jornada trabajó con una expresión preocupada.

Después de sacarle del cobertizo de almacenamiento, la madre de Hiyoshi le hizo repetidas advertencias. Los mosquitos habían atormentado al chiquillo durante toda la noche y tenía la cara hinchada. Cuando supo que iba a servir en un templo, se echó a llorar, pero no tardó en sosegarse.

—El templo será mejor —afirmó.

El sacerdote llevó a cabo los preparativos necesarios para Hiyoshi mientras aún había luz, y cuando se aproximó el momento de la partida, incluso Chikuami parecía un poco triste.

—Escucha, mono, cuando entres en el templo debes cambiar de actitud y disciplinarte —le dijo al muchacho—. Aprende a leer y escribir un poco y haz que pronto te veamos convertido en todo un sacerdote.

Hiyoshi murmuró una breve palabra de asentimiento e hizo una reverencia. Cuando estuvo al otro lado de la valla, se volvió una y otra vez para ver a su madre, la cual le estuvo contemplando hasta que desapareció a lo lejos.

El pequeño templo se alzaba en lo alto de una colina llamada Yabuyama, a cierta distancia del pueblo. Era un templo budista de la secta Nichiren, y su sacerdote principal era muy anciano y estaba postrado en cama. Dos jóvenes sacerdotes se dedicaban al mantenimiento de los edificios y el terreno. Debido a los muchos años de guerra civil, el pueblo se había empobrecido y el templo contaba con pocos parroquianos. Hiyoshi respondió con rapidez a su nuevo entorno y trabajó con ahínco, como si fuese una persona diferente. Era de ingenio rápido y enérgico, y los sacerdotes le trataban con afecto y le aseguraban que le darían un buen adiestramiento. Todas las noches le obligaban a practicar caligrafía y le proporcionaban una instrucción elemental, durante la que el muchacho mostraba un talento para la memorización fuera de lo corriente.

Cierto día le dijo un sacerdote:

—Ayer me encontré con tu madre en la carretera. Le dije que estás haciendo progresos importantes.

Hiyoshi no comprendía muy bien el pesar de su madre, pero cualquier cosa que la hiciera feliz surtía en él idéntico efecto.

Sin embargo, cuando llegó el otoño de su décimo año, el muchacho empezó a sentirse demasiado confinado en el templo. Los dos sacerdotes jóvenes habían ido a los pueblos vecinos a pedir limosnas. Aprovechando su ausencia, Hiyoshi sacó una espada de madera que había ocultado y un bastón hecho a mano. Entonces subió a la cima de la colina y gritó a sus amigos, que se estaban preparando para jugar a la guerra:

—Eh, tropas enemigas, sois estúpidas. ¡Vamos, venid a atacarme desde cualquier dirección que os parezca!

Aunque no era ni mucho menos el momento habitual, se oyó de repente el sonido de la enorme campana del templo. La gente que estaba la pie de la colina se llevó una sorpresa y se preguntó qué ocurría. Una piedra voló colina abajo, seguida de una teja que alcanzó e hirió a una niña que trabajaba en una parcela de verduras.

—Es ese chico del templo. Ha reunido a los niños del pueblo y están jugando otra vez a la guerra.

Tres o cuatro hombres subieron la cuesta y se detuvieron ante el edificio principal del templo. Las puertas estaban abiertas de par en par y el interior cubierto de cenizas. Tanto en el crucero como en el santuario reinaba el mayor desorden. El incensario estaba roto. Parecía como si los estandartes hubieran sido utilizados de alguna manera impropia, la cortina de brocado dorado había sido arrancada y arrojada a un lado, y el parche del tambor estaba desgarrado.

—¡Shobo! ¡Yosaku! —gritaron los padres en busca de sus hijos.

A Hiyoshi no se le veía por ninguna parte, y los demás niños también habían desaparecido de repente.

Cuando los padres regresaron al pie de la colina, se produjo en el templo una especie de temblor. Los arbustos se agitaron, volaron piedras y la campana sonó de nuevo. El sol se puso y los niños, llenos de moratones y ensangrentados, bajaron sin fuerzas la cuesta.

Cada noche, cuando los sacerdotes regresaban de pedir limosnas, los lugareños subían al templo y se quejaban. Pero en aquella ocasión, cuando volvieron los sacerdotes, sólo pudieron mirarse unos a otros conmocionados. El quemador de incienso ante el altar había sido partido limpiamente en dos. El donante de aquella vasija preciosa era un hombre llamado Sutejiro, un mercader de cerámica del pueblo de Shinkawa y uno de los pocos parroquianos que le quedaban al templo. Cuando hizo su ofrenda, tres o cuatro años atrás, había dicho:

—Este incensario fue horneado por mi maestro, el difunto Gorodayu, y lo he conservado como una reliquia. Lo decoró de memoria y tuvo un cuidado especial en la aplicación del pigmento azul. Al ofrecerlo a este templo, espero que será tratado como un tesoro hasta el fin de los tiempos.

Por lo general, el incensario se guardaba en una caja; pero sólo una semana atrás la esposa de Sutejiro había visitado el templo. En esa ocasión sacaron y usaron el valioso objeto, pero no habían vuelto a guardarlo.

Los sacerdotes palidecieron. A sus preocupaciones se sumaba la posibilidad de que si informaban de lo ocurrido al anciano sacerdote principal, su dolencia empeorase.

—Probablemente ha sido el mono —dijo uno.

—Cierto —convino otro—. Ninguno de los demás diablillos sería capaz de hacer esta clase de mal.

—¿Qué podemos hacer?

Llevaron a Hiyoshi a rastras y le pusieron bruscamente ante la cara los fragmentos de la vasija rota.

—Lo siento —dijo el chiquillo, aunque no recordaba que hubiera roto el incensario.

La disculpa enfureció todavía más a los sacerdotes, porque el muchacho hablaba serenamente y no parecía en absoluto arrepentido.

—¡Pagano! —le llamaron y, tras atarle las manos a la espalda, le ataron a una de las grandes columnas del templo.

—Vamos a dejarte aquí unos cuantos días —le dijeron los sacerdotes—. A lo mejor te devorarán las ratas.

Esta clase de cosas le sucedían continuamente a Hiyoshi. Pensó amargamente que, al día siguiente, cuando sus amigos subieran al templo, no podría jugar con ellos. Y cuando subieron, vieron que su compañero había sido sometido a castigo y echaron a correr.

—Desatadme —les gritó—. Si no lo hacéis, os zurraré.

Los peregrinos ancianos y las mujeres del pueblo que subían al templo se burlaban de él.

—Vaya, ¿no es eso un mono?

En un momento determinado estuvo lo bastante calmado para decirse: «Yo os enseñaré». De repente una sensación de gran poder inundó su cuerpecillo apretado contra la columna. Mantenía los labios cerrados acerca de tales cosas y, muy consciente de su penosa situación, su cara adoptaba una expresión de desafío y maldecía al destino.

Se durmió profundamente y le despertaron las babas que le caían de la boca. La jornada se hacía atrozmente larga. Presa de un hastío mortal, miró el incensario roto. El alfarero había escrito una inscripción en caracteres pequeños en la parte inferior de la vasija: «Hecho con buenos augurios, Gorodayu».

El cercano pueblo de Seto, e incluso toda la provincia, era famoso por su cerámica. Eso nunca le había interesado hasta entonces, pero ahora, al contemplar el paisaje pintado en el incensario, su imaginación emprendió el vuelo.

Se preguntó a qué lugar correspondía aquella pintura.

Montañas y puentes de piedra, torres y gentes, ropas y embarcaciones, cuyos modelos reales no había visto jamás, estaban pintados de añil sobre la porcelana blanca. Todo ello le dejaba profundamente perplejo.

¿Qué país sería aquél? No podía conjeturarlo. Tenía inteligencia juvenil y sed de conocimiento y, deseando desesperadamente una respuesta, esforzaba su imaginación para colmar aquel vacío.

¿Era posible que existiera un país semejante?

Mientras concentraba así su pensamiento, algo pasó con celeridad por su mente, algo que le habían enseñado o que había oído pero olvidado. Se devanó los sesos.

¡China! ¡Eso era! ¡Se trataba de una imagen de China!

Estaba satisfecho consigo mismo. Mientras contemplaba la porcelana vidriada, voló a China en su imaginación.

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